¿Leyó ayer los diarios? En los
Astilleros de Río Santiago botaron el Río Calchaquí, una flamante unidad de
diez mil toneladas de desplazamiento. Un barco mercante, claro, pero como
ocurre siempre, la marina mercante estuvo debidamente ausente en el
acontecimiento. Hablaron tres almirantes. A todo esto se escucharon algunos
chiflidos de los obreros, pero esto es harina de otro costal. Lo cierto es que
en la botadura de un barco mercante no hablaron los constructores ni los
marinos que van a conducirlo. Pues para lodo festejo en el mar, funciona casi
con exclusividad la Marina de Guerra. Para algo, digo yo, son marinos
intensamente preparados para los cocktails. Porque a los marinos acostumbrados
a masticar galleta dura, les siguieron los actuales marinos de buffet froid con
whisky y blanco de pavita. No tienen por qué saber nuestra profesión, es
cierto. No estudiaron los problemas de la navegación mercante, pero son ellos
quienes fijan las normas del desenvolvimiento de nuestra profesión. Se
consideran los únicos marinos con que cuenta el país, al menos los más
capacitados. De modo que excelentes navegantes, con gran experiencia en la
marina mercante, están subordinados a militares que saben menos que ellos, por
la sencilla razón que su experiencia en el mar es otra y con problemas distintos.
En las empresas gubernamentales como la nuestra, los técnicos de la marina
mercante responden a una reglamentación vertical: apenas son simples
informantes, no siempre tenidos en cuenta por sus superiores. Por supuesto que
muchas veces los técnicos verdaderamente capacitados terminan por retirarse y
quedan los otros, los mediocres y paniaguados de siempre.
Creo que este problema
viene de lejos y comienza desde la misma formación del marino. En Chile, para
dar un ejemplo bien cercano, hay una sola Escuela Naval, que forma los
oficiales de las dos ramas: la Armada y la Marina Mercante. Así crean de
entrada una comprensión y compañerismo que es difícil encontrar entre nosotros.
Aquí marino no es el navegante de ultramar, sea militar o civil, como en otras
partes del mundo. Un marino goza de prestigio social si es de la Armada y es un
tipo cualquiera si pertenece a la flota mercante. El resultado es que
actualmente faltan oficiales para los pocos barcos mercantes que tenemos, y en
cambio sobran almirantes para la Armada. Si yo fuera gobierno nivelaría esa
desproporción, tanto en número como en retribuciones. Daría de baja a varios
almirantes, y no por decreto, nada de prepotencia, eso no me gusta. Simplemente
les exigiría un examen práctico. Por ejemplo les entregaría un barco para que
lo llevaran de un lugar a otro. Digamos un buque puesto en Dársena D, frente a
los Elevadores de Granos. Un barco de 33 pies de calado, con su carga máxima,
para que el almirante ordene las maniobras de salida y lleve a ese buque hasta
el Pontón Intersección. Le juego cualquier cosa que el almirante encalla el
barco en la escollera de entrada e interrumpe la navegación del puerto por
varios días. Esta sería una forma de apreciar las condiciones del marino civil,
para que no lo desprecien como navegante de segunda categoría.
¡Y si al menos defendieran
a los barcos mercantes argentinos! Saben bien que la marina mercante es el
auxiliar natural e insustituible de la Armada Nacional. Así se lo enseñaron en
su Academia. Sin embargo están desmantelando y desnacionalizando a la flota
mercante. Lo dijo justamente un capitán, Recaredo Vázquez, siendo secretario de
Obras Públicas y Transportes: "En materia mercante me inclino por apoyar
la participación creciente de la actividad privada. Creo que la colaboración
estatal-privada es esencial. Al principio sólo podrá realizarse mediante una
generosa y lúcida actuación de quienes manejan las empresas estatales". Y
claro que se produjo esa política de generosidad hacia la privatización y
desnacionalización de la Marina Mercante. Con más generosidad que lucidez se
liquidó por 600.000 dólares la línea de pasajeros de Elma al Mediterráneo.
Ya por la década del 60 la
mayoría de nuestros barcos resultaban obsoletos. Sin embargo en 1963, Brasil
—con una flota mercante de unidades más modernas que las nuestras— tenía
184.000 toneladas en construcción en sus astilleros, contra apenas 28.000
toneladas en construcción en los astilleros argentinos. Esta realidad la
conocíamos los capitanes de la flota mercante y por supuesto la conocía de
sobra la Armada. Sin embargo prosiguió la misma política de liquidar o dejar
amarradas tantas unidades, y prosiguió el retroceso de nuestra marina, se
acentuó la edad promedio de nuestros barcos y el porcentaje ya ridículo de los
fletes que cobra el país en las exportaciones argentinas.
¿Qué otra cosa quiere que
le cuente? Los capitanes ya no hablamos de tormentas o de aventuras en el mar.
Eso es historia antigua. Cuando nos reunimos en nuestro Centro de Capitanes es
para estudiar estos problemas y defender nuestros derechos profesionales.
Hoy día un capitán no es la
autoridad absoluta, que llegado el momento tenía que resolver cualquier
problema por cuenta propia. Por ejemplo, antes un capitán debía disponer si en
un viaje tomaba o no una carga, de modo que podía rumbear para cualquier lado
bajo su responsabilidad. Le correspondía resolver la conveniencia comercial de
una carga o de un viaje. Hoy todo lo consulta y la empresa se lo ordena por
radiogramas, sin contar que las tarifas de fletes son convenios internacionales
y ninguna carga ni pasaje es convenida con el capitán. El capitán dejó entonces
de ser esa individualidad formada contra la lucha contra los elementos y los
hombres. Un barco es actualmente una máquina y todas las máquinas son casi
iguales. Se deja un barco por otro y también se cambia de línea y al final todo
resulta parecido. Claro que de pronto nos sale un viaje que no se parece a los
otros, o se nos presenta alguna carga rara. Las dos cosas me ocurrieron no hace
mucho, viajando como jefe de cubierta en el Entre Ríos, bajo el mando del
capitán Rivedo.
El Entre Ríos es un Victory
que todavía navega como carguero. Pero antes, poco después de terminada la
guerra, había sido adaptado para transportar inmigrantes. Palabra que daba
lástima meter a esas pobres familias en el sollado de un Victory para traerlos
a Buenos Aires. Hasta que un buen día se interrumpió el acostumbrado recorrido
al Mediterráneo. En lastre y sin pasaje rumbeamos al sureste. Nos recibió un
mar tormentoso con ráfagas cada vez más heladas. Seguimos apuntando al polo
sur. Hasta que un anochecer echamos el ancla frente a la factoría ballenera de
South George. Con esa podrida neblina del mar austral vimos unas figuras que se
movían en tierra como pingüinos. Eran los noruegos de la factoría. Parecían
alegres por la llegada del barco y nos saludaban levantando las botellas.
Largaban unos gritos de pájaros marinos y siguieron dando vueltas con pasos
inseguros, posiblemente por la nieve que les llegaba hasta las verijas. Y
continuaron esa ronda toda la noche. Y siguieron dando vueltas. Al amanecer,
cuando desembarcamos, ni nos miraron, los ojos clavados en la botella que
llevaban en la mano, y que no eran de cerveza ni de ginebra, sino de alcohol
puro, el que se compra en las farmacias, de 90 grados por lo menos. Y siguieron
dando vueltas toda la mañana, hasta que algunos fueron cayendo y durmieron la
mona, si es que ya no estaban muertos, o se pudrían vivos, porque había sí un
increíble olor a podrido, y era por las montañas de grasa de ballena que
rodeaban la factoría.
Total: eran treinta
noruegos trastornados por el alcohol y los teníamos que acarrear desde ese
punto perdido en el Atlántico Sur hasta Noruega, algo así como de un polo al
otro. ¡Y de un solo tirón! Así me lo explicó el capitán Rivedo, haciéndome
responsable, en mi calidad de jefe de cubierta, de esos treinta energúmenos.
—Mire, capitán —le dije—.
Esto no es una carga. Son seres humanos, mayores de edad y responsables de sus
actos. Allá ellos si quieren matarse como lo están haciendo ahora. Yo no puedo
hacerme responsable de esta banda de locos.
—No —me respondió el
capitán—. Yo tomo la responsabilidad de esta carga y lo mismo usted y los
demás.
A mí me resultó extraño eso
de llamar carga a esa gente, pero Rivedo sabía lo que decía. Eso resultó peor
que un cargamento de gorilas o de potros salvajes, porque ningún animal bebe
alcohol, y menos alcohol puro. A un animal se le enjaula o se amarra, y cualquier
carga se inmoviliza en la bodega, pero esos locos andaban sueltos y dueños del
barco. No cometieron ningún destrozo, eso sí que no. Ni se interesaron en
nosotros, para bien o para mal. De principio no nos miraron. Los tipos tenían
una sola preocupación: encontrar alcohol. En seguida desaparecieron las
botellas de la enfermería y de inmediato el capitán escondió las reservas. Se
les ofreció vino y cerveza: lo tomaban y seguían buscando alcohol. Limpiaron
las botellas de ginebra que llevaba la tripulación, las compraron con buenos
dólares, al precio que se le pidiera, pronto se terminó la ginebra y en ningún
momento dejaron de pedir y buscar y exigir y mendigar una botella de alcohol.
Llevaban un año en South George y volvían a su patria, pero no les importaba
otra cosa que una botella de alcohol puro.
—¿Se da cuenta? —me dijo el
capitán—. Al primer puerto que tocamos se nos desbandan. No había pensado en
eso y en verdad no me preocupaba demasiado. Allá él si perdíamos algún noruego
por el camino. Para eso tienen consulado en cualquier puerto del mundo.
Teníamos que acarrear a esos insanos de un polo al otro, pero por mi parte
confío siempre en el instinto de la gente en general, y particularmente en el
instinto de los locos.
—¿Sabe, capitán? Los locos
nunca son tan locos como parecen. Como dicen los brasileños: "É maluco
mais no cheira o fogo". Ya ve: no se caen al mar. En el primer puerto se
van a emborrachar como bestias, pero nadie va a perder el barco. ¿Apostamos
algo, capitán?
No me gustó cómo Rivedo
frunció la boca:
—Estos se largan en un puerto con alcohol y hembras y habrá que salir a
cazarlos uno por uno.
—No seré yo, capitán. —Ni usted ni nadie.
Eso me dio miedo. Yo no
había pasado un año entre hielo y grasa de ballenas y con esa borrasca polar
silbando todo el tiempo. Pero ya llevaba un buen tiempo en ese Entre Ríos y
sentía una gran necesidad de tocar un buen puerto, y justamente lo es Las
Palmas, y hacia allí nos dirigíamos. ¿No es así, capitán?
—Esto le quiero decir me
largó el capitán—. Viajamos directamente a Noruega.
—¿Y el aprovisionamiento?
—Lo voy a pedir en la rada de Las Palmas para seguir viaje sin que nadie
desembarque.
Y se alejó a su camarote.
Me sentí noruego. Yo llevaba bien escondido de los noruegos mi botella de
whisky y esa noche me la tomé casi entera de pura bronca.
A todo esto se terminó el
vino y la cerveza en el barco. Noruegos y tripulantes argentinos conservaban
algunas botellas y se produjeron las más extrañas especulaciones. Alguien
cambió un magnífico apáralo de radio y un abrigo de piel por una botella de
alcohol medicinal. Hasta que al final se terminó el alcohol puro, la ginebra,
el vino: las últimas botellas no fueron mercadas, sino simplemente robadas. Los
noruegos terminaron mirándose entre ellos con ojos desorbitados. Era como si
les faltara el aire. Uno se dejó caer de una escalerilla. Otro tipo, no sé cómo
se presentó con alta fiebre. Los dos fueron internados en la enfermería: en la
noche revolvieron todo buscando algo de alcohol.
Llegamos a Las Canarias y
nos detuvimos en Las Palmas para cargar agua, petróleo y víveres. Pero el
capitán ordenó anclar en la rada, bien lejos del muelle, con orden de que nadie
desembarcara. Ahí pagamos justos por pecadores.
—Si llegan a bajar estos carajos
—me dijo el capitán—. ¿Cómo hacemos para traerlos a bordo?
Los noruegos gritaban a los
boteros que se acercaran y les ofrecían cualquier cosa para que los llevara a
tierra. Por suerte los noruegos no sabían español y nadie les hizo caso.
Nos aprovisionamos
rápidamente y seguimos navegando hacia el norte. Los noruegos parecieron
enloquecer al pasar de largo un puerto repleto de alcohol y hembras. Ya no
fueron indiferentes y comenzaron a mirarnos con odio. De pronto nos sonreían,
pero esas sonrisas de niños grandes y rubios ya no me engañarán más en el resto
de mi vida. Por culpa de ellos realizaba el viaje sin escala más largo de mi
vida, y con el cargamento más difícil y peligroso.
En el barco llevábamos dos
camareras, dos veteranas gallegas de bigotes. Las pobres nunca tuvieron
problemas con la tripulación ni con los pasajeros, pero con esos noruegos
tenían que atrancarse en sus camarotes. Una noche yo estaba de guardia cuando
sentí gritos de una mujer y de un hombre, que correspondían a una camarera y a
un noruego. El tipo había conseguido —vaya a saber a qué precio— la botella de
alcohol. Después de tragarla se lanzó al ataque del camarote de las gallegas.
Lo hizo por un ojo de buey. El tipo era joven y delgado. Logró pasar la cabeza
y deslizó los hombros, pero al final se quedó en el medio, como partido en dos.
De pura bronca me dio ganas de sacarlo de allí a los tirones. Pero tuve que
estudiar la forma de sacar al tipo del embrollo sin aplastarle la nariz o
romperle una costilla. Y no fue por humanidad. Ocurría que si ese tipo se
accidentaba debíamos buscar un puerto para desembarcarlo. Porque todos los
tripulantes anhelábamos llegar a la meta: Noruega, del mismo modo que los
noruegos solamente pensaban en una botella de alcohol.
Por fin volvieron a
repetirse esas borrascas heladas que habíamos dejado en el sur. Y un buen día
llegamos al puerto de Bergen. Allí desembarcamos a los treinta noruegos: no
perdimos a ninguno. Yo estaba acodado en el puente de mando, al lado del
capitán Rivedo, y nos cambiamos una mirada de verdadera satisfacción.
Vi desembarcar al tipo que
quedó encajado en el ojo de buey. Abrazó y besó a tres noruegas, altas y
flacas, pero de buenas piernas. Podían ser la madre, la hermana, la novia.
Todas se parecían y ese noruego, hijo-hermano-novio era un niño grande, la boca
colorada у
el mechón rubio sobre la frente. Me habían contado que era un estudiante:
después de trabajar un año o dos en la factoría ballenera volvían a la patria
con la plata necesaria para terminar una carrera o comprarse una casa y
casarse. Claro que ya debía tener el hígado cocido en alcohol de 90 grados,
pero sonreía como un ángel rubicundo. Las alas, seguramente las alas de ángel
no lo dejaron pasar por el ojo de buey esa noche que se chupó una botella de
alcohol puro y quiso meterse en el camarote de las gallegas.
Posiblemente fuera por
culpa de esa navegación interminable, y me faltaba una buena borrachera y una
noche con mujer, pero lo cierto es que de pronto sentí orgullo de mi profesión
de marino, y lo que me resultó aún más extraño, un sentimiento de simpatía,
algo parecido a la admiración, hacia el capitán Rivedo.
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