(La insoportable levedad del ser)
EL CUERPO Y EL ALMA
“No era la vanidad lo que atraía a Teresa al espejo, sino el asombro de ver su propio yo. Se olvidaba que estaba viendo el tablero de instrumentos de sus mecanismos corporales. Le parecía ver su alma que se le daba a conocer en los rasgos de su cara. [ ]…aquel era un momento de embriaguez: el alma salía a la superficie del cuerpo como cuando los marinos salen de la bodega, ocupan toda la cubierta, agitan los brazos hacia el cielo y cantan”.
No hay demasiadas cosas que se puedan hacer en un barco a medianoche cuando se encuentra fondeado en el Mississippi.
Una de esas cosas podría ser salir a cubierta y mirar apaciblemente las luces de New Orleans. O servirse un whisky en la penumbra del salón de Oficiales y pensar en Teresa solitariamente.
Pero yo preferí encender el televisor y sintonizar al azar uno de los canales que se imbrican en el éter. Y por supuesto, servirme un whisky.
Gracias a un reportaje en el “Late Show”, corroboré que Malcolm Mc Dowel era un gran actor. Claro, sólo lo había visto en dos películas importantes, que yo recuerde. “La naranja mecánica” de Kubrik y “Calígula”. Dos películas y dos papeles a su medida. Quizás erróneamente siempre pensé que hay actores para determinados papeles. Por eso nunca me lo imaginé a Mc Dowel interpretando a un tierno padre de familia. Lo suyo, se me figuraba, era la perversión y la violencia.
No es importante si Mc Dowell estaba actuando en aquel reportaje del “Late Show”. Tampoco sería de mi incumbencia si fuera Calígula en su casa como en el cine... Ahora no tengo dudas de que es un actor extraordinario. Y no es por su relato afable y sereno de su trayectoria teatral shakesperiana. A mí lo que me impresionó fue el desconocido contraste con el otro Mc Dowell. Sólo que cuando el animador del programa lo nombró, me terminé de convencer de que se trataba de él y no de otra persona con igual fisonomía...
Si el rostro es el reflejo del alma, Mc Dowell al menos tiene dos almas. Mc Dowell reporteado igual a: ¿Mc Dowell hombre común dándole de comer a las palomas? Y Mc Dowell actor igual a: Cayo Calígula. Definitivamente es un fantástico actor, como pocos. Un hombre con un cuerpo y dos almas.
Nunca presencié un reportaje de Peter O’toole. Pero sospecho que también es un extraordinario actor, aunque a ciencia cierta, no sé si es un hombre con un cuerpo y varias almas. En verdad es tan poco lo que se de él. Me enteré que la bebida lo estaba extinguiendo. Su hígado debe ser una roca informe como lo es el del Capitán J.
Así como a Mc Dowell, a O’Toole lo he visto actuar en unos pocos films que ya ni recuerdo. Pero en el que si lo tengo bien presente es en Calígula. Mc Dowell y O’toole. Calígula y Tiberio. Por eso, y hasta que se me demuestre lo contrario, O’toole es un gran actor con un solo lenguaje. La única alma reflejada que conozco en el rostro de O’toole me representa el vicio. El vicio, como se da a conocer tan a menudo en el rostro del Capitán J, entre otras cosas.
Pero las cuestiones del alma son muy complejas. Si las cuestiones del alma fueran categóricas e indiscutibles, serían simples de discernir y yo no podría hacer este juego. No me atrevería a jugar con el sol del mediodía. Dividirlo. Convertirlo en el sol del amanecer o del ocaso. Salvo que estuviera loco o fuera poeta. Con las cuestiones del alma puedo jugar sin importarme que me tomen por loco. Un filósofo podría decirme que soy bastante primario. Quizás un psicólogo buscaría un trauma por mi inseguridad. Un cura pensaría que soy un escéptico irreverente. Pero ninguno podría afirmar que estoy loco. Primero, por que ninguno de ellos leería esto. Y segundo, por que pondrían en evidencia su propia locura de pretender entender las cuestiones del alma humana, tarea fútil si las hay.
Ahora bien, supongamos a Mc Dowell dándole de comer a las palomas con su mano derecha, en un primoroso parque con niños correteando a su alrededor. Imaginemos a la otra mano cerrada en un puño, con un anillo imperial e introducida en el ano de un ilustre ciudadano romano. ¿Puede un hombre con dos almas ejercerlas al mismo tiempo? En otras palabras, y sigo jugando, pongámosle a Mc Dowell las manos en los bolsillos: ¿puede un hombre reflejar el contraste de sus dos almas al unísono?
Pero claro, se me olvidaba que Mc Dowell es un actor. Un actor extraordinario. Un hombre con un cuerpo y dos almas. Sólo que una de ellas es inventada.
¿Pero que hay de aquellos hombres en que sí se mezclan varias almas en su rostro?
Ya dije que sólo conozco un alma reflejada en el rostro de O’toole. Pero el color azul de los ojos del Capitán J. esta formado por el color azul de los ojos de O’toole y por el color azul de los ojos de Mc Dowell. Y eso le permite muchas cosas. Como dar de comer a las palomas y desflorar un ano al mismo tiempo.
-¡No, no, no, no! Aquí soy el emperador- le escuché decir desde su “trono” en la cabecera de la mesa de Oficiales. Fue cuando el mozo sin quererlo, lo “igualó” al resto y se olvido de ponerle su doble juego de cubiertos y sus dos copas, una para el vino tinto y otra para el blanco.
Sin embargo, el refinamiento es una norma que el Capitán J. transgrede a su antojo.
-De ahora en más, y hasta que yo le avise, usted me va sirviendo de a dos huevos fritos.
-Pero...¿todos los días Capitán?
-Si, si, si. En el almuerzo y en la cena. Ah, y cámbieme los platos…
Hasta que mi estómago me lo permitió, llegué a contar ocho huevos fritos. El primer oficial H. jura haber contado doce cuando le vino una nausea.
Sin embargo, en el petit hotel que había adquirido en Buenos Aires, el Capitán J. organizaba mesas de te y masas. Se olvidaba de los huevos fritos y ponía en su mesa su variada colección de finas hebras orientales. La Enfermera G. había asistido a varias de esas ceremonias y había llegado a conocer algunas de sus capas.
—¿Qué va a hacer cuando se jubile Capitán?
—No, no, no. Yo no me jubilo. ¿Se olvido que soy el Emperador? Y sonrió socarronamente.
—Bueno, si dejase de navegar.
—Y…administraría mi criadero de chinchillas y me compraría un perro. Un gran danés macho. Sueño con dejarme crecer el pelo hasta los hombros. Sacaría a pasear a mi perro todas las tardes con una capa distinta. Mi sueño es ampliar mi colección de capas. Una para cada día del mes.
¿Qué es el cuerpo?, era el instrumento para saciar a sus almas, hasta el hartazgo si es preciso. La máquina al servicio de la sensualidad, el placer y el vicio. No debe haber un pliegue, un orificio, un intersticio que no haya sido profanado de su cuerpo.
Pero el cuerpo le demostró que también puede ser una cárcel. Le aviso con la cirrosis que tenía que decirle algo a sus almas. Y las almas intentaban dejar de lado los huevos fritos, pero no así el whisky.
Al Capitán J. le encanta el whisky. También le encantan los juegos de azar y los juegos de naipes. Principalmente la canasta y el póker. Es un buen jugador de ajedrez. Pero sus dos hábitos mas arraigados son la bisexualidad y el vampirismo. Es básicamente un animal nocturno.
Por eso el Tercer Oficial L. pasaba muchas noches de navegación jugando naipes con el Capitán J. en el espacioso salón del camarote de éste. Tomaban whisky y J. jugaba.
El Tercer Oficial L. no fue a tomar su guardia de 8 a 12 al puente. No se asomó de su camarote hasta que al fin fue a verlo la enfermera G. por pedido de J.
Toda su vida había estado diseñada para llegar al Encuentro. Hasta aquel momento todo lo que había vivido, hecho, aprendido y sufrido estaba dirigido inexorablemente para cumplir con todos los requisitos. Era rubio, pálido, de ojos claros, tierno e incauto. Pero la más fatal y definitoria condición suya, era el ferviente deseo de no querer percatarse de que el Capitán J. no sólo jugaba naipes con el, si no que jugaba al juego que mejor juega y que más le gusta. El camino de L estaba prefijado.
K. era hijo de japoneses y Oficial de Cubierta. Cinco años antes de este relato se había casado con una mujer blanca como la leche. Quiso hacer una suerte de viaje de bodas embarcado. Así fue que se produjo “su” encuentro.
La mujer de K. se había hecho amiga de la Enfermera G. como era lógico y natural, G. era la única mujer abordo en aquel viaje además de ella. Pero también le gustaba jugar canasta en el camarote del Capitán junto con su marido, la Enfermera G. y por supuesto, el Capitán J.
Pero el Capitán J. no sólo juega cartas, como el Diablo, es el Maestro del libre albedrío. Su arte consiste en escudriñar la psiquis de sus contrincantes a fin de corromperlos. Su victoria mas completa sería conseguir que sus vidas jamás vuelvan a ser las mismas. Inducirlos sutilmente a pasar la barrera, que por sí mismos, jamás se atreverían a cruzar. La obra maestra de J. fue, sin duda, embarazar a la mujer del por entonces Segundo Oficial K. Según los dichos de G. fueron muchas las noches que durmieron juntos los tres, el Segundo oficial K. su mujer y J. después de largas partidas de canasta y vasos de JB.
No existen noches serenas en el Pacifico sur.
Todos los marinos sabemos que es una zona de viento y mar de fondo. Sólo los que dormían en las cubiertas superiores alcanzaron a sentir los largos gemidos guturales y los gritos. Y luego el sonido de talones contra el piso, golpes en los mamparos y un portazo final que dio lugar al eterno rumor del mar y del viento. Aquella fue una noche larga. La noche del Pájaro Nocturno.
Sin embargo, al almuerzo el Capitán J. asistió exultante (“los marinos salieron de la bodega ocupando toda la cubierta…”). Y sus almas volvieron a pedir huevos fritos para martirio del cuerpo.
—Hace poco comprobé que soy padre.
—Lo felicito. ¿Cómo se enteró Capitán?
—Es más que obvio. Se le nota la estirpe. Lo conocí hace poco. Va a ser alto, es rubio y tiene ojos claros. No es japonés. —Todos nos miramos sin entender, como tantas veces.
—Ahora que lo pienso no me hubiera desprendido del Spider…
—¡No me diga que vendió el Alfa Romeo, Capitán! ¡Es una joya de colección! Una técnica es halagarlo para que continúe su relato. Creo que sus pausas son estudiadas para medir la reacción de sus interlocutores.
-No, no, no. ¡Que va! Lo doné. Ya ni lo usaba y me aburrí de la mancha de aceite que me dejaba en el garaje. Si no lo está usando el Director, lo tiene que haber hecho dinero…
-¿Pero cómo que lo donó, adonde?
-¡Al Instituto hombre! El Orfanato. Pero pensándolo bien se lo hubiera dejado a él. Un regalo para cuando crezca… (Algunos marinos saludaron tierna y melancólicamente, y junto con el resto se metieron nuevamente en la bodega).
Para el que tenga la demencial idea de querer entender todo lo que J. dice, otra técnica sería preguntar ante cada frase inconclusa. Le fascina sentir que tiene el control de la conversación dejando puntos suspensivos en frases en apariencia descolgadas. Si el relato despierta curiosidad en el interlocutor, también pueden dejarse los puntos suspensivos sin más ni más y recurrir secretamente a la poco discreta G. Siempre se la encontrará bien dispuesta a terminar de contar con lujo de detalles lo que J. haya dejado en suspenso. Después de todo era su confidente y sabía todo acerca de él. Creo que su función abordo no era la noble tarea de la enfermería. Su cometido era ventilar los secretos de J. No sé porqué se me ocurre que J sabía de sus deslealtades, pero la dejaba ser. Quizás esto también formaba parte de algún otro goce insabido.
Pero la Enfermera G. estuvo muy atareada aquel día.
( — “¡No te mueras aun! Dime como es Isis. ¿Ya la estas viendo? ¡Dime si es tan hermosa!” —Le decía Cayo Calígula a su tío Tiberio tomándolo del cuello, mientras éste estaba agonizando).
Le había puesto una faja que le ceñía el torso. Pero L. no podía ni caminar. Parecía que iba montado en el Gran Danés macho que lo trasladaba por el pasillo hacia la cubierta principal.
Se había recalado en Valparaíso. Fue una “recalada forzosa por motivos médicos”. El diagnostico tentativo que G. firmó en el acta de accidente decía: fisura de más de una costilla. Pero todos sabíamos lo del “abrazo de oso”. La resistencia de L. había sido importante pero no suficiente. También sabíamos que su ano ya estaba roto. Desflorado como su alma.
Esa tarde el Capitán J. despidió a L. antes de que lo subieran a la lancha. Lo saludó dulcemente y todos vimos esa mirada: no hay crueldad más profunda que la que se goza con serenidad. La depravación suele ser sublime si desemboca en ternura.
Pero el Capitán J. aún no compró su Gran Danés macho. Probablemente nunca lo compre. Porque probablemente nunca deje de navegar. ¿Quién se lo cuidaría? ¿Alfredo? No, jamás se lo dejaría a Alfredo, más bien se las arreglaría para traerlo abordo. Esta bien que sea su amante. Pero no es más que un simple lacayo terrestre. El criadero de chinchillas si, pero el gran danés y sus capas jamás. Forman parte de sus sueños de otoño.
“El emperador no se jubila”. El barco es para el su imperio. Por que juega “el juego que mejor juega y que más le gusta”, a su antojo y sin restricciones.
Sin embargo dicen que sí, se dejó el pelo largo, hasta los hombros.
Y dicen que una navidad abordo bailó arriba de una mesa en el comedor de marinería al compás de las palmas. Bailó extasiado hasta quedar desnudo y sudado exhibiendo su erección y toda su miseria.
Y mi juego se termina: el cuerpo del Capitán J. es un barco de casi dos metros de eslora.
Un inmenso barco entre otros barcos. Un gran barco anal con su casco picado e incrustado de extraños mariscos. Con su hígado naval podrido y su tripulación enferma de incontables escorbutos insabidos. Cuando los marinos salen de la bodega y ocupan toda la cubierta, algunos agitan las plumas hacia el cielo, luego las meten en sus gargantas y vomitan.
Y O’toole practica la filantropía con los astrólogos de Tiberio. Y Mc Dowell se mete las manos en los bolsillos. Y Calígula navega. Por que también Roma es un barco y Capri suele quedar en Buenos Aires.
Apague el televisor y finalmente salí a cubierta. Sin embargo no tuve deseos de ver las luces de New Orleans. Quise mirar para el lado opuesto, para popa, allí donde el río hace una de sus infinitas curvas.
Tampoco sentía deseos de pensar en Teresa, ni siquiera en Sabrina. Ese maldito libro de Kundera. ¿Por que estará tan bien escrito? ¿Por qué todo me remite a él? ¿Va a ser siempre así? ¿Cuándo me sacaré esta condena de encima? Tampoco quise que permanezca en mi cabeza ni un mínimo resto que tenga que ver con el Capitán J., por una simple cuestión de profilaxis mental.
Me asomé a la borda y tiré al agua lo que me quedaba de whisky. En salvaguarda de mi psiquis, sólo se me ocurrió pensar que el Mississippi era un río por demás sinuoso.
2- La coquetería
“¿Que es la coquetería? Podría decirse que es un comportamiento que pretende poner en conocimiento de otra persona que un acercamiento sexual es posible, de tal modo que esta posibilidad no aparezca nunca como algo seguro. Dicho de otro modo: la coquetería es una promesa de coito sin garantía”.
Al Primer Ingeniero M. le decían “El Facha”. Su cédula de identidad no estaba firmada con su apellido, sino con su apodo. El Primer Ingeniero M. rubricaba el “Libro Diario de Sala de Máquinas” con la palabra “Facha” en cada uno de sus cuartos de guardia.
Por supuesto que había leído “La insoportable levedad del ser”. Yo mismo le había regalado el libro. Fue una forma elegante de querer deshacerme de él. No me pareció decoroso en aquel momento tirar un libro al agua, pero era preciso sacarlo de mi alcance y ponerle fin a mi condena de estar permanentemente releyéndolo. Ahora podría terminar de leer sin interrupciones “Trópico de Capricornio” de Henry Miller. Pero “El Facha” no se enamoró de Teresa. Se enamoró de Sabrina. En realidad no esta muy seguro. Jamás podría estar seguro porqué por sobre todas las cosas, estaba enamorado de su propia imagen en el espejo.
El Segundo Ingeniero C, “el ladero”, empezó el relato en el comedor de Oficiales y yo me lo iba imaginando al “Facha” mirándose en el espejo de su camarote. Minutos incontables acomodándose su pelo, retocándose las patillas. Luego el rocío fresco del Kenzo. Finalmente enhebrarse el Rolex en su muñeca y ponerse un sobre de preservativos en el bolsillo trasero de su jean.
Luego lo imaginé bajando por la planchada junto con C, “el ladero”. La nariz como oliendo mierda y esquivando en puntas de pies los cabos de amarre engrasados, no queriendo pisar el barro y el cereal podrido para no ensuciar ni con una pizca sus inmaculados jeans color crudo.
—¡Estos barcos de mierda! Siempre en estos lugares siniestros, a la vuelta del culo del mundo. —Sería su comentario de rigor que C. ni habría oído.
Toda ciudad importante que se precie de tal, tiene uno o varios puntos donde se junta la crema y nata. En aquella época, en Rosario, ese lugar se encontraba donde la calle Córdoba dejaba de ser peatonal. Lo llamaban “La Zona”. En “La Zona”, como en su equivalente de algunas otras ciudades, se hacía un culto del “careteo”.
“Careteo” es una palabra inventada cuyo origen es incierto, pero indudablemente alude al hecho de mostrar una imagen y una actitud. No es un juego de carnaval en el cual se usa una careta. En el carnaval se puede jugar con agua, espuma, papel picado y tocarse. En el juego del “careteo” de “La Zona” no era lícito cualquier contacto con individuos que no fueran amigos o conocidos. A un amigo o conocido se lo podía abrazar y besar efusivamente asegurándose de que todos, o la mayoría de los que estuvieran en las inmediaciones, vieran dicha acción. Pero al instante inmediatamente posterior, cada uno de los involucrados debía seguir su camino sin mirar atrás y reasumir su anterior postura, sin mediar más palabra. Si se era muy popular y se producían muchos de estos encuentros, de manera que la mencionada operación se pudiera llevar a cabo una buena cantidad de veces, tanto mejor. Pero era impensado intentar comunicarse con otros individuos sin conocimiento previo, por más que sus rostros hayan sido vistos infinidad de veces por concurrir una y otra vez a “La Zona”. Mucho menos si eran del otro sexo. Lo único lícito del juego del “careteo” era mirar y ser mirado. Tal era el estado de cosas en aquel lugar y en aquel tiempo. Tener una “careta” que todos miren era el mayor anhelo. Los que lo practicaban no le decían histeria. Preferían seguir usando el pintoresco eufemismo y entregarse al juego sin más ni más.
Por ejemplo, en “La Zona” se podía caretear desde un auto. O mejor dicho con el auto. Aunque era una opción complicada. No todos los concurrentes disponían de una careta con tracción doble. Una opción proletaria hubiera sido y lo era, dejar estacionado el Renault a unas cuadras y caretear sencillamente desde las mesitas que los bares instalaban en las veredas. O simplemente caminando, como en una peregrinación jacobea. Pero para los exquisitos, en “La Zona” existía el templo del careteo. Los que buscaban emociones fuertes se zambullían en “Tomate”, una especie de pub que en aquel tiempo conoció la gloria y que luego paso a ser un sitio demodé, escasamente concurrido, una vez que “La Zona” dejo de ser tal.
Los imaginé venir al “Facha” y a C. y penetrar “La Zona” con el tranvía ovárico de Henry Miller. El Facha también jugaba al careteo. Es más, era un eximio jugador, pero a su modo. —yo conozco a las mujeres.
Lo veía montado en el tranvía ovárico y soltarse del pasamanos sólo para caer en la puerta de Tomate. Y atrás C. Luego ubicarse en un ángulo de la barra en “U”, apoyar un codo y empezar a jugar.
Luego la imaginé a ella con una amiga en un lugar impreciso de un brazo de la “U”. Y de nuevo ese maldito libro:
“Promete con demasiado fervor, sin dejar suficientemente clara la falta de garantías de la promesa… y cuando algún hombre reclama después el cumplimiento de lo que a su juicio le fue prometido, se topa con una violenta resistencia que no puede explicarse más que suponiendo que Teresa es mala y taimada”.
Habrían pasado dos horas. ¿O tres? Quizás cuatro Fernets. C. no sabe especificarlo. La cuestión es que imaginé ver al Facha inspeccionando con la yema de los dedos que sus cabellos estuvieran cuidadosa y levemente despeinados. Que el ángulo derecho de su camisa estuviera cuidadosa y perfectamente fuera del pantalón (no así el izquierdo, me llama la atención no imaginármelo yendo al baño para corroborarlo ante el espejo). Luego empuñar su posible quinto vaso de Fernet con cola y dirigirse a aquel impreciso lugar en el brazo de la “U”, con caminar cuidadosa y estudiadamente cansino.
Su mente, como la mía, ya estaba corrompida por “La insoportable levedad del ser”.
—¿Te puedo decir algo?- Ella lo mira sorprendida. El facha continúa-.
—Supongo que es con garantía…
El relato de C. era fragmentario a esas alturas. Sus propias risotadas y las nuestras interrumpían una y otra vez.
Me figuré su mente casi infantil, incapaz de admitir la posibilidad de que una mujer lo rechazara de esa manera. Con esa displicencia, como con asco. Ni Teresa lo hubiera hecho mejor. Y más con aquel intercambio de miradas, que a juicio del Facha, era promesa de coito.
—¡Pero quien sos! Taimada de mierda…
Según C., hubo más insultos por el estilo. Hasta que intervinieron los “patovicas” del lugar. Me lo imaginé al Facha forcejeando y su “careta” hecha añicos. C., el “Ladero”, metido en la trifulca tratando de evitar el cachetazo del musculoso, que finalmente llegó. Mi estómago había comenzado a dolerme por la risa que me provocaba aquella escena grotesca. Pero la imagen del “Facha” queriendo pelearlos y cayendo entre las mesas de la vereda, como borracho expulsado de una taberna, me hizo estallar hasta perder el aliento.
¡Pobre Facha! Perder la careta así. En el mismísimo templo del careteo.
Debería haber sabido que para cada lugar hay un manual de instrucciones que flota en el aire. Leer el manual incorrecto lleva siempre al desastre.
Zarpamos de la Unidad VI con el buque cargado de cereal al cincuenta por ciento de manera de no pasar el calado determinante y no quedarnos varados. A la altura de San Pedro, en breve y sencilla ceremonia, con el Facha y yo como únicos asistentes, arrojamos finalmente al río color león, aquella vieja edición de “La insoportable levedad del ser”. Recuerdo que me la había regalado un colega con la mejor de las recomendaciones. Por algo habría sido.
Me llevó algún tiempo descontaminar mis pensamientos y mis cavilaciones de aquel estupendo libro. De a poco deje de pensar en Teresa, sólo para que tome su lugar el Tranvía Ovárico del “Trópico de Capricornio”. Así como lo hiciera Milan Kundera, Henry Miller estaba haciendo su trabajo en mi influenciable y voluble mente.
Continúa en: Cuentos y relatos del mar. 1er Parte “ABE”.
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