18 de febrero de 2012

Cuentos y relatos del mar. 2da Parte. El Escorpión II. Ricardo Garín


Allá iba por el Atlántico, ese artefacto técnicamente tan concreto, ingenio de maquinarias y sistemas precisos, tan ponderable. Ese animal de acero con forma de escorpión, alma de tiburón y corazón de atleta. Pero a la vez tan efímero e insignificante, tan poco real, casi inexistente en medio de semejante vastedad.


Me encontraba sentado en un taburete del puente de mando, tomando mate con el “Polaco”. Eran los primeros mates que compartíamos después de los días de temporal, y en verdad lo estábamos disfrutando; eran las 6 de la mañana. Hablábamos de lo acertado en la elección de la tripulación. Los capitanes modernos ya no son los de antes, las nuevas formas de comunicación y los Agentes Marítimos atentaron contra las atribuciones que tenían en otras épocas, en aquellas épocas románticas, cuando eran dueños y señores de los barcos a su mando, que decidían el destino y lucro de las cargas. Ahora, casi devenidos en empleados jerárquicos, a veces pueden elegir su propia tripulación, siempre poniéndose de acuerdo con la Oficina de Personal de la empresa, como fue en este caso. Yo como Jefe de máquinas de su confianza, creo haber elegido bien a mis hombres para el viaje.




El “Polaco” era un capitán altamente experimentado en remolcadores. Tenía una vasta experiencia en el Mar del Norte, en el apoyo y remolque de plataformas petroleras. De hecho, había comandado este mismo remolcador, cuando pertenecía a otra empresa, la United Towings de Inglaterra, que prestaba sus servicios, entre otros menesteres, para dar asistencias a barcos en apuros, que agonizaban en el Golfo de Vizcaya. En aquella época el remolcador se llamaba “Guardsman”, tratando de esconder detrás de ese nombre piadoso su alma de tiburón carroñero, que se alimenta del infortunio de otros.


Le decían “el Polaco” pero como todos era argentino. Desde sus inicios se había ido a Europa a probar suerte y por eso, mas su aspecto de gringo y apellido extranjero, le dieron el perfil a su sobrenombre. Su destino fueron los remolcadores. Era un experto maniobrista, el buque era una extensión de sus piernas y sus brazos. Su fama era mentada en el ambiente. No éramos amigos, pero nos teníamos mucho aprecio y respeto. Éramos colegas marítimos y compañeros de la aventura marítima, y eso no es poco. El barquero difícilmente haga amigos abordo, porque muy difícilmente pueda continuar la relación en tierra. Las largas horas de navegación, sin embargo, convierten a los hombres en seres vulnerables y solitarios, porque la navegación es esencialmente triste. Tal es así, que cualquier colega marítimo puede ser mayor confidente que el mejor de los amigos.


- Che Roberto. Hace tiempo que te conozco y nunca me dijiste por qué no te casaste. -me había dicho “el Polaco”-.


- Mirá Polaco, una vez me estuve por casar, pero no lo hice. Es una historia larga y desagradable. No quiero hablar de eso.


Recuerdo que esa mañana estaba particularmente vulnerable, pero como siempre, eludí el tema.


-¡Pero dale, che!. ¿Alguna vez te oculté algo?. Nunca hablás de tu vida. Pareciera que solo vivís de los barcos y de los coches antiguos que tenés guardados. - insistió-.


-Vos sabes que soy barquero de alma, Polaco. Todo lo que hice fue siempre con esta mentalidad que me identifica, la de barquero. Por eso cuando estuve por casarme lo iba a hacer al mejor estilo, acorde a mi espíritu de marino; pero, como no podía ser de otra manera, no resultó. Es todo lo que te puedo decir.


-¿Pero no tuviste más novias? Las pocas veces que hablás de mujeres, hablás de putas. A veces no sé si las amas o las odías. ¿Qué corno te hicieron, estas minas?, ¿no hubo una mujer decente en tu vida?


Recuerdo que casí vuelco el mate. Creo que el “Polaco” se había percatado de mi nerviosismo. Contesté lo que ya tenía estudiado y elaborado para este tipo de preguntas.


-Ni odio, ni amo a las putas. Las usé cuando las necesité y punto, como un buen marino.


Noté que el “Polaco” entendió definitivamente de que no quería hablar del tema y no insistió. Retomó el asunto que habíamos iniciado al comenzar a matear.


-Bueno, ¿qué me contás de tus muchachos?-dijo, para dar un giro al tema-.


La fauna que había logrado reunir para mi departamento, el de Máquinas, creo que fue la más indicada. El personal de cubierta también era bueno; sobre todo el contramaestre que era viejo lobo de mar, siempre trabajó en remolcadores de mar y era de total confianza del “Polaco”. Los oficiales de cubierta no eran expertos, pero al capitán no le interesaba mucho que fueran buenos ni brillantes, porque todas las maniobras y cualquier decisión ante cualquier tema, las tomaba siempre él, no tercerizaba. A aquellos dos muchachos los quería para que hagan las guardias en la navegación oceánica, porque él era hombre de acción y la navegación es lenta y aburrida y le resultaba tediosa. Por eso, lo único que hacía, fuera de toda acción, era tomar mate, hablar conmigo y leer.


Mis dos oficiales maquinistas, eran el “Yeti” y “Nacho”; y los tres auxiliares eran “Pascualito”, el “Gordo” y Marcelo. Este era el grupo que me proporcioné.


Veníamos de una estupenda estadía en puerto. El Escorpión había estado en su guarida, como el tiburón acechante a la espera de su presa. Durante un mes estuvo a la espera y yo había embarcado en esa estadía, luego de unas cortas vacaciones en las cuales a lo único que me dediqué fue lustrar la pintura mi MG modelo ‘62 y desarmar el carburador del Mustang ‘65, mis dos joyas convertibles, las dueñas de mis denuedos y cariños, en la cuales he gastado fortunas en restaurarlas para solo dar un par de vueltas al año y viajar a Córdoba, mi única aventura terrestre.


A pesar de mis despilfarros del pasado y de la historia absurda de mi vida, después de muchos años de navegación he conseguido ahorrar unos cuantos pesos. Como no tengo esposa que dilapide dinero ni hijos que complacer, los pesos se fueron juntando. Mis padres hace años que murieron y mi hermana vive en Córdoba, casada y con dos hijos: mis sobrinos, que son los únicos que logran hacer sobresaltar mi corazón, además de mis dos autos. Por eso para ellos no reparo en gastos. Para mí y mi departamento, no preciso demasiado.


Sin embargo, no navego sólo por el dinero. Navego y trabajo porque es mi vida, no me imagino que pueda hacer otra cosa. Nunca hice otra cosa y le tengo pánico a jubilarme. A pesar de estar ya cerca del ocaso de mi vida laboral, no sabría como llenar mis días. Creo que para mi lo mejor sería terminar mi vida abordo; así es como tiene que ser mi final, sólo pido que sea en un atardecer, un atardecer marino, no concibo la idea de irme a una hora intrascendente y oscura, como las dos de la tarde o las diez de la mañana.


Durante esa estadía en puerto sólo estábamos el polaco, el contramaestre Hugo, mi auxiliar Pascualito y yo. No se precisaba más. Se habían hecho algunas reparaciones a las máquinas, pero fueron menores; sus dolencias crónicas no habían sido remediadas.


Cuando la presa apareció, a casi 10.000 millas de distancia, sólo había que completar la tripulación, embarcar combustible, ciertos materiales e insumos, y por supuesto los víveres. Ahí fue cuando pedí que me manden al “Yeti” y a “Nacho”.


En realidad el “Yeti” se llamaba Carlos, pero yo lo había rebautizado con ese nombre, cuando lo conocí años atrás. Su imagen da ese perfil, con casi dos metros de alto, su cuerpo ancho y voluminoso, los vértices de su cara cortados a hachazos y sus facciones duras, aunque sin gesto adusto. Su barba tupida y dura, debe ser afeitada a diario si quiere parecerse a un ser humano. En navegación, deja de preocuparse por su apariencia, y su barba y cabello crecen a voluntad. Al cabo de un mes de embarco, su aspecto es el del hombre de las cavernas. Sus overoles están siempre destruidos y percudidos por la grasa y el aceite. Es impresentable, inmostrable. Por eso, le puse “Yeti”, el hombre de las nieves, el abominable. Su nombre barquero se ajusta a la perfección, porque como el hombre de las nieves, el legendario Yeti, nunca se lo ve. Hay que buscarlo siempre en algún intersticio de la Sala de máquinas, engrasado de pies a cabeza, metido en alguna sentina ó en el cárter de un motor. Es un excelente maquinista. Su aspecto temible y salvaje no coincide con su carácter, calmo y afable. Por eso pienso que Dios no se equivocó con el ”Yeti”, porque lo hizo bueno y manso; de no haber sido así, con ese cuerpo y ese aspecto sería una criatura de temer. Tiene dos envidiables virtudes: humildad y discreción. Por eso lo admiro y le tengo una confianza ciega. No habla de más, economiza palabras, dice lo que es preciso; algo que yo nunca pude lograr, aunque no me voy de boca y menos aún en chusmeríos. Es uno de los pocos “amigos” que rescato de los barcos. Un amigo peculiar, no como los amigos que se figuran los de tierra, sino un amigo con el que se comparte la lección del mar de una forma entrañable.


Los que trabajamos en los barcos no pedimos donde embarcar ni con quien, sólo algunas excepciones que se dan en forma fortuita. Conocemos a personas en un buque y tal vez con el tiempo volvemos a encontrarnos, en ese o en otro barco. Así es que a través de los años quedan en la memoria un enjambre de fisonomías y nombres, a veces imposibles de descifrar.


Cuando pensé en Nacho, como segundo oficial maquinista, no pensé ni en su cara ni su nombre. Sólo vino a mi mente la sensación que me produjo su actitud al conocerlo tiempo atrás, en un buque petrolero. El era pilotín, es decir, un estudiante aún de la Escuela de Náutica, que estaba haciendo su año de practica embarcado. Por eso que su trayectoria y experiencia eran nulas. Pero esa actitud, esa ansía de aprender, con dinamismo y empeño. Siempre a la orden. No tenía nada que ver con el “Yeti”, pero compartían algunas virtudes.


Aprendí, en todos estos años, que lo importante no es ser un genio; estos que vayan a la NASA. Tampoco, ser un sabio porque saber y no hacer es lo mismo que ser ignorante; como tampoco es tan importante la experiencia, porque con esta también vienen las mañas y el dormirse en los laureles. Lo más importante a la hora de medir a un laburante ó un profesional, es observar su actitud; medir su pasión, su convicción y su interés. Jamás se logrará ser un buen maquinista sino se tiene el fuego interior, como el artista. Como tampoco se podrá ser un buen profesional si no se es antes un buen ser humano; porque eso no se aprende en las aulas ni con los libros, se lleva en las fibras de la madera con la que estamos hechos. Y la madera con que está hecho Nacho es de las más nobles; por eso sé que es un buen maquinista, porque tiene pasión por su trabajo y la madera de un excelente ser humano.


En aquel embarco, cuando aún era pilotín, lo adopté como un hijo. El hijo que nunca tuve. Y como padre que me creí, cometí el error de exigirle al máximo, pretendiendo que sea el mejor. Le fui transmitiendo todas mis frustraciones por medio de consejos que nunca me pidió. Sin embargo, y a pesar de mí, es de los mejores; porque es de buena madera, como dije, de tan buena que hasta se permitió admirar y hasta venerar a alguien como yo.


Por eso vinieron ambos, el Yeti y Nacho. Porque necesitaba de buenos profesionales, pero mejores seres humanos. Sabía que este viaje pintaba difícil y para los desafíos el hombre debe ir bien preparado. No hay lugar para los pusilánimes por más genios que sean.


No era la primera vez que navegamos los tres juntos, ya habíamos formado una buena trilogía en otro buque, después que Nacho se recibió. Descubrí que hacíamos una combinación perfecta, no había fisuras entre nosotros a pesar de la diferencias de edades. A veces esto se interpreta mal en los barcos y se confunde con camarilla. Pero esta era una unión natural, como deberían ser todas las relaciones humanas. Uniones por afecto y afinidad, no forzadas, no por conveniencias.


Lo que más admiro de Nacho es su madurez frente a las responsabilidades y el trabajo, a pesar de su corta edad. Pero a su vez disfruto de él su candidez y capacidad de asombro, una capacidad que hace mucho tiempo perdí. Es evidente que proviene de una buena familia, con una educación sólida.


Eso es lo mágico de las relaciones entre los humanos, amalgamar dos condiciones tan distantes como las nuestras. Él estaba en la etapa de aprender y le faltaba aun para llegar a esa parte de la vida en que es preciso desaprender. Por mi lado, ya había aprendido y desaprendido, sólo que ya era tarde para empezar de nuevo.


En aquel barco, donde por primera vez estuvimos juntos, pasé unos de los mejores meses que recuerde, laboralmente y humanamente. Los trabajos salían con una rapidez y eficacia espectacular, sin darnos cuenta, sin agobio; con esfuerzo pero sin agobio. Puse en práctica mi teoría sobre la recompensa interior que nos da el trabajo, esa en la que siempre creí, la que tantas veces quise implementar en los grupos de trabajo, porque así lo sentía yo con mi propio trabajo. Con ellos funcionó como un reloj. Trabajaban con alegría y por convicción, no porque se les ordenara. Discutíamos puntos de vista, los hacía participar de las decisiones, permití que me aconsejaran, los escuché y me escucharon… Habíamos formado una suerte de equipo imbatible. Los pequeños desafíos cotidíanos, porque de eso se forma la vida de un maquinista, llegaban a ser juegos de ingenio. Me hicieron sentir orgullo por ellos, de ser su jefe y amigo.


Pero no todo era trabajo. Nuestra trilogía también funcionaba de maravilla cuando había que salir a distraerse. Los tres teníamos gustos simples. Caminar, tomar cerveza y mirar mujeres, como jugueteando con el deseo. Ninguno de los tres, hasta donde yo había visto, se permitía intimar con ellas, por distintos motivos… El “Yeti” estaba felizmente casado y buscaba serle fiel a su mujer. Yo, desde aquella vez, fueron contadas las ocasíones en que me permití ciertas relaciones. Creo que es una forma de protegerme, de no arriesgarme al compromiso. Es como una puerta que para mí ya estaba casí cerrada; y tanto es así, que lo que me queda de corazón parece haberse convertido en un cayo, lo mismo que mi sexo. Nacho estaba de novio, se estaba por casar y no pensaba en otra cosa. Por eso es que ahora me siento tan culpable por lo que sucedió esa noche en Río de Janeiro, cuando llegamos con aquel barco que nos unió estrechamente, para ventura y también para desventura.


Estábamos en aquel “barcinho” de Copacabana, era sábado por la noche. Íbamos por nuestra tercera o cuarta cerveza. Había un movimiento de gente infernal, era verano. Las mesitas del bar estaban atestadas de turistas, de muchachos, de chicas, y de las otras, las “piranhas”. Ya comenzaba a llegar gente a la boite Help, había un desfile multicolor de autos, vestidos ajustados, piernas torneadas, minifaldas y fantasías. Cuando el Yeti comenzó a hablarle a Nacho, no sé porque, recuerdo que adiviné de lo que se trataba.


—Bueno Nacho. En vista que a la vuelta de viaje te vas a casar; sólo por esta vez, el jefe y yo te vamos a hacer un regalo. -mientras le hablaba a Nacho, me miraba como buscando mi asentimiento-.


Yo sentí que se me helaba la sangre, pero no me pude tirar atrás. Después de todo soy un hombre y de la especie marina, aunque no me gustara lo que me había figurado iba venirse.


-—Te vamos hacer un regalo especial y no podés decir que no. Tenés que ser un buen navegante. -el Yeti continuaba y Nacho lo miraba sin entender bien-.


—Bueno les agradezco. Pero, ¿de qué se trata?-dijo Nacho, esbozando una sonrisa-.


—Mira ... -El Yeti hizo una pausa inspeccionando a su alrededor y mirándome, antes de continuar-. Te vamos a pagar una noche de lujuria con la mejor mina de aquí. Así que empezá a elegir.


—No, no. Paren con eso. No puedo aceptarlo. Me prometí no aflojar con las minas y… me estoy por casar.


—Por eso Nacho. Es solo esta vez. Tenés que bautizarte como navegante, es la tradición. No podés decir que no, ¿no jefe?. - el Yeti me había mirado de nuevo, haciéndome definitivamente cómplice. A lo cual asentí, con no buenas ganas.


Nacho pasó su mano repetidas veces por el cuello, a la altura de la cervical, en actitud pensativa. Después dijo:


—OK… pero con una condición.


—Dale, decí nomás.


—Que la mina la elija el jefe.


—¡Pero Nacho, vos sos el que se va a encamar con ella, no yo!- sentía que todo aquello era un despropósito y traté de zafar.-


—Jefe. A mi me da lo mismo. Quiero que la elija usted… Confío en su elección. -Nacho fue determinante.-


—Trato hecho, entonces. ¿Ya elegiste Roberto? - me había preguntado el Yeti, con una sonrisa.


Entonces comencé a recorrer con la mirada el lugar. Hacía años que no hacía esa elección, tan frecuente en otras épocas. Perdí el hábito pero no el olfato. Recuerdo que me sentí extraño, porque intenté ponerme en el lugar de Nacho e imaginarme cual sería la mujer a su medida.


—Ya está. Es aquella…


Les señalé a una mujer de cabello castaño frisado, labios carmesí y ojos color miel, con una musculosa roja de breteles muy finos. No le había visto el cuerpo porque estaba sentada a cuatro mesas de la nuestra, junto con dos amigas, mejor dicho colegas suyas. Me la imaginé delgada, de formas suaves y gráciles como una hoja. Era una puta fina, con arte. Parecía una chica normal, arreglada sensualmente y delicadamente pintada; pero su mirada ansiosa, su actitud expectante y su sonrisa leve, reflejaban su verdadero cometido. La imagen de niña que sale a pasear que da a primera vista, no me podía engañar. Esa era la mujer para Nacho, me imaginé. Y desgraciadamente no me equivoqué. O quizás si.


—Pero Roberto, ¿estás seguro que es lo que buscamos? - el Yeti dudaba-


—Andá tranquilo Yeti. Por algo soy el jefe


—Jefe, ¿esa mina es de transa? No lo parece. -Nacho también dudaba.-


—Vos relajáte y gozá Nachito. El jefe nunca se equivoca.


Medio titubeante, salió el Yeti a su encuentro. Se sentó en la mesa de ellas, sin mucho trámite.


Nacho se puso bastante nervioso cuando el Yeti se levantó de aquella mesa junto con la chica para venir ambos hacia nosotros.


Después de verla en forma completa y de hablar un rato con los tres, me di cuenta del peligro al que lo habíamos expuesto a Nacho. Era una gata, extremadamente femenina. Todo en ella era sensualidad, su forma de moverse, sus gestos suaves, su forma de hablar, su mirada. Era una artista, pero con dotes naturales. Era ese tipo de mujer que puede volver loco a un hombre, sólo por el deseo de tenerla. Por un momento pensé, mejor dicho por un tiempo, que podría ser la excepción a la regla. Llegué a creer en ella. Por hombre pero más por barquero, quise creer en ella.


Allí había empezado todo para Nacho. Su vida se modificó por completo. Había caído prematuramente en esa parte de la vida donde hay que comenzar a desaprender. Desaprender sin haber aprendido lo suficiente.


Recuerdo que aquella noche volví intranquilo al barco. El Yeti le había pasado doscientos dólares sin que Nacho se dé cuenta y luego nos fuimos, quedando sólo ellos dos en la mesa. Nacho y Telma.


Mi intranquilidad se vio plenamente justificada. Nacho después de esa noche no era el mismo. Había gestos contradictorios, euforia por momentos y preocupación por otros. Su actitud hacia el trabajo había cambiado, no por dejadez, incumplimiento o desinterés; su rendimiento seguía siendo el mismo, pero la forma, la tónica de alegría que lo caracterizaba ya no estaba.


Salía sólo por las noches y regresaba por las mañanas, excitado, exultante. Por las tardes, se lo veía callado y taciturno.


El Yeti y yo comenzamos a preocuparnos. Hasta que una tarde, en el cuarto de control, tuvimos los tres aquella charla.


—Bueno, ¿nos vas a contar que está pasando, Nacho? - comencé preguntando.-


—Creo que estoy encajetado, jefe.


—¿Cómo que encajetado? Que te saques las ganas está bien, pero no podés tomarlo en serio. - intervino el Yeti, con un dejo de indignación.-


—Me estoy volviendo loco. Me estoy por casar y Telma me dio vuelta… Por eso les dije ese día que no quería saber nada de minas, yo me conozco.


—Para Nachito. Esta chica es una profesional, ¿me explico? Por eso tenés que parar la mano. ¡Te vas a quedar sin guita! - había querido darle un motivo ajeno al verdadero problema. Traté de desviar lo que inevitablemente se iba a tocar, el tema de fondo. No quería entrar en detalles peligrosos, no sólo por él sino también por mí mismo.-


—Pero jefe, no me cobra nada. Me lleva a su apartamento, me mata fornicando, me dice que la tengo loca, que me quiere sólo para ella, que nunca se sintió así con un hombre. Y yo me estoy enloqueciendo porque es hermosa, me atrae hacia ella como un imán, sabe como tratarme, me mima, me atiende. Nunca me pasó nada igual. Se me movió toda la estantería. Todo lo que tenía como cierto e indiscutible, se me está viniendo abajo.


El Yeti miraba callado, no sabía que decir. Por mi parte, lo comprendía perfectamente, estaba desaprendiendo. Después de escucharlo, sabía que no podía callar, había llegado el momento para mí de no eludir lo ineludible.


—Mirá Nachito, a veces pasa que estas mujeres se calientan con un tipo. Vos sos joven y apuesto, para ella un semental. Pero no te olvides que es una mujer de la vida. Sin eufemismos, es una puta. Jamás te olvides de eso. Es muy difícil que estas chicas cambien. Te aconsejo que te saques las ganas, como dice el Yeti, y la olvides lo más pronto posible. Como un hombrecito que sos, te acomodás de nuevo la estantería, te peinás el jopo y volvés a lo tuyo… ¿Me entendés?


—Pero jefe, ¿y sino puedo? ¿Si no puedo vivir sin ella?... Si ya ni pienso en mi novia ni en el casamiento, que era lo más sagrado.


—Vos estás deslumbrado. En este corto tiempo no podés amar. Estás apasíonado y nada más. Cuando nos vayamos de acá con el barco, vas a ver que va a quedar en un lindo recuerdo, nada mas. Vas a volver con tu novia, porque nunca dejaste de amarla.


—Y… ¿si no pasa? ¿Cómo puede estar seguro? No quiero casarme si no estoy seguro. No quiero convivir con Susy, pensando y deseando a otra mujer. Jamás sería feliz y tampoco es justo para Su.


—Eso no va a pasar, Nachito. El jefe siempre tiene la razón, creéme.


Estuve tentado en decirle la verdad, mi verdad; pero callé como siempre. Aquella vez cometí el error de decir lo que se debía escuchar, lo sensato y lo correcto. Creo que actué como un hipócrita. ¿Por qué no le conté mi historia? Quizás porque creí que una historia difícilmente vuelva a repetirse. Esa costumbre que se me hizo carne, de creerme único, de sentirme aparte, diferente al resto. ¿Por qué no le dije que nadie tiene la culpa de ser un carente? La verdad, mi verdad, es que sí el hombre se puede enamorar de una forma incomprensible. Que para no ser un carente de amor, no basta con tener una novia y una familia. Que hay tipos de cariños, de químicas, que nadie de los que se supone debemos amar y que nos aman, pueden dar. Que ni siquiera nosotros mismos nos damos cuenta de lo incompleto que somos. Hasta que aparece alguien de la nada, en un recodo de la noche, y nos colma esas apetencias extrañas y recónditas.


Debí explicarle que el barquero es un carente por naturaleza y por su profesión. Que esa sucesión de faltas de amor, como eslabones en la cadena de ausencias, lo hacen a uno vulnerable a estas cosas.


Debí haberle hecho ver mi soledad, para que se diera cuenta que podría terminar así, en alguien incapaz de volver a confiar. Que hubo otra mujer que no se llamó Telma, pero que era de su palo. Sin embargo, no lo hice por ese pudor estúpido o quizás por vergüenza. Siempre me reserve para mí la torpeza de haber gastado mis mejores años en alguien que sólo tomó para sí todo lo que más pudo.



****


—Mirá Polaco, el Yeti y Nacho son dos muchachos bárbaros. Se bancaron todo este temporal como señoritas. Como te dije los conozco de hace tiempo. A nacho lo agarré de potrillo y al Yeti no hay que enseñarle nada. -


—A los engrasadores los conozco. Nunca dieron problemas y con el jefe anterior anduvieron bien. ¿Vos los conoces? -me decía, apoyado en la mesa de derrotas.


—Si los conozco de antes, aunque en forma separada. Nunca navegué con los tres juntos. Sé que son muy capaces y creo que la vamos a pasar bien.


—Eso espero. Ojo cuando lleguemos a Nigeria podemos tener jaleo. Como sabrás los negros te matan por un pedazo de pan. Andá pensando como podemos hacer de este remolcador un tanque blindado. -dijo algo preocupado.


—No te calentés Polaco, que ya lo tengo en mente.


El plan era simple, íbamos a dejar una sola puerta de acceso al interior del remolcador, por supuesto estaría cerrada, trabada y vigilada. El resto de las puertas y escotillas estarían selladas con soldadura, si era preciso. Todas las puertas exteriores de los barcos son estancas, construidas del mismo acero que el casco. La tarea se la había encargado al Yeti y a Nacho poco después de zarpar, y estaban trabajando en eso; por mi parte, quedaba la supervisión final. Así fue que antes de llegar a Lagos sólo faltaba dar algunos puntos de soldadura para convertir al remolcador en una caja de acero, una caja que nos protegería del exterior, como el vientre de una madre y como criaturas casi fetales que somos los barqueros.


Las únicas armas que existían a bordo eran: una escopeta de caza calibre 14 de doble caño, con una caja de 36 cartuchos a munición; y una veintena de elementos punzantes de hierro, afilados a piedra amoladora, que fuimos construyendo durante el viaje para ser repartidos entre los tripulantes.


La escopeta estaba en poder del Polaco, se la habían provisto en Buenos Aires como única arma de defensa ante su insistente pedido. El quería alguna arma larga automática y varias pistolas, pero en su lugar le trajeron esta porquería que le arrancó una carcajada. Sin embargo se lo veía inquieto aquellos días. Yo le conocía esa vena racista y me figuraba disfrutaba con la posibilidad de usar la escopeta con algún negro que le diera motivos. En mi caso, la cercanía al lugar no me afectaba. En realidad no me preocupaba mucho mi suerte. Hace años que vivo con esa especie de inconsciencia, ese escepticismo ya definitivamente arraigado. Sólo me interesaba la posibilidad de una nueva experiencia, una más de las lecciones del mar.


Y esa otra lección no se hizo esperar. La Aventura marítima enseña la solidaridad. El mar obliga a los hombres a ayudarse los unos a los otros, no hay lugar para rencores y bajezas. La mejor forma de ayudar es haciendo bien lo que cada uno sabe hacer en la nave. Por eso convertimos al Escorpión en un tanque inexpugnable y cada tripulante sabía de antemano cual era su rol. Como dije, la lección del mar es inexorable y no deja lugar a los pusilánimes. Aquellos que lo son, quedan relegados o más bien no entrañan en sí la identidad de “marino” y pueden ser abordo un verdadero peligro. Porque el colega marítimo sabe y entiende, que el egoísmo que todo ser humano tiene, debe ser arrojado cuando acecha una amenaza. En la tempestad y en la desgracia, el “otro” pasa a ser “uno mismo“. El mar puede hacer héroes de seres oscuros.


Eran las tres de la mañana de aquel viernes, cuando fondeamos en la rada exterior del puerto de Lagos. No sabíamos bien porque nos destinaron allí, estábamos muy lejos de todo, ni se llegaban a divisar las luces de la ciudad. Cuando el Polaco informó por radio a las autoridades portuarias de la llegada del Escorpión, la orden fue fondear en ese lugar, advirtiéndole además, del cuidado que se debería tomar abordo por posibles abordajes de piratas. Obviamente que sabíamos de esto. Existe un compendio que se actualiza periódicamente llamado Informe a los Navegantes, donde se publica toda la información referente a todos los puertos del mundo entre otras cosas. En el caso de Lagos, el informe sentenciaba: “Ante piratas, disparar a mansalva”.


La consigna abordo era hacer guardia de a dos personas en el puente, para prever cualquier acercamiento de otra embarcación. Allí estaban un marinero y un auxiliar de máquinas. Así es, como en algunas especies de animales, dos hombres vigilaban para que los demás puedan descansar. La lección del mar estaba funciónando.


Esa misma noche, me desperté sobresaltado cuando sentí el chasquido metálico. He estado en incendios abordo, en inundaciones en la sala de máquinas y tengo encarnado en mí la alerta ante la primera señal de peligro.


El camarote del Polaco estaba al lado del mío y de allí provenían los sonidos. Sabía que algo malo pasaba, pero a diferencia de otras veces no sabía bien que hacer. Tomé un destornillador bien afilado, mi única arma. Cuando escuché el golpe en el mamparo que divide nuestros camarotes y al Polaco llamándome con una voz ahogada, me dirigí, como estaba, hacia su camarote. La puerta estaba abierta. Me asomé y lo ví cargando la escopeta con dos cartuchos, la caja de metal estaba en el piso.


—Roberto, me acaban de avisar que están subiendo al barco. Ayudame con la caja de municiones. ¡Vamos al puente! Si entran al casíllaje, estamos perdidos. Va a ser una carnicería.


Los ojos del Polaco estaban desorbitados, pero se lo veía decidido. Aún así, en esa situación, no sentí miedo, creo. Era una ansiedad que me hizo subir la adrenalina. Estaba en calzoncillo y descalzo, no había que perder tiempo, había que actuar rápido. Tomé la caja con los cartuchos y lo seguí al Polaco. Serían las cinco de la madrugada. La oscuridad circundante era impenetrable. Los dos reflectores de doscientos0 watts de popa estaban orientados con sus palancas desde el puente hacia la cubierta del Towing. El marinero había visto un bote tipo canoa, con un motor fuera de borda, que se acercaba sigiloso a remo, con seis o siete negros. En aquel momento estaba oculto detrás de la popa.


Ya todos los tripulantes estaban en sus puestos. El Yeti estaba con el gordo y Pascualito cuidando la única puerta de acceso que no estaba soldada, todos armados con barretas de hierro bien afiladas. Nacho y Marcelo estaban en la sala de Máquinas, prestos a cualquier movimiento y muñidos también de esas armas precarias. El resto de la tripulación se concentraba en distintos lugares, listos a contener cualquier ingreso. En el puente sólo quedamos el Polaco y yo; él lo había decidido así, porque era el lugar más vulnerable a las balas por las grandes superficies vidriadas y de fácil acceso por escalerillas exteriores.


El primer negro que asomó, prendiéndose de la barandilla, saltó como un gato a la cubierta y con una barreta en mano y una ligereza impresionante fue directamente, a forzar la escotilla de la bodega del remolque de repuesto en popa. Inmediatamente, otros dos negros con armas de fuego, subieron por el mismo lugar. Se notaba que eran encandilados por los reflectores porque no podían mirar en nuestra dirección, hacia la cual trataban de apuntar sus armas cubriendo a dos tipos más que corrieron hacia el lugar donde fue el primero.


El primer impacto dio de lleno en el pecho de uno de los negros que estaba armado. Los otros vieron el fogonazo y comenzaron a tirar. Semi-agachados con el Polaco, sentíamos los estruendos pegando en la chapa de 8 mm del puente.


El pirata herido había caído en cubierta. Su torso estaba al descubierto, como los otros. Se retorcía y de a poco iba dejando un charco de sangre.


El segundo disparo del Polaco no se donde fue a parar. Inmediatamente me pasó la escopeta para recargar mientras se asomo para estudíar los movimientos.


—¡Dale Roberto! Están tratando de llevarse al herido. Vamos a demostrarle que no les va a ser fácil. No se esperaban que los caguemos a tiros. Se pensaron que nos iban a agarrar apoliyando.


Le pasé la escopeta después de recargarla y sin perder tiempo volvió a tirar. Ví como las municiones se incrustaban en la espalda de uno de ellos cuando intentaba huir. El otro dejó de arrastrar al herido y comenzó a disparar para nuestro lado guiado por el fogonazo del Polaco. No veía bien por el reflector, pero se las arregló para hacer añicos el cristal de una de las ventanas de popa del puente.


El Remolcador es corto. La distancia desde nuestra posición en el puente, hasta la cubierta del Towing en popa, era corta. Por eso el tiro de nuestra escopeta era bastante efectivo. Si la distancia fuera mayor, la carga de municiones se hubiera dispersado mucho.


El ultimo pirata que quedaba abordo también saltó, éste no se llevó ningún perdigón. Acto seguido desaparecieron en la oscuridad con el bote, esta vez usando el motor fuera de borda… El Polaco quería seguir tirando. Estaba enardecido.


—Pará, pará. ¿A qué le querés tirar? Ya se fueron. Lo tuve que parar cuando pedía otra recarga.


—¡Yo les voy a enseñar! ¡Querer abordar mi barco!


Al Polaco le temblaban las manos. Lo llamó al primer Oficial y le ordenó que todos los hombres se mantengan en sus lugares hasta que se hiciera de día.


—Roberto, ni bien despunte el alba vos y yo salimos a cubierta y tiramos ese negro al agua. Quiero ver el horizonte para que no se acerque nadie por sorpresa.


—Ok, supongo que no vas a informar nada.


—Lo del muerto no. Lo del ataque lo vamos a informar. A ver si nos hacen entrar a puerto. Sino nos vamos a la mierda, no me quiero quedar acá. Estos hijos de puta se van a venir de nuevo.


El Polaco tenía muy claro los pasos a seguir. Aquí la vida humana no vale nada. Ni las autoridades querrían enterarse del muerto, tendrían que hacer papeleo; ni el Polaco quería entrar en ese tipo de trámite. Acá la gente desaparece y difícilmente alguien reclame. Yo ya conocía lugares parecidos a este en África. Dios esta ensañado con este continente. Le ha dispensado guerras interminables, matanzas y hambrunas para que tengan su propio infierno en la Tierra.


Cuando salimos a cubierta, el alba ya estaba despuntando y habíamos apagado los reflectores. Por más de una hora habíamos observado al pobre infeliz caído, en total silencio. Un par de veces me había parecido que se movía.


Al bajar la escala hacia la cubierta del Towing, yo rogaba que aún no estuviera vivo. Supongo que el Polaco también.


No era la primera vez que manipulaba cadáveres. Recuerdo aquella vez que colaboré en sacar a tres marineros muertos por intoxicación desde el plan de una bodega. Había sentido una profunda consternación y un extraño respeto por lo inexorable. Esta vez no sentí nada. Sólo el deseo de que estuviera muerto y afortunadamente lo estaba.


Lo tomé de los brazos y lo arrastré, mientras el Polaco lo tomaba de los pies. Lo balanceamos y lo arrojamos al agua, como una cosa. Un trozo de carne oscura y sanguinolenta para alimentar a los tiburones. Luego le ordené a Nacho para que arranque la bomba de incendio, tomé una manguera y comencé a baldear la cubierta para lavar la sangre. Unos 2 o 3 litros que estaban derramados en la chapa, como un pequeño lago en la cubierta, trasvasado por aquel corazón que latió como medía hora para desangrar a ese infortunado.


Me comporté como un autómata. No hubo en mí ni una pizca de compasión, ni pena, ni respeto. Cuando tomé conciencia recuerdo que me asusté. Me asusté de mí mismo. ¿Qué cuerda se habría roto? Aquella vez, como en otras, comprobé que soy un extraño. Comprobé una vez más que respecto a mí mismo, tengo más preguntas que respuestas.


Aquel fondeo en Lagos fue angustiante. Por lo menos para los que podían sentir angustia o sentir algo. Al Polaco, las autoridades no le daban respuestas. No sabía si levantar anclas e irnos a navegar fuera del alcance o seguir esperando a merced de los piratas. Todos sabíamos que podían volver, y si lo hacían, no iba a ser para conversar. Según se conocía, hacía tres años atrás habían tomado un pesquero ruso asesinando a toda la tripulación.


Notaba que Nacho me miraba con admiración aquellos días. Pensaría no sé que cosa… quizás veía mi aplomo para afrontar situaciones difíciles. Cualquiera habría podido pensarlo. Por mi serenidad de siempre, mi comportamiento metódico y por esa seguridad que debería irradiar. ¡Que hombre curtido, como controla sus emociones para no inquietar a sus subordinados! ¡Pobre Nacho! Como lamento decepcionarlo. Tengo tan pocas emociones que controlar. ¿Sabría que fácil es para mí ser así y que difícil es explicármelo a mí mismo? ¿Sabrá que detrás de esos juicios inteligentes y atinados, que detrás de mi careta de sabelotodo, de tener respuestas para todo, hay un imbécil? Un imbécil que se volvió incapaz de sentir como los demás. Que no superó lo que para otros sería un error ya enmendado y archivado. ¿Se imaginara que para los seres extraños, los años no los hacen más sabios sino más extraños aun?



****

Mi existencia y la de todos los tripulantes del Escorpión, tomaron una dimensión más real cuando entramos a puerto. Por lo menos otros semejantes iban a interactuar con nosotros, por lo tanto, realmente existíamos en carne y hueso. En principio nuestros semejantes eran esos pobres marginados que vivían, o mejor dicho, transcurrían en aquellas chozas y tolderías, al borde de los muelles viejos de Lagos, lugar donde nos habían mandado. Era el peor sitio de todo ese inmenso puerto. Allí se hacinaban los desdichados entre los desdichados, los menesterosos de los menesterosos. Era el asentamiento provisorio de los exiliados de Ghana, otro país lindante a Nigeria, que estaba sumergido en una de las tantas guerras civiles o tribales que azotan a este continente olvidado, y que sólo Dios sabe que curso tomaría y que cantidad de inocentes se devoraría, dato imposible de conocer y totalmente ajeno al interés de los países del “Primer Mundo”.


Era imposible pensar en bajar a tierra. Si no fuera por la estricta guardia armada que había en los muelles, no hubiéramos podido siquiera salir a cubierta. Los pobres infelices miraban el barco como perros hambrientos, esperando el momento propicio para dar una mordida y arrancar aunque más no sea un pedazo de pellejo. Sería muy didáctico y provechoso que muchas personas que se dicen “civilizadas”, se den una vuelta una vez en la vida por lugares como estos. Muchas palabras se cuestionarían a si mismas. Dignidad, salud, condición humana, derechos y otras tantas pasarían fácilmente a ser entelequias. Es muy sencillo enunciarlas desde el confort. No será lo mismo digerir el anverso. Si nuestras sociedades “occidentales y cristianas“, sufrieron terribles calamidades y holocaustos fueron por oleadas esporádicas. África es un holocausto permanente desde el fondo de la historia. Una tragedía itinerante que se repite y se recrea a lo largo y a lo ancho del continente. Dictaduras sangrientas, revoluciones genocidas, esclavitud pasada y presente, explotación y despojo, pestes por doquier… Éste es el idioma de África. Un gemido que nadie oye.


Recuerdo una tarde la indignación de Nacho al ver como uno de aquellos guardias armados, marcialmente vestido, flagelaba a cinco de aquellos pobres miserables refugiados que habían intentado subir al Remolcador. Los había obligado a parase de manos haciendo la vertical contra un muro. Los castigaba sin piedad con un látigo corto, de a uno por vez sobre la espalda. De vez en cuando ordenaba que uno de ellos tomara un balde para buscar agua de ese río mugroso y se la echara a los que estaban cabeza abajo, sólo para continuar pegándoles sin importarle los hilos de sangre que ya brotaban de sus lomos empapados.


—Jefe, esto es inhumano. Me gustaría poder filmarlo para mostrárselo a alguien.


—¿Mostrárselo a quien?


—No sé. A Amnesty internacional. ¡Alguien tiene que hacer algo!


No era la primera vez que me pasaba esto con Nacho. Quise contestarle, pero sólo atiné a mover la cabeza. ¿Que podía decirle alguien como yo que hizo de la desilusión su compañera de viaje?


A muchos de la tripulación les parecía caprichoso el hecho de que se nos mantuvieran amarrados en aquel lugar. Pero salvo nuestros pensamientos y los designios de Dios, casí nada es caprichoso, por lo menos en los negocios. El buque que debíamos remolcar aún no había sido “liberado”. El abogado local que había litigado frente a los reclamantes de las deudas del barco, se había convertido también en reclamante. Subió su apuesta, y reclamaba 80000 dólares por sus gastos y honorarios. Cifra que por supuesto, nuestro armador no estaba dispuesto a pagar sin dar pelea.


Así fue que tomamos contacto con el primer humano no negro que llegó al barco. No era negro pero tampoco era caucásico. Era Hindú. El Sr. Bati era un ex Jefe de Máquinas que hacía un tiempo había dejado los barcos para trabajar como Superintendente en una empresa de management naviero que nuestro armador había instalado en Miami, con domicilio legal y comercial en Nassau, Bahamas. Es decir, uno de esos engendros comerciales con sede en un paraíso fiscal. Uno más de los tantos ejemplos de que no sólo hay piratas que abordan buques, también los hay a montones vistiendo saco y corbata en lujosas oficinas.


El Sr. Bati había sido comisionado a Lagos para encargarse de los problemas técnicos y burocráticos relativos a la “liberación” y posterior remolque del Derby, tal era el nombre del barco en cuestión. Quizás no era la persona más indicada para esa tarea, pero era obvio que ningún jerarca, gerente o abogado de la Empresa hubiera querido viajar hasta Nigeria. Hacía un mes que estaba allí luchando en un ambiente hostil y corrupto. En alguna medida era el responsable de que estemos en ese muelle siniestro, a la espera. Aquel era un muelle inútil comercialmente y su costo diario debería ser el más bajo de todo el puerto. Sin embargo, era buena nuestra condición comparada a la del fondeadero exterior. Sólo que para la tripulación, el hecho de haber pasado por aquella navegación tediosa y de haber padecido momentos de zozobra con el abordaje, se le hacía algo desesperante estar prisioneros en aquel lugar rodeado de peligros. Lamento reconocer que a mí me daba lo mismo. Sin embargo, recuerdo algunos pasajes pintorescos de aquella estadía. Se habían llegado hasta el barco algunos comerciantes nigerianos, ignoro de qué manera pudieron pasar por la toldería y llegar ilesos con su mercadería. Se instalaron en la cubierta del Towing con la “autorización” de la guardia armada y la anuencia del Polaco. Fue una idea acertada para matizar aquella insoportable monotonía del encierro. Allí desplegaron sus mercaderías sobre géneros que tendían sobre la cubierta. Pasaron dos días con sus noches. Dormían sobre el frío acero de la cubierta. Entrar y salir de ese lugar era temerario, supongo que habrían pactado algo con la guardia para tener escolta en su transito por el asentamiento, seguramente a cambio de buena parte del fruto de sus negocios. Así fue que por un cartón de Marlboro y un pack de jabones de tocador me hice de una estatuita de un elefante tallada en algo que se parecía al marfil y dos imágenes negras también talladas, en algo parecido al ébano. Todos ejercieron el trueque y se llevaron artesanías que le darían un toque exótico al living de sus casas. Al cabo de esos dos días los mercaderes se hicieron de un cierto número de artículos, para ellos de lujo y se marcharon con sus estómagos llenos. También debo decir que el buque quedo prácticamente desprovisto de muchos insumos díarios, víveres y otros menesteres que no quise investigar. Pero fue un costo que el Polaco y yo sabíamos que debía asumirse para entretener a la tripulación. Recuerdo el día que dejaron el Remolcador. Cargaron sus enceres y productos del trueque en una especie de sacos que se pasaban por el hombro y se marcharon en una caravana multicolor. El último en bajar fue un viejito que llevaba un Fez primorosamente bordado y una lujosa alfombra sobre la cual lo había visto hincarse de rodillas y rezar el Corán dos veces al día, como manda el Islam, en reverencia hacia La Meca.


Yo le había solicitado al Sr. Bati que gestione la provisión de 250 toneladas de gas oil, combustible necesario para completar la reserva y de esta forma encarar la navegación de regreso. Así fue que uno de aquellos días fuimos testigos de un hecho insólito. Esa cantidad de combustible tiene que ser provista por otra embarcación de suministro, en la jerga marítima, esta operación se denomina Bunker. Esa embarcación puede ser un buque tanque pequeño o una barcaza conducida por un remolcador. La provisión por camiones sería engorrosa en ese lugar, demandaría al menos diez vehículos cisterna.


Como era de esperarse, llegó nuestra barcaza de suministro, pero no era conducida por un remolcador, se movía por “tracción a sangre”. A sangre de negro. Como dije, la esclavitud en la actualidad esta mas vigente que nunca. La explotación a cambio de una paga miserable es la forma que toma en África, como en muchos otros lugares. Pero esto era realmente curioso y hasta pintoresco. Aprovechando la corriente provocada por la bajante de la marea, tres pobres infelices hacían esfuerzos sobrehumanos para ir trayendo una barcaza derruida, Dios sabe desde donde. Se trepaban como felinos manipulando los cabos de amarre, entre barcos desvencijados abandonados en los muelles. Cualquier elemento era bueno para usarlo como bita para hacer una retenida o pasar un cabo. Se tomaban de los hierros “t” remachados de la semi derrumbada estructura de estos muelles de principios de siglo, con la agilidad del mono. Fue el contramaestre el que nos llamó a cubierta para observar tan raro espectáculo, que no llegaba a ser grotesco por los gráciles movimientos de sus ejecutantes.


Al cabo de un tiempo, lograron amarrar la barcaza tanque, que no era más que una masa informe de óxido, a segunda andana del Escorpión. Los tres acróbatas también eran los encargados de operarla. Uno de ellos daba las órdenes. De seguro, todo por un mismo precio. Tenían una pequeña bomba centrifuga marca Honda con motor a explosión. Cuando la vi., supe que íbamos a estar una eternidad bombeando las 250 toneladas de gasoil a los tanques del Escorpión. Pero lo peor estaba por venir. Instalaron la bomba cerca de la tapa de registro de uno de los tanques de la barcaza y nos pasaron la manguera de descarga para que la conectemos a nuestra toma. Luego introdujeron la manguera de aspiración en el tanque, cebaron la bomba y comenzaron a bombear. Las abrazaderas de las conexiones eran alambres retorcidos, perdían por todos lados, lo mismo que las mangueras. Uno de los “operarios” iba colocando tachitos y latas para contener el gasoil que se escapaba. Debí haber parado a tiempo todo ese despropósito, totalmente fuera de toda norma para una operación segura. Pero no lo hice y puse al personal y al buque al borde de una desgracia. El diminuto tanque de nafta de la pequeña motobomba se vació rápidamente. Otro de los “operarios” se arrimó con un bidón de nafta mientras el Yeti le gritaba ¡Noooo!... Y pasó lo que tenía que pasar. Mientras le echaba nafta con el motor funcionando, esta se derramó sobre el escape caliente e inmediatamente tomó fuego. Los pobres infelices no sabían que hacer mientras el fuego se propagaba por ese regadero de combustible amenazando con llegar a la boca abierta del tanque. Ni siquiera pararon la bomba, no tuvieron mejor idea que arrojarse al agua como panteras despavoridas. El Yeti trajo la manta innífuga de la cocina para tratar de sofocar el fuego, pero en su intento de pasar a la barcaza, se resbaló y sus más de 100 kilos de osamenta cayeron al agua, quedando atrapado entre el Escorpión y la barcaza. Inmediatamente mandé poner la bomba de incendio mientras “pescábamos” con un cabo al Yeti. Con el contramaestre y dos marineros más logramos subirlo como a un inmenso atún de dos metros de largo. Con dos líneas de mangueras controlamos el fuego desde la cubierta del Escorpión. Los tres sujetos de la barcaza ya se habían trepado al muelle y observaban gesticulando y gritándose entre ellos. Por supuesto que se suspendió el embarque de combustible. Por pedido mío al Sr. Bati, a los dos días llegó un vehículo remolcando una bomba portátil de mayor capacidad, esta vez impulsada por un motor Diesel. También trajeron mangueras en buen estado y gente mejor entrenada para hacer el trabajo. De los tres acróbatas no hubo noticias hasta que se terminó la operación. Volvieron para llevarse la barcaza de “tracción a sangre”. Con la corriente del cambio de marea la fueron corriendo hasta desaparecer de nuestra vista. Ese fue nuestro bunkering en Lagos.


Solamente dos veces tomé contacto con aquella ciudad. Las dos veces acompañando al Polaco y al Sr Bati. Nadie más de la tripulación salió del buque en toda esa estadía.


La primera vez nos vino a buscar un auto que envió la Agencia Marítima que nos atendía. Fuimos con Bati a conocer al Derby, nuestro próximo acompañante en la travesía de regreso, que nos seguiría como un perro fiel por la correa.


Estaba amarrado en un Astillero, que según supimos, era de una Empresa alemana…, allí conocimos al segundo hombre no negro, un alemán rubio, el gerente del Astillero.


Habíamos bajado del Escorpión y recorrido parte de la toldería a pie con una escolta armada hasta el camino donde esperaba el vehículo con Bati instalado en el asíento delantero del acompañante. Recorrimos el trayecto desde el asentamiento hasta el astillero en hora y medía circulando por autopistas, puentes y distribuidores de transito que habrían sido mandados a construir gracias a los delirios futuristas de algún dictador de turno, así como los muelles nuevos y toda “obra civilizadora” que pudiera observarse. Obras que le habrán costado al país tres veces más de su valor sólo para engrosar las cuentas unos cuantos corruptos. Son obras que se van deteriorando con el correr del tiempo por la falta de mantenimiento, sin un mínimo de embellecimiento, pintura o parquizado. Todo es cemento descarnado o tapizado de verdín, carreteras rajadas, muelles quebrados, luminarias incompletas y la selva que acomete en cada intersticio. Los autos que circulaban eran modelos viejos europeos en su gran mayoría. Supimos que Nigeria era una buena plaza para vender los autos que se descartan por obsoletos en la Comunidad Económica Europea, de otro modo, hace tiempo que deberían ser chatarra.


Lagos es un inmenso puerto, un vasto lugar surcado por brazos de un delta gigantesco e intrincado, en los cuales se fueron construyendo muelles de ambas márgenes. Puede alojar una cantidad impresionante de buques y de hecho lo hacía. Había gran cantidad de barcos por doquier. No me llegaba a explicar de donde provenía tanto intercambio y movimiento. Obviamente el petróleo seria la causa más importante, a juzgar por la regular cantidad de terminales de almacenamiento y refinerías que se dejaban ver.


Aprendí que una de las formas de medir la riqueza de un país o de una región, es evaluar el tamaño y el movimiento de sus puertos. Sólo que por lo que fui observando aquí, es evidente que tal riqueza no quedaba en el pueblo. Todo aquí tenía olor a despojo. Inmensas cantidades de dinero idas a parar a las arcas de unos pocos magnates y de las multinacionales del petróleo. Historia repetida en el castigado tercer mundo.


Sobre las banquinas de las carreteras, circulaba un submundo, una corriente paralela de hombres mujeres y niños con sus ropas multicolores, con sus fez y pañuelos enroscados en sus cabezas, transportando enceres y animales. Una constante peregrinación en ambos sentidos sin principio ni final, una ruta jacobea sin Santiago de Compostela. Cada tanto un vehículo detenido con el capot abierto, largando vapor o con alguna cubierta desinflada. Ese era el paisaje que circunvala a Lagos, con el mato como telón de fondo y un horizonte borrascoso.


Pero el astillero donde estaba el Derby era un mundo dentro de otro mundo. Allí todo era orden y limpieza. El césped perfectamente cortado. Un paisaje libre de las interferencias del caos predominante del exterior. Nos recibió el gerente con una sonrisa afable y con cierto beneplácito, después de todo, al menos en el aspecto, éramos parecidos a él, algo que no abundaba en aquel lugar. En cuanto al Derby, no me impresionó en lo más mínimo. Era de la familia de los quimiqueros, seguramente con tanques de acero inoxidable, lo más costoso del barco. Su tamaño era pequeño, apenas cien metros de eslora y su casco pintado de rojo como se exige para este tipo de buques, que transportan sustancias peligrosas además de petróleo y sus derivados. Se podían observar las señas del incendio que lo dejara postrado. El fuego, según se nos explicó, se había ocasionado en la instalación eléctrica y había afectado parte del casíllaje y sala de máquinas. Nada que no se pudiera reparar si se pone la cantidad de dinero necesaria. Por una cuestión de costos, en aquel momento era conveniente hacer los trabajos en Brasíl, lugar hacia donde debíamos remolcar al Derby.


La segunda vez que tomamos contacto con Lagos, fue cuando acompañamos a Bati a pagarle al abogado para que libere al Derby de su interdicción.


Las negociaciones que había entablado el Sr Bati habían rendido algún fruto. De los 80000 dólares iniciales, había logrado arreglar por 55000. Por una normativa del país, todas las transacciones debían hacerse en moneda local, el naira; tal era así que Bati estaba muy preocupado por este tramite, hasta donde sabía, el cambio era tal, que la cantidad de billetes que debía manipular era enorme. Por eso solicitó nuestra ayuda ya que se le hacia imposible confiar en alguien allí.


El dinero había sido transferido a la sucursal local del Barcalay Bank y allí nos dirigimos. La operación era totalmente absurda y peligrosa, el abogado quería recibir el dinero en mano, en su oficina. Según Bati, las negociaciones habían sido duras y el tipo estaba decidido a complicarle la vida.


El banco quedaba en la zona bursátil de la ciudad. Era un hervidero de gente, pero no era ni parecido a nuestra 25 de Mayo y mucho menos a Wall Street. Nuestro problema era como hacer para transportar ese dinero entre ese maremagnum de túnicas multicolores sin llamar la atención. Nuestra apariencia occidental y nuestros atuendos obviamente no nos ayudaban. Cuando el cajero inició el conteo del dinero, unos billetes verdes y otros terracota, pensé que nos iba a llevar todo el día, por que los pilones de nairas que comenzaron a acumularse en el pupitre, eran interminables. Tomé un periódico que estaba por allí y comencé a hacer paquetes con fajos de dinero.


Los tres nos íbamos acomodando fajos por donde podíamos, en las medías, en los calzoncillos, debajo de la camisa. Nos sentíamos observados por todos, hasta donde me animé a ver, había caras de asombro. Bati estaba extremadamente nervioso y sudaba. El Polaco esbozaba una leve sonrisa, creo que le resultaba divertido. Yo, como siempre, insensible a todo. Una vez “forrados” de billetes, salimos a la calle caminando dificultosamente por nuestra valiosa carga dispuesta en casi todo el cuerpo.


Encontrar la oficina del abogado fue un proceso que nos demandó 40 minutos de caminatas. El problema era la falta de referencias en ese mar de gente que lo invadía todo. El ser humano también es una plaga, y de las mas pertinaces. Todas las miradas convergían hacia nosotros, allí éramos los diferentes. Un racimo de niños nos perseguía vociferando y agarrándonos de nuestras ropas pidiendo monedas o cualquier cosa que les sirva para mitigar su miseria.


Finalmente pudimos dar con la oficina de este sujeto. Había que subir por una escalera estrecha y sórdida en un edificio derruido de pocos pisos, como todos los de allí.


De túnica y de inefable fez, nos recibió el abogado cuyo nombre sería imposible de pronunciar y mucho menos recordar. Con su estudiada indiferencia nos dejó en claro todo su fastidio. Se limitó a contar el dinero. El Sr Bati le quiso hacer firmar una especie de recibo, que por supuesto se negó. Al salir del lugar, Bati parecía estar indignado, pero el Polaco y yo advertimos el gesto de alivio como de quién sale del consultorio del dentista. Finalmente tomamos un taxi, Bati se bajó en su Hotel y nos despidió con un dejo de inocultable cansancio y hastío. Nosotros seguimos hasta lo del Agente Marítimo que tenía instrucciones de transportarnos hasta el Escorpión. Ningún taxista en su sano juicio hubiera aceptado llevarnos hasta allí.



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Continúa en: Cuentos y relatos del mar. Ricardo Garin. Parte 2: El Escorpión III
 
 

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