25 de febrero de 2012

Cuentos y relatos del mar. 1er Parte. El Escorpión I. Ricardo Garin

Prológo

El hombre, como se lo concibe desde el Homo Erectus ha evolucionado dentro de ciertos parámetros: hábitat terrestre, nómades o sedentarios, cazadores o recolectores, se fue arraigando a comunidades o grupos. Es un ser social básicamente prolífico, creador y con conciencia de grupo.


Sin querer entrar en un estudio antropológico, para el cual no estoy ni mínimamente preparado, estimo que el ser humano ha progresado como especie transitando por aquellos patrones y algunos más que escapan a mi dominio. Pero, es dado reconocer que la especie humana se caracteriza por la heterogeneidad. La curiosidad, el afán irresistible de querer ir más allá, la sed de conocimiento, la ambición de conquista, el designio intrínseco de querer incursionar y dominar en todos los terrenos; han llevado al hombre a bifurcarse una y mil veces, a diversificarse. Es así que merced a su tenacidad y capacidad de adaptación, ha podido habitar todos los rincones de este planeta.



Dentro de la especie humana hay un subgrupo de hombres, los hombres de mar, que en la versión Argentina se autodenominan “barqueros”. Se podría decir, sin temor a equivocarse, que forman un subgrupo porque son seres adaptados a un ambiente y a un quehacer para el cual no fueron diseñados. El barquero es el hombre dependiente de su nave.


Desde sus comienzos el individuo se vió subyugado por el mar. Inmensidad inconmensurable, tanto como el cielo, abrigó siempre un misterio sobrecogedor y una atracción a los que el ser humano no pudo resistir. Y así, salió a conquistar el mar, con sus maderos, balsas, botes, canoas, chalupas, carabelas, veleros, goletas, galeones, fragatas y demás artefactos navales. Pero también comprobó desde sus comienzos, que su condición no era la más apta para vivir en el mar; supo que no estaba hecho para subsistir en un medio tan hostil, de hecho sucumbió una y mil veces antes de proveerse de naves mas seguras.


El hombre luchó y aprendió a dominar la furia del mar, ganó una y mil batallas entre marejadas y huracanes, gracias a la tecnología y a arquitectos navales. Pero los grandes luchadores de esas batallas, no son aquellos que trabajan en tierra, son los que haciéndose a la mar se enfrentaron cara a cara con la tiniebla, la inmensidad, la lejanía, las tormentas, el salobre aire marino y el incontenible viento huracanado... El marino se enfrentó con el mismo Dios del mar.


Tuvo grandes exponentes como Nelson, Drake, Magallanes, El Cano, Colón, Marco Polo, nuestro Alte. Brown y muchísimos más que hicieron historia.

Las naves se fueron perfeccionando y sofisticando; pero el “barquero” sigue siendo un hombre adaptado. Un hombre que vive en un piso que se mueve, duerme en una cama que se bascula, entre mamparos que crujen y armarios que tienen puertas con vida; se lava los dientes o se peina frente a botiquines que se abren propiciando golpes; se baña entre aguas que pierden su verticalidad; que trabaja y come haciendo equilibrio. Sin embargo, él sigue ahí, aferrado a sus quehaceres.


El “barquero” es un hombre adaptado, porque su cama y su techo son prestados, sus herramientas, sus zapatos de trabajo, sus sábanas, sus toallas, su jabón, su comida, sus muebles y sus comodidades( a veces buenas y otras de hacinamiento) . Es un hombre que vive sin pertenencias, todo su entorno pertenece a su madre artificial, es decir a la nave que lo cobija.

El “barquero” es un hombre adaptado porque vive lejos de sus afectos, de su grupo familiar o social, de sus verdaderas pertenencias materiales o afectivas. Lleva consigo unas pocas cosas; dejando casi todo, menos lo que lleva adentro, aunque a veces querría también dejarlo.


El hombre de mar de hoy, el marino moderno, a su vez arrastra consigo una crisis de identidad. La gente común no lo conoce bien, no sabe si son turistas a sueldo, si son aventureros, marginales, deshechos sociales o privilegiados. No saben bien si hacen la guerra, el comercio, el contrabando o simplemente, pasean en yates o cruceros a gente adinerada. La gente tiene la idea del marino de antaño, de la época romántica. Y por esto también es un ser adaptado, porque debe vivir en el anonimato o explicar a sus semejantes quién es y que es lo que hace, más allá de un nombre y un apellido. Es un hombre adaptado porque pertenece a un subgrupo poco conocido y a veces estigmatizado.


Pero el “barquero” quiere ser un hombre normal, poseer cosas, una familia, afectos, empleo reconocido, ser un profesional e interactuar como todos en la sociedad. Aunque al ver su realidad, inexorablemente cae en la cuenta una vez mas de que es una versión del hombre.


A la vista de los otros, el marino o barquero argentino, tiene algo en común con el maestro; se dice: “es su vocación y ellos lo eligieron”. Y así en nombre de la maldita vocación, trabajan en forma full time en una ciudad que se mueve, porque necesita de energía, control y mantenimiento continuo; se les exige y se les paga por debajo del valor de sus sacrificios; viven en condiciones desconocidas y que a nadie le interesa saber, se les regulan tiempos de embarcos que lo dejan marginado de la realidad terrestre; quedan en abstinencias de votar , de opinar, de quejarse, de vivir en la cotidianidad de un hogar, de educar, de abrazar y hasta a veces de soñar por el dolor que produce. Gracias a Dios, después de muchos años de luchas y conquistas sindicales, las condiciones se fueron mejorando. Si bien las especialidades abordo son diversas, los gremios han formado una hermandad, incluso a nivel mundial, para así poner coto a los abusos que todavía persisten.


Valga entonces un homenaje a todos los “barqueros”, a sus sacrificios cotidianos, soportando distancias y ausencias, falta de comprensión a un ser que como todos, sufre y se desespera. Un homenaje porque son exponentes de la tenacidad y de la capacidad de adaptación.


Valga un homenaje a esos hombres de mar, porque gracias a ellos hay medicinas en el África, frutas y verduras en el desierto, petróleo en Japón, Azúcar en el Ártico , carne en el Mar del Norte ,cereal en Oriente o pescado en las mesas. Distribuyen riquezas y alimentos, exploran, pescan y son parte indispensable para la gran maquinaria del comercio y del suministro.


Valga un homenaje a las familias de éstos, que soportan todo estoicamente, sus luchas internas, sus quebrantos, sus idas y venidas, sus soledades.


Valga un homenaje a mi mismo y a los que me quieren, porque pertenezco desde hace mucho tiempo a este subgrupo, a esa versión de ser humano.


Valga además una mención muy especial al barquero que trabaja con las maquinas, como lo soy yo con mucho orgullo ; a los Maquinistas , muchas veces injustamente ignorados por su bajo perfil , por estar abocados a su difícil tarea en los confines de la nave , tratando de que todo ese ingenio de maquinas y equipos que conforman el corazón del barco , funcione siempre y jamás se detenga. Un humilde homenaje al “barquero”, por que somos una versión del hombre, pero hombres al fin.






Y no volví nunca más, porque un marinante, ¿sabe?, 

al final un marinante se hace algo diferente a los demás;

y eso de ser diferente, no sé si me hago entender, se convierte 

en una especie de orgullo, algo que nunca se puede borrar, 

igual que estas anclas y águilas que llevo tatuadas en los brazos .


                                                                                Maquinista Fernández


                                                                                 LOS NAVEGANTES, Bernardo Kordon.




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EL ESCORPIÓN


El Escorpión le dijo a la rana


-¿Me llevas en tu lomo para cruzar el río?. Tú sabes que no nado.

- No podría, aunque quisiera ayudarte. No

confío en ti,

me picarías ni bien me acerque -contestó la rana desde lejos-.

-Pero está mi familia del otro lado. Además, si te pico,

moriría ahogado-le explica el escorpión-

Finalmente con desconfianza, la rana accede y carga al escorpión

en su lomo para cruzar el río.

A mitad del río, la rana siente un puntazo lacerante y con fatal asombro,

antes de desfallecer, le dice al escorpión:

- ¡No lo puedo creer!. Me has picado. ¡Moriremos ambos!

- Disculpa rana, no es personal. Es mi naturaleza, y tanto es así, que mi vida también se va por ello-contesta el escorpion.

Y un minuto después sucumben ambos entre las aguas turbias




El “Escorpión” navega en un mar sereno, de un amanecer neblinoso. Podría haberse llamado “Titán”, “Goliath” o “Hércules”. Son todos nombres afines para los remolcadores. Dan idea de fuerza, de autosuficiencia, de poder. Los remolcadores tienen que ser así, poderosos y autosuficientes; y con más razón el remolcador de mar, porque muchas veces es el último recurso para rescatar un navío del desastre. Sin embargo en el medio del Atlántico, ningún remolcador, ni ningún navío es totalmente real. Son artefactos fantasmagóricos, los buques en altamar que se cuestionan a sí mismos. Transitan en una dimensión intermedia, entre lo real y lo imaginario. Es que en la inmensidad, en lo inconmensurable, ninguna mirada humana puede alcanzarlos. Su soledad y desamparo son profundos; tan así, que si se hundieran ahí mismo, no quedaría ninguna señal en el lugar de que alguna vez existieron. En el mar no quedan marcas ni huellas, no hay rastros ni caminos, sólo estelas efímeras. Quedarían sí, algunos testimonios de sus existencias, pero no son más que papeles, planillas de computadora con sus nombres, documentos o quizás alguna pieza que se dejó para reparar en algún taller naval, como una víscera separada de su cuerpo. De seguro se deberán pagar facturas pendientes por gastos anteriores. Pero finalmente, todo lo que queda de un barco que se hunde es el litigio con la compañía aseguradora, para entretenimiento de los abogados.


Cuando un barco zarpa de puerto y se interna en el océano, pasa a ser casí una abstracción.


No sé porque este barco se llama “Escorpión”. A veces los nombres de los buques son misteriosos, les podemos dar tantas interpretaciones como personas se dignen a reparar en ellos. No sé si el que le puso el nombre pensó en la constelación de Escorpio ó en algún motivo esotérico. Para mí, su nombre se ajusta a su aspecto; quizás el nombre mismo me hace encontrar un escorpión en su perfil. Esa proa abultada y su casíllaje concluyendo en una popa fina y alargada, que se asemeja a la cola del arácnido. El gancho del cable remolque, que se deja ver en la popa, bien puede ser el aguijón. Es un escorpión acuático, con sus ocho patas ocultas en el agua, escarbando las entrañas del mar, dejando ver sólo el asomo de su cuerpo.


Así como el remolcador “Escorpión” no era un artefacto totalmente real en el medio del Atlántico, las personas que lo tripulaban pasaron a compartir la misma condición. No existíamos más, que como legajos en los archivos de la oficina de personal. Aquellos que los tienen, existían en la memoria de los que dejaron. El capitán, el “Polaco”, existía en la memoria de su esposa y sus dos hijas; el “Yeti”, otro tanto en su familia; “Nacho”, existía en la creencia de que Telma lo estaba aguardando. Yo hace años que no existo, al menos no relevantemente en la memoria de alguien.


En aquel viaje del “Escorpión“, yo era el Jefe de Máquinas. Un viejo marino, un resabio romántico de otras épocas. Quizás mi consuelo es que al menos no soy motivo de sufrimiento para nadie. Tampoco soy motivo de alegrías; quizás para mis sobrinos, cuando me ven llegar una vez al año. Fui y soy un marino de verdad, como lo hubiera contado Conrad o Heminway. Un espécimen raro, una curiosidad en cualquier reunión de gente “normal“. En mis inicios, abracé la carrera de los barcos con pasión, la misma pasión que tengo por las máquinas, por la cerveza, por los atardeceres en altamar, por el frenesí de los puertos y la misma pasión que tuve por aquellas mujeres. Mi vida siempre ha sido coherente a mis pasiones, aunque hace un tiempo que se vienen extinguiendo. Me he respetado a mí mismo y a mi naturaleza. No dispongo de escamas ni de branquias, pero pertenezco a una especie más dentro del mundo marino, un hombre adaptado al medio.


Si nos hubiéramos hundido con el “Escorpión”, tampoco hubiésemos dejado rastros. No habría vestigios ni osamentas que inhumar. Desde que habíamos dejado el puerto de Buenos Aires, hacía siete días, éramos también abstracciones, imágenes en alguna mente, un sobresalto en algún corazón o fotografías, como casi siempre.


Recuerdo ese día, ese amanecer tranquilo, con un mar manso; fue el primer día desde que salimos de puerto que no sentía náuseas, que no vomitaba. Soy barquero, pero imperfecto, mi adaptación es imperfecta porque mi cuerpo nunca se acostumbró al movimiento del remolcador. Un remolcador es un barco corto, de poca eslora y en el mar parece una boya. Su rolido se asocia al cabeceo y da como resultante un movimiento circular del piso. Algo que mi sistema de equilibrio no puede contrarrestar.


Desde que habíamos salido de puerto y adentrado en el Atlántico, el mar estuvo agitado y el Escorpión bailó su danza alegremente entre las olas; y yo, como algunos otros, padecimos el sarcasmo de su broma. Un antiguo Jefe de Máquinas me había dicho hace mucho tiempo, que la primera lección del mar es aprender a joderse.


Ese fue el primer día, de nuestra travesía a Nigeria, que el mar dejó de divertir al “Escorpión”, para fastidio y aburrimiento de éste y alivio nuestro.


He sido y soy un marino de verdad, pero estoy un poco cansado. Los viajes largos han comenzado a fastidíarme. Las travesías de ultramar, tan excitantes en otra época, ahora me producen cierto hastío. Sólo encuentro paz y sosiego, como siempre, en los atardeceres, en los horizontes vastos y ensangrentados. Es la señal más inequívoca de que estoy en el final del camino; sin embargo, todavía mi naturaleza extraña, hace que conserve algunos bríos. Por eso fue que cuando le informaron al Capitán que debíamos zarpar rumbo a Lagos, lo acepté como otro desafío. Un desafío como tantos que tuve en mi vida profesional.


Teníamos instrucciones de dar remolque a un petrolero que se encontraba abandonado en un astillero de esa ciudad, Lagos, el principal puerto de Nigeria. Nuestro armador había comprado ese barco por una bicoca. Se trataba de un petrolero mediano que se había incendiado y que su anterior dueño decidió abandonar. Este barco generó una deuda a favor de las autoridades nigerianas, nuestro Armador la levantó para que el buque fuera liberado, haciéndose así de un barco que valía millones de dólares por una suma muy inferior. Ahora había que remolcarlo, sacarlo de su ostracismo y conducirlo a Río de Janeiro para repararlo. Había que despertarlo de su letargo para que vuelva a la vida, a producir dinero, porque para eso están los barcos.


De esta manera el armador hizo un negocio redondo, porque además no tenía que contratar el remolque; tenía su propio remolcador, el “Escorpión“, que era sobradamente apto para aquel trabajo.



****


Durante mi carrera he hurgado las entrañas de todo tipo de barcos: graneleros, petroleros, frigoríficos, de carga general. He trabajado con motores Diesel propulsores, con propulsores eléctricos; me las he visto con turbinas, con calderas monstruosas, con grúas hidráulicas y eléctricas, con plantas frigoríficas y todo tipo de maquinaria naval, hasta con el legendario vapor. Pero en todos los casos, cada barco era concebido para una función específica, para un destino de explotación.


El remolcador de mar es algo diferente, tiene poco que ver con los buques grandes de transporte. Pertenece a una familia de barcos muy particulares como los Supply o los remolcadores de puerto. Es el tiburón de los barcos, siempre esperando a su presa. Ésta puede ser un barco varado, un barco herido por un temporal o una colisión, una plataforma petrolífera que haya que trasladar, un pesquero averiado. Las posibilidades son incontables, pero en la mayoría de los casos, el objetivo es especular y lucrar con los infortunios de los otros.


Para cumplir con sus designios el remolcador de mar tiene que estar capacitado para operar en condiciones extremas. Tiene que ser poco menos que indestructible y altamente confiable, o por lo menos parecerlo. Aunque difícilmente sea así, sus maquinarias deben funcionar al 100% y su versatilidad de maniobra y posibilidades deben ser las máximas. Sólo los que trabajamos en su vientre sabemos que detrás de esa apariencia inexpugnable y magnánima, existen dolencias crónicas en sus vísceras y en su golpeado esqueleto, ocasionadas por el trajín y la falta de presupuesto para sus remedios, desidia generalmente de los armadores, siempre reacios en gastar su dinero.


Mi experiencia en otros tipos de barcos tiene un valor relativo en el remolcador de mar. Sus máquinas pueden funcionar bajo principios similares, pero su corazón de atleta compactado merece un tratamiento especial, no siempre bien entendido.


Por lo general se confunde complejidad con tamaño, creyendo así que un buque de mayor eslora es más complicado que uno de menor tamaño. Esto no siempre es así, y es el caso del remolcador de mar que a veces llega a ser más complejo que algunos buques de mayor porte. Es una fábrica de poder, mucha potencia en poco espacio; este es su secreto y la razón de su particularidad. Sus dos motores Diesel de 4 tiempos Mirrlees Blackstone de tres mil seiscientos HP cada uno, hablan por sí mismos. Sus turbos soplantes Brown Boveri que pueden alcanzar 16.000 0 RPM le proveen el aire a sus voraces seis cilindros a una presión de dos atmósferas, lo que convierte a las cámaras de combustión en un infierno de 800°C y casí 120 bar de presión. La magia de la termodinámica hace que esas bestias giren a seiscientos RPM, con sus pistones de hierro forjado de casi 400mm de diámetro. Son realmente dos bestias que no perdonan. Monstruos multivalvulares con grandes pesos alternativos en movimiento que se debaten en sus entrañas, máquinas ya obsoletas, que fueron un alarde de tecnología en otras épocas, superadas ahora por otras más compactas aun, más livianas y eficientes.


Son artefactos diabólicos que no dan mucho margen de error, por lo que deben ser ajustados con precisión y su vigilancia debe ser muy atenta. Es la típica máquina inglesa de antaño, robusta y a veces rebuscada; diseñada por inteligentes con toque perverso y montada por exquisitos artesanos como son los mecánicos ingleses. Son aparatos que ponen a prueba el sistema nervioso y circulatorio de un Jefe de Máquinas y de cualquier Maquinista.


Su nobleza consiste en su precisión mecánica y su limpieza interna. Puedo asegurar esto porque navegué y trabajé muchas veces en este barco y en otro gemelo, el Albatros. Los he visto “fundirse”, los he despanzurrado y vuelto a armar. Le he indagado cada una de sus entrañas. Me he hecho amigo de su sonido gutural, del estruendo de sus combustiones y del aullido de sus turbos. Por eso, por conocerlos bien los respeto. Los respeto como al mismo mar. Casi siempre después del golpeteo anormal, del incremento localizado de temperatura, sobreviene alguna avería de importancia. Su dispositivo de protección por sobrevelocidad puede parecer exagerado, pero no lo es; es el recaudo que se tiene que tomar el hombre para impedir que se desboquen tres mil seiscientos caballos. Si estas bestias remontaran sus rotaciones al infinito, algo nada extraño en un motor Diesel, sus pesadas bielas desperdigadas por el aire, incandescentes y con una violencia inaudita, destruirían todo a su alrededor. Gracias a Dios, nunca fuí protagonista ni responsable de desgracia semejante.


Así es el corazón de atleta compactado del Remolcador “Escorpión”. Un corazón pequeño de siete mil doscientos HP, desdoblado en dos motores. En comparación, algunos buques de ultramar alojan esa potencia en motores inmensos. Como dije, por una cuestión de espacio, se recurren a esta clase de motores de origen ferroviario o estacionario y adaptados para uso marino, a fin de propulsar remolcadores como este.


El resto de sus máquinas, las auxiliares, son similares a las de otros navíos, en versión más pequeña. Hechas por los fabricantes más prestigiosos en cada especialidad; nos encontramos con compresores y bombas Hamworthy, purificadoras Alfa Laval y enfriadores Serc, entre otras.


Los grupos generadores siguen la misma filosofía que los motores principales, mucha potencia en poco espacio. El remolcador cuenta con dos motores Deutz de 16 cilindros en “V”, 1500 RPM y 500 HP cada uno y uno más pequeño de 6 cilindros de doscientos HP para uso en puerto, pero que también puede atender los consumos de navegación. Son también motores obsoletos. No disponen de inyección directa y su arranque en frío se hace dificultoso. Es un modelo de motor muy difundido en otras épocas para usos industrial y estacionario además de uso marino. Aunque hay muchos funcionando aun, ya han sido ampliamente superados. Estos motores arrastran alternadores compactos para su época de construcción, marca Heemaf, dos de 400KVA y el más pequeño de 180 KVA. La potencia eléctrica disponible es altamente sobredimensionada para el buque, tal es así que los alternadores se usan de a uno a la vez; no está previsto su servicio simultáneo en paralelo. La tensión que entregan es de 415v, es intermedia entre las dos más usuales para fuerza, 380V y 440 V. El sobredimensionamiento y la tensión de la planta eléctrica, fueron pensados para entregarle energía a cualquier tipo de barco que la necesite. Esto me hace pensar que el “Escorpión”, contradiciendo su nombre, es una unidad de asístencia, capaz de entregar ese fluido vital que es la electricidad a otros buques heridos o muertos. Porque un buque sin corriente es como un cadáver, es como un hombre sin oxígeno.


Como todo atleta, además de un corazón fuerte y sano, debe contar con el desarrollo de una buena musculatura. En el “Escorpión“, el verdadero músculo que lo hace un excelente atleta son sus dos hélices. Gigantescas ruedas de 4 palas de acero inoxidable, entubadas en sendas toberas de rendimiento, de 3,30 metros de diámetro. Allí está su poder, que claro, depende de su gran corazón; porque para ser movidas necesitan de los HP que generosamente entrega este último. No son hélices para desarrollar velocidad, están diseñadas para producir fuerza de empuje y tracción; las toberas les dan un plus canalizando el chorro de agua y evitando así que se pierda energía en forma de ola. Las seiscientos RPM de los Mirrlees son reducidas en las cajas Lohmann, a las 115RPM con las que giran las hélices. Cuando el remolcador se encuentra en dique seco, fuera del agua, con su impresionante vientre al descubierto, solo ahí se toma conciencia de lo impresionante de las dimensiones de las hélices. Sus palas funcionan como las de un helicóptero. Simultáneamente con el giro varían su paso y con ello, la fuerza con que se prenden al agua. El paso se modifica en un sentido y en otro pasando por una posición neutra; así pueden permanecer girando sin dar movimiento al remolcador, pero según el sentido que se le dé al paso y la magnitud del mismo, este atleta puede avanzar hacia delante ó atrás, sin invertir el sentido de giro de los ejes; sólo es necesario accionar un mando que invierte ó modifica el ángulo de las palas. Esta capacidad de maniobra es dada gracias a un sofisticado sistema, que combina la neumática, la electrónica y la hidráulica, llamado CPP KAMEWA. Además de estas dos hélices y sus dos timones, cuenta con otra hélice en proa, entubada en el casco, que al ponerla en funcionamiento le confiere un desplazamiento transversal, esta hélice es conocida como “Bow-Thruster”, siendo otro artilugio de este fantástico atleta. Pero todo este ingenio se resume en un solo número, y que es el que define el rango de trabajo por el cual se lo contrata: sus nada despreciables cien toneladas de “bollard pull”, que se traduce en su fuerza máxima de remolque.




Otra particularidad de este artefacto naval son sus poderosos cabrestantes hidráulicos de alto torque y bajas revoluciones con cien toneladas de fuerza de arrastre, movidos por una central hidráulica compacta. El Towing o guinche de remolque aloja en su carretel 1000 metros de cable de acero de 1 ½” de diámetro, que puede soportar altísimas tensiones. El otro cabestrante es el “Anchor Handling”, que como su nombre indica, es para efectuar el manejo de anclas de plataformas petrolíferas; es decir que está capacitado para levar anclas de varias toneladas de abajo del mar. Si bien sus características impresionan, existen remolcadores aun mucho mas grandes, sofisticados, poderosos y por supuesto mas modernos, pero no se encuentran en esta parte del mundo. El Escorpión, junto con otros tres gemelos de una misma serie, llevan la delantera en estas latitudes.


Todos sabemos que un buque sea cual fuere, no tiene vida propia; pero miro al Escorpión y veo a un atleta expectante. Por eso, a veces pienso que hubiese debido llamarse Titán; pero no habría compartido este sentimiento de identidad que me aferra a su nombre, eso que distingue incluso a muchos humanos, la propia naturaleza del escorpión, de la cual no se puede escapar.



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Continúa en: Cuentos y relatos del mar. Ricardo Garin. Parte 2: El Escorpión II
 
 

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