Ushuaia,
1980. Por Sylvia Iparraguirre de su libro: “El pais del viento”.
Comentario: Una historia originada en el
hundimiento del Monte Cervantes en 1930.
Fue en 1930. Usted ahora me conoce como el maestro
pero en esos años yo iba a la escuela, imagínese. Ushuaia era apenas un
pueblito, con unas cuantas cuadras a lo largo de la costa por tres o cuatro de
ancho, las últimas casas trepadas a la montaña, como si quisieran empinarse
para no dejar de ver la bahía. Entonces parecía más pueblo marinero que ahora.
Aquél es el Monte Olivia, el gigante, el guardián de Ushuaia; en yámana quiere
decir "punta de arpón". Para los indios fueron montañas protectoras,
míticas, desde el origen de los tiempos. Este lugar ha dado para todos los
mitos, fábulas e historias verdaderas que quiera imaginar. Al principio fue
lugar de pocas mujeres, blancas quiero decir. Hay que pensar en pioneros,
místicos, aventureros, hombres raros, a veces tan devastados por la soledad que
hasta se olvidaban de hablar. Algunos se perdieron por los canales, cerca del
Cabo de Hornos. Una o dos veces al año llegaban en sus barquitos a
aprovisionarse al almacén, pedían pisco o grapa, y ahí se quedaban, mirando la
botella sin abrir la boca. No alardeaban de nada, aunque podrían haberlo
hecho porque vivir en el laberinto de pasajes escondidos por donde nunca anda
nadie no es para cualquiera. La soledad inventa cosas. Se contaba de un noruego
que vivía cerca de las isla Hoste, la única vez que hablo fue para decir que había
visto una sirena. Imagínese. Tenia cuerpo de foca y busto de mujer, dijo, con
un pelo largo color verde, los ojos que fosforecían en la oscuridad y un canto
tristísimo. El noruego vivía con una chica indígena en su bote, pero la única
mujer en el mundo para el era la sirena. Se paso el resto de su vida tratando
de volver a encontrarla. Desde entonces, o tal vez desde mucho antes, quedo que
hay sirenas en los canales. Esto me lo contaron, pero yo mismo fui testigo de
cosas inolvidables cuando era chico, como la llegada del primer avión, en el
28, un hidroavión, con el loco Pluschow, al que le decían “el as alemán”,
arriba. Cuando se oyó el motor en el cielo la gente se volvió loca. O como
cuando llego el primer dentista; o como cuando se abrió el primer cine, en el
32. Eran acontecimientos. Dicen que tengo buena memoria, pero acá es común,
porque vivíamos en un lugar donde todo se hacia por primera vez. Y si agrego
uno o dos detalles no voy a traicionar la historia, voy a reponer algo parecido
que seguramente estaba ahí y que el tiempo se llevo.
Para el 30 éramos ochocientos
habitantes viviendo en el borde más austral del mundo, sacudidos por esas
novedades con las que Ushuaia se despertaba cada tanto, como desperezándose o
creciendo. Y el dato de los ochocientos habitantes tiene importancia en lo que
voy a contar. La llegada de un barco era todo un acontecimiento. Y justamente
ese mediodía de enero de 1930 un barco acababa de irse.
Aquella mañana, Joaquín y yo nos habíamos
escapado de la escuela para ir a navegar nuestro barquito, el Spray. En esos días lo único que nos
importaba era practicar para la regata que se corría en dos semanas. Regatas
caseras, toda gente de acá; eran una gran diversión. En nuestra casa creían que
estábamos en clase. Era un hermoso mediodía y detrás nuestro el Monte Olivia se
recortaba sobre un cielo despejado y azul. Hay que decir que mi amigo era y es,
todo un personaje. Tenía una habilidad endemoniada para navegar, herencia de su
abuela yamana, creo. Otra de sus mañas era hacer y deshacer nudos marineros,
por complicados que fueran. Llevaba puesto lo que durante toda nuestra infancia
y hasta bastante después fue su equipo favorito: una camisa descolorida, un
chaleco lleno de bolsillos de los que podía salir cualquier cosa, unos pantalones arremangados por arriba de las
rodillas y unas viejas botas de goma, regalo de mi padre, por las que guardaba
un cariño especial aunque le quedaban enormes. Era flaco y moreno y usaba el
pelo largo atado atrás, en una coleta. Le confieso que yo, en secreto, admiraba
su indiferencia, que me parecía magistral y que sólo desaparecía a la hora de
navegar. En las aguas de la bahía, Joaquín se transformaba; establecía con el
barco una comunicación tan perfecta que muchas veces sentí que yo estaba de más.
Aunque hacíamos una buena yunta, así decían. Teníamos trece años, habíamos
crecido juntos y nos conocíamos a la perfección. De sus ancestros había
heredado también poca inclinación al parloteo. Ese era mi caso. Y lo sigue
siendo, pensará usted; sí, no se ría. Yo era inquieto, expansivo, y hasta
exultante en aquella época. El soportaba mi charla. Se había resignado a que
era tan inevitable como mi cara o mi estatura. Me acuerdo que yo venía
desarrollando con lujo de detalles cuál debía ser nuestra estrategia para ganar
la regata.
Abajo, brillando bajo el sol,
avanzaba el trencito del presidio que volvía del Monte Susana con su carga de
leña. Ahí iba Raghini, el anarquista, con su traje a rayas impecable y
planchado; volvía separado de los otros, sentado en el último vagón, las
piernas colgando
sobre
las vías, fumando siempre, la cara melancólica y seria. Éramos amigos. Una vez
me talló en madera un lobo marino, una de mis posesiones más preciadas de
aquellos tiempos que todavía conservo.
Desafié a Joaquín a una carrera
hasta la vuelta del camino. No dijo nada, pero antes de que yo terminara de
hablar salió disparado y, a pesar de las botas, llegó primero. Yo hacía como
que no me importaba, pero quería ganarle a toda costa, sólo que mi orgullo se
lo ocultaba. Nos deslizamos por la calle de atrás de la escuela hasta el patio
y estábamos así, agachados contra la pared, esperando la ocasión de entrar,
cuando empezaron a sonar las campanas de la iglesia y las sirenas de los barcos
y la del penal y todo lo que pudiera sonar y hacer ruido en el pueblo. Un
segundo después se abrió la puerta del aula y el maestro, seguido en tropel por
nuestros compañeros, corría a la calle presintiendo, como nosotros, que algo
grave o extraordinario debía haber pasado. Todo el mundo estaba afuera, los
hombres ya se iban hacia la costa, las mujeres se quedaban en la vereda,
conjeturando qué podía haber basado. No tardó en correr la noticia: el Monte Cervantes, el buque que acababa de
salir del puerto, había chocado contra un islote de la isla del faro y estaba
naufragando. Allí mismo, a las puertas de Ushuaia, en un día límpido de verano,
cuando esa misma mañana los pasajeros, los primeros turistas que se vieron por
acá, habían invadido las calles sacando fotos y charlando con los vecinos.
Nadie lo podía creer.
En un abrir y cerrar de ojos la
ciudad entera se puso a colaborar con el rescate. Joaquín y yo en una carrera
alocada llegamos al puerto. Pescadores, marineros y gente de la Prefectura corría en el
muelle de un lado a otro preparando todos los barcos y barcazas disponibles,
hasta botes, aprestando lo necesario para el auxilio. Acá sabemos algo: pocos
sobreviven si permanecen mucho tiempo en el agua. En medio del revuelo, un
enjambre de embarcaciones cargadas de mantas, sogas, salvavidas y medicinas se
alejaba a todo vapor por las aguas de la bahía. Mi tío tenía en aquellos años
el Albatros, con el que hacía un
viaje regular a Punta Arenas, y estaba a punto de salir. Le pedí que nos
llevara, pero no nos hizo caso; se necesitaba cada lugar disponible para traer
a los náufragos a tierra. Y aquí viene lo mejor, imagínese que nosotros éramos
ochocientos habitantes, como le dije, y el Monte
Cervantes llevaba más de mil
pasajeros. Había más gente a bordo que abajo. La ciudad estaba completamente
trastornada. Volvieron los primeros voluntarios con la noticia de que el pasaje
completo se habían salvado y se encontraba en la costa del canal próximo a la
zona del hundimiento. Allí había que ir a buscarlos. El capitán había
permanecido último a bordo y no se sabía su suerte, pero se creía que había
muerto, yéndose al fondo con el barco.
Para la tarde, una multitud tronaba
en el muelle; había disputas con los oficiales y se escuchaban quejas de todo
tipo; se hablaba de que el barco traía más gente de la que podía soportar y de
demandas a la compañía. En medio de los gritos y las discusiones, algunas
señoras sufrieron ataques de nervios, otros amontonaban ropas y zapatos
empapados, y cada uno trataba de reunirse con su equipaje. Los oficiales informaron
la última noticia con la esperanza de aplacar los ánimos: en una semana llegaba
otro barco de la compañía para llevar a los náufragos de regreso a Buenos
Aires. Le digo algo que recuerdo muy bien: yo estaba contentísimo. Éramos como
esas casas de los abuelos, solitarias durante el invierno, que se llenan de
tíos y primos durante las fiestas. Para mayor fortuna, de inmediato se decretó
la suspensión de las clases y el acondicionamiento de cada lugar para hospedar
a tanta gente. Como pasa con las guerras o los terremotos, cada náufrago
formaba parte del desastre general, pero contaba y volvía a contar lo que le
había tocado vivir a él en particular, dónde estaba en el momento del choque, a
quién había llamado, qué cosa inesperada o
absurda
había llevado al bote salvavidas. Y ése fue mi caso, un caso particular, porque
al naufragio del Monte Cervantes, al
que mucho después llamarían "el Titanic
fueguino", le debo haberme enamorado por primera vez. Usted se asombra;
claro, el primer amor unido al naufragio de más de mil personas parece algo
inventado, pero acá las cosas no pasan como en todas partes.
Joaquín miraba cada escena mudo,
absorbiendo todo lo que oía y veía. Yo en cambio no me podía quedar quieto y al
rato lo perdí de vista. Pasaba unos minutos con un grupo para correr enseguida
a otro lado en busca de noticias, preferentemente alguna desgracia que de
inmediato transmitía con agregados truculentos. Ya se sabe que la desgracia
aumenta el prestigio de estos hechos y yo estaba convencido de que contribuía a
realzar la situación general. La iglesia, el presidio, la prefectura, la
escuela, las casas particulares, los almacenes, todo lugar era bueno para
improvisar cocinas y dormitorios. En mi casa, mi madre y las vecinas preparaban
frazadas, café y mate cocido en ollas y acondicionaban cualquier rincón donde
se pudiera preparar una cama. Fue algo sin igual; se da cuenta, fue la única
vez en la historia que una ciudad dobló su población en un día: otra Ushuaia
dentro de Ushuaia Caso bastante raro, ¿no cree?
Al anochecer fui a ver qué pasaba en
mi escuela. Habían corrido los pupitres contra la pared y la gente iba y venía
por los salones. Parecía un campamento. A una mujer gorda la estaban
abanicando. Con la impiedad típica de esos años, recuerdo que esperé a ver si
al menos se producía un hecho concluyente, pero no fue así. En realidad, nadie
me hacía caso; acababan de traer una carrada de equipaje y todos se
precipitaron sobre los marineros. En medio de baúles, catres y valijas, no
tardé en descubrir lo que para mí fue una aparición: la chica más linda que
había visto en mi vida. Estaba sentada sobre un baúl y tomaba algo en una taza
que se llevaba a la boca con las dos manos, tan serena y hermosa en medio de la
agitación general que una corriente de electricidad me recorrió el cuerpo. Por
poco entro al aula donde estaba caminando con las manos. Cuando me acerqué, la
chica permaneció completamente tranquila, indiferente, cosa que me termino de
cautivar. Siempre me gusto la gente calma, será porque soy un poco nervioso,
vaya a saber.
—¡Hola! — me presente—. Esta es mi
escuela- agregue enseguida como para justificar mi presencia.
Ella me miró y le digo de verdad que casi me
desplomo. Hay que ver que estaba muy exaltado por todo lo que pasaba. Tenía unos
increíbles ojos azules, los ojos que más me gustan.
—¡Hola! —me estudió un segundo y agregó—; Yo soy
Valentina.
El nombre me pareció único. Pronto conversábamos
porque Valentina no era tímida. Me contó el susto que había pasado en el barco
y cómo todos se habían puesto a gritar. Yo le preguntaba cualquier cosa sólo
por el gusto de mirarla cuando hablaba.
—¿Quién es este chico? —preguntó un hombre de
anteojos redondos, tiradores y bigote muy recortado. Mire de lo que me vengo a
acordar: se pasaba el pañuelo por la frente una y otra vez.
Valentina, muy tranquila, contestó:
—Vive cerca y viene a esta escuela.
Pero el hombre, que enseguida me informó era su
padre, ya estaba en el otro extremo revolviendo unos bolsos. Que hablara así de
mí, fue otra de las cosas que me gustó en el acto. No podía controlar mi cara
que enrojecía a su gusto y por nada.
—¿Me vas a enseñar Ushuaia? —me preguntó con los ojos
de par en par.
Sólo por precaución, antes de contestar miré al
padre: daba vueltas mientras le pedía a la madre cosas que no encontraba por
ninguna parte. Parecían muy molestos y ni siquiera nos miraban. El pobre hombre
repetía: "Si me hubieras hecho caso, Elvira, estaríamos en la Rambla , pero no, el tourisme, el tourisme está de moda, hay que hacer tourisme... y acá estamos en el...
—¡Alfredo! —dijo la madre.
—...en el culo del mundo.
Dejé de prestarles atención porque sus padres me
parecieron muy por debajo de Valentina.
—Mañana te muestro todo —dije, algo solemne.
Pensé contarle lo de la regata y cómo nos estábamos
preparando, pero me contuve. Se había improvisado una cena para los náufragos y
yo estorbaba.
—Hasta mañana —dijo ella con una sonrisa, dejando
sentado que al día siguiente podría verla.
En la calle salí a tal velocidad que lamenté no ver a
mi amigo, le hubiera sacado cincuenta metros de ventaja. Yo era tan liviano
como una pluma. Así me sentía la noche que conocí a Valentina, el mundo me
quedaba chico. Tal vez era un tanto apresurado, pero no podía dejar de sentir
que podía ser mi novia.
Recuerdo que esa noche, arrinconado en la despensa
donde me tocó dormir, pensé, y lo pienso, que sus ojos eran azules "como
los lagos del sur", pero al día siguiente no me animé a decírselo. Éramos
más ingenuos los muchachos en aquella época, imagínese. Medio salvajes, eso sí;
navegar, cazar, correr en trineo por la nieve, pero las chicas eran palabras
mayores. Y yo, además, aunque dicharachero, era tímido. Valentina en cambio no
tenía problemas de comunicación y gracias a esto pronto descubrí otro rasgo que
a mis ojos provincianos la enaltecía aun más: era extranjera. No tan extranjera
como un polaco, pero era extranjera: había nacido en Uruguay. Sus padres se
habían mudado a Buenos Aires cuando tenía tres años. De Uruguay Valentina
recordaba una vereda soleada con un perro lanudo; cuando el perro se alejaba,
Valentina ponía las piernas rígidas (ella decía: de nervios), cuando el perro
volvía, ella agitaba los brazos, tratando de abrazarlo. Yo no conocía a nadie
que recordara algo tan remoto en su vida y que lo contara así, de un momento
para otro. La miraba boquiabierto. Traté con todas mis fuerzas de deslumbrarla
con algún recuerdo, pero no se me ocurría nada. Detrás de mis cinco o seis años
mi pasado no existía.
—Cuando tenía cuatro, me caí de un bote al canal.
El que había hablado era Joaquín. Antes de que
pudiera reponerme de la sorpresa, Valentina a quien como le dije le gustaba la
conversación, ya le estaba preguntando:
—Y quién te salvó.
—Mi abuelo.
—Y cómo —insistió ella, como si el hecho fuera
interesante o digno de investigarse.
—Me sacó de los pelos.
No dijo más, pero quedó flotando en el aire un dejo
de peligro y aventura que, creí yo, lo favorecía. Había empezado a incomodarme
Joaquín y me preguntaba por qué no se iba por ahí a hacer algo.
—A mí me gustan los detalles —explicaba Valentina.
Tengo que decirle que nunca había conocido a una
chica que conversara de ese modo. Para ese momento, yo estaba tan enamorado que
ni siquiera me daba cuenta; me enamoré de su manera de preguntar por todo lo
que veía y de su pelo castaño que llevaba largo hasta los hombros con dos
sedosos mechones tomados atrás con un broche en forma de mariposa. Usaba un
vestido azul de cuello marinero y tenía zapatos con presilla y medias blancas.
Cada una de sus cosas me enloquecía y ni siquiera intentaba dejar de mirarla.
Sobre todo el broche del pelo, de una perfección en el diseño de la mariposa
que nunca había visto.
—A mí me gusta ese detalle —le señalé el broche
sintiéndome bastante ingenioso.
Creí advertir una mirada entre sardónica y despectiva
en mi amigo, pero no me importo.
—Me lo trajo mi abuela —informó de inmediato
Valentina, y después agregó mirando el horizonte—: de París.
Aquello nos dejó pasmados. La palabra quedó flotando
en el aire azul de la bahía y nos envolvió con su encanto lejano, como el largo
crepúsculo de Ushuaia.
—Por qué no vas a ver el barco, a ver cómo está —le
dije de repente a Joaquín.
Me
miró impasible, pero en el fondo de su mirada su abuelo yámana me arponeó
varias veces. Se encogió de hombros y permaneció en su lugar.
Veía a Valentina todos los días y, aunque en mi casa
sólo podía pensar en ella, cuando al fin estábamos juntos mi principal
preocupación era mi cuerpo que hacía cosas por su cuenta. Saltaba o me agachaba
a buscar piedras y demostrar mi puntería. O enrojecía o balbuceaba. O de pronto
me picaba un brazo insoportablemente. Nada de esto parecía importarle a
Valentina que, según creía, seguía apreciándome. Por otra parte, mi casa tenía
también sus huéspedes, tres señoras mayores, así que pasaba poco tiempo allí.
Como estaba enamorado, mis padres y mis hermanos me parecían vulgares y me
incomodaban. Es más, una noche sorprendí una conversación entre mis padres, en
la cocina. Mi madre veía cómo podía ayudar a la economía familiar la situación
irrepetible de tanta gente junta e ideaba cocinar scones o empanadas para
venderlos entre los náufragos. La idea me aterrorizó, Si, estando con
Valentina, mi madre llegaba a aparecer por ahí vendiendo empanadas iba a querer
que me tragara la tierra. Los días siguientes estuve muy inquieto tratando de
eludir en nuestros paseos los lugares donde los adultos se reunían, y confirmé
la idea general de que nuestros padres estaban muy por debajo de Valentina y de
mí, lo que, secretamente, nos unía todavía más.
Una tarde le dije que quería mostrarle el muelle.
Después de pedir permiso a sus padres, que se habían calmado con el tema del
equipaje y ahora hablaban de la demanda y la indemnización, nos fuimos los tres
a la costa. Con su acostumbrado y seductor desparpajo, Valentina contaba de su
escuela en Buenos Aires y de sus amigas. Mirábamos el agua y los barcos, cuando
repentinamente dijo que sus amigas le decían Vali.
—Podes decirme Vali —me comunicó.
Me duró poco la emoción porque Valentina, dándose
vuelta y dirigiéndose a Joaquín que, a unos metros, parecía ocupado en unos
anzuelos y otras cosas de sus bolsillos, le dijo:
—Me gustaría que los dos me dijeran Vali.
Mi amigo no hizo ningún comentario pero se puso a
imitar el graznido de las gaviotas, y lo hacía tan bien que pronto una bandada levantó
vuelo de la playa y giró sobre el muelle. Valentina no terminaba de
maravillarse y le pidió que lo repitiera una y otra vez.
Ese anochecer, cuando volvíamos después de acompañar
a Valentina hasta la escuela, Joaquín y yo nos trenzamos en una discusión sobre
la regata. Sin reparar en que yo no veía nuestro barco desde el día del suceso,
lo acusé de no preocuparse y que por su culpa íbamos a perder la carrera. Hizo
su habitual encogimiento de hombros. Lleno de ira, lo empujé, me empujó. Al instante
rodábamos por el suelo en medio de los gritos de mi hermana, que había salido a
la puerta por el alboroto. Nos separaron. Yo quede con la nariz hinchada; él,
con un ojo amoratado. Cuando al día siguiente nos vio, Valentina no dijo nada,
pero una sonrisa enigmática dejó entrever que su instinto femenino le había
comunicado lo sucedido. Más tarde mencionó al pasar que con sus amigas habían
visto una película con Gary Cooper en la que los dos amigos se pelean por la
chica; esa parte le había parecido emocionante. Dominado por mis sentimientos,
lo único que saqué en limpio de sus palabras fue lo que la embellecía todavía
más a mis ojos: que Valentina llevaba una vida de cines y de amigas, que su
abuela iba y venía de París y que esa chica estaba por encima de mis
posibilidades. No sabía, demasiado ocupado conmigo mismo, qué le pasaba a mi
amigo, que nunca nos dejaba solos.
Un día antes del arribo del barco en busca de los
pasajeros, Valentina me dijo que quería confiarme un secreto. No pude dormir
esa noche, por lo menos hasta muy tarde. Lo único fijo en mi mente era que al
día siguiente Valí se iría y nunca volvería a verla.
Y llegó la hora de la despedida. Valentina formaba
parte con sus padres de la larga fila de los que iban a embarcarse. Lo que
había empezado siendo una catástrofe, ahora, con un barco más grande atracado
en el muelle, era una inolvidable aventura. En cada grupo hablaban y se reían
y, por lo pronto, nadie mencionó el tema de las demandas a la compañía. El
padre de Vali se ocupaba del equipaje y su madre se despedía de los vecinos,
igual que el resto de los viajeros. Yo estaba aturdido y, por una vez, quieto y
melancólico. Joaquín no había aparecido en todo el día. Cuando los pasajeros
empezaron a subir por la pasarela, lo vi. Sentado sobre unos cajones del
muelle, las piernas colgando embutidas en sus botas negras, hacían y deshacía
un nudo marinero. Me olvidé de él; yo no tenía ojos y atención más que para
Valentina, que el azar me había dado y que el destino me quitaba. Me era muy
difícil ocultar mi congoja. Con su vestido del primer día saludaba a la gente
que sus padres le indicaban. Yo esperaba, las manos en los bolsillos, por
primera vez consciente de mi aspecto deslucido. En un momento la vi correr
hacia donde estaba Joaquín que, mientras ella le hablaba, permanecía con la
cabeza gacha. La aglomeración me impidió seguir viéndolos. Pocos minutos
después, Valentina me buscaba y enseguida quedamos frente a frente. Tomó mi
mano y la cerró sobre algo que no supe qué era. Miré: el broche del pelo en
forma de mariposa. Me zumbaron los oídos y el mundo desapareció.
—De recuerdo —dijo—. Para que no te olvides de mí.
—Y el secreto —le pregunté con un nudo en la
garganta.
Por primera vez vi que se le subían los colores. Se
acercó a mi oído.
—Cuando cumpla dieciocho voy a volver para casarme
con vos.
Usted tal vez piensa que ella no volvió nunca, pero
se equivoca. Esa tarde me dio un beso como un soplo rápido y corrió a reunirse
con sus padres entre sombreros en alto y pañuelos agitándose en el aire. Sonó
la sirena y el sonido profundo fue a perderse más allá de las aguas de la
bahía, en los recodos de las montañas. Me quedé en el muelle hasta que el barco
desapareció. Y mucho más, también.
Aquel año no ganamos la regata. Pero hubo otros que
sí, y hasta salimos campeones dos veces consecutivas. Me pregunta por Joaquín.
Han pasado cincuenta años del naufragio del Monte
Cervantes. Nuestra amistad siguió inalterable, toda la vida. Tiene cuatro
hijos, yo nunca me casé. Me eligieron padrino de su primera hija y no pude
negarme. Imagínese, con esos ojos azules, igual a la madre. Mire la bahía, tan
serena que el agua refleja el vuelo de los cormoranes. Ve lo que le decía, lo
que son los atardeceres de verano: hay luz hasta las diez de la noche. Sentado
en la costa, uno puede contemplar el lento atardecer. En todas partes anochece,
pero acá es diferente. Así son las cosas en Ushuaia: iguales a las de cualquier
parte pero distintas, sobre todo en aquellos años, imagínese, cuando cada cosa
era un acontecimiento y parecía que pasaba por primera y única vez.
Daaaaaaaaaaaale! al final se quedó con Joaquín!! encima el otro no se casó nunca! pobre... igual está bueno el cuento! me gustó!
ResponderEliminarGabriel, coincido en tu expresión/comentario. Silvia Iparraguirre tiene buenos cuentos y en este blog hay varios. Saludos, Eduardo Canon
ResponderEliminarEl amigo re buitre man
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