Después de la guerra me
sacaron de la línea a New Orleans y me nombraron contramaestre en el Río Teuco.
Hacíamos la línea al Atlántico Norte. Esa vez desembarcamos cereal y cueros en
Hamburgo y después fuimos a cargar en Rotterdam. Era poco después de terminar
la guerra y entonces importábamos los tubos de luz fluorescentes. Me habían
encargado de vigilar el trabajo de ocho hombres, y la disposición de una carga
muy liviana pero extraordinariamente delicada. Los estibadores eran buenos,
pero solamente hablaban holandés, de modo que yo debía ingeniarme para hacerme
entender. Imagínese: era mi primer viaje de contramaestre, así que mantenía toda
mi atención en el trabajo. Recuerdo que ya habíamos llenado una bodega y
completábamos la segunda. Estaba así vigilando la estiba cuando tuve la
impresión de que una sombra se deslizaba detrás de mí. Creí que podía ser un
estibador que se retiraba del trabajo sin avisarme, y eso no me gustó. Conté
entonces mi gente y allí estaban los ocho holandeses acomodando las cajas de
tubos que bajaba la grúa. Entonces le eché la culpa a los nervios, mejor dicho
al hígado, por la cerveza con ginebra que anduve tomando la noche anterior.
Pero al día siguiente sentí la misma impresión. Me di vuelta rápidamente y
alcancé a ver como una sombra que desaparecía en la escalerilla, algo así como
el talón de un tipo que se escabulle.
Volví a contar los
estibadores: los ocho holandeses seguían trabajando adelante, y esa sombra
terminaba de hacerse humo detrás de mí. Creí que debía tratarse de un ladrón y
le conté mi sospecha al primer oficial. Este puso un vigilante en la escotilla
y así descubrimos al polizón. Se había instalado en la bodega cuya carga ya
había sido completada. Las cajas de tubo son sumamente livianas: así es que al
tipo le resultó fácil correr algunos cajones y armar un escondite que parecía
todo un camarote. Allí tenía frazadas, un almohadón de pluma, chocolate,
galletas, una botella de ginebra, hasta un buen pedazo de torta, y unas
revistas alemanas, porque el tipo era alemán, posiblemente escapado de su país,
y con ganas, claro, de venirse a la Argentina. Todo lo hizo de lo mejor,
solamente que se olvidó de llevar agua, y por eso no pudo aguantar siquiera la
permanencia del barco en Rotterdam. Tenía que salir de su escondite para tomar
agua, porque el calor de la bodega y los nervios dan sed, mucha sed. A mí me
dolió cuando supe que no era un ladrón, sino un polizón. Siempre me resulta
simpática la gente que quiere venir a mi país. Además el mar enseña que todo
aquello que le pasa a los otros, también le puede ocurrir a uno. Y ese alemán
lloró como un niño cuando la policía holandesa lo sacó del barco para entregarlo
a la policía alemana, y entonces sentí mucha lástima, y me dio gana de
disculparme, y le dije con mi poco inglés que la culpa no era mía, que para el
mar no hace falta el chocolate ni la torta, que lo importa que es el agua, que
lo tuviera bien presente para otra vez.
En ese viaje nos detuvimos
a cargar combustible en Las Palmas. Después nos dirigimos directamente a Buenos
Aires. Un par de días después el cocinero contó que alguien había comido, lo
que se dice lamido hasta el fondo, una olla de ravioles que había dejado en la
cocina. No llevábamos gatos a quienes echarle la culpa, ni tampoco parecía
cosas de ratas, porque estos bichos no usan cucharas, y se veían rastro de
cuchareos en otras ollas. Entonces pensamos en polizones, holandeses o alemanes,
más afortunados que aquel que pescamos en Roterdam, pero que ya andarían con el
hambre de diez días de navegación.
Al día siguiente los
polizones se presentaron espontáneamente; eran dos canarios, dos desocupados de
Las Palmas, y ese apetito de lobos no guardaba ninguna relación con el ayuno de
dos días de navegación. Era el hambre de toda una vida, y des-pues del primer
atracón resolvieron darse a conocer, seguros que en donde había esa abundancia
de comida tenía que haber cabida para todo hombre con ganas de trabajar. Se
pusieron a llorar cuando el capitán les comunicó que no podía tenerlos en el
barco y que debían desembarcar en territorio español. Los pobres contaron
historias de pasadas hambrunas y futuros apaleos. Pero de todos modos el Río
Teuco desvió el rumbo sudeste para dirigirse al continente africano. Sudábamos
la gota gorda, tripulantes y polizontes, frente a la costa de Río de Oro, con
Villa Cisneros a la vista, pero bien a lo lejos, escondidas las casas blancas
entre palmeras y bananos, durmiendo la siesta o ya definitivamente muerta de
calor, porque Villa Cisneros no respondió a las pitadas ni al radio del barco.
El capitán empezó a impacientarse: quería hacer las cosas del mejor modo
posible (para la Compañía, claro), es decir no llevar los polizones hasta
Buenos Aires, que equivalía a vigilancia, comida, encierro al llegar a cada
puerto, etc., con la obligación de llevarlos de vuelta a Las Canarias, pero el
remedio resultaba peor que la enfermedad: el barco había sido desviado de su
ruta y ya comenzaban a correr las horas, algunas de esas horas que son la
sangre de la Compañía. Entonces al capitán se le ocurrió que bajáramos un bote
y que entregáramos esos polizontes en la costa. Quizás porque hacía demasiado
calor, y también porque nos dolía echar del barco a esos tipos que, hablaban
nuestra lengua y soñaban con llegar a la Argentina, el hecho es que nos negamos
a bajar el bote. Dijimos que nuestra tarea era tripular el barco, pero no
desembarcar como exploradores en la costa africana, ya que nadie allí respondía
a nuestras llamadas, señal que habían salvajes que nos podían comer crudo.
Diciendo estas cosas, algunas en serio y muchas en joda, nos quedamos con los
brazos cruzados, y eso ya parecía un motín, cuando a lo lejos vimos avanzar la
lancha de las autoridades de Villa Cisneros. Entonces hicimos una colecta y a
los polizones le entregamos ropa de marinantes argentinos, algo de plata y
comida, latas de carne y botellas de vino. Queríamos que esos pobres tipos
tuvieran de todo y se sintieran algo argentinos. Al final no los habíamos
pescado como polizones sino que se presentaron solos, como amigos.
En la lancha motor llegaron
dos gallegos gordos que sudaban como en un baño turco. ¡Con razón tardaron
tanto en venir! Los acompañaban algunos moros armados con fusiles. Quisimos
fotografiar a los moros, pero se dieron vuelta y negaron sacudiendo la cabeza.
Los funcionarios hablaron
con el capitán, y nosotros nos acercamos, y les pedimos que trataran bien a los
polizones, pero no nos contestaron nada. Y al mismo tiempo que la lancha viraba
hacia la costa, nosotros retomamos el cruce del Atlántico.
De todos los polizones que
conocí, el que más recuerdo es un santafecino apellidado Sosa, que en Rosario
se metió en una bodega de cereal. ¡Qué bárbaro! Claro que lo habrá hecho
estando muy en curda o en un momento de gran desesperación, escapándose vaya a
saber de quién. Por milagro pudo salir con vida y apareció a bordo cuando nos
acercábamos a Santos. Viajó con nosotros hasta Hamburgo y debíamos devolverlo
en Rosario, su punto de embarque. Divertido y buen guitarrero, se hizo amigo de
todo el mundo. Ayudaba en el trabajo a bordo, y nos daba pena, algo de
vergüenza, si se quiere, cuando teníamos que encerrarlo al llegar a cada
puerto. Tanto era así que nunca le hablábamos de las farras y de las mujeres
que conocíamos en los puertos, por temor a que se sintiera desgraciado. Hasta
que llegamos de vuelta a Rosario y entonces le dijimos:
—Bueno, ahora le entregan a la cana, pero seguro que le largan
enseguida. Entonces venís al barco, o mejor nos encontrás en el Bar Océan, y
vas a ver la farra que nos pegamos en tu honor.
Sosa reía, como siempre,
con algo de muchachito travieso, pero de un modo raro, seguramente por culpa de
un barbijo que le bajaba de la oreja hasta la boca. Al llegar a Rosario se lo
encerró como siempre, pero esta vez se avisó a la policía. Al día siguiente
vinieron a buscarlo y había desaparecido. La única explicación fue que se había
tirado por el ojo de buey, algo casi imposible de realizar, ya que el ojo de
buey no era grande y Sosa un tipo bien corpulento. No era gordo, pero sí
musculoso. Se decía que fue boxeador y estibador, sin contar lo de cuchillero.
Durante muchos días se
discutió a bordo si un tipo, por fuerza o agilidad y entrenamiento, podía
llegar a pasar por una abertura notablemente menor que su cuerpo. Sin contar
que el ojo de buey daba directamente sobre el río, de modo que debió de caer al
agua. Pero decían que Sosa fue pescador del Paraná y por lo tanto buen nadador.
Entonces se produjo un compás de espera: o aparecía el cadáver de Sosa, o lo
agarraba la policía, o se hacía presente en el bar donde lo citamos. Al final
volvimos a llenar las bodegas de trigo y zarpamos a Europa y jamás supimos de
Sosa. ¿Le digo una cosa? El misterio de Sosa es el único que me hace pensar la
noche entera cuando el temporal no afloja y parece querer partir el barco en
dos.
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