2 de junio de 2012

Bernardo Kordon, " Los Navegantes", Capítulo N° 6 Contramaestre Zoilo II

        Después de la guerra me sacaron de la línea a New Orleans y me nombraron contramaestre en el Río Teuco. Hacíamos la línea al Atlántico Norte. Esa vez desembarcamos cereal y cueros en Hamburgo y después fuimos a cargar en Rotterdam. Era poco después de terminar la guerra y entonces importábamos los tubos de luz fluorescentes. Me habían encargado de vigilar el trabajo de ocho hombres, y la disposición de una carga muy liviana pero extraordinariamente delicada. Los estibadores eran buenos, pero solamente hablaban holandés, de modo que yo debía ingeniarme para hacerme entender. Imagínese: era mi primer viaje de contramaestre, así que mantenía toda mi atención en el trabajo. Recuerdo que ya habíamos llenado una bodega y completábamos la segunda. Estaba así vigilando la estiba cuando tuve la impresión de que una sombra se deslizaba detrás de mí. Creí que podía ser un estibador que se retiraba del trabajo sin avisarme, y eso no me gustó. Conté entonces mi gente y allí estaban los ocho holandeses acomodando las cajas de tubos que bajaba la grúa. Entonces le eché la culpa a los nervios, mejor dicho al hígado, por la cerveza con ginebra que anduve tomando la noche anterior. Pero al día siguiente sentí la misma impresión. Me di vuelta rápidamente y alcancé a ver como una sombra que desaparecía en la escalerilla, algo así como el talón de un tipo que se escabulle.



        Volví a contar los estibadores: los ocho holandeses seguían trabajando adelante, y esa sombra terminaba de hacerse humo detrás de mí. Creí que debía tratarse de un ladrón y le conté mi sospecha al primer oficial. Este puso un vigilante en la escotilla y así descubrimos al polizón. Se había instalado en la bodega cuya carga ya había sido completada. Las cajas de tubo son sumamente livianas: así es que al tipo le resultó fácil correr algunos cajones y armar un escondite que parecía todo un camarote. Allí tenía frazadas, un almohadón de pluma, chocolate, galletas, una botella de ginebra, hasta un buen pedazo de torta, y unas revistas alemanas, porque el tipo era alemán, posiblemente escapado de su país, y con ganas, claro, de venirse a la Argentina. Todo lo hizo de lo mejor, solamente que se olvidó de llevar agua, y por eso no pudo aguantar siquiera la permanencia del barco en Rotterdam. Tenía que salir de su escondite para tomar agua, porque el calor de la bodega y los nervios dan sed, mucha sed. A mí me dolió cuando supe que no era un ladrón, sino un polizón. Siempre me resulta simpática la gente que quiere venir a mi país. Además el mar enseña que todo aquello que le pasa a los otros, también le puede ocurrir a uno. Y ese alemán lloró como un niño cuando la policía holandesa lo sacó del barco para entregarlo a la policía alemana, y entonces sentí mucha lástima, y me dio gana de disculparme, y le dije con mi poco inglés que la culpa no era mía, que para el mar no hace falta el chocolate ni la torta, que lo importa que es el agua, que lo tuviera bien presente para otra vez.

        En ese viaje nos detuvimos a cargar combustible en Las Palmas. Después nos dirigimos directamente a Buenos Aires. Un par de días después el cocinero contó que alguien había comido, lo que se dice lamido hasta el fondo, una olla de ravioles que había dejado en la cocina. No llevábamos gatos a quienes echarle la culpa, ni tampoco parecía cosas de ratas, porque estos bichos no usan cucharas, y se veían rastro de cuchareos en otras ollas. Entonces pensamos en polizones, holandeses o alemanes, más afortunados que aquel que pescamos en Roterdam, pero que ya andarían con el hambre de diez días de navegación.

        Al día siguiente los polizones se presentaron espontáneamente; eran dos canarios, dos desocupados de Las Palmas, y ese apetito de lobos no guardaba ninguna relación con el ayuno de dos días de navegación. Era el hambre de toda una vida, y des-pues del primer atracón resolvieron darse a conocer, seguros que en donde había esa abundancia de comida tenía que haber cabida para todo hombre con ganas de trabajar. Se pusieron a llorar cuando el capitán les comunicó que no podía tenerlos en el barco y que debían desembarcar en territorio español. Los pobres contaron historias de pasadas hambrunas y futuros apaleos. Pero de todos modos el Río Teuco desvió el rumbo sudeste para dirigirse al continente africano. Sudábamos la gota gorda, tripulantes y polizontes, frente a la costa de Río de Oro, con Villa Cisneros a la vista, pero bien a lo lejos, escondidas las casas blancas entre palmeras y bananos, durmiendo la siesta o ya definitivamente muerta de calor, porque Villa Cisneros no respondió a las pitadas ni al radio del barco. El capitán empezó a impacientarse: quería hacer las cosas del mejor modo posible (para la Compañía, claro), es decir no llevar los polizones hasta Buenos Aires, que equivalía a vigilancia, comida, encierro al llegar a cada puerto, etc., con la obligación de llevarlos de vuelta a Las Canarias, pero el remedio resultaba peor que la enfermedad: el barco había sido desviado de su ruta y ya comenzaban a correr las horas, algunas de esas horas que son la sangre de la Compañía. Entonces al capitán se le ocurrió que bajáramos un bote y que entregáramos esos polizontes en la costa. Quizás porque hacía demasiado calor, y también porque nos dolía echar del barco a esos tipos que, hablaban nuestra lengua y soñaban con llegar a la Argentina, el hecho es que nos negamos a bajar el bote. Dijimos que nuestra tarea era tripular el barco, pero no desembarcar como exploradores en la costa africana, ya que nadie allí respondía a nuestras llamadas, señal que habían salvajes que nos podían comer crudo. Diciendo estas cosas, algunas en serio y muchas en joda, nos quedamos con los brazos cruzados, y eso ya parecía un motín, cuando a lo lejos vimos avanzar la lancha de las autoridades de Villa Cisneros. Entonces hicimos una colecta y a los polizones le entregamos ropa de marinantes argentinos, algo de plata y comida, latas de carne y botellas de vino. Queríamos que esos pobres tipos tuvieran de todo y se sintieran algo argentinos. Al final no los habíamos pescado como polizones sino que se presentaron solos, como amigos.

        En la lancha motor llegaron dos gallegos gordos que sudaban como en un baño turco. ¡Con razón tardaron tanto en venir! Los acompañaban algunos moros armados con fusiles. Quisimos fotografiar a los moros, pero se dieron vuelta y negaron sacudiendo la cabeza.

        Los funcionarios hablaron con el capitán, y nosotros nos acercamos, y les pedimos que trataran bien a los polizones, pero no nos contestaron nada. Y al mismo tiempo que la lancha viraba hacia la costa, nosotros retomamos el cruce del Atlántico.

        De todos los polizones que conocí, el que más recuerdo es un santafecino apellidado Sosa, que en Rosario se metió en una bodega de cereal. ¡Qué bárbaro! Claro que lo habrá hecho estando muy en curda o en un momento de gran desesperación, escapándose vaya a saber de quién. Por milagro pudo salir con vida y apareció a bordo cuando nos acercábamos a Santos. Viajó con nosotros hasta Hamburgo y debíamos devolverlo en Rosario, su punto de embarque. Divertido y buen guitarrero, se hizo amigo de todo el mundo. Ayudaba en el trabajo a bordo, y nos daba pena, algo de vergüenza, si se quiere, cuando teníamos que encerrarlo al llegar a cada puerto. Tanto era así que nunca le hablábamos de las farras y de las mujeres que conocíamos en los puertos, por temor a que se sintiera desgraciado. Hasta que llegamos de vuelta a Rosario y entonces le dijimos:

—Bueno, ahora le entregan a la cana, pero seguro que le largan enseguida. Entonces venís al barco, o mejor nos encontrás en el Bar Océan, y vas a ver la farra que nos pegamos en tu honor.

        Sosa reía, como siempre, con algo de muchachito travieso, pero de un modo raro, seguramente por culpa de un barbijo que le bajaba de la oreja hasta la boca. Al llegar a Rosario se lo encerró como siempre, pero esta vez se avisó a la policía. Al día siguiente vinieron a buscarlo y había desaparecido. La única explicación fue que se había tirado por el ojo de buey, algo casi imposible de realizar, ya que el ojo de buey no era grande y Sosa un tipo bien corpulento. No era gordo, pero sí musculoso. Se decía que fue boxeador y estibador, sin contar lo de cuchillero.


        Durante muchos días se discutió a bordo si un tipo, por fuerza o agilidad y entrenamiento, podía llegar a pasar por una abertura notablemente menor que su cuerpo. Sin contar que el ojo de buey daba directamente sobre el río, de modo que debió de caer al agua. Pero decían que Sosa fue pescador del Paraná y por lo tanto buen nadador. Entonces se produjo un compás de espera: o aparecía el cadáver de Sosa, o lo agarraba la policía, o se hacía presente en el bar donde lo citamos. Al final volvimos a llenar las bodegas de trigo y zarpamos a Europa y jamás supimos de Sosa. ¿Le digo una cosa? El misterio de Sosa es el único que me hace pensar la noche entera cuando el temporal no afloja y parece querer partir el barco en dos.


No hay comentarios:

Publicar un comentario