Un buen día me asignaron el
comando del Río Jachal. Al día siguiente yo estaba acomodando la ropa en los
cajones del armario de mi camarote, cuando tuve la sensación que sin decir
palabra alguien me dirigía un S.O.S. Me di vuelta y ahí estaba el capitán
Rivedo. No se había hecho anunciar. En la puerta del camarote vacilaba entre el
deseo y el temor de entrar.
—Buen día, capitán —lo
saludé—. Entre usted y póngase cómodo, por favor.
Lucía su impecable
uniforme, pero sin las insignias de capitán. Lo encontré más flaco, con arrugas
en el cuello, como si repentinamente hubiera envejecido muchos años. Sin
embargo hacía solamente dos meses que lo había visto en el Centro de Capitanes
de Ultramar, donde había recurrido como otras veces al ser amenazado por la
jubilación de oficio. Seguramente esperaba salvarse como otras veces, pero la Empresa
no le permitió defenderse: el directorio no le perdonó el encallamiento del
"Yapeyú".
—¿Prefiere un whisky o un café? —le ofrecí.
—Nada por ahora —me dijo—. Solamente vine a hacerle un pedido.
—Usted dirá, capitán.
Estaba pálido, el rostro tenso. Nunca lo vi así en ese largo transporte
de los noruegos.
—Pero siéntese, capitán.
En seguida fue al grano:
—Usted sabe que me
jubilaron de oficio. Pues bien: inmediatamente protesté en la empresa,
aduciendo la actual falta de personal con experiencia. Entonces me respondieron
que ellos no podían concederme el mando de un barco, pero que dejaban al
criterio de los capitanes de la flota el que me aceptaran en calidad de
oficial. ¿Me entiende?
—Lo entiendo perfectamente,
capitán.
—Entonces pensé en usted,
Montero.
—Hizo bien, capitán.
—Nos llevamos bien las
veces que navegamos juntos y creo que nos apreciamos mutuamente.
—Así es, capitán.
—Entonces pensé en pedirle
un puesto en este barco.
—¿Para este viaje?
—Por supuesto.
—Zarpamos pasado mañana.
—Lo sé.
—Entonces usted
comprenderá, capitán, que a dos días de la partida, la planta superior del
barco ya está completa.
Me dio lástima verlo con la
mirada en el suelo, como un condenado que espera la sentencia, agobiado por una
insoportable mezcla de temor y vergüenza.
—Bueno —me retracté—. Me
refiero, claro, al puesto de Jefe de Cubierta, o cualquier otro cargo parecido,
el que usted se merece, capitán.
—Aquí no se trata de lo que
me merezco —me interrumpió Rivedo—. Lo que me interesa es si puedo viajar o no.
Y para eso necesito que un capitán eleve a la superioridad el pedido de mi
embarque. ¿ Me entiende?
—Sí, capitán.
—Le hice una proposición y estoy esperando su respuesta.
—Es que yo pienso en su jerarquía y en sus merecimientos, capitán. No
quisiera ofenderlo. Dado su ofrecimiento y la consideración que le tengo, no sé
a qué atenerme.
—Sigo esperando su respuesta, Montero —me apremió con una urgencia que
podía parecer autoritaria, pero comprendí la tensión de su ansiedad.
—No me diga, capitán, que piensa viajar como simple oficial. —Eso de
simple oficial es un decir, ¿verdad?
Porque dado mi grado y experiencia, no podría aceptar un cargo de oficial
de tercera o algo similar. Pero digamos oficial de primera: eso sí. Es
justamente lo que vengo a solicitarle.
—Para mí es un honor,
Rivedo, tenerlo a mis órdenes.
—Se lo agradezco, capitán.
Así fue como pasé a llamarlo Rivedo a secas, mientras Rivedo comenzó a
tratarme de capitán.
Esa misma tarde tuve otra visita: la de un pasajero que venía a conocer
el barco y a saludar al capitán, según
me dijo al estrecharme la mano. Se presentó como Esteban Polevetich o algo así
y me dijo que toda su vida quiso viajar y que recién ahora lo podía hacer. Se
veía emocionado y eso me extrañó mucho: nunca supe que alguien le emocionara
pisar un barco. Esto hizo que lo observara con atención. Me sorprendió su
mirada, como si algo importante de su vida dependiera de mí: una mirada que me
recordó la del capitán Rivedo cuando me pidió un puesto en mi barco. No me
trataban como si fuese solamente el comandante del barco, sino también el jefe
de sus destinos, al menos en la relación que esas vidas tenían con mi barco, y
esa responsabilidad me provocaba una extraña mezcla de seguridad e
intranquilidad: el agridulce gusto del mando.
El tipo vestía de modo
correcto, pero modestamente. Algo trataba de contarme con referencia a su vida,
era vendedor o algo parecido, pero en ese momento nos interrumpió el
contramaestre para decirme que terminaba de producirse un problema en la
bodega. Entonces abandoné al pasajero para acercarme a la escotilla. Los
estibadores habían dejado de trabajar. Una demostración de brazos caídos y no
me dijeron su duración. Claro que esa protesta se llevó a cabo, sin preocuparse
nadie de mi presencia. Eso era cosa del sindicato y en última instancia de la
empresa. Hacía un instante me sentí importante en mi flamante cargo de capitán.
Pero esa huelga que paralizaba de pronto la estiba, atrasando seguramente la
partida del barco, me señalaba la relativa autoridad que actualmente cuenta un
capitán de barco. Ahí yo estaba de simple espectador: el trabajo se reanudaría
cuando lo dispusiera el delegado del sindicato. Lo mejor era abandonar la
escotilla y volver a mi camarote.
Antes un capitán era dueño
y señor de un barco. Por algo llegado el caso lo acompañaba hasta el fondo del
mar. En cualquier puerto del mundo y sin ninguna posibilidad de comunicarse con
los armadores del barco, el capitán resolvía a quien llevaba y lo que cargaba,
la conveniencia de tomar el rumbo convenido o improvisar otro. A esa fiesta
llegué demasiado tarde, con las botellas vacías y las velas apagadas. Esa
mirada pedigüeña de Rivedo y aquella otra del pasajero eran simples
demostraciones de dos pelotudos que aun creían en el mando de un capitán.
Porque ahora todo lo dirige la empresa anónima y los cagatintas de las agencias
marítimas, a fuerza de radio y télex. Al capitán le miden los pasos hasta en
las antípodas. El télex no lo deja solo ni cuando se encierra en el baño.
Tenía que ir a la empresa
para informar sobre el paro y volví a encontrarme con el pasajero. Apoyado en
la borda, miraba la ciudad como si esperara que el barco zarpara.
—¿Le gusta el barco?
—Mucho —me respondió.
—Seguro que se va a aburrir —le previne—. ¿Por qué no prefirió un barco
de pasajeros?
—Porque siempre soñé viajar en un carguero.
Nunca pensé que alguien soñara viajar en un carguero.
—¿Va a Río de Janeiro para pasear?
—Algo parecido me dijo—. Voy a Río porque la plata solamente me alcanzó
hasta allí.
—¿Conoció otros barcos?
—Algunos —me respondió—. Pero éste es el primero que subo.
—¿Y los otros?
—Los conocí de afuera y nada más. Desde muchacho me gusta dar vueltas
por el puerto. Esa costumbre de caminar es mi berretín y también mi oficio: soy
corredor de una fábrica de plásticos. Pero ahora las cosas no andan bien. Me
casé hace poco, y mi mujer se sorprendía de que, caminando todo el día, apenas
si traía dos o tres pedidos. Las ventas están duras,- le decía. Pero la verdad
es que volví a caminar todos los días por el puerto, corno lo hacía de
muchacho. Siempre quise navegar, pero nunca tuve plata. Me conformaba con ver
los barcos. Conozco a casi toda la flota, de memoria. Hasta que conseguí unos
pesos prestados y los gasté en un pasaje. Y de eso quiero hablarle, capitán.
—No ahora —le interrumpí—.
Tengo que salir urgentemente.
Lo vi demudarse, como si el
barco comenzara a hundirse.
—Con gusto lo escucharé
otro día —lo tranquilicé—. En un viaje siempre hay tiempo para hablar largo y
tendido.
Al atardecer volví al
barco, donde me seguía esperando el pasajero misterioso. Imposible dejar de
atenderlo.
—Capitán —me dijo—, Quiero
pedirle un favor, para mí algo muy importante.
—Si puedo hacerlo,
encantado.
—Ya le expliqué. Quiero
seguir viajando. No me importa en qué trabajo. En la cocina, en cualquier lado.
Se me ocurrió que estaba
frente a un chiflado. ¿Cómo explicarle que no estaba en mis manos dar trabajo a
nadie en mi barco? Para eso estaba la Compañía y los sindicatos y todo lo
demás.
Animé al tipo con una
palmada en el hombro y le dije que se fuera tranquilo, ya me preocuparía de su
caso, y largué un suspiro de alivio cuando lo vi bajar por la planchada.
Tres días después
navegábamos a la altura de Santos. Era noche y desde el puente dominaba la
cubierta casi desierta. Igual a las noches anteriores resaltaban dos siluetas
apoyadas en la borda. Eran el capitán Rivedo y el pasajero misterioso. Hasta
entonces no les había dado la oportunidad de conversar conmigo, pero tenía que
hablarles y con urgencia.
Seguramente aun no se
conocían. El capitán Rivedo permanecía alejado de la silueta del pasajero, pero
ambos miraban el mismo espectáculo: relampagueaba una tormenta en la costa
brasileña, iluminando la dentada silueta de la Serra do Mar. Yo contemplaba lo
mismo: seguramente éramos los únicos hombres del barco que contemplábamos esos
magníficos juegos pirotécnicos. Entonces volví a recordar ese orgullo de marino
que sentí cuando con Rivedo vimos desembarcar a lodos esos noruegos, sin haber
perdido uno solo. Yo estaba en el puente de mando y se me ocurrió virar el
barco hacia esos fuegos que reventaban en el continente. A Rivedo no le podía
pasar desapercibida esa maniobra. Fue su manía, la de navegar pegado a la costa
brasileña. Comprendería que la maniobra era en su honor. Ese cambio de rumbo,
tantas veces ordenado por el capitán Rivedo, hizo que esa silueta apoyada en la
borda girase la cabeza hacia el puente. Me gustó que comprendiera mi homenaje,
porque seguramente esta era la última noche de navegación del Capitán Rivedo.
Yo terminaba de recibir un cable de la Empresa, ordenando que Rivedo
desembarcara en Río de Janeiro y volviera por avión a Buenos Aires. Habían
reabierto el sumario por ese encalla-miento en la costa brasileña, sin contar
que se decía que el Directorio estaba resuelto a jubilar a Rivedo de una vez
por todas. ¿Que llevaba la navegación en la sangre? Otros llevan el alcohol o
la sífilis. Eso no importaba a la Compañía ni a nadie.
Después de ese homenaje de
torcer el rumbo de mi barco, me dispongo a avisarle a Rivedo que tiene que
desembarcar en Río. Y lo mismo tengo que decirle al otro, al pasajero
misterioso que desea quedarse en el barco.
Los dejo gozar del
espectáculo de la tormenta eléctrica en las crestas de la Serra do Mar. Mañana,
entrando en la Bahía de Río, les aviso que tienen que desembarcar. Dos tipos
que tanto les gusta navegar, parecen vivir para eso. Menos mal que mañana me
desprendo de los dos. Es como una operación o algo así: se pasa un mal momento
y después uno se siente liberado. Mañana desembarco a los dos. Finalmente:
¿Para que Quiero dos locos a bordo?.
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