Un barco que se aleja
es como un vendaval que sacude sin piedad al árbol de nuestra conciencia.
Muchas veces uno se siente estremecer, cimbronearse como el buque con el mar
revuelto; y entonces aparecen los inevitables recuerdos, casi sin proponérmelo,
como esperando el momento, ese infausto momento que invariablemente llega entre
tanta inmensidad de mar y cielo.
Pensamientos que
asoman implacables con su carga de dolor. Recuerdos que lo impregnan a uno con
esa triste nostalgia acrecentada por la distancia. Sentimientos que se agitan,
como el mar con el viento fuerte, y otros, apenas perceptibles, que se diluyen
como queriendo sepultarse en lo más profundo del océano.
Otras veces siento
que me muevo con un automatismo prácticamente instintivo. Miro todo lo que me
rodea y me encuentro como flotando en una nebulosa, una bruma indefinida donde
los tiempos se confunden con la misma insospechada rapidez con que lo hacen las
infinitas moléculas de este vasto mar.
Y la mente vuela...,
como esa bandada de infatigables gaviotas que acompañan nuestra indeclinable
marcha; como aquellas nubes recortadas que se mueven, sin pausa, tras la vana
ilusión del horizonte infinito.
Es entonces cuando
advierto, con angustiante impotencia, como todo se me escurre de las manos:
¡como el agua...!, ¡como tú, hija mía!
Recuerdo que me
mirastes asombrada: ¡claro!, ¡no me esperabas! Me miraste con esos ojos
celestes que brillaban radiantes, llenos de alegría. No sabías que esa tarde
iría a buscarte al colegio. Por eso te mostraste sorprendida; y no pudiste
evitar esa emoción que te sobrecogió al verme..., como no la pude evitar yo,
que inmóvil, te vi salir presurosa de la fila para acercarte corriendo, con tus
pasitos cortos y tu blanco guardapolvo almidonado.
Cuando me asomo por
la popa y observo como el buque, en su andar incesante y tumultuoso, va dejando
detrás una estela de agua convulsiva, pienso que así es mi vida; ¡como ese
pedazo de océano revuelto por las hélices!, ¡como esa masa de agua amorfa y sin
sentido que se desvanece dolorida entre recuerdos!
Hay noches
intensamente oscuras y serenas donde el murmullo del mar, golpeando suavemente
sobre las chapas, parecería ser la única señal de vida.
O aquella estrella
solitaria reflejándose en el agua negra como un haz tenue y dorado, que se
enciende y se apaga, como este sufrimiento... ¡Como tu recuerdo, hija mía!
Te tomé fuertemente
de las manos y nos fuimos caminando sin prisa. La tarde invernal estaba
espléndida y el sol radiante salpicaba con sus tibios rayos las hojas perennes
de las acacias.
El parque parecía
triste, sugestivamente triste; como extrañando esa enérgica purretada que suele
llenarlo los días de fiesta; o, también, porque nos veía así: ¡Tan cerca... y
tan lejos!
Recuerdo que te
descolgaste por el tobogán con la cabeza para abajo, mirando el cielo limpio y
celeste como tus ojos. Al caer, tu rubia cabellera desplegada era como un
racimo de oro, un dorado manojo de vida llegando alegremente hasta mis manos.
Por eso te abracé con
fuerza y sentí la inmensa dicha de tenerte... ¡Esa hermosa sensación de estar
abrazando a un ángel!
Pero ahora el barco
me lleva lejos, muy lejos...
Y en cada puerto te
veo...
Te vi en los brazos
de una rubia madre caminando soberbia por las calles nevadas; o en la tímida
sonrisa de esa niña africana corriendo negligente por la playa.
A veces creí verte
detrás de una lujosa vidriera de aquellas grandes tiendas luciendo impecable tu
vestidito nuevo.
Pero también te vi,
indefensa, en los ojos rasgados de una niña harapienta que tendía la mano
implorando limosna. Y te vi subiendo al barco, desgreñada y decidida,
ofreciendo tu carne lastimada por un poco de comida.
Y vi tu pequeño
rostro entre tantos otros gastados y famélicos, sin tiempo ni sonrisa, que
miraban asombrados preguntándome el porqué de sus miserias.
Llegamos fatigados a
la fuente. Estaba sucia y apenas cubierta por una delgada capa de agua, verdosa
y fría como ésta que me rodea. ¡Qué atenta mirabas mientras armaba aquel
barquito de papel! Me lo pediste como uno de tus tantos ruegos.
—¿Es muy grande tu
barco, papá? —preguntaste solemne.
—¡Sí, hija, muy
grande...! —recuerdo que te contesté mientras el barquito de papel iba y venía,
como encaprichado en quedarse con nosotros.
¡Y aquí estoy...! En
este barco inmenso, demasiado grande... ¡Y si supieras cuan chico resulta como
para contener tanta soledad!
Este insoportable
dolor de saber que estás muy lejos... O la misma angustiante convicción de que
te estoy faltando; ¡para correr fatigados por el parque!; ¡para acariciar tus
rubios cabellos desplegados al viento!, o, ¡para compartir tus penas y
enjugarte algunas lágrimas!
Por eso miro el
horizonte, limpio y sereno, y ni siquiera percibo la inmensidad que encierra.
Por eso trato de
buscarte entre tanto vacío mientras el barco se desliza, lentamente, para
llevarme lejos, irremediablemente lejos.
Te busco y miro el
firmamento, negro y cercano, y me parece verte allí; en esa estrella solitaria
que brilla radiante hacia el sur..., o en el recuerdo imborrable de aquella
tarde luminosa, antes de partir.
Y así te veo: sentada
impaciente sobre el caballito de madera, peleando ofuscada la sortija, mientras
la calesita giraba lentamente
A veces me sonreías;
otras, pasabas como indiferente.
Y esa música tan
pegadiza...
Agitaste triunfante
la sortija y un aire de gozo te invadía.
Luego me saludabas
con adioses, como intuyendo que nos separaríamos.
Y nos separamos...
¡Hasta otra vuelta...!
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