Comentario: está visto que no solo los
marinos mercantes, esperamos el ansiado relevo.
Cabo de Hornos, 1932.
Arrojó las últimas paladas
de tierra y colocó con cuidado unas piedras que señalaron la pequeña tumba. Su perro,
su única compañía, había muerto aquella noche. Muerto de viejo, pero Donovan no
encontraba consuelo. Había cavado a pocos metros de la barraca de herramientas
del Faro. Allí descansaría, cerca de donde siempre había vivido. Con esfuerzo,
levantó la cabeza. El basalto casi negro de las islas vecinas desplomado a
pique sobre el mar era su único horizonte. Calculó todavía una hora de luz. Por
costumbre, su mirada cayó sobre el islote de los lobos marinos. Absorto,
contempló los pesados cuerpos deslizándose al agua; dos machos, las cabezas
erguidas y los colmillos al aire, se provocaban a una lucha que, por pereza, no
entablarían. Metros abajo, entre los recovecos de las piedras, grandes trozos
de hielo subían y bajaban al compás de la rompiente.
Cuando el frío se hizo
insoportable, entró en el Faro. Se quitó el rompevientos, la gorra de lana y
los guantes, avivó la estufa y se sirvió un vaso de ron. “A tu salud”, dijo, y
lo tomó de un trago. Miró el vaso vacío: no le convenía la melancolía. El
último peñón del mundo, de cara a la nada o al encuentro de los dos océanos
exasperados por el aguijón huracanado del polo, no era lugar para la gente
débil. Donovan sintió una punzada de rebeldía. Su compañero debía estar allí
desde hacía tres meses. Pero había caído enfermo y le solicitaron que siguiera
haciéndose cargo del Faro hasta que encontraran un relevo. Ninguna noticia
alentadora había llegado. Lo que tenía por delante eran interminables meses
blancos en la inclemencia brutal del invierno del cabo de Hornos. Y la soledad,
más espantosa todavía sin la leal compañía de su perro. Bruscamente se puso de
pie y examinó las mediciones meteorológicas. Desde que supo que estaría solo no
confiaba en su ánimo y se obligaba a actuar, a seguir minuciosamente la rutina
de cada día. Sólo había una cosa que no podía controlar, que no se ajustaba a
ninguna voluntad y que ejercía un poder maléfico: el viento.
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