“Creían que era la esposa de un veterano”
Marcia Marchesotti fue una de las pocas mujeres que participó de la guerra del Atlántico Sur, pero durante décadas prefirió el silencio. Su voz integra el libro “Malvinas, 40 años” (Editorial TAEDA), donde reconstruyó por primera vez su experiencia: lo que vivió, lo que calló y cómo fue cumplir con su deber a los 22 años, a bordo del buque Río Cincel.
Marcia Marchesotti a bordo del buque Río Cincel (Foto/Libro “Malvinas, 40 años". Editorial TAEDA)
“La lucha ahora es cuerpo a cuerpo”. La primer oficial escuchó esa frase y no pudo seguir transcribiendo los mensajes que recibía en código morse. Pensó en sus compañeros, aquellos con los que había compartido algunos días en el buque carguero Río Cincel, y sintió que no daba más. La cabina de radiocomunicaciones, esa que funcionó como un cable a tierra con lo que sucedía en las islas Malvinas durante el combate, de pronto se transformó en una jaula. Empujó la puerta y salió corriendo hacia su camarote. No tenía fuerzas para comunicar esa novedad al resto de la tripulación, como hacía a diario. Dos días después de aquel episodio, el general argentino Mario Benjamín Menéndez presentó la rendición ante el comandante de las fuerzas terrestres británicas Jeremy Moore.
Cuatro décadas más tarde, sentada en uno de los sillones del living de su departamento, ubicado en el barrio porteño de Villa Crespo, Marcia Marchesotti evoca aquella escena y todavía se le eriza la piel. El tono de su voz, grave y profundo, se agudiza. “Cuando abro la cajita de los recuerdos de Malvinas me quiebro. Me cuesta mucho esa parte”, dice la egresada de la Escuela de Náutica Manuel Belgrano, ahora abogada, que integra la lista de las 13 veteranas que participaron de la guerra, junto a Marta Beatriz Giménez, Graciela Liliana Gerónimo, Mariana Florinda Soneira, Olga Graciela Cáceres, Doris René West, Susana Maza, Silvia Barrera, María Marta Lemme, Norma Navarro, María Cecilia Richieri, María Angélica Sendes y María Liliana Colino.
Aunque argumente tener un perfil bajo, el silencio es la forma que encontró para no exponerse, para que cada uno de sus recuerdos quede inmaculado en su memoria. En 2022, su historia fue una de las 22 que se plasmaron en las páginas del libro “Malvinas, 40 años. Testimonios sobre la guerra del Atlántico Sur” (Editorial TAEDA). Allí se animó a hablar por primera vez de su antes, durante y después de Malvinas. A continuación, el reportaje que brindó a esta periodista.
Marcia vive en el barrio porteño de Villa Crespo (Foto/Fernando Calzada)
—¿Cómo era tu vida antes del 2 de abril de 1982?
—Para hablar del 2 de abril de 1982 necesito contextualizar. Nací en Capital Federal, pero me crie en Ramos Mejía, provincia de Buenos Aires, en el seno de una familia naval. Cursé el secundario en un colegio de monjas y, cuando egresé, me preparé para entrar como azafata a Aerolíneas Argentinas. Pero, en paralelo, salió el curso para mujeres de la Escuela Nacional de Náutica. “Una cosa es un trabajo y otra cosa es una carrera”, pensé y me anoté en la carrera de Radiocomunicaciones. Junto a otras mujeres, creo que éramos 16, integré la primera camada de cadetas que ingresó a la Escuela de Náutica. Tuvimos que abrir el camino porque antes era exclusivamente de hombres.
—¿Cómo fue allanar el terreno?
—Fue duro. Sabíamos que iba a ser así porque toda apertura de caminos implica sacrificios y adaptaciones. Hacer entender que éramos iguales fue una complicación: en un principio, no sabían cómo tratarnos. Si hacían diferencias era un problema, y, si nos equiparaban, también. Cuando nos decían: “Cuerpo a tierra”, nosotras íbamos a la par de los hombres y, por un lado, veías que no querían; pero, por el otro, controlaban que lo hiciéramos igual porque para eso estábamos. Además de construir baños, tuvieron que adaptarnos los uniformes porque la sastrería militar no tenía ropa para nosotras. En ese momento yo vivía en Ramos Mejía y la Escuela de Náutica quedaba en Retiro. Me acuerdo de que salía a la calle con el uniforme y me miraban: para muchos éramos cosa de locos. Pero no nos importó. Íbamos para adelante. Esos tres años en la Escuela de Náutica para mí fueron una experiencia imposible de superar. Fue, justamente, con base en lo vivido ese tiempo que no me costó en absoluto decidir si iba o no a Malvinas: fui de forma voluntaria.
—Al recibir la noticia de la recuperación de las islas, ¿dónde estabas?
—Embarcada en el buque carguero Río Cincel. Íbamos rumbo a Estados Unidos y, el día anterior a la zarpada, nos llamó el capitán Juan Carlos Trivelín, comandante del buque, para decirnos que nuestro próximo destino era Malvinas. Había que llevar una carga de la Fuerza Aérea. También nos dijo que estábamos en plena libertad de desembarcar, que dependía de la decisión de cada uno. Se bajó una sola persona.
—¿Qué sentiste?
—Una gran sorpresa y mucha responsabilidad. Así y todo nunca tuve un momento de duda. Ni siquiera me cuestioné el hecho de ir. “Es mi deber y punto”, pensé. Para eso había hecho la carrera en un instituto militar.
Marcia Marchesotti formó parte la primera camada de cadetas que ingresó a la Escuela de Náutica (Foto/Gentileza de la entrevistada)
—¿Tenías conocimiento de cuál era la situación en Malvinas?
—Sí, se sabía. Nosotros zarpamos el 3 de abril. Recuerdo que nos apuraban porque venía el bloqueo británico. Además, llevamos pertrechos para prolongar la pista de aterrizaje de nuestros aviones de la Fuerza Aérea, máquinas viales, camiones de guerra, combustible para los aviones… Era evidente que algo iba a pasar. Así y todo fuimos sin escolta de buques militares.
—¿Cómo te despediste de tu familia?
—Por suerte tuve tiempo para hacerlo. Lo más duro fue dejarles en claro que no iba a poder estar en contacto porque desde el momento en que zarpáramos del Puerto Buenos Aires entraríamos en silencio de radio. Como integrante del área de Comunicaciones, yo tenía bien claro que ni mi familia ni la de mis compañeros iban a tener noticias nuestras hasta que saliéramos de la zona de conflicto y eso era lo que podía poner más difícil la cosa: el no saber absolutamente nada. De todas formas, mi papá era almirante y, por el cargo que tenía, sabía dónde estábamos.
—¿Cuál fue tu rol en el buque?
—Cuando embarqué estaba en mi último año de práctica: a finales de 1982 me recibía. Mi rol era de “pilotina” e iba a ser el segundo viaje que hacía en ese puesto, pero, para ir a Malvinas, me habilitaron como primer oficial. ¿Por qué? Porque cuando vos vas como estudiante, como “pilotín”, informás a un superior. En este caso, como había que hacer guardia las 24 horas, necesitaban dos oficiales. Entonces, me habilitaron con ese puesto solo por ese viaje.
—Te dieron más responsabilidad…