11 de febrero de 2012

Cuentos y relatos del mar. 3ra Parte . El Escorpión III. Ricardo Garin

I.     EL ESCORPIÓN 3ra PARTE


El trayecto desde el muelle antiguo hasta el astillero demandó un par de horas. Fue una navegación por los canales y brazos de ese delta inextricable al mando de un Práctico local. Al llegar al lugar, el Polaco se hizo cargo de la maniobra y puso al Escorpión a segunda andana del Derby “como con la mano”, como siempre.


Inmediatamente comenzamos los trabajos de preparación del Derby para su remolque. Ese mismo día conocimos al tercer y último hombre no negro de aquella estadía. Se llamaba Carlson, y por supuesto, era inglés.


Mr. Carlson era el inspector de la compañía aseguradora que cubriría al Derby durante el remolque a Río de Janeiro. Técnicamente, su función en aquel caso, se denomina “Salvage Survey”. Básicamente debía comprobar que el Remolcador este dotado técnicamente y que su tripulación sea apta para el trabajo, contando con el entrenamiento y el conocimiento necesarios. En fin, “que se tomen todas las precauciones y se realicen todas las contingencias y trabajos necesarios acorde a las artes para que el fin sea alcanzado con total seguridad”. En otras palabras, para darle cierta garantía a su compañía de que no tenga que pagar lo que no vale el Derby, si se perdiera en el medio del mar durante su traslado.





Nuestro armador había asegurado al Derby, además de ser aconsejable según la legislación, era una manera de proteger su inversión. Esto hace que muchas veces los barqueros nos preguntemos si se justifican nuestros sacrificios para preservar la nave. Nos queda la sensación de que si nuestro barco se hundiese, el armador brindaría con champagne luego de cobrar el suculento cheque de la aseguradora. Pero los sacrificios para preservar la nave, pasan a ser los sacrificios para preservar nuestra propia vida. Y esto no siempre es de la conveniencia comercial del armador. No es un uso ajeno a esta actividad mandar hundir barcos cuando estos dejan de ser comercialmente viables, la tripulación es la que asume los riesgos del abandono del barco y el naufragio, a veces sin recibir nada a cambio. Sólo el Capitán y algunos oficiales se hacen cómplices de esta estafa y se llevan el beneficio acordado con el armador.


En su visita abordo, el Polaco le explica a Mr. Carlson como iban a ir ancladas las galgas de remolque, el grillete fusible, el remolque de respeto. El inglés miraba los gráficos que le hacía el Polaco. En realidad nadie supo si Mr Carlson realmente sabía de lo que se trataba, por que jamás dio una opinión ni hizo acotación alguna. Sólo escuchaba al Polaco. Luego le mostré todo el Remolcador, probé los generadores, los cabrestantes, los Motores Principales. Su actitud era la misma, escuchar y observar. Ese mismo día que llegó, se marchó por la noche. Firmó e hizo firmar los papeles de rigor dejando todo aprobado. Dijo que volvería cuando estuvieran concluidas las tareas para verificar que se cumpla el plan que el Polaco le había presentado. Sólo que nunca más regresó, parecía que quería irse de aquel lugar lo antes posible.


Recuerdo aquellos días en el astillero como si fueran una tregua, un paréntesis. Al principio trabajamos mucho hasta que caímos en la cuenta de que por unos pocos dólares de la caja del buque, sumados a algunos cartones de cigarrillos y jabones que aun quedaban, podíamos conseguir abundante mano de obra. En las inmediaciones había un barco pesquero local amarrado en el cual vivía la tripulación. Según se nos dijo, el armador lo había prácticamente abandonado por problemas financieros. Los pobres tripulantes nigerianos quedaron abordo a la espera de alguna solución para sus salarios adeudados, abandonar el barco sería olvidarse de sus magros ingresos. Seguro muchos de ellos no tendrían ni donde caerse muertos. Así fue que “contratamos” a algunos de ellos para que nos ayuden en nuestros trabajos de acondicionamiento del Derby para su remolque. Al Yeti le conseguí un fiel ayudante que se hacia llamar Jimy, a fin de realizar la tarea que le había encargado, es decir, “desvalijar” al Derby.


Nos habíamos internado en las entrañas oscuras del Derby con linternas. Inspeccionamos todos los camarotes, el puente, la sala de máquinas. Un espectáculo tétrico y fantasmagórico. Un escenario detenido en el preciso instante en el que el último ser viviente dejó de habitarlo. Pero a su vez con ese resabio de vida y actividad que alguna vez tuviera.


Increíblemente, el barco no había sido saqueado, y la mayoría de sus puertas estaban bajo llave o con candado. Fue trabajoso identificar las llaves del gigantesco manojo que le habían entregado al Polaco, y así ir abriendo puertas y escotillas. Observamos gran cantidad de objetos, mobiliario y herramientas que serían muy útiles en el Escorpión. Es que los barqueros, especialmente los Jefes de Máquinas, tenemos alma de chatarreros. Esa costumbre de acopiar fierros que nos puedan servir en una emergencia o “por las dudas”. Esa obsesión casi enfermiza de tener siempre el barco bien provisto, hasta con lo superfluo, como si el buque fuera de nuestra pertenecía, no queriendo reconocer que en definitiva, vivimos de prestado dentro del vientre de una madre provisional. Esa, y no otra, es la pasión por meter mano de donde sea para traer abordo todo aquello que pueda sernos útil para la nave.


El Yeti y Jimy se abocaban, entonces, a “trasladar” toda clase de elementos desde el Derby al Escorpión. Se los veía venir con baterías al hombro, aparejos, muebles y toda clase de herramientas y demás porquerías.


Nacho tenía su propia cohorte de ayudantes en proa. Se estaban encargando de la soldadura de distintos cáncamos y anclajes para las galgas de remolque según un cróquis que me había pasado el Polaco. Veía a Nacho laborioso y entusiasmado. Me lo imaginaba contándoles a sus amigos aquella aventura casi iniciática para el. Y estos mirándolo con extrañeza y un dejo de escepticismo, como siempre nos miran los de tierra. Como si fuéramos seres ajenos, tan lejanos a sus quehaceres y rutinas. Es que no tenemos cabida en su mundo, más que como una curiosidad de poco interés. ¿Quién puede interesarse por las historias de alguien que está y no está, y que habla con palabras extrañas al léxico normal? Más temprano que tarde, los barqueros entendemos que nuestras historias no conmueven a nadie, por exóticas o excepcionales que parezcan, y sencillamente dejamos de contarlas, para que finalmente vayan a parar al arcón de los recuerdos.


Pero digo que aquellos días en el astillero fueron un paréntesis, por que vivíamos en aquel mundo dentro de otro. Por las tardes, al terminar nuestras tareas, íbamos a las instalaciones del personal jerárquico que tan gentilmente nos había ofrecido el gerente alemán.


Disfrutábamos de atardeceres cálidos en la piscina. El personal jerárquico brillaba por su ausencia, parecía reducirse solo al gerente. Luego se nos informó que los ingenieros y técnicos eran todos extranjeros y que muchos estaban licenciados por falta de trabajo. La mayoría se había ido a sus países a reunirse con sus familias. Así que la piscina, las sombrillas, las reposeras y la hermosa vista eran todas para nosotros.


Nacho estaba feliz, exultante. Una de aquellas tardes me confesó que contaba los días para llegar a Río de Janeiro y reencontrarse con Telma. Me contó que tenían planes. Un auto, un departamento. Habían abierto una cuenta en el Banco do Brasil donde el hacía girar sus sueldos para ahorrar dinero. Que ella estaba por conseguir un trabajo en una empresa por que sabía idioma. También me habló del rumbo impensado que había tomado su vida desde que la había conocido. Aunque no me lo dijera, yo sabía que en todo momento pensaba en ella.


En aquella calida tarde de piscina y apacible relax, Nacho me contó todo lo que él se imaginaba que yo le preguntaría. Pero no me permití hacer pregunta alguna, sólo fue “prestar el oído” a quien necesitaba soñar despierto. Íntimamente, sabía que no quería adentrarme en aquella historia, las similitudes me inquietaban hasta el rechazo.


****


La maniobra de salida del astillero había sido programada y diseñada por el Polaco. Allí nadie sabía como hacerlo, ni siquiera el practico de puerto que nos tocó en suerte. No es habitual sacar un barco a remolque sin propulsión ni gobierno propio. El timón y la hélice del Derby habían sido trabados por nosotros para mantenerlos bloqueados. El buque, por supuesto, no tenía energía propia e iba a ir sin tripulante alguno. Para las luces reglamentarias de navegación y de señalización de “buque remolcado sin gobierno“, habíamos armado unos circuitos alimentados por baterías y células fotoeléctricas, de manera que se conecten las lámparas de noche y se desconecten de día.


Después de tres años, el Derby era despegado por primera vez del muelle por dos remolcadores de puerto. Nosotros, con el Escorpión, formábamos parte del conjunto por que estábamos acoderados al Derby en “69”, ó sea que nos movíamos junto con éste, según la maniobra de los remolcadores de puerto. El Derby comenzaba a salir de su letargo.


Cuando se hubo completado la maniobra de desatraque, el Polaco ordenó cobrar los cabos que estaban pasados por seno a las bitas del Derby, a fin de liberar al Escorpión para iniciar la maniobra de remolque. El contramaestre y los marineros trabajaban febrilmente y en forma sincronizada con los cabos. En el momento que creyó oportuno, el Polaco dio “poca fuerza adelante” y suavemente con las dos máquinas, el Escorpión comenzó a separarse del Derby. El cable de remolque, ya engrilletado a las galgas de proa del Derby, estaba extendido por la banda de estribor de éste, suspendido sobre el casco con filásticas hechas firme en los soportes de las barandillas de la borda, estos trabajos previos habían sido hechos por el contramaestre y los marineros según instrucciones del Polaco. Conforme el Escorpión se “abría” del Derby y “llamaba” al remolque, las filásticas se iban cortando en un perfecto efecto domino. Finalmente, el cable formado de alambres de acero galvanizado de una pulgada y medía, quedó extendido en corta distancia. Ahora venía la parte mas difícil y estresante: remolcar al Derby por esos canales con buques amarrados en ambas márgenes hasta llegar a mar abierto. Cuando llegamos al canal principal, el Polaco “largó” unos metros más de cable de remolque para dejarlo mas largo. El práctico vestido de uniforme, vociferaba por la radio dando órdenes a los remolcadores de puerto para mantener al Derby bajo control. Otros gritos iban dirigidos a otras embarcaciones solicitando que liberen el canal; se lo veía desencajado e inocultablemente asustado. En tanto, el Polaco se mantenía imperturbable. No escuchaba ni al práctico ni a nadie. En cuanto el Derby parecía irse contra algún barco amarrado, le daba al Escorpión el toque de máquina preciso, el golpe de timón necesario y aquel corregía su trayectoria.


Así salimos del puerto de Lagos, con un práctico en un estado de neurosis, como un simio vestido de gala que gritaba y gesticulaba y un séquito de remolcadores casi inútiles. Una vez en mar abierto, comenzamos a largar el resto del cable de remolque, unos seiscientos metros, para que el Derby navegue a una distancia prudencial, como se requiere en estos casos. Al menos quince días teníamos por delante. El Derby, como un perro fiel, nos seguiría en aquel cruce del Atlántico, con el aguijón del Escorpión clavado en su hocico. De nuevo a la irrealidad, a la semiexistencia de la navegación oceánica.


****


El mismo día que se detuvo la máquina de babor, fue el día en que Nacho cayó enfermo.


La protección por falta de presión de aceite detuvo el motor de Babor. Un engranaje intermedio del tren conductor de las bombas de aceite se había roto, su eje se partió como un cristal. Luego de los desarmes de rigor, descubrimos que el culpable de la avería había sido un insignificante tornillo interno de sujeción de un caño que se había desprendido, con tanta mala suerte de caer sobre el engranaje en la zona que engrana con otro. Ese cuerpo extraño interpuesto ocasionó, además de arruinar unos cuantos dientes, el pandeo del eje y éste se partió sin remedio. No teníamos repuesto, era una pieza rara de romperse si el diablo no mete la cola. Y fue tanta la mala fortuna, que ese engranaje, por su posición en el conjunto, dejaba al resto del tren de engranajes inutilizado, impidiendo hacer una maniobra de emergencia para usar la bomba recuperadora como bomba de lubricación. Estaba escrito que ese motor no iba a volver a funcionar. Debíamos continuar nuestra navegación con una sola máquina, la de Estribor, y rezar que no le pase nada. Una nimiedad puede tener efectos impensados para el resto de todo un conjunto. Por eso me apasiona la mecánica, no entiende de voluntarismos y se caga en las ínfulas del hombre. Ese tornillo le haría perder la batalla al mejor almirante.


El Polaco decidió acortar el cable de remolque de seiscientos a doscientos metros, para alcanzar una mayor velocidad. Lo máximo que pudimos desarrollar eran, unos tristes, cinco nudos.


En cuanto a Nacho, no sabíamos que podía ser. A juzgar por las nauseas y el tinte amarillento de las mucosas, podía tratarse de hepatitis. Tampoco se hizo esperar la fiebre. Ante la duda, Nacho fue aislado en su camarote, con una dieta especial que el cocinero se encargaría de preparar, como manda el procedimiento.


En los barcos no hay médico, en el Escorpión tampoco había enfermero. Por eso es que Nacho, como cualquiera de nosotros, estaba en las manos de Dios. Las consultas que hacíamos por Radio Pacheco al médico de Prefectura, nos confundían aun más. Se nos dijo, por los síntomas que le describíamos, que podía ser hepatitis, pero que no descartemos un cuadro meníngeo.


Estábamos en el medio del mar, lejos de todo. A más de una semana de cualquier lugar. Llegamos a pensar lo peor para el pobre Nacho. No comía, vomitaba y perdía peso. Y el Escorpión sin uno de sus motores, arrastrándose por el mar, con nuestro siniestro acompañante doscientos metros atrás.


Recuerdo aquellas jornadas tediosas. Por las tardes iba al camarote donde estaba confinado Nacho. Trataba de darle de comer, de acompañarlo.


El Polaco había dejado varios pares de guantes de látex esterilizados para usarlos en la atención al enfermo, yo por supuesto no los usaba. También tenía su plato y cubiertos separados del resto. No era la primera vez que lidiaba con un enfermo abordo. Yo mismo contraje dengue, por eso supe como se sentiría Nacho. Entregado a su destino.


—¿Como te sentís Nachito?


—No sé Jefe. Estoy sumergido en un pozo. Ni recuerdo como debe ser sentirse bien. Hablaba con una voz casi inaudible. Su barba crecida, su cara de calavera con ese tinte opaco y las ojeras violeta lo hacían irreconocible.


—Le quiero pedir algo Jefe- continuaba Nacho- si algo llega a pasarme, búsquela a Telma y dígale que la amo. También a mi familia…


—Quedate tranquilo Nachito, no va a ser necesario… Quise contestarle pero ya se había sumergido en un sueño profundo. No atiné a decir ninguna de mis frases estúpidas como “creeme, el Jefe no se equivoca” o algo por el estilo.



****



Me había llamado el Polaco para que suba al puente. Serían las once de la noche, yo estaba haciendo guardia en la sala de máquinas, cubriendo la ausencia de Nacho.


Cuando llegué al puente, el Polaco estaba apoyado en el pupitre de popa, mirando por la ventana sin cristal, aquella que hiciera añicos el disparo de los piratas.


—Vení Roberto. No sé si me parece a mí, pero veo un resplandor en el Derby, como si alguien anduviera con una linterna. ¿Habrá alguien ahí?.


El puente estaba totalmente oscuro, como debe ser para navegar. Yo venía de la sala de máquinas, un lugar muy iluminado, así que cuando entré al puente, mis pupilas tardaron en readaptarse, por eso fue que cuando me quise acercar donde estaba el Polaco, me llevé un taburete por delante. Fruncí el seño para mirar hacia el Derby. No vi nada, sólo las luces de navegación, único indicio de que venía el Derby doscientos metros atrás, era una noche sin luna, con cielo nublado.


—No veo nada Polaco. Si hubiera alguien ahí, espero que se haya llevado de morfar y de chupar. Se debe estar cagando de hambre y de sed.


—Me habrá parecido, estoy medio obsesionado con ese barco de mierda. Este viaje viene medio mal parido, no sé qué más nos va a pasar ahora.






Deberían faltar tres días para llegar a Río. El estado de Nacho era estable. Por lo menos comenzaba a retener algo de comida y líquido. Eso nos tranquilizó un poco a todos.


Esa mañana observé que el tacómetro de la máquina de estribor comenzaba a oscilar. Un desperfecto sin importancia, sería un falso contacto por vibraciones o una interferencia por radiofrecuencia. Comencé a revisar las cajas de conexiones eléctricas en donde se empalman los distintos cables que traen las señales de los sensores del motor. Con un destornillador perillero comprobé el apriete de los tornillos en la regleta de conexión correspondiente al tacómetro, no encontré nada anormal. Iba a cerrar la caja cuando me pareció ver un cable fuera de lugar, ahí fui con el perillero a comprobar y no hice más que sacar el cable de su bornera con un movimiento torpe. En ese preciso instante siento que el motor comienza a detenerse lo cual me inquieto sobremanera. Quedarse sin el único motor en un remolcador en condición de remolque, pone en peligro la integridad de todos, el buque remolcado trae una inercia que se llama “arrancada”, esto puede hacer que se acerque peligrosamente y hasta puede embestir al remolcador. En el caso nuestro estaba todo dado para que se produzca una colisión, el Derby venía sólo a doscientos metros y no a seiscientos como debería. Comenzaron a sonar las alarmas por la parada del motor y el Polaco que llama desde el puente para avisarme que el mamotreto se nos venía encima. Coloqué el cable en su posición lo más rápido que pude y lo apreté. Acto seguido, comencé a resetear las alarmas y a iniciar el proceso de arranque de la máquina. Pero el Escorpión recibe un empujón y comienza a escorarse a estribor. Yo me quedé paralizado esperando que comience a entrar el agua. Afortunadamente eso nunca ocurrió y de a poco todo volvió a tomar la vertical. Finalmente puse de nuevo en marcha el motor y pasé el comando al puente para que el Polaco pueda maniobrar.


Cuando todo se normalizó y ya reiniciada la navegación, con el Polaco salimos a cubierta para evaluar los daños.


—¿Qué pasó con la máquina? -me preguntó el Polaco.


-Se paró por un problema eléctrico -atiné a contestarle.


El Derby se nos vino encima y el Polaco no pudo hacer nada, sólo se limitó a mirar como el voladizo de la proa se metía dentro del guardacalor de babor del Escorpión. La chapa de la chimenea quedó totalmente abollada como un papel, dejando ver por un agujero los caños de escape. El remolcador se había inclinado unos cuantos grados con el impacto, pero las cosas no pasaron a mayores. Luego, con la máquina reestablecida, el Polaco había podido sacar al Escorpión del lugar y poner de nuevo el conjunto a navegar.


—No sabés como se nos vino encima el hijo de puta. Esto de andar con doscientos metros de cable no me gusta nada, le voy a largar unos cien más por las dudas-me decía el Polaco.


—Si, y espero que a mí no se me para más la máquina.


—No, por favor Roberto, hacé cualquier cosa, pero que no se pare la máquina…


Como siempre, esa tarde lo fui a ver a Nacho. Lo encontré con un poco más de ánimo. Su estado no era muy bueno, pero al menos mostraba señales esperanzadoras.


—¿Qué pasó que se paró la máquina Jefe? Sentí que se paró y después casi me caigo de la cama. Me dijo el Capi que el Derby nos chocó…


—Estaba revisando una caja de conexiones y sin querer saqué el cable de la bobina de parada.


—O sea que la cagada se la mando Usted…- Sentí un gran alivio al escuchar a Nacho haciéndome una broma, en realidad tenía razón. Por eso esta vez le contesté con una de mis frases.


—Nooo, Nachito. El jefe nunca se manda cagadas. Fue cosa de mandinga nomás…


—Parece que este viaje viene difícil Jefe, no veo la hora que termine.


—Quedate tranquilo, todo va a salir bien. Nos vamos a tomar una cerveza cuando todo termine- le contesté sin mucho convencimiento.



****


La bahía de Guanabara estaba brillosa y nítida aquel mediodía. Ya habíamos acortado el cable de remolque al mínimo. Los remolcadores del puerto de Río de Janeiro guiaban al Derby. Una atmósfera de tensión se respiraba en la timonera en el momento de cruzar el puente Río-Niteroi. Esta vez el práctico no vociferaba y todo se hacía con tranquilidad y pocas palabras. A babor estaba la muralla de edificios y detrás los morros de Río. No bien pasamos el puente, comenzó la maniobra para acoderarnos al Derby, el astillero Renavi, nuestro destino final, estaba al alcance de la mano, por la banda de estribor, del lado de Niteroi.


El Polaco puso al Escorpión pegado al Derby, dos marineros debían cruzarse para desengrilletar el remolque y dejar liberado al Derby, había que desenclavar el aguijón del hocico, que por casi veintidós días que demandó el cruce del Atlántico, nos mantuvo unidos a nuestro fiel acompañante. Yo aproveché para mandar al Yeti a desmontar las luces de navegación provisorias y sus circuitos para traerlas abordo. Le dije que de paso terminé de “trasladar” algunas herramientas que no hicimos a tiempo de echarle mano en Lagos. Así fue que el Polaco y yo, desde el puente de navegación, vimos cruzar a los muchachos al Derby por una escala que pusieron a tal efecto. El Yeti se mandó para dentro del casíllaje y el contra con los marineros rumbearon para la proa. Pero al instante sucedió lo insólito. El Yeti volvió a salir por la misma puerta que entró, pero corriendo despavorido. Detrás de él venía un sujeto negro, con un cuchillo en una mano y una escopeta colgada con una correa.


—¡Viste que te dije que había alguien! —me gritó el Polaco. Yo, sorprendido, no lo podía creer. ¡Un polizón!. Era lo único que nos faltaba.


—¡Yeti, cruzá para acá que sacamos la escala!. Que no suba al remolcador- le gritaba el polaco al Yeti desde el alerón del puente. Pero nada de eso fue necesario. El pobre infeliz cayó desplomado en la cubierta principal. El temible polizón no era más que un pobre desgraciado que había pasado una pesadilla de veintidós días de navegación en solitario abordo de un barco fantasma como lo era el Derby. Estaba débil y largaba espuma por la boca, después supimos que se había querido tomar el electrolito de las baterías de las luces de navegación en su desesperada búsqueda de agua. Debería llevar muchos días sin comer. Lo que de lejos parecía una escopeta, no era más que una imitación mal hecha en madera, lo mismo que el cuchillo. Sólo Dios sabe que delirios habrá tenido este desdichado. Le dimos de beber de a sorbos para que se recuperara un poco, no podía incorporarse y permanecía tirado en la cubierta. Cuando pudo hablar algo, nos dijo que lo habían contratado como sereno para cuidar el barco, que vivía abordo, que se quedó dormido y cuando despertó estaba en alta mar. Por supuesto que no le creímos. Esta gente lo arriesga todo para fugarse de África buscando un destino mejor. Muchos logran su cometido, pero la mayoría son deportados del lugar a donde hayan podido llegar. Cuando no terminan siendo arrojados al mar, como hizo hace poco un capitán griego con dos pobres negros, hecho que paso a ser conocido por la prensa sólo por que los tripulantes denunciaron al capitán como represalia por problemas anteriores.


El Polaco no quería problemas y lo primero que hizo fue llamar a las autoridades brasíleñas. A las dos horas vinieron a buscarlo y se lo llevaron.


La maniobra ya había terminado, el Escorpión rebatió todo su aguijón. Ya no veríamos más al Derby, los remolcadores de puerto lo habían atracado en un muelle del astillero Renavi para iniciar su reparación. Nosotros fuimos a parar a un muelle auxiliar, debíamos reparar la máquina de babor. Esa misma tarde veo llegar al Remolcador a un viejo conocido, el Dr. Ceará. El Dr. Ceará era el médico que la autoridad marítima brasílera tenía para atender casos de enfermedad o problemas de salud de los tripulantes. Había venido con una ambulancia y un enfermero. Yo lo conocía de otros viajes en que vino abordo por algún accidente o enfermo. Inmediatamente me reconoció y nos saludamos, hablaba perfectamente español y algún que otro idioma. Me dijo que venía por lo de Nacho. Yo le expliqué que parecía que tenía hepatitis. El me dijo que me apostaba un cajón de cerveza que no era hepatitis sino malaria. Como sabía que era un buen médico y yo apenas un jefe de máquinas, desistí de la apuesta a pesar de sus provocaciones.


Recuerdo aquellas jornadas calurosas en Renavi. Una vez que recibimos los repuestos, el Yeti, un grupo de ayudantes que nos puso la compañía como apoyo y yo, hicimos la reparación del motor de babor. Nos dio bastante trabajo, no era una parte cómoda del motor para trabajar y ajustar el huelgo de los engranajes. Por las tardes, en el horario de visitas, de 6 a 8, íbamos a verlo a Nacho al hospital. El Dr. Ceará no se había equivocado, luego de los exámenes de rigor, le habían diagnosticado malaria. El parásito no sólo ocupaba los glóbulos rojos, si no que había atacado el hígado, por eso el color amarillo verdoso de Nacho, las células hepáticas estaban siendo pulverizadas.


Allí volví a ver a Telma. Parecía, aunque no lo fuera, una esposa fiel. Lo cuidaba a Nacho casi con devoción. Conversé con ella un par de veces. Me contó de sus planes, que estaban ahorrando para comprar el “apartamento” que ella alquilaba. Que había conseguido un trabajo en una firma importadora ya que ella hablaba inglés. Su mirada parecía sincera, había cambiado de peinado, parecía una mujer recatada, que a pesar de su belleza, pasaría desapercibida en cualquier lugar. Esa vez quise creer en ella. Llegué a pensar que Nacho era afortunado.


La tarde que dejamos Río de Janeiro estaba neblinosa. Había cierta melancolía en el paisaje. Allí habíamos dejado al Derby, habíamos cumplido. En el rostro del Polaco se veía cierta satisfacción. La dulce y discreta satisfacción del deber cumplido. También dejamos al polizón nigeriano que ya estaría deportado y en camino a Nigeria. Allí quedó Nacho en compañía de Telma. Habían pasado más de 50 días de nuestra zarpada de Buenos Aires, fue lo que nos llevó completar este viaje .Era mediados de diciembre y la tripulación estaba excitada, se aproximaba el momento del reencuentro, muchos habían pedido relevo para pasar las fiestas con los suyos. El mejor momento de la navegación es el regreso. A mí me daba lo mismo, como siempre. No pedí relevo y mis únicos problemas eran las baterías de mis dos autos, que estarían totalmente descargadas; y como hacerles llegar a Córdoba mis regalos de navidad a mis sobrinos: la estatuilla del elefante tallada en algo que se parecía al marfíl y las dos figuras negras talladas en algo parecido al ébano.


Nos dirigíamos a otra misión. Ya le habían encontrado otra tarea al Escorpión. Otra vez el tiburón carroñero. Había habido un incidente en la monoboya de Puerto Rosales, un petrolero corto amarras y manguera de cargamento por los fuertes vientos. Las autoridades exigían un remolcador de gran porte para asistir a los buques tanque para que no se repita el accidente.


Toda la tripulación fue relevada en Bahía Blanca menos yo. Yo fui relevado casi de prepo. La oficina de personal me mandó relevo a Necochea, bien adentrado aquel verano, el Escorpión había sido cambiado nuevamente de destino para apoyar la entrada de buques al puerto de Quequén.



****


Pasaron siete contratos desde que dejé el Escorpión, pero en mi interior siento que aquel viaje a Nigeria aun no ha terminado. Siete contratos equivalen a casi tres años. No es extraño que los barqueros contemos el tiempo según los embarcos. Cinco de esos embarcos fueron en buques distintos, tres de ellos ya los conocía. Los dos últimos embarcos, el anterior y el que está en curso, los hice en este mismo barco, un petrolero de 80.000 toneladas. En todos los casos, los barcos pertenecen al mismo grupo empresario del que fuera el Escorpión. También en todos los casos, no volví a hacer viajes de ultramar. Todos esos buques, incluido éste, hacen viajes de cabotaje. Lo más lejos que he ido fue a Chile y Brasíl. Como dije, los viajes de ultramar comenzaron a cansarme y por suerte, desde el Escorpión, no hubo otra travesía oceánica. Lo cierto es que me encuentro en este tanquero inmenso, cargamos crudo en Punta Loyola, en las caletas Olivia y Córdoba y lo transportamos a Bahía Blanca, San Lorenzo, Valparaíso en Chile, o San Sebastián en Brasil. Es un buen barco, construido en Japón, la máquina automatizada, pero como no tiene doble casco, sus días están contados. La reglamentación le puso fecha de caducidad a barcos como éste, el doble casco debe ser usado obligatoriamente para evitar posibles contaminaciones y daños ecológicos que nadie quiere afrontar. Tengo una buena cantidad de máquinas y equipos que atender, además de toda la carga burocrática y administrativa que genera este monstruo a instancias de los nuevos sistemas de gestión que inventaron las aseguradoras recientemente, en un intento de bajar la multimillonaria sangría por indemnizaciones debido a la gran cantidad de accidentes personales y daños ecológicos, acumulados en tantos años de despropósitos. Es así que mi día abordo es intenso y llego cansado a la cama. Después de terminar con mis tareas, me hago un tiempo para mi nuevo hábito de escribir. Es por eso que me encuentro en la soledad de mi camarote, sentado en mi escritorio, con un cuaderno a resorte abierto a medio llenar y dispuesto a concluir esta historia del viaje a Nigeria del Escorpión


Esta muy claro por que elegí escribir esta historia entre tantas otras posibles, es evidente que aquel viaje no fue uno más. Es que precisamente por aquel viaje experimenté un inusitado deseo de escribir. Sin embargo era algo que me debía, algo que tarde o temprano debía ocurrir. Quizás como un intento de reencontrarme conmigo mismo. Aunque también creo que escribir esto es una especie de homenaje, una modesta forma de dejar registro de un pasaje de esta vida extraña por la que transcurro. Un pequeño homenaje a los sacrificios y vicisitudes del hombre de mar, con la certeza de que difícilmente alguien tome contacto con estas páginas. Pero también sé que lo hago por Nacho, y por los que como él, han sido puestos a prueba; como si alguien, morbosamente, quisiera medir la resistencia de su material.


De la tripulación de aquel viaje del Escorpión, he tenido algunas noticias. He vuelto a navegar con mis auxiliares Pascualito, Marcelo y el Gordo en alguno de estos últimos embarcos. También he vuelto a ver abordo al cocinero y alguno de los marineros. Al Yeti no lo volví a encontrar, sé que lo ascendieron y despacha como Jefe de Máquinas. Si las cosas siguen su curso normal, no volveré a compartir un embarco con él, los buques llevan un sólo Jefe de Máquinas. Del Polaco, sé que volvió a irse del país, esta vez al Golfo de México, pero no para trabajar en una petrolera americana, como sería de suponer; iba a volver a trabajar para la British Petroleum. Gracias a los contactos que le quedaron de su larga incursión europea, había conseguido un jugoso contrato en un Supply para atender una de las plataformas que aquella empresa explota en el Golfo. De los pocos que restan de aquel viaje, no he sabido nada. Quizás se vuelvan a cruzar por mi camino y deba descifrarlos del “enjambre de nombres y fisonomías” que guardo en mi mente. Pero a Nacho lo ví hace poco, en mi reciente estadía en tierra antes de volver a embarcar. Yo me contacté con él porque tenía algo importante que decirle.


En cuanto al Escorpión, creo que su suerte estaba echada. Al poco tiempo de mi desembarco fue vendido a la Wejsmuller, una compañía europea de remolques que también opera en el país. Estuvo haciendo unas pocas asistencias a buques varados en el Paraná, hasta que su nueva compañía lo destino a trabajar en Singapur. Allí se fue con su golpeado esqueleto y su cansado corazón a cruzar medio mundo. Era evidente que se estaba aproximando su final. Su destino operativo lo posicionaba cerca de los más grandes centros de deshuace del mundo, que quedan en La India y Pakistán. Un día haría su viaje final hasta las cercanías de Karachi. Lo enfilarían a toda máquina con proa a la costa para que se vare en la arena y el barro de la playa de la muerte, entre otros navíos desmembrados. Luego vendrían los carretones, las grúas, los sopletes y un ejército de operarios harapientos. En pocas semanas ya no quedaría nada de él. Sus motores Mirrlees, bien podrían terminar en la central eléctrica de alguna población ignota para producir luz y energía, arrastrando enormes dínamos. Los motores Deutz de sus generadores, podrían ir a impulsar bombas de agua en algún arrozal. Finalmente su esqueleto sería cortado en pedazos para convertirse en chatarra de primera y así alimentar la boca de un horno Siemens Martin. Una visión que un marino que se precie de tal, jamás quisiera tener. Porque pondría en evidencia, más que nunca, lo fútil que ha sido su esfuerzo para conservar siempre la nave en las mejores condiciones. La mayoría de los buques no encuentran su muerte en el apacible letargo de un muelle o una barranca perdida. Su final es casi siempre violento e impiadoso. Un último y supremo sacrificio para proporcionarle un poco más de dinero a su dueño.


No sin esfuerzos, había logrado comunicarme con Nacho. No es tarea sencilla para un barquero encontrarse con otro en tierra, es preciso descifrar el lapso en que coincidan nuestros períodos de licencia y así acordar un encuentro. Lo cité en un café en Buenos Aires. Y allí lo encontré, estaba flaco y ojeroso. El tratamiento tardío a la malaria había hecho que su organismo se socavara tanto que su recuperación era lenta, y también era escasa la esperanza de que no quedaran secuelas crónicas. Me dijo que aun le volvían los temblores y la debilidad, que los soldados de su sangre todavía no tenían fuerza. Le costaba concentrarse y su memoria era lábil.


No me lo dijo, pero pude suponer que su autoestima ya no conocía el fondo. Se sentiría un desahuciado, casi un descarte. Se había “autoexiliado” en los pesqueros, allí donde el desarraigo y las condiciones de vida se hacen crueles para cualquiera. Hasta ese momento, sólo le quedaba una ilusión que se llamaba Telma, como un lejano paraíso tropical.


Me dijo que casi no frecuentaba a sus amigos por pasar sus licencias en Brasil. Que su familia no lo comprendía. Que no entendían su relación con Telma y el desplante que le había hecho a su novia de toda la vida, a punto de casarse. Tampoco me lo dijo, pero pude ver que se había convertido en un hombre solitario, una suerte de paria que lo había dejado todo. Alguien al que su cadena de afectos lo había abandonado. Los resabios de su enfermedad exótica y el despropósito de su destino, le habían agriado el carácter. Pero en el fondo de sus ojos todavía podía ver su material.


Por eso esa vez hablé. Le conté mi historia. Mi verdad y la que había visto hacía poco, mientras él se pudría en los pesqueros.


Le conté de los casi doce años en que dejé mis sueldos, mis proyectos y mis sueños en Montevideo, alimentando una mentira en la que sólo yo podía creer. Por que hay cierta clase de mujeres que son universales. Viven en cualquier ciudad y se las encuentra en cualquier puerto.


En mi mente, quedara para siempre grabada la turbación de sus ojos cuando comencé a hablarle de Telma.


Estuve una vez mas en Río de Janeiro, había vuelto por enésima vez, con uno de los buques en que me había embarcado antes que en este petrolero. Había salido a caminar en soledad por Copacabana, como era mi costumbre en Río. Siempre disfruté la extraña placidez de observar la fisonomía de la “Cidade Maravilhosa”. Y fue así, que sin quererlo ni buscarlo, la volví a ver a Telma. La descubrí en aquel mismo lugar de la avenida Atlántica donde la conociéramos. Mi primera pulsión fue ir a saludarla, pero rápidamente comprendí lo que jamás hubiera querido ver, y me detuve. La observé sin que me viera, semi escondido entre la gente.


Creo que fui cruel con Nacho, pero era necesario. Incluso a riesgo de que pudiera odiarme. Tenía que hacerlo desaprender, más aun, desaprender sin haber aprendido lo suficiente. Se lo debía a él y a mí mismo. Por aquella particular amistad de barquero y por sentirme responsable de un error absurdo.


Como a aquella otra, también la ví sonriendo y enredada en un abrazo. Había desplegado todo su arte de puta fina, que la distingue de las otras, de las “piranhas”. Para ese turista alto y rubio, había hecho de la realidad una ilusión, a la que los hombres nos entregamos a sabiendas.


Le expliqué a Nacho que sentí una leve nausea, por que pensé en él y todas sus esperanzas. Pero además, íntimamente comprendí, más que nunca, que no había perdonado a las Telmas. Sin embargo no podría juzgarlas. Porque en algún sentido se parecen a mí. Algunos de los que quedamos en los barcos, como algunas de las que habitan en la sensualidad de la noche, no podemos ser otra cosa.


Traté de explicarle a Nacho que las Telmas no son mujeres corrientes. Que como yo, son una versión de ser humano .No tienen elección. No sé que palabras usé, pero le quise hacer entender que difícilmente una rana pueda redimir al escorpión, y mucho menos salvarlo.


Esa porción de ser humano que aún me queda, me hizo sentir la compasión que nadie tuvo por mí cuando cayó la verdad de mi historia antigua, tan parecida, a la de la puta uruguaya que yo quise convertir en mujer y que se lo llevó todo. Lo tomé de la mano y se la apreté virilmente para rogarle que se salvara. Que no intentara cambiarla, que vendrían las mentiras, las excusas, las promesas y muchos años tirados a la basura por una clase de egoísmo que él no podría entender jamás. Casi le supliqué que retome su camino y deje atrás esta historia sin remedio, antes de entrar en un laberinto interminable que no tiene otra salida que la soledad.


Nacho fue el último que ví de aquel puñado de hombres del viaje a Nigeria del Escorpión. Lo dejé sentado en aquel café de Buenos Aires, después de haber hablado durante horas. Sólo me animé a marcharme cuando desapareció el brillo de esas lágrimas de hombre en su cara de niño.


Hasta el momento no he sabido de él. No es mucho lo que pueda hacer desde acá. Sólo intento terminar de escribir esta historia que no sé como seguir. Como barquero que he sido y que soy, me queda confiar en poder hacer mi parte, como manda la lección del mar, la que puede sacarnos de la zozobra y llevar la nave a puerto seguro.


Nos debemos esa cerveza, Nacho. Cuando todo quede atrás. Tiene que ser en aquel mismo “barcinho” de la Avenida Atlántica. La cerveza después del temporal, al mejor estilo barquero; la que se toma sin mediar palabra, sin “piranhas” ni de las otras; sólo nosotros dos, el murmullo de la noche y esa extraña placidez de observar la fisonomía de la “cidade maravilhosa”.
 
 

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