7 de octubre de 2012

Aldo Leone. Cuentos de marinos XI. Hasta otra vuelta

Un barco que se aleja es como un vendaval que sacude sin piedad al árbol de nuestra conciencia. Muchas veces uno se siente estremecer, cimbronearse como el buque con el mar revuelto; y entonces aparecen los inevitables recuerdos, casi sin proponérmelo, como esperando el momento, ese infausto momento que invariablemente llega entre tanta inmensidad de mar y cielo.

Pensamientos que asoman implacables con su carga de dolor. Recuerdos que lo impregnan a uno con esa triste nostalgia acrecentada por la distancia. Sentimientos que se agitan, como el mar con el viento fuerte, y otros, apenas perceptibles, que se diluyen como queriendo sepultarse en lo más profundo del océano.



Otras veces siento que me muevo con un automatismo prácticamente instintivo. Miro todo lo que me rodea y me encuentro como flotando en una nebulosa, una bruma indefinida donde los tiempos se confunden con la misma insospechada rapidez con que lo hacen las infinitas moléculas de este vasto mar.

Y la mente vuela..., como esa bandada de infatigables gaviotas que acompañan nuestra indeclinable marcha; como aquellas nubes recortadas que se mueven, sin pausa, tras la vana ilusión del horizonte infinito.

Es entonces cuando advierto, con angustiante impotencia, como todo se me escurre de las manos: ¡como el agua...!, ¡como tú, hija mía!

Recuerdo que me mirastes asombrada: ¡claro!, ¡no me esperabas! Me miraste con esos ojos celestes que brillaban radiantes, llenos de alegría. No sabías que esa tarde iría a buscarte al colegio. Por eso te mostraste sorprendida; y no pudiste evitar esa emoción que te sobrecogió al verme..., como no la pude evitar yo, que inmóvil, te vi salir presurosa de la fila para acercarte corriendo, con tus pasitos cortos y tu blanco guardapolvo almidonado.

Cuando me asomo por la popa y observo como el buque, en su andar incesante y tumultuoso, va dejando detrás una estela de agua convulsiva, pienso que así es mi vida; ¡como ese pedazo de océano revuelto por las hélices!, ¡como esa masa de agua amorfa y sin sentido que se desvanece dolorida entre recuerdos!

Hay noches intensamente oscuras y serenas donde el murmullo del mar, golpeando suavemente sobre las chapas, parecería ser la única señal de vida.

O aquella estrella solitaria reflejándose en el agua negra como un haz tenue y dorado, que se enciende y se apaga, como este sufrimiento... ¡Como tu recuerdo, hija mía!

Te tomé fuertemente de las manos y nos fuimos caminando sin prisa. La tarde invernal estaba espléndida y el sol radiante salpicaba con sus tibios rayos las hojas perennes de las acacias.

El parque parecía triste, sugestivamente triste; como extrañando esa enérgica purretada que suele llenarlo los días de fiesta; o, también, porque nos veía así: ¡Tan cerca... y tan lejos!

Recuerdo que te descolgaste por el tobogán con la cabeza para abajo, mirando el cielo limpio y celeste como tus ojos. Al caer, tu rubia cabellera desplegada era como un racimo de oro, un dorado manojo de vida llegando alegremente hasta mis manos.

Por eso te abracé con fuerza y sentí la inmensa dicha de tenerte... ¡Esa hermosa sensación de estar abrazando a un ángel!

Pero ahora el barco me lleva lejos, muy lejos...
Y en cada puerto te veo...

Te vi en los brazos de una rubia madre caminando soberbia por las calles nevadas; o en la tímida sonrisa de esa niña africana corriendo negligente por la playa.

A veces creí verte detrás de una lujosa vidriera de aquellas grandes tiendas luciendo impecable tu vestidito nuevo.

Pero también te vi, indefensa, en los ojos rasgados de una niña harapienta que tendía la mano implorando limosna. Y te vi subiendo al barco, desgreñada y decidida, ofreciendo tu carne lastimada por un poco de comida.

Y vi tu pequeño rostro entre tantos otros gastados y famélicos, sin tiempo ni sonrisa, que miraban asombrados preguntándome el porqué de sus miserias.

Llegamos fatigados a la fuente. Estaba sucia y apenas cubierta por una delgada capa de agua, verdosa y fría como ésta que me rodea. ¡Qué atenta mirabas mientras armaba aquel barquito de papel! Me lo pediste como uno de tus tantos ruegos.
—¿Es muy grande tu barco, papá? —preguntaste solemne.
—¡Sí, hija, muy grande...! —recuerdo que te contesté mientras el barquito de papel iba y venía, como encaprichado en quedarse con nosotros.
¡Y aquí estoy...! En este barco inmenso, demasiado grande... ¡Y si supieras cuan chico resulta como para contener tanta soledad!

Este insoportable dolor de saber que estás muy lejos... O la misma angustiante convicción de que te estoy faltando; ¡para correr fatigados por el parque!; ¡para acariciar tus rubios cabellos desplegados al viento!, o, ¡para compartir tus penas y enjugarte algunas lágrimas!

Por eso miro el horizonte, limpio y sereno, y ni siquiera percibo la inmensidad que encierra.

Por eso trato de buscarte entre tanto vacío mientras el barco se desliza, lentamente, para llevarme lejos, irremediablemente lejos.

Te busco y miro el firmamento, negro y cercano, y me parece verte allí; en esa estrella solitaria que brilla radiante hacia el sur..., o en el recuerdo imborrable de aquella tarde luminosa, antes de partir.

Y así te veo: sentada impaciente sobre el caballito de madera, peleando ofuscada la sortija, mientras la calesita giraba lentamente
A veces me sonreías; otras, pasabas como indiferente.
Y esa música tan pegadiza...
Agitaste triunfante la sortija y un aire de gozo te invadía.
Luego me saludabas con adioses, como intuyendo que nos separaríamos.

Y nos separamos... ¡Hasta otra vuelta...!


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