12 de mayo de 2012

Bernardo Kordon, "Los Navegantes", Capítulo N° 9 Capitán MONTERO II

        Un buen día me asignaron el comando del Río Jachal. Al día siguiente yo estaba acomodando la ropa en los cajones del armario de mi camarote, cuando tuve la sensación que sin decir palabra alguien me dirigía un S.O.S. Me di vuelta y ahí estaba el capitán Rivedo. No se había hecho anunciar. En la puerta del camarote vacilaba entre el deseo y el temor de entrar.

        —Buen día, capitán —lo saludé—. Entre usted y póngase cómodo, por favor.



        Lucía su impecable uniforme, pero sin las insignias de capitán. Lo encontré más flaco, con arrugas en el cuello, como si repentinamente hubiera envejecido muchos años. Sin embargo hacía solamente dos meses que lo había visto en el Centro de Capitanes de Ultramar, donde había recurrido como otras veces al ser amenazado por la jubilación de oficio. Seguramente esperaba salvarse como otras veces, pero la Empresa no le permitió defenderse: el directorio no le perdonó el encallamiento del "Yapeyú".

—¿Prefiere un whisky o un café? —le ofrecí.
—Nada por ahora —me dijo—. Solamente vine a hacerle un pedido.
—Usted dirá, capitán.
Estaba pálido, el rostro tenso. Nunca lo vi así en ese largo transporte de los noruegos.
—Pero siéntese, capitán.
En seguida fue al grano:
        —Usted sabe que me jubilaron de oficio. Pues bien: inmediatamente protesté en la empresa, aduciendo la actual falta de personal con experiencia. Entonces me respondieron que ellos no podían concederme el mando de un barco, pero que dejaban al criterio de los capitanes de la flota el que me aceptaran en calidad de oficial. ¿Me entiende?

        —Lo entiendo perfectamente, capitán.
        —Entonces pensé en usted, Montero.
        —Hizo bien, capitán.
        —Nos llevamos bien las veces que navegamos juntos y creo que nos apreciamos mutuamente.
        —Así es, capitán.
        —Entonces pensé en pedirle un puesto en este barco.
        —¿Para este viaje?
        —Por supuesto.
        —Zarpamos pasado mañana.
        —Lo sé.
        —Entonces usted comprenderá, capitán, que a dos días de la partida, la planta superior del barco ya está completa.

        Me dio lástima verlo con la mirada en el suelo, como un condenado que espera la sentencia, agobiado por una insoportable mezcla de temor y vergüenza.

        —Bueno —me retracté—. Me refiero, claro, al puesto de Jefe de Cubierta, o cualquier otro cargo parecido, el que usted se merece, capitán.

        —Aquí no se trata de lo que me merezco —me interrumpió Rivedo—. Lo que me interesa es si puedo viajar o no. Y para eso necesito que un capitán eleve a la superioridad el pedido de mi embarque. ¿ Me entiende?

—Sí, capitán.

—Le hice una proposición y estoy esperando su respuesta.

—Es que yo pienso en su jerarquía y en sus merecimientos, capitán. No quisiera ofenderlo. Dado su ofrecimiento y la consideración que le tengo, no sé a qué atenerme.

—Sigo esperando su respuesta, Montero —me apremió con una urgencia que podía parecer autoritaria, pero comprendí la tensión de su ansiedad.

—No me diga, capitán, que piensa viajar como simple oficial. —Eso de simple oficial es un decir, ¿verdad?

Porque dado mi grado y experiencia, no podría aceptar un cargo de oficial de tercera o algo similar. Pero digamos oficial de primera: eso sí. Es justamente lo que vengo a solicitarle.

        —Para mí es un honor, Rivedo, tenerlo a mis órdenes.
        —Se lo agradezco, capitán.

Así fue como pasé a llamarlo Rivedo a secas, mientras Rivedo comenzó a tratarme de capitán.
Esa misma tarde tuve otra visita: la de un pasajero que venía a conocer el barco y a saludar  al capitán, según me dijo al estrecharme la mano. Se presentó como Esteban Polevetich o algo así y me dijo que toda su vida quiso viajar y que recién ahora lo podía hacer. Se veía emocionado y eso me extrañó mucho: nunca supe que alguien le emocionara pisar un barco. Esto hizo que lo observara con atención. Me sorprendió su mirada, como si algo importante de su vida dependiera de mí: una mirada que me recordó la del capitán Rivedo cuando me pidió un puesto en mi barco. No me trataban como si fuese solamente el comandante del barco, sino también el jefe de sus destinos, al menos en la relación que esas vidas tenían con mi barco, y esa responsabilidad me provocaba una extraña mezcla de seguridad e intranquilidad: el agridulce gusto del mando.

        El tipo vestía de modo correcto, pero modestamente. Algo trataba de contarme con referencia a su vida, era vendedor o algo parecido, pero en ese momento nos interrumpió el contramaestre para decirme que terminaba de producirse un problema en la bodega. Entonces abandoné al pasajero para acercarme a la escotilla. Los estibadores habían dejado de trabajar. Una demostración de brazos caídos y no me dijeron su duración. Claro que esa protesta se llevó a cabo, sin preocuparse nadie de mi presencia. Eso era cosa del sindicato y en última instancia de la empresa. Hacía un instante me sentí importante en mi flamante cargo de capitán. Pero esa huelga que paralizaba de pronto la estiba, atrasando seguramente la partida del barco, me señalaba la relativa autoridad que actualmente cuenta un capitán de barco. Ahí yo estaba de simple espectador: el trabajo se reanudaría cuando lo dispusiera el delegado del sindicato. Lo mejor era abandonar la escotilla y volver a mi camarote.

        Antes un capitán era dueño y señor de un barco. Por algo llegado el caso lo acompañaba hasta el fondo del mar. En cualquier puerto del mundo y sin ninguna posibilidad de comunicarse con los armadores del barco, el capitán resolvía a quien llevaba y lo que cargaba, la conveniencia de tomar el rumbo convenido o improvisar otro. A esa fiesta llegué demasiado tarde, con las botellas vacías y las velas apagadas. Esa mirada pedigüeña de Rivedo y aquella otra del pasajero eran simples demostraciones de dos pelotudos que aun creían en el mando de un capitán. Porque ahora todo lo dirige la empresa anónima y los cagatintas de las agencias marítimas, a fuerza de radio y télex. Al capitán le miden los pasos hasta en las antípodas. El télex no lo deja solo ni cuando se encierra en el baño.

        Tenía que ir a la empresa para informar sobre el paro y volví a encontrarme con el pasajero. Apoyado en la borda, miraba la ciudad como si esperara que el barco zarpara.

—¿Le gusta el barco?
—Mucho —me respondió.

—Seguro que se va a aburrir —le previne—. ¿Por qué no prefirió un barco de pasajeros?
—Porque siempre soñé viajar en un carguero.
Nunca pensé que alguien soñara viajar en un carguero.
—¿Va a Río de Janeiro para pasear?
—Algo parecido me dijo—. Voy a Río porque la plata solamente me alcanzó hasta allí.  
—¿Conoció otros barcos?

—Algunos —me respondió—. Pero éste es el primero que subo.
—¿Y los otros?
—Los conocí de afuera y nada más. Desde muchacho me gusta dar vueltas por el puerto. Esa costumbre de caminar es mi berretín y también mi oficio: soy corredor de una fábrica de plásticos. Pero ahora las cosas no andan bien. Me casé hace poco, y mi mujer se sorprendía de que, caminando todo el día, apenas si traía dos o tres pedidos. Las ventas están duras,- le decía. Pero la verdad es que volví a caminar todos los días por el puerto, corno lo hacía de muchacho. Siempre quise navegar, pero nunca tuve plata. Me conformaba con ver los barcos. Conozco a casi toda la flota, de memoria. Hasta que conseguí unos pesos prestados y los gasté en un pasaje. Y de eso quiero hablarle, capitán.

        —No ahora —le interrumpí—. Tengo que salir urgentemente.
        Lo vi demudarse, como si el barco comenzara a hundirse.
        —Con gusto lo escucharé otro día —lo tranquilicé—. En un viaje siempre hay tiempo para hablar largo y tendido.
        Al atardecer volví al barco, donde me seguía esperando el pasajero misterioso. Imposible dejar de atenderlo.

        —Capitán —me dijo—, Quiero pedirle un favor, para mí algo muy importante.
        —Si puedo hacerlo, encantado.
        —Ya le expliqué. Quiero seguir viajando. No me importa en qué trabajo. En la cocina, en cualquier lado.

        Se me ocurrió que estaba frente a un chiflado. ¿Cómo explicarle que no estaba en mis manos dar trabajo a nadie en mi barco? Para eso estaba la Compañía y los sindicatos y todo lo demás.

        Animé al tipo con una palmada en el hombro y le dije que se fuera tranquilo, ya me preocuparía de su caso, y largué un suspiro de alivio cuando lo vi bajar por la planchada.

        Tres días después navegábamos a la altura de Santos. Era noche y desde el puente dominaba la cubierta casi desierta. Igual a las noches anteriores resaltaban dos siluetas apoyadas en la borda. Eran el capitán Rivedo y el pasajero misterioso. Hasta entonces no les había dado la oportunidad de conversar conmigo, pero tenía que hablarles y con urgencia.

        Seguramente aun no se conocían. El capitán Rivedo permanecía alejado de la silueta del pasajero, pero ambos miraban el mismo espectáculo: relampagueaba una tormenta en la costa brasileña, iluminando la dentada silueta de la Serra do Mar. Yo contemplaba lo mismo: seguramente éramos los únicos hombres del barco que contemplábamos esos magníficos juegos pirotécnicos. Entonces volví a recordar ese orgullo de marino que sentí cuando con Rivedo vimos desembarcar a lodos esos noruegos, sin haber perdido uno solo. Yo estaba en el puente de mando y se me ocurrió virar el barco hacia esos fuegos que reventaban en el continente. A Rivedo no le podía pasar desapercibida esa maniobra. Fue su manía, la de navegar pegado a la costa brasileña. Comprendería que la maniobra era en su honor. Ese cambio de rumbo, tantas veces ordenado por el capitán Rivedo, hizo que esa silueta apoyada en la borda girase la cabeza hacia el puente. Me gustó que comprendiera mi homenaje, porque seguramente esta era la última noche de navegación del Capitán Rivedo. Yo terminaba de recibir un cable de la Empresa, ordenando que Rivedo desembarcara en Río de Janeiro y volviera por avión a Buenos Aires. Habían reabierto el sumario por ese encalla-miento en la costa brasileña, sin contar que se decía que el Directorio estaba resuelto a jubilar a Rivedo de una vez por todas. ¿Que llevaba la navegación en la sangre? Otros llevan el alcohol o la sífilis. Eso no importaba a la Compañía ni a nadie.

        Después de ese homenaje de torcer el rumbo de mi barco, me dispongo a avisarle a Rivedo que tiene que desembarcar en Río. Y lo mismo tengo que decirle al otro, al pasajero misterioso que desea quedarse en el barco.


        Los dejo gozar del espectáculo de la tormenta eléctrica en las crestas de la Serra do Mar. Mañana, entrando en la Bahía de Río, les aviso que tienen que desembarcar. Dos tipos que tanto les gusta navegar, parecen vivir para eso. Menos mal que mañana me desprendo de los dos. Es como una operación o algo así: se pasa un mal momento y después uno se siente liberado. Mañana desembarco a los dos. Finalmente: ¿Para que Quiero dos locos a bordo?.
 
 

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