22 de febrero de 2014

El Boheme. Sylvia Iparraguirre.

La Haya/Islas Malvinas, 1882.

No había vuelta que darle: un vapor detenido era una cosa muerta; el barco a vela revivía con el primer aliento del cielo.
JOSEPH CONRAD

Para decirlo de una vez, el capitán Klosterboster confirmó que no era lo mismo hablar con el padre, ya retirado, que con el hijo ahora a cargo. A este muchacho no le gustaba perder un rato charlando de tifones y bellas isleñas como solían hacerlo con el viejo Van der Loer. Sus temas favoritos eran el barco a vapor y el progreso. Los tiempos cambian, se dijo el capitán, mientras dejaba atrás la antigua casa de ladrillos rojos de la Compañía Holandesa de Comercio y se internaba en las angostas calles del puerto, y no era cuestión de que los jóvenes se quedaran papando moscas. El caso era que le entregaban el Bohème, el viejo y mañoso Bohème que tantas veces había comandado y con el que había doblado el Cabo de Hornos en diecinueve oportunidades. Se trataba de una misión reservada, sobre la cual le había rogado la mayor discreción. Al capitán klosterboster el pedido no lo sorprendió. Corrían rumores acerca de accidentes, pólizas de seguro y reinversiones, y en todas partes se cuecen habas. El Bohéme, olvidado durante años, había estado juntando moho en la última rada del puerto y, en esos días, a punto de pasar a desguace. El joven Van der Loer lo había pensado mejor y había concluido que tal vez se le pudiera sacar algo más a aquel vetusto cascajo. Esto no lo dijo así, pero quedó flotando en medio de las palabras con las que había abundado acerca de lo delicado de la comisión. En definitiva se trataba de que si el viejo barco no resistía otro cruce del Cabo de Hornos, el capitán Klosterboster debía estar preparado para desembarcar con toda la tripulación y dejar, tranquilamente, que se fuera a pique. La remuneración sería magnífica, digna de un capitán como él, había dicho el jovenzuelo. Se descontaba su pericia para esta maniobra, sólo confiable a la vasta experiencia de un capitán que había servido a la empresa familiar de los Van der Loer por treinta y cinco intachables años.


—Está bien, muchacho, está bien —había dicho el capitán para detener los elogios que le subieron los colores y lo esponjaron como a un palomo.

El capitán Klosterboster tenía una fisonomía agradable, de color rosado, que contrastaba con sus ojos claros y su barba entera, recortada y completamente blanca. Su expresión era invariablemente bondadosa. Poseía uno de esos raros espíritus incapaces de juzgar el comportamiento de los demás, en consecuencia, le habría causado gran asombro saber que otros se ocupaban de su persona. Los que lo conocían opinaban que sólo tenía dos debilidades: una era su afición a los discursos, que afloraba no siempre en condiciones oportunas; la otra, conceptuada directamente de flanco débil, era su esposa: Gertrude Klosterboster, de soltera Groonengwaald, quien había sido rebautizada a sus espaldas por distintas tripulaciones con el abusivo sobrenombre de "la Lapa". Sin embargo, hasta el más rudo de los marineros habría estado dispuesto a conceder que Gertrude Groonengwaald de Klosterboster era experta navegante, y más veces de lo que el capitán hubiera querido lo había acompañado en sus viajes, aconsejándolo en arriesgadas maniobras.

Este viaje estrictamente confidencial y de cierta peligrosidad estaría mejor sin la Lapa a bordo, pensó el capitán, quien, sin confesárselo, solía usar para sus adentros el apodo de su esposa. Había que reconocer que Gertrude era una férrea administradora doméstica y que, gracias a ella, habían reunido algunos ahorros que los pondrían a salvo en su próximo retiro. Pero esta buena cualidad en tierra era incomoda cuando pasaba a bordo. Gertrude llevaba los libros del barco con tal encarnizado ahínco que no había cuarto de gin o cigarro faltante que no apareciera en sus cuentas, poniendo de inmediato a media ración de estos esparcimientos a la tripulación, lo que despertaba antipatías y quejas. Pensamientos más profundos distrajeron de estas trivialidades al capitán Klosterboster. Podemos decir que estos pensamientos versaban sobre su relación con el barco que le sería entregado y sobre un motivo íntimo y secreto que ya conoceremos, y que, acababa de decidir, a los hombres se lo confiaría en alta mar.

La reunión de la tripulación no era tarea menor y a ella se dedicó el capitán en los días siguientes, entrando y saliendo de tabernas y posadas. Corrió la voz por el puerto y pronto le fue fácil dar con aquellos hombres de su mayor confianza, gente que había navegado bajo sus órdenes innumerables veces, de probada experiencia en los terribles mares de la Tierra del Fuego. Todos querían al capitán y todos se anotaron. En el aire flotaba una sola inquietud que nadie se atrevía a formular: ¿vendría la Lapa? Ante la pregunta, que uno de los de mayor confianza le hizo en tono casual, el capitán fue asaltado por un tic nervioso. Para sobrellevarlo, habló de una paga adicional de la cual tendrían noticias una vez a bordo. Esto puso de buen humor a los hombres y pronto sus cosas estuvieron cargadas en bodega y acomodadas en los camarotes, en bodega y acomodadas en lo camarotes, mientras una cuadrilla de obreros trepados a los mástiles y colgados sobre el casco reacondicionaba el Bohéme.

La tarde antes de la partida, con su chaqueta de botones dorados, el capitán se acercó al muelle. Con la gorra sostenida sobre el pecho, miró emocionado al imponente Bohéme. "He aquí este viejo y noble navío, compañero de travesías. Mi buen amigo", decía para sí el capitán Klosterboster, hablándole al barco mientras llevaba la gorra en un saludo desde el pecho hasta la altura del hombro y allí la dejaba, "antes de zarpar quiero confesarte algo: no me guía el dinero vil prometido por la empresa, sino un fin superior: la ocasión de que sean las olas las que cubran tus mástiles y maderamen" -el brazo con la gorra subió en toda su extensión- "y no la ignominia de ser desmantelado en tierra por manos que nunca conocieron la nobleza de tu porte sobre las olas". Satisfecho por estas palabras espontaneas que le había suscitado la visión del barco, y la confesión al principal interesado de su propósito secreto, se calzó la gorra y, aunque era marino mercante y no militar, igual creyó que una venia vendría a coronar muy bien su breve salutación. Un marinero se había acercado despacio y miraba intrigado los gestos mudos del capitán Klosterboster.

—¿Qué quieres, hijo mío?
El muchacho reaccionó:
—Capitán, dice la Lapa que se acuerde de su anteojo, que siempre se lo está olvidando.

Así las cosas, al día siguiente todos estuvieron a bordo del anticuado Bohéme. La partida de un barco abandonado en un rincón del puerto durante tanto tiempo causó sorpresa general, y una multitud se apiñó en el muelle para verlo partir. El piloto, pequeño y enjuto, de gran pericia, sonriente, se apostó en el timón. En el puente de mando, un exaltado capitán Klosterboster dio las esperadas órdenes de levar anclas y desplegar las velas. Hecho esto, todos en cubierta corrieron a la borda, soltaron los pañuelos y hasta cayó alguna lágrima. Pero el Bohéme no se movió, el agua parecía petrificada a su alrededor. Azorado, el capitán dio otras órdenes un tanto dispersas y los marineros fingieron que hacían preparativos de urgencia. Sólo Gertrude siguió inmóvil en su puesto, vigilando el barco. Finalmente, el Bohéme con una lentitud exasperante, medio escorado, arrastrándose con gran dificultad, fue dejando atrás el puerto, entre algún hurra desganado de la tripulación. Nadie decía nada a bordo y cada cual escurría la mirada a los otros. Se oyó la voz de Gertrude:

—Este armatoste, o se hunde ahora o soporta.
Ya veremos qué pasta tiene.

A poco de tomar rumbo y como respondiendo a las palabras de la Lapa, el Bohéme  admiró a todos. Más que un robusto y veterano barco de carga parecía un esbelto clíper recién botado, tal fue el ímpetu con el que se largó a navegar en cuanto vio mar abierto. Feliz y retozón, sus maderas crujían, sus mástiles se enderezaban, el casco suspiraba, inflándose y desinflándose, y airoso tumbaba a babor y a estribor como si fuera saludando las olas a cabezazos. El capitán Klosterboster daba armoniosas órdenes que los hombres se apresuraban a cumplir. Las velas se izaban, el timón respondía, el viento soplaba, las jarcias crujían. Y todos tan contentos de que el barco y el capitán fueran uno para el otro, cosa que en el mar enseguida se nota.

Por su parte, Gertrude, indiferente ante la reacción positiva del barco, no descansaba y, no bien dejaron puerto, comenzó a andar encima de su marido y de los marineros vigilando todo, impartiendo órdenes en la cocina, revisando las tablas de cubierta si estaban limpias, reclamando lejía, y dando vuelta las  cuchetas a ver si tenían chinches. Y hasta la ropa íntima de los hombres. La Lapa era una mujer a la que le gustaba la limpieza y más de una vez había mandado bañar a alguno de los hombre, quien espantado, se alejaba maldiciendo en voz baja. Bastaba que los marineros se divirtieran un poco en cubierta jugando a los dados o contando historias picantes para tenerla enseguida encima. Decía:

—¿No tienen nada mejor que hacer, hijos míos?
Solía agregar:
—Por qué no se dan un baño.

Y agitaba la mano por arriba de sus cabezas con los dedos abiertos. "Me colgaba del mesana si ésta fuera mi madre", mascullaba alguno en voz baja. "Yo me tiraba a los tiburones", decía otro. Gertrude le sacaba una buena cabeza a su marido; el pelo negro lo llevaba recogido en un rodete; su cara, aunque poco agraciada, gozaba de una mirada fulminante. Usaba vestidos oscuros, con puritanos cuellitos blancos de los que emergía un cuello siempre alerta; en cualquier época del año iba envuelta en un chal en el que cada tanto se arrebujaba con energía. Además de navegante, era gran enfermera y más de una vez había rescatado a un hombre del pozo de la fiebre. Como quien va de inspección, salía por la mañana y por la tarde a caminar por el barco. Lo único que hacía retroceder a Gertrude como bajo el terror del rayo, eran las ratas y hay que decir que el Boheme había sido residencia exclusivo de grandes familias de tesoneros roedores durante su larga permanencia en puerto. La Lapa guardaba un temor cerval a que uno de estos inocentes se le enredara entre las pollera. Si por casualidad, o por la vista gorda de los marineros, una de estas criaturas (muchas veces Helga, la matrona de la colonia que vivía en bodega), azuzada por algún bromista aparecía por cubierta, entonces la Lapa recogía todas sus velas y, saltando entre grititos que no iban con su severidad habitual, corría al puente y se escudaba en el capitán que, comprensivo y por una vez dueño de la situación matrimonial, decía con voz engolada:

—Que alguien tire el bicho al mar.

Así estaban las cosas a bordo, cuando, pasados los primeros días de bonanza, el Boheme cambió: se volvió tornadizo, imprevisible, y requirió la atención concentrada de los hombres. Se comportaba como un verdadero gitano con arranques de orgullo impetuoso que lo lanzaban encabritado sobre las olas, un poco a los tumbos, o con períodos de languidez y lasitud, como si no le importara nada, y menos que nada las maldiciones de los hombres que se hartaban de aquella calma. Tan pronto le temblaban las velas como se quedaba inmóvil. Había preocupación a bordo y muchos pensaban que no sería capaz de cumplir su derrotero. El capitán Klosterboster iba de proa a popa y de popa a proa apoyando la mano cautelosa mente sobre barandas y mástiles, como si le tomará la fiebre. "Ya se va a asentar”, decía. “Le ha dado la emoción de volver a navegar; yo lo conozco, ya se va a asentar."

Con la primera tormenta en alta mar, el Boheme cambió de humor y declaró su ánimo juguetón cuando hizo lo que la tripulación consideró un extraordinario chiste. Se hallaba Gertrude dando órdenes a mitad de cubierta, cuando un súbito escarceo del barco la mandó de estribor a babor. Allí el Boheme se enderezó y permitió que una única ola limpia, alta y perfecta, le cayera de plano. Con las ropas empapadas y la melena aplastada, debió ser llevada abajo por hombres que apretaban los labios y torcían la cara. Cuando desapareció, los marineros dieron rienda suelta a su regocijo, riendo a más no poder, arrojando las gorras contra el piso y dando saltos de entrechocar talones. Más allá de este alarde, al estilo de un quite de torero, la tormenta fue capeada con notable pericia y gran serenidad por el barco. Entregados a su manifiesta bondad, los marinos ahora no cesaban de elogiarlo, hablando de su gran experiencia. El capitán Klosterboster estaba conmovido con el comportamiento del Boheme, que iba al sacrificio sin saberlo (a no ser que hubiera estado atento a su saludo en el muelle, cosa que dudaba), y preparó un soliloquio para brindárselo en el puente de mando. Se puso su chaqueta de las ocasiones y después de cenar subió al puente. La noche era hermosa y había luna. Una brisa moderada  llevaba como en andas al Boheme que cabeceaba ligeramente. Un fanal daba luz íntima la escena. El capitán se ubicó mirando el cielo estrellado y puso la mano sobre una escotilla. Su único testigo era el piloto, a cargo del timón, con el que navegaba hacía décadas y que era, en ese momento, todo oídos. Cada hombre llega a tener en la vida un admirador sincero, y éste era el caso del piloto con el capitán.

       —Valiente Boheme, hijo mío —comenzó el capitán Klosterboster con voz pausada y grave—, qué bien navegas y cuan imponente se ve tu velamen desplegado bajo las estrellas. Exordium o introito—susurró al piloto, que asintió benignamente con una sonrisa que quería decir "ya lo sé, ya lo sé"—. Vamos juntos, tú y los hombres que te conducen compartiendo las vicisitudes de este nuevo viaje que, aunque iniciado con vientos favorables, debe llamarse siempre incierto a fin de no importunar con peregrinos vaticinios al quisquilloso Neptuno que, a la sazón....

—¿Qué estás haciendo en el puente con esta humedad? —Era la voz de la Lapa—. Te puede dar un pasmo.

Congelado en su expresión de gentil estupidez, el piloto quedó mudo. El capitán miro a su mujer como quien baja la Luna una y se encuentra con un ser por completo extraño.

Luego calmosamente dijo:

—Gertrude, te ordeno que a estas horas permanezcas en el camarote. Pronto debo hablarle a la tripulación y no consentiré que...

—Pavadas. No sé a qué viene una arenga cuando no hemos llegado a mitad del viaje. Qué nos queda entonces para después.

—Tú no comprendes nada, mujer. Acá hay una misión confidencial.

—Qué confidencial ni ocho cuartos. Y si fuera así, debo enterarme antes que ellos. —La Lapa paseó una mirada desafiante y altiva sobre su marido y el piloto—. Y pienso, Wilhelm Jakop, que me lo vas a decir —concluyó.

Dando por perdida la ocasión del soliloquio, el capitán Klosterboster dejó el puente. En vano intentó eludir un aparte con su mujer que, no de gusto, llevaba su sobrenombre característico. Al fin, acorralado en el camarote, el capitán confesó:

—La compañía quiere modernizarse, comprar barcos a vapor. Hay cuestiones complicadas de por medio, es decir, negocios, seguros, pólizas. Nadie se va a extrañar si el Boheme... es decir... en medio de una tormenta... este... ¿Entiendes? Esto es confidencial, nadie ha dicho nada, nadie me dijo nada. ¿Entiendes?

Los ojos oscuros y vivaces de Gertrude escrutaron los del capitán. Mientras le sacaba una pelusa de la solapa y se la repasaba con gestos rápidos, preguntó:
—¿Cuál será la paga?

—Ay, Gertrude, Gertrude, tú siempre pensando en la paga. Es un servicio que la empresa me solicita después de treinta y cinco años de navegarle barcos. No te preocupes, que el jovenzuelo me pagará muy bien. El barco moderno a vapor, Gertrude, orgulloso e indiferente ante las glorias pasadas del Boheme, viene a tomar su lugar. Pero ya que estamos debo confesarte algo: no es el dinero la razón por la que he aceptado. No todo es injusticia o vil metal con este noble y cumplidor navío que ha servido con tanto esmero y cumplimiento..., no, cumplimiento no —susurró el capitán elevando los ojos al techo del camarote como si buscara algo—, y dedicación, ahí está. Que ha servido con tanto esmero y dedicación a la empresa que lo vio nacer. El Boheme tendrá la ocasión de morir en el mar, de encontrar su merecida tumba bajo las olas del Cabo de Hornos y yo lo acompañaré hasta su último destino.

El capitán Klosterboster disimuló la emoción que le causaron sus propias palabras y trato de memorizarlas para transmitírselas a su tripulación  en el momento oportuno. Formarían parte de la perorata, decidió, en la cual, según los maestros, se refrescaba la memoria y se influía en los afectos. Estaba convencido de que un mismo sentimiento debía guiar a capitán y tripulación en aquella hora en que el mar...

—¿Me estás escuchando, Wilhelm Jakop? Ya estás piribí piribí volándote por el aire. Te lo advierto: te tienen que pagar muy bien. Y además, no me gusta. No está bien. Estos Van der Loer han sido siempre muy astutos, ¿no te compró por nada tu parte, el viejo? Éste será nuestro retiro y nos tienen que compensar por lo que te han pedido.

No tuvo más remedio que confiar los detalles a su esposa. La ruta marcaba el paso del Cabo de Hornos con la excusa de llevar hasta Chile un cargamento insignificante de carbón. Cercanos a tierra, al primer desperfecto o amenaza de tormenta, desembarcarían con la tripulación y dejarían que el Bohéme, al fin, se fuera a pique. Nada más sencillo y mejor para este honrado barco, concluyó el capitán.

Dos semanas más tarde, el Bohéme había cumplido más de la mitad del trayecto sin un solo inconveniente; el capitán Klosterboster consideró, entonces, que debía hablar a la tripulación y los reunió en cubierta. Se situó en el puente de mando imbuido de la solemnidad de la ocasión. Intrigados, los hombres tenían la mirada clavada en el capitán, quien, según su costumbre, miró hacia lo alto buscando las palabras como si colgaran arriba de su cabeza. Después se rió bajito, nadie supo de qué, levantó y bajá las cejas como si recordara algo gracioso que el solo conocía y luego, mirando de soslayo, adoptó una expresión inspirada.

—Hijos míos, los he reunido en cubierta para compartir con ustedes la augusta misión que nos compete o, para decirlo con otras palabras, la más alta y generosa misión que un marino pueda tener: llevar este barco a su tumba en el océano...

Un murmullo de estupor recorrió las filas y las caras curtidas se miraron entre sí y miraron después a la Lapa, que, en el llano, sacudía la cabeza de un lado a otro.

—Es decir —continuó el capitán azorado ya que se había salteado el introito y la perorata, cosa que jamás le había ocurrido, y como quien dice había ido directamente al grano—, tenemos un plan: navegar hasta la Tierra del Fuego y cuando se produzca una tormenta desembarcar en los botes y abandonar el Bohéme, a su suerte natural.

Se elevaron exclamaciones y comentarios airados:
—¿Qué está diciendo, capitán? —¿Es posible?

—El barco navega mejor que nunca. Como acosados por escorpiones, los hombres se revolvían inquietos, hablaban entre si y miraban a la Lapa para saber si ella estaba de acuerdo con aquel plan descabellado. Entonces volvió a oírse la voz enérgica del capitán:

—Pero no saben que su destino ya está fijado en el caso de que regresara a puerto. No saben las órdenes de la Compañía. ¿Prefieren, acaso, que sea descuartizado en tierra, que sus restos sean indignamente repartidos y que quizás esta misma barandilla —golpeó varias veces la madera con la palma de la mano— vaya a parar a un gallinero, que sea palo de corral?

El capitán hinchó el pecho y miró las caras curtidas. Nadie supo qué contestar, ni siquiera la Lapa hizo algún comentario, y los hombres se dispersaron cabizbajos, cada cual rumiando para sí lo que el capitán había dicho. Días más tarde, empezaron a sentir el recio viento austral. Las velas se tensaron y el Bohéme adquirió más ímpetu todavía; a gran velocidad, parecía navegar por su cuenta, excitado por la nevisca y templado por los golpes del mar, y tomó rumbo al sur como si conociera el camino mejor que los hombres que lo tripulaban.

Un mediodía de nubes oscuras y bajas y viento cortante, cuando navegaban en dirección sudoeste, bordeando las islas Malvinas, el mar se encabritó. Un viento eléctrico anunció la tormenta y sacudió las velas; pronto las olas barrían la cubierta. El capitán mando acercarse  más a tierra. Esta es la ocasión, pensó, mirando la carta de ruta; había desechado la inhóspita Isla de los Estados. En las Malvinas podremos ir a Puerto Argentino y comunicamos con la empresa.

—¡Atentos todos, cada uno en su puesto y apresten los botes!
La tormenta crecía y cobraba ímpetu, los botes salvavidas fueron, después de algunas actitudes dubitativas, rápidamente abordados por los hombres con sus bolsas marineras al hombro. Gertrude no permitió que nadie la ayudara y, dándoles la espalda a todos, incluso al barco, se instaló en la proa sobre su baúl, mirando la costa. El capitán Klosterboster fue el último en abandonar el Bohéme, que se zarandeaba de una manera admirable. Sus maderas se quejaban por todas partes como los huesos de un viejo veterano sometido a una dura prueba. Qué gran barco, qué gran compañero, pensaba el capitán, mientras se alejaban del Bohéme, dejándolo al garete en el mar encrespado. Lágrimas silenciosas corrieron por su cara y lo mismo le ocurría al piloto e igual a los marineros. La única que permanecía sin un gesto era la Lapa. Remaron arduamente entre las olas buscando acercarse a una pequeña ensenada entre las rocas. Arrastraron las chalupas por  la playa  y se  agruparon con bolsas y baúles en un promontorio a mirar el fin.

Un murmullo de admiración salió de las rudas gargantas. Veían cómo el viento zarandeaba al barco y que éste giraba y presentaba un flanco y luego otro a la tormenta, como un gladiador entre los leones. Subía y bajaba la proa, el bauprés hendía las olas como una espada. Tan pronto estaba arriba como desaparecía para volver a salir, fulgurante, entre las olas, bajo los truenos y los relámpagos.

—Querido amigo, ríndete —dijo con voz trémula el capitán—. Busca tu lugar en el...
—¡¡Shhhü —ordenó la Lapa—. El Boheme no se rinde.

Los hombres la miraron asombrados, pero ya el barco cercano en el horizonte los tenía con el corazón en la boca; sin respirar seguían la titánica lucha de los aparejos con la tormenta. Sujetándose gorras y gabanes porque el viento se los volaba, el grupo apiñado veía al barco maniobrar solo, subir las crestas y bajar al despeñadero. De pronto una débil columna de humo se irguió en el horizonte.

—¡Oooh! —Exclamaron desfallecientes las gargantas—. Se incendia el carbón...
—Es el fin —dijo con autoridad el capitán
Klosterboster—. Se incendia el carbón. Pronto arderá como tea y se irá a pique.

Gertrude tenía los ojos brillantes y los dientes apretados, pero nadie hacía caso de ella. Se sucedían momentos de angustioso silencio, hasta que de pronto la voz imperiosa de la Lapa se hizo oír:
—A ver, pásenme el catalejo.
Se lo pasaron y esperaron.
—Sí, sale humo. ¡Ajj...! —dijo estremeciéndose—. Ahí salen, saltan, lo abandonan las ratas. —

Bajó el catalejo y miro a los hombres uno a uno—: Como hicimos nosotros —fue un gol-pe bajo y la tripulación inclinó la cabeza; sólo el capitán tenía una mirada furiosa—. Va a quedar muy limpio —concluyó y volvió a observar el mar. Su cuello se tensó, alerta—: Vamos... Esperen. Ya me parecía —dijo la voz triunfante de Gertrude—. No sale más humo de bodega... Apagó el incendio.

—¿Apagó el incendio? ¡Apagó el incendio! ¡Hurra! ¡Hurra por el Boheme, ¡qué barco extraordinario! Qué barco tan marinero... —los hombres se daban palmadas en medio del viento. Aprovechando que estaban a espaldas de Gertrude, uno sacó una botella y la hizo circular. Con la melena descompuesta y el ojo pegado al catalejo, la Lapa seguía su transmisión. Poco a poco fue cambiando y hablaba sola.

—Muy bien, apagaste el luego, a ver ahora qué haces. ¡No, no gires a barlovento...! Así, muy bien. Resiste una embestida de por lo menos treinta nudos, el viento lo sacude, pero gira, muy bien. Sabe lo que hace... Pon el otro flanco... qué bien, no te encabrites... —Gertrude bajó el anteojo y miró las caras ansiosas; al piloto lo pescó con la botella empinada pero no se detuvo en estas pequeñeces. Dijo en un tono compasivo—: Sin ayuda no puede achicar los paños...

—Es claro, cómo va a poder un barco...
—No puede arriar las velas solo.
—En el caso de que...

—¡Silencio! —Exigió Gertrude, mirando otra vez—. Se está escorando, se está escorando y parece que la corriente lo arrastra... Debes dar el otro flanco al viento, no hagas eso, no te empecines... Quiere darle lucha a la tormenta. No te acerques a la costa, ¡es una orden...! —gritó Gertrude. La tripulación, arracimada a su alrededor, pendía de sus palabras. El piloto la miraba con la boca abierta, como si las cosas sucedieran en su cara y no en el mar—. No lo arrastra, le ganó a la tormenta... —la voz triunfal y por una vez emocionada de Gertrude los estremeció a todos—. ¡Le ganó a la tormenta!

Tomó al capitán por el brazo.
—Mujer, deja que ese barco tenga su fin en paz —dijo amenazador el capitán Klosterboster.
—Wilhelm Jakop, si dejas que ese barco se hunda no te hablaré en el resto de mi vida.
Los hombres clavaron la mirada en el capitán. No dejaba de ser una ocasión la que se le presentaba, pero la Lapa parecía tener un propósito.

—No permitiré que este noble y valiente velero sea desguazado, ya te lo he dicho, mujer. El Bohème debe hundirse —sentenció el capitán.

En taciturno suspenso, la tripulación esperó la réplica de la Lapa confiando en su tenacidad.
—El barco no quiere hundirse, no te das cuenta —dijo Gertrude, dejando pasmados a los hombres porque había puesto en palabras lo que todos sentían.

—Pues no seré yo quien lo lleve de nuevo a puerto... —dijo el capitán con un tono y una determinación que la tripulación jamás le había oído frente a su mujer.

—¡Entonces lo llevaré yo! —dijo la Lapa. Tenía los ojos brillantes, el pelo al viento; enérgica, cruzó a un lado y al otro el chal. El piloto la miraba desorbitado. Antes de que los hombres pudieran reaccionar, agregó:

—Yo y los que quieran seguirme —y les clavó a cada uno una mirada furibunda. Los marineros retrocedieron, Se miraron entre si y luego al capitán, que estaba tan boquiabierto como ellos.
—Gertrude, te lo advierto, ¡no permitiré que al Bohéme lo toque nadie! —rugió por primera vez el capitán.

Ya era demasiado. El barco bailaba en el horizonte y los hombres se mordían labios y uñas.
—Y por qué no lo tocas tú y lo sacas de esta posición en que lo has puesto, a ver.
Furibundo, el capitán se quitó la gorra y a cada palabra la golpeaba contra su pierna.
—Porque te vuelvo a decir que no quiero que lo...
—Sí, sí, que no lo desguacen. ¡Entonces quédatelo, hombre! No era que siempre quisiste tener tu propio barco.

El asombro del capitán Klosterboster se ensanchó como el océano. Necesitó una bocanada de aire. Era cierto, siempre había querido tener su propio barco y aunque el Bohéme no estaba en tan buenas condiciones... Pero caramba, pensó, si lo veía allí mismo luchando contra la tormenta como si tuviera veinte años. Se le iluminó la cara, en la que volvió a brillar con esplendor su expresión bondadosa.

—Hijos míos... —dijo con el pelo revuelto y parado como una cresta el capitán Klosterboster; el piloto ya asentía con sonrisa enajenada y beatífica—. En este momento solemne en el que he tomado la decisión, conjuntamente con mi abnegada esposa, de que mis ahorros y emolumentos sirvan al fin superior de adquirir esta nobilísima nave que, en estos precisos y fatales instantes, se debate en el piélago impetuoso, airado, iracundo y que veo por vuestras caras ansiosas que también vosotros, a la sazón...

—¡Pavadas! —Gritó intempestivamente la Lapa, envolviéndose en su chal y bajando del promontorio con extraordinaria agilidad—. ¡A los botes! ¡Al Bohémel

Atropellándose, la tripulación corrió tras ella. Empujaron los botes, cargaron precipitadamente los bártulos, subieron y empuñaron los remos. Miraron al capitán que, con expresión atónita, había quedado solo en el promontorio. Desde allí, con voz firme, gritó:

—¡A los botes! ¡Qué están esperando!
Subieron y bajaron en el mar encrespado hasta que tuvieron el barco a unos metros. Cuando iban a abordar, junto a la madera combada del casco vieron el insignificante chapoteo de Helga y parte de su semiahogada prole que también volvían. Un marinero enarboló un remo, pero la Lapa lo detuvo y enigmáticamente dijo:

—Hay que vivir.
Poco después, la primera en subir a bordo fue Gertrude. Los hombres corrían a sus puestos. Librados a sus propios impulsos, el Boheme se mecía, balanceaba, crujía y cabeceaba en perfecto estado y graciosa libertad. El capitán tomó la mano de Gertrude.

—Querida esposa...
Cuando iba a hablar, ella lo hizo primero:
—Está bien, está bien... —dijo con los ojos brillantes, distraída por las maniobras—. A tu puesto, Wilhelm Jakop, a tu puesto... —Le acomodó la gorra y le enderezó el corbatín.

El piloto voló al timón y el capitán, al puente de mando. En cubierta, la gran Gertrude, como ya habían empezado a llamarla los marineros, observaba cumplir las órdenes que eran transmitidas en el acto, de un extremo al otro del barco. La arboladura se enderezó y retomaron rumbo. En el castillo de proa, una invencible confianza brillaba en los ojos del capitán Klosterboster. Se consideraba uno de los hombres más felices del mundo. Nadie podía dudar de que el Bohéme cumpliría perfectamente su cometido doblando el cabo como un delfín, y que en dos meses estaría otra vez en puerto dispuesto a la próxima misión. Eso sí, pensó regocijado, de ahora en más bajo las órdenes de su nuevo y único propietario, el capitán Klosterboster. Puso una mano sobre la rueda del timón.

—Hermoso y valiente compañero, querido amigo, quiero participarte una buena nueva que...

La voz del capitán se fue perdiendo en las espirales del viento austral que hinchaban las velas desplegadas del Bohéme, mientras dejaba atrás una estela de espuma blanca como la nieve.


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