Esto es parecido a un camión, pero un camión gigante y muy complicado, y
todo funciona en relación a la carga. Por eso mi trabajo es importante: la
vigilancia de la estiba y su conservación. El barco es como una fábrica que
anda, pero aquí hay que tener en cuenta que el suelo se mueve y a veces
corcovea. El mar puede parecer algo secundario, si se quiere domado por los barcos
modernos, pero no es así. Cada vez que nos pesca un temporal esto cruje como si
fuera a partirse en dos. Uno siente que no somos nada: ni el barco y menos
nosotros la gente. Pero lo principal es que la carga debe quedar firme en su
lugar. Eso lo aprendí en seguida de embarcarme en mi primer barco. Era el viejo
Río Atuel, en verdad un barco italiano que se llamó Bella Principessa. Lo
agarró la entrada de la guerra de Italia en Buenos Aires, y entonces el
gobierno le puso la bandera argentina y con gente nueva lo fletó con trigo a
España, que era país neutral. Yo no era el único novato y recuerdo a otro
muchacho. Cuando llegamos a Las Palmas salimos juntos y nos hicimos amigos.
Días después el muchacho rodó por una escalerilla (accidente de novato, según
comentaron) y estuvo desmayado toda la noche. Al día siguiente amaneció en el
mismo estado, se pensó en una conmoción cerebral, no sabíamos qué hacer.
Entonces nos encontramos con otro barco argentino, el General Belgrano, que
regresaba de Europa. Nuestro capitán resolvió que embarcáramos al accidentado
en el General Belgrano, que estaba a sólo un día de navegación de Las Palmas,
mientras que a nosotros nos faltaban varios días para llegar a Lisboa. Entonces
comenzamos a descender el bote salvavidas para el traspaso del enfermo. A mí me
encomendaron la misión de cuidarlo durante la maniobra. Lo llevaba desmayado en
mis brazos. Era un muchacho de mi edad y con tan poca experiencia como la mía.
Yo pensaba que el otro podía estar en mi lugar, y yo desmayado en sus brazos.
Estaba recibiendo la primera y principal lección del mar: la solidaridad. Y
además el mar se me hizo presente. Hasta entonces yo lo había visto desde
arriba del barco y me parecía que siempre debía ser así. Pero resulta que el
bote quedó a mitad de camino entre la borda y el agua, y no lo podían soltar
porque el mar y el barco subían y bajaban por su cuenta de seis a diez metros.
El océano jadeaba. ¡Me pareció la respiración de Dios! Sin embargo ese día el
mar estaba tranquilo, sin grandes olas. Lo que se dice un espejo. Pero el bote
de pronto rozaba el mar y en seguida aparecía colgado sobre el vacío. Entonces
comprendí que muy fácilmente el bote podía ser tragado por el agua y en tal
caso yo valdría tanto como mi compañero desmayado: no valíamos un pito frente
al capricho del mar o cualquier falla del que dirigía la maniobra del bote.
Porque la solidaridad en el mar no se muestra solamente con gestos sino
necesariamente con la habilidad.
Después el Río Atuel fue dedicado a la línea de New Orleáns. Viajamos
directamente a Pernambuco. Comenzaron a detenernos los submarinos, pero
preguntaban lo mismo: destino, carga, y cosas así. Llevábamos el buque
iluminado como árbol de Navidad, Rio Atuel y Argentina pintados a babor y
estribor con letras tan grandes que ocupaban todo el largo del barco. Por
suerte nunca tuvimos fallas en el equipo eléctrico, porque un barco chileno que
apagó las luces de país neutral al entrar en New York fue hundido por un
submarino alemán.
De vuelta a Buenos Aires se repitieron las detenciones y los
interrogatorios. El Caribe parecía espeso de submarinos y tiburones, dos cosas
que nos tenían bien alegres. Un día hubo más tiburones que nunca, pero en vez
de seguir al Río Atuel los vimos disparar hacia otro lugar. Entonces descubrimos
una lancha a la deriva. Cambiamos el rumbo para ir a su encuentro. Unos negros
esqueléticos levantaban algunos trapos para hacernos señas, nos llamaban, pero
lo hacían con tan poca fuerza, sin poder ya levantar los brazos, que si no
fuera por ese hervor de tiburones que corrían a la gran comilona, seguro que no
lo hubiéramos visto jamás, ni nosotros ni nadie, porque estaban a punto de
sonar.
En la lancha encontramos siete hombres y tres mujeres. Cuatro tipos ya
agonizaban de hambre y no hubo forma de salvarlos. Todos habían perdido la
noción del tiempo, pero recordaban que se habían embarcado en Le Marin en
Nochebuena para pasar la fiesta en Fort de France, creo que a escasas dos
millas. Se descompuso el motor, o se quedaron, sin nafta. ¿Quién se acuerda de
la nafta cuando sobra el ron? Y el viento los internó mar adentro. Los
náufragos habían perdido la cuenta de los días: hacía dos semanas que derivaban
hacia el sur. No llevaban alimentos ni agua: por suerte había llovido y además
pescaron un tiburón.
Nuestro capitán pidió hablar con el patrón de la lancha y entonces le
informaron que el patrón había muerto y lo mismo había ocurrido con el perro
que llevaba a bordo. Nuestro capitán preguntó dónde estaba el cadáver del
capitán de la lancha y le contestaron que lo tiraron al mar. No les preguntamos
lo que hicieron con el perro, pero de cualquier modo no vimos en la lancha
ningún elemento para hacer fuego y cocinar un perro y menos a un capitán. Con
decirle que ni siquiera tenían un balde para recoger el agua de lluvia y nos
contaron que empapaban la ropa en la lluvia y después la exprimían sobre la
boca. En cambio habían pescado un tiburón. ¿De qué modo? ¿Con el perro o con el
capitán? No lo supimos, pero allí estaba el animal, rematado a golpes y abierto
el vientre a fuerza de uñas y quizás de dientes. Los náufragos habían chupado
la sangre y masticado un poco de carne, pero eso había acentuado la sed, ya
estaban enloquecidos y aseguraron que si hubiéramos demorado un par de horas
más se hubieran tirado al mar, así pensaban hacerlo, porque los cientos de
tiburones que embestían la lancha les aseguraban una muerte fulminante para
terminar con esa larga agonía.
En fin: subimos a todos esos martinicos, porque el capitán dispuso no
remolcar la lancha hasta Martinica. Seguramente estábamos vigilados o podíamos
encontrarnos con algún submarino alemán, y ese remolque humanitario de una
lancha de bandera francesa podía interpretarse como una violación a nuestra
neutralidad y entonces podían torpedearnos o crearnos cualquier problema.
Subimos los náufragos al Río Atuel y después le abrimos un boquete a la lancha
martinica y la vimos hundirse: ya no podía comprometernos. Los tiburones
saltaron como enloquecidos y de tres dentelladas devoraron al tiburón muerto y
siguieron al barco como reclamando sus presas.
Avisamos lo ocurrido a Martinica y a los barcos de la zona, y volvimos
al norte hasta fondear al anochecer frente a Le Marin. Nosotros estábamos, como
siempre, iluminados como un árbol de Navidad, y ese pequeño puerto nos esperaba
en la misma forma, y sobre todo con tanto ruido de cantos y tambores que
espantaron a los tiburones. No era para menos: dos semanas después de la
desaparición de la lancha, todos habían llorado a sus muertos y nosotros se los
traíamos vivos, al menos a la mayoría de ellos, y cosa curiosa, todas las
mujeres naufragas estaban vivas, y según un martinico que subió a bordo, era
porque son ellas las que más y mejor rezan, pero según un tripulante nuestro es
debido a que tienen reservas de grasas en las tetas, que por cierto les
quedaron a las pobres como pellejos vacíos.
Ya no eran tiburones, pero sí cientos de botes, lanchas y balsas. Todo
aquello capaz de flotar en Le Marin, desde un yate a una canoa, fue largado al
mar y nos rodearon con hombres y mujeres que nos rogaban con lágrimas que
pasáramos esa noche con ellos, y había hembras monumentales, palabra, vestidas
de todos colores como princesas orientales, reían y nos tendían los brazos.
Pero el capitán dijo que no, y nos despedimos sin desembarcar en Le Marin.
Recuerdo que lloré, y según me contó el mozo, también el capitán lloró,
claro que con disimulo, no sé si por el homenaje de ese puerto o por la noche
que nos perdimos, pero lo perdonamos, era tiempo de guerra y Martinica es
territorio francés, y sobre todo, con guerra o sin guerra, existe la carga,
¿sabe usted?, esa maldita carga, tanto me acostumbré a cuidarla que llegué a
contramaestre, y no es solamente la carga, sino también las horas, esas reputas
horas de navegación que nos comen por dentro como gusanos y uno las mata como
puede a bordo, pero que para la empresa no son gusanos sino oro puro, y una
noche de navegación perdida es mucha plata para la compañía, y por su culpa
lloró todo el pueblo de Le Marin y lloramos la tripulación y hasta el capitán,
según me contaron, porque yo no lo vi. El capitán se llamaba Rivedo y tenía
fama de riguroso. Nunca abandonó el mando y el código. Porque después supe que
otros capitanes inventaban temporales y averías mecánicas que nunca existieron
para justificar cualquier atraso de navegación, y creo que esa noche en Le Marin
bien merecía inventar una avería.
En el viaje siguiente cargábamos en New Orleáns cuando se descompuso la
cámara frigorífica. Se consultó a Buenos Aires y en un radiograma nos ordenaron
que zarpáramos sin arreglarla, ya que la avería era complicada y requería
tiempo, sin contar que el barco cumplía el último viaje para la compañía.
Entonces autorizaron al capitán a comprar ganado vivo para carnearlo en
navegación, porque un barco argentino puede navegar de cualquier modo, pero
nunca sin un buen asado de vez en cuando.
Así fue como se improvisó a bordo un gallinero v un corral. Con los
pollos no hubo ningún problema, pero las vacas resultaron cosa difícil. Eran
unos animales ariscos y yo soy de la ciudad, nunca supe manejarme con vacas.
Tirándolas de una soga había que hacerlas subir por una planchada. Me ordenaron
que ayudara en ese trabajo y me entregaron una soga amarrada en el cogote de
una vaca. Veía que mis compañeros subían a la planchada, tirando de la soga, y
la vaca primero se resistía y al final saltaba a bordo, y el que tironeaba de
la soga tenía que correr para no ser atropellado.
Para colmo me pareció que mi vaca era más salvaje que las otras.
Entonces se me ocurrió ir detrás de la vaca, castigándola con un palo para que
subiera, y sacudiendo la soga como si fuera una rienda. El resultado fue que mi
vaca se estancó en medio de la planchada y al pegarle con el palo pegó un
corcovo y cayó al agua. Mi susto se convirtió en pánico. Me imaginé la vaca
ahogada y yo despedido de mi empleo. Me asomé al agua y allí estaba el animal,
pero bien tranquilizada por el baño, sin corcovear ni nada, flotando entre el
murallón y el casco del barco. Entonces sentí una palmada de mi compañero.
—No pasó nada, pibe —me tranquilizó.
Con un grito llamó al guinchero del barco. Vi la pluma de la grúa que se
inclinó hacia la planchada. Y mi compañero se largó al agua con un cabo. La
vaca flotaba y se dejó amarrar mansita de la panza, y al final la grúa la izó
chorreando agua hasta la borda. ¿Vio? Un compañero me sacó del apuro y nunca le
contaron al capitán que esa vaca se cayó al mar por mi culpa. Y fue una buena
travesía. Se mataba a un animaI y había que comerlo pronto; asado y más asado,
a la mañana y la noche. Y para variar las gallinas. Un día quedó solamente un
gallo, un lindo animal, justamente le tomamos cariño, algo así como si fuera
mascota del barco, sobre todo el color nos gustaba anaranjado fuerte como
fuego, y un modo fiero de mirar, como gallo de riña. Pero también le llegó el
turno: el cocinero lo buscó para hacerle sopa al capitán. Pero alguien —nunca
se supo quien fue— lo había sacado fuera de la jaula. Y echó a volar cuando el
cocinero lo quiso agarrar. Nunca vi volar un gallo de ese modo. Voló hacia el
sol, y por eso no pudimos ver si siguió volando o cayó cerca del barco, pero la
verdad es que nadie comió ese bicho.
Los animales se ven extraños en el barco. Una vez llevamos vacas
holando-argentinas y caballos de carreras a Santo Domingo, y trajimos toros de
Francia, y cinco chivos negros, bien negros, de Alemania. Los animales sufren
en el mar. Y por cualquier malestar, mandábamos y recibíamos radiogramas de
Europa o de Buenos Aires. Una vez una vaca preñada comenzó a parir y eso anduvo
mal. Nos comunicamos con la empresa y un radiograma nos indicó que al asomar el
ternero debíamos amarrarle una soga y tirar de las patitas. Pero el animalito
no asomo nunca, posiblemente estuviera muerto, y la vaca sufrió dos días, hasta
que el primer oficial se compadeció y la remató con un tiro en la cabeza. Pero
nadie pensó en comerla. Dijimos que posiblemente estaba enferma, que había
sufrido demasiado, y la tiramos al mar, con pena, como si fuera gente.
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