Comentario: Continuando con “Misión Cumplida” de Jorge
Muñoz, subimos un segundo capítulo.
Utilizamos la 2da Edición Ampliada.
La reproducción es textual. Solo esta modificado la forma de
presentación y algunas negritas.
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UN POCO DE HISTORIA ...
La historia de nuestra Marina Mercante refleja en
todas sus aristas la nobleza de una gesta enraizada con lo más profundo de
nuestro ser nacional. Su participación y presencia resulta insoslayable en lo
que hace a la gestación de la Patria y al desarrollo de nuestra Nación.
Nadie, quizá, pudo llegar a imaginar que de aquella esforzada y habilidosa
marinería que a partir de Solís, en 1516, acompaño a tanto navegante del mundo
hacia estas playas, (Magallanes en 1520 y Gaboto en 1527) surgiría con el paso
de los años, una nueva raza de marinos, no solo nutridos de un claro sentido de
lo argentino, sino también dotados de altos conocimientos profesionales que les
darían valía y respeto en sus viajes por los mares a través del mundo.
Pero habrían de pasar algunos años más para que el adelantado de Don Pedro de
Mendoza se llegara hasta el “Mar Dulce”, tal como lo marcara la
cartografía de Solís, para detenerse en su boca y el 2 de febrero de 1536
fundara el Puerto de Nuestra Señora Santa María del Buen Aire. En ese puerto “seguro”,
según dirían generosamente algunos pilotos españoles, nació, junto al “riachuelo
de los navíos” el primer astillero de construcciones, transformaciones,
reparaciones navales y carenas de la margen sur del Río de la Plata y pese a
que el mismo tuvo un breve lapso de actividad se vislumbró a través de la misma
que en pro de un interés común, “hacer bergantines para conquistar y
descubrir las tierras” se forjaban nuevos carpinteros, herreros y calafates
que iban a dar “naos, chalupas y bateles” para la creciente demanda de
los atrevidos exploradores.
La empresa de conquista y colonización continuó por esos caudalosos ríos hasta
que el 11 de junio de 1580, Juan de Garay concretó su más codiciada ambición y
fundó junto al Puerto de Santa María de Buenos Aires, la ciudad de la Santísima
Trinidad, cuya heráldica mostraba además de una paloma radiante en su parte
superior; un mar agitado en su parte inferior donde sobresalía como emblema de
puerto, la uña de un ancla. Más adelante, en 1716, por Cédula Real de Felipe V,
se le otorgó el título de “Muy noble y muy leal Ciudad de Buenos Aires”
y como acentuando su reminiscencia naviera le fueron agregando a ese escudo una
carabela y un bergantín.
Sin embargo junto con la actividad naviera que trajo progresos económicos y
beneficios diversos también se acercaron a nuestras tierras, además de ávidos
usurpadores también mercaderes inescrupulosos, contrabandistas y piratas. Pero
para esos últimos y como un rechazo natural hacia todo lo negativo, el Río de
la Plata iba a oponerles su propio elemento de defensa, los bancos de arena que
hacían peligrosa su navegación. “De vez en cuando se acercaban corsarios
franceses, ingleses, holandeses o dinamarqueses, que amagaban sin que nunca
pasaran mayormente nada, pues si bien el “Río de la Plata” tiene anchura de
mar, en esta costa su profundidad es de zanja y era riesgoso acercarse sin
hacerse pedazos contra un banco de arena”.
Para ese tiempo España era
la primera potencia marítima mundial pero su poderío iba a comenzar a
tambalearse cuando Felipe II lanzó a la lucha a la Armada invencible en 1578 a
un mando de discutible capacidad. Pese a ello el comercio marítimo de sus
colonias continuó y sus precauciones estuvieron en andar armados y convoyados
dado que el mar era teatro de piraterías y salteos. Los Gobernadores del Río de
la Plata ejercían como Superintendentes portuarios o más bien como Tenientes de
Marina Mercante y dedicaban todas sus energías al encaramiento de todos los
problemas, especialmente los navieros, pues de su puerto iban a irradiarse como
centro nervioso la actividad de una tierra que buscaba exportar sus productos y
atraer todo lo necesario para su progreso. Fue por ello que el Cabildo de
Buenos Aires logró que se implantara, en 1618, la línea de dos navíos anuales
entre Sevilla y su puerto cuya carga exclusiva era cueros.
Sin embargo junto con la derrota de la Armada Invencible de Felipe II en 1583,
punto de partida de la gradual declinación de España en el mar después de un
siglo y medio de liderazgo, también resultó principalmente perjudicada su
marina mercante. La Armada española tratando de recuperar su poderío pegó
manotazos apoderándose mediante la confiscación y el embargo de los mejores
barcos mercantes. Este procedimiento no trajo un mayor poderío de la Armada
pero si la desgracia de su marina mercante junto con la cual quedó a merced de
Inglaterra. Así, desde mediados del siglo XVII comenzó el predominio de
Inglaterra en el mar.
Para tratar de restablecer el equilibrio, la Corona española creó en 1715 la secretaría
de Marina e Indias que impulsó una nueva política naviera consistente en una
nueva mentalidad en el manejo de la administración del vastísimo imperio. Ello
llevó a que tomara seria injerencia la marina mercante española, que prescindió
paulatinamente de la embarazosa protección de la Armada y se dedicó al envió de
naves sueltas, de registro, logrando de esa forma mantener un servicio regular
con el mercado americano.
En 1720 se dictó la real orden española que estableció el sistema de “flotas
de galeones” (buques mercantes escoltadas por numerosas naves de guerra)
del Perú y Nueva España, y los navíos de registro y avisos. Naturalmente el
tráfico no era abundante y solo llegaba al puerto de Buenos Aires una media
docena de esos buques.
En diciembre de 1739 América se anoticiaba del estado de guerra del imperio
español con Inglaterra y seguidamente a ello se notó un intento de
resurgimiento español que derivó en nuevas alianzas para frenar los conflictos.
Fue así como los Borbones, franceses y españoles, firmaron el Primer Pacto de
Familia para tratar de contener los avances ingleses y portugueses. Era sabido
en 1740 que el Rey de España había comunicado al Gobernador Salcedo las
sospechas de que los ingleses intentaban apoderarse de Buenos Aires. Una
amenaza que no se concretó en ese momento pero preanunció las futuras
invasiones.
A ello debió sumarse que franceses e ingleses
le habían echado también el ojo a las Malvinas como escala y apostadero de los
barcos que navegaban desde y hacia el Pacífico. De hecho en 1764, los
franceses, con Luis Antoine de Bougainville, tomaron posesión del archipiélago,
fundando Fuerte San Luis y los ingleses un año después ocuparon la bahía que
bautizaron Puerto Egmont, en la Gran Malvina. Si bien poco después y por
distintas razones, ambas potencias iban a abandonar las islas (Francia por
reconocimiento del derecho español, e Inglaterra por amenaza de desalojo),
barcos corsarios de esas y otras banderas no dejarían de incursionar en el
archipiélago con fines de explotación de su fauna lobera y ballenera. Con
objeto de contener esas incursiones y para asegurar las Malvinas, España nombró
un gobernador para las mismas bajo la dependencia de la Capitanía General de
Buenos Aires.
Con la creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776 se incrementó la
actividad naviera y se intensificaron no solo los viajes hacia otras colonias
españolas sino que también se profundizó en la exploración de los ríos Negro,
Colorado y el Bermejo, tomándose, además, medidas para establecer poblaciones
en las costas del litoral Atlántico sur. Esta última actividad contó con el
valioso aporte de los navegantes Basilio Villarino y los hermanos Antonio y
Francisco Viedma, el primero fundador de Deseado y los segundos de Carmen de
Patagones, quienes siempre estuvieron imbuidos de una fuerte “mística
patagónica”.
Dos años más tarde Carlos III decretó la apertura de todos los puertos de
España para el comercio con las colonias americanas, registrándose desde 1792 a
1796 un promedio anual de 62 navíos entrados al puerto de Buenos Aires.
Después de la paz firmada con Inglaterra en 1783 y la implantación del libre
comercio (1778) en el Río de la Plata que permitía el comercio entre 25 puertos
de América y 15 de España, el Puerto de Buenos Aires, en franca competencia con
el de Montevideo, mantenía un promedio anual de 80 barcos y los ingresos
aduaneros de nuestra Capital superaban a los de Lima. Todo ello hizo cambiar
favorablemente no solo el aspecto de su ensenada plagada de embarcaciones sino
también la mentalidad de sus habitantes cuya actividad estaba fijada en ese
único medio para exportar e importar: el mar y sus barcos mercantes.
Para ese tiempo la riqueza de los mares bajo dominio de la Corona de España era
mucha y a fin de organizar su recolección (caza y pesca) elaboración y
comercialización por Cédula Real, se había creado – en 1775 – la Compañía
General de Pesca entre cuyos primeros objetivos se encontraba la explotación
comercial de las costas patagónicas. A tal fin, en 1790, una expedición
compuesta por dos fragatas y dos goletas al mando de Don Juan Muñoz, llegó a
Puerto Deseado donde, además de las faenas productivas, emprendieron el
desarrollo poblacional a través de la fortificación de Deseado y la ocupación
territorial, creando colonias, con arraigo de familias que sembraron cereales y
hortalizas. Y si bien estos primeros experimentos para lograr asentamientos no
tuvieron inicialmente éxito debido a diversos factores, entre ellos la dureza
del clima, se había dado principio de ejecución a una política estratégica
beneficiosa a mediano y largo plazo de ejercicio de la soberanía.
El crecimiento del tráfico marítimo con la participación del grupo de comercio
activo rioplatense, donde barcos españoles se matriculaban en Buenos Aires o
Montevideo, dio margen en 1796 al
entonces secretario de la Junta del Real
Consulado de Industria y Comercio, el licenciado Manuel Belgrano a impulsar a
una iniciativa que prosperaría poco tiempo después. La necesidad de la
enseñanza a través de la creación de una Escuela de Náutica “como medio
de protección del comercio, sin cuyos principios nadie pudiese ser patrón de
lancha en este río y, además hubiese jóvenes de quienes echar mano para las
embarcaciones que vienen de España en caso de encontrarse sin piloto o
pilotín”.
Si bien Belgrano, por su posición de secretario- con voz pero no con voto – en
el Real Consulado fue el motor entusiasta que difundió a través de la tribuna
que le permitía la confección de la Memoria Anual la necesidad de la enseñanza
náutica, cuya concepción estaba explícitamente indicada desde la creación del
Consulado, le correspondió al Piloto Juan Alzina el papel de promotor a través
de su primera presentación alusiva a la instalación de la Escuela de Náutica
ante las autoridades de la Junta del Real Consulado.
Belgrano, que más tarde se distinguiría en la lucha por la Independencia y como
creador de nuestra bandera nacional, supo, con extraordinaria clarividencia y
habilidad fijar también precisas normas para la política naviera nacional y
bajo el pretexto de fomentar la industria y la agricultura comenzó a abrir las
puertas a la construcción de buques “para tenerlos a disposición del
virreinato”, proponiendo además, la limpieza del puerto, la construcción de
un muelle, la confección de cartas náuticas, la exploración de los ríos
interiores y la represión del contrabando.
Con el informe favorable del Ingeniero Militar Tte. Coronel, asimilado con el
grado de Capitán de Navío a la Marina Española, D. Félix de Azara, integrante
de la Comisión de Límites en América entre España y Portugal, el Consulado de España decidió crear la
Escuela de Náutica cuyo primer director fue el geógrafo “ingeniero
voluntario de ejército”, Don Pedro Antonio Cerviño Núñez (de la
referida comisión de límites) quién fue secundado por el Piloto, Juan de
Alzina, ambos de origen gallego. A Cerviño le competería la responsabilidad de
impartir la enseñanza de los conocimientos técnicos sobre geometría,
trigonometría plana y esférica, hidrografía, calculo diferencial e integral. En
tanto, el “piloto agrimensor”, Alzina – más adelante se escribiría
Alsina – (padre de Valentín Alsina y abuelo de Adolfo Alsina quien llegaría a
ser vicepresidente de la República), se haría cargo de la teoría y práctica de
pilotaje, cosmografía, uso de instrumentos náuticos y del conocimiento de los
elementos de la navegación. El paso de Alsina por la Escuela fue breve, pues su
oposición al carácter marcadamente teórico de Cerviño derivó en su renuncia,
siendo reemplazado por Carlos O´Donell, otro de los peritos venidos con Azara. Las actividades de la Escuela se iniciaron
el 25 de noviembre de 1799 y en su texto reglamentario, obra de Manuel
Belgrano se expresaba: “el principal objeto de este establecimiento es el
estudio de la ciencia náutica, proporcionando por ese medio a los jóvenes una
carrera honrosa y lucrativa y a aquellos que no se dediquen a ella, el
propósito de obtener más conocimientos por sus progresos, bien sea en el
comercio, bien en la milicia o en cualquier otro estudio”.
Pese a la oposición de la
Comandancia del Apostadero de la Real Armada en Montevideo que no veían con
buenos ojos a “esos advenedizos civiles de Buenos Aires que se atrevían a
crear una Escuela de náutica, nombrar profesores, dictar reglamentos y otorgar
títulos” sin tener la aprobación suya, el establecimiento educacional
continuó desarrollando sus actividades hasta que el 13 de marzo de 1802 egresaron los primeros quince graduados.
Entre ellos se encontraba quien más tarde llegaría a ser Ministro de Guerra del
Gobernador Martín Rodríguez, el Brigadier General Francisco F. De La Cruz y
también quién, con el tiempo, sería el General, Lucio Mansilla, el cual, además
de acompañar al General, San Martín en su campaña, tendría luego a su cargo la
defensa del Paso de Obligado durante la agresión anglo – francesa.
Durante la ceremonia de graduación, que
fue presidida por el mismísimo Virrey Del Pino, Belgrano, sin dejar de
subrayar el decisivo papel del Consulado señaló con orgullo: “Ya
sabéis ahora de quién echar mano para que conduzcan vuestros buques”.
Por su parte Cerviño en una vehemente alocución manifestó: “Con frutos y
marina haremos un comercio activo, nuestras relaciones mercantiles tomaran la
extensión de que son capaces; ya no seremos comisionistas serviles de los extranjeros;
nuestras embarcaciones irán a los puertos del norte; los fletes que hasta ahora
han utilizado y dado fomento a la marina de los enemigos del Estado, se
difundirán en la nación y la harán rica y opulenta”. Don Martín de Alzaga,
alcalde de 1er. Voto, calificó las ideas de éste discurso de “insolentes,
heréticas y subversivas”.
El Virrey no opinó lo mismo y ordenó su publicación.
La Escuela de Náutica se convirtió así en el Primer Instituto Superior de
Ciencias Exactas del Río de la Plata, por cuyos claustros pasó la flor y nata
de la sociedad porteña.
Así podrían mencionarse a Argerich, Zamudio, Somellera, José Patrón
Roxas (fundador del Arma de Arsenales), Francisco de la Cruz , Arana, Fernández
Cuenca, Herrera Elizalde; el jurisconsulto Benito González Rivadavia (sic),
naviero armador y padre de quién después sería el primer presidente de la
Nación , el Dr. Bernardino González Rivadavia, entre quienes figuran como
examinados e integraron sus claustros. Otro de los primeros graduados de la
Escuela fue D. José Benito de Goyena que luego con la jerarquía de Coronel de
Marina estaría a cargo de la Comisaría General de Marina.
A fines de junio de 1806 a raíz de las primeras invasiones inglesas a Buenos
Aires, Don Santiago de Liniers, que encabezó la reconquista, pudo contar, entre
otros cuerpos voluntarios, con la ayuda de una Compañía de Capitanes y Pilotos
Particulares (Mercantes) en ese momento al mando de D. Antonio Amaga, quienes
fueron integrados a los Cuerpos de Artilleros, pues a juicio de los militares “eran
muy buenos en el cañón”.
Al año siguiente y como medida previsora el Reconquistador de la Ciudad,
Don Santiago de Liniers, llamó a formar regimientos voluntarios según el origen
de sus miembros. Fue así como entre los primeros en presentarse se vieron a
profesores, graduados y alumnos de la escuela de Náutica quienes acudieron a
tomar las armas en defensa de la patria. Don Pedro Cerviño fundó y comandó el
regimiento patriótico “TERCIO DE VOLUNTARIOS URBANOS DE GALICIA”, que
llegó a nuclear más de 600 hombres, los cuales se cubrieron de gloria y honor
en la defensa de Buenos Aires. Esa unión, sellada con sangre, de la Escuela de
Náutica y la Colectividad Gallega de Buenos Aires iba a continuar a través de
los siglos y se perpetuaría hasta el día de hoy como símbolo sagrado de nuestra
herencia y el aporte que sus hijos dieron a nuestra patria.
Es justo mencionar que en las memorables jornadas de la Defensa de Buenos Aires
en julio de 1807 participó activamente quién había sido Segundo Director de la
Escuela , el Piloto, Juan Alsina, quién perdió su vida combatiendo al mando del
REGIMIENTO DE CAPITANES Y PILOTOS MERCANTES.
Pero quizá el broche de oro del aporte de los hombres de la
Escuela de Náutica a la defensa de Buenos Aires haya sido el valeroso gesto del
Capitán de la Compañía de Granaderos del Tercio de Gallegos, Don Jacobo Adrián
Varela (padre del patriota Florencio Varela), quién mandado a cubrir el
estratégico Cuartel del Retiro y la Plaza de Toros, con sus 34 granaderos
gallegos, protagonizaría, al decir unánime de los historiadores, el acto más
sublime y heroico de la Defensa. Ya sin municiones, Varela ordenó cargar a
punta de bayoneta a sus hombres contra más de mil soldados ingleses. ¡Antes
muertos que esclavos! –gritó con furia- y cruzando un helado
charquizal, donde algunos hasta perdieron sus botas, logró romper el cerco
británico para continuar la lucha hasta caer herido en el Convento de Santo
Domingo.
Pero si bien la marcha de la Escuela de Náutica había sido exitosa hasta
ese momento, a partir de que fueran suspendidos sus cursos “transitoriamente”,
con motivo de la defensa, ya no pudo volver a reabrir sus puertas pues la Corte
de España suprimió su actividad por Orden Real, el 22 de enero de 1807. A
tal efecto el Capitán General de la Armada española, Francisco Gil y Lemos, a
la sazón Ministro de Marina, dispuso la clausura y disolución del Instituto
argumentando que: “Estas escuelas de lujo contribuyen a fomentar los
sentimientos hostiles de los criollos”.
No obstante ello la Junta de la Escuela de Náutica recurrió al Cabildo,
recomendando la creación de ese tipo de escuelas. Fue así que el Real Consulado
tomó bajo su protección la Escuela denominada de Matemáticas (con orientación
náutica) donde a través de sus siete años de vida cursaron un buen número de
alumnos muchos de los cuales egresaron con el título de piloto.
A partir de ese entonces los estudios náuticos en el país continuaron a través
de la persistente búsqueda por medio de diversas escuelas y academias de marina
para la obtención de oficiales con formación teórico práctica.
Con la revolución de mayo de 1810 además de iniciarse nuestro
proceso de libertad
e independencia, se iba a producir el comienzo de un vuelco favorable a
nuestros intereses navieros y el futuro desarrollo de la Armada. No debemos
olvidar que la Junta Gubernativa que tomó el mando de las provincias del Río de
la Plata, encabezada por el Brigadier General, D. Cornelio Saavedra, contaba
entre sus integrantes nada menos que Manuel Belgrano quién justamente, además
del iniciador de la Escuela de Náutica era quién había sentado las pautas, con
vistas al futuro, de la marina mercante nacional. Así también consustanciados
con el porvenir marítimo de la Argentina en ciernes, se encontraba en esa Junta
además de Juan Larrea y Domingo Matheu, ambos pilotos mercantes matriculados en
España; Mariano Moreno, redactor de la “ Representación de los Hacendados”,
documento donde exponía ideas vinculadas directamente con la actividad naviera,
seguramente inspiradas en el pensamiento de Belgrano.
Fue por ello que los prohombres de mayo, no obstante, las graves atenciones que
demandaba el nuevo estado revolucionario, también tuvieron preocupación por la
enseñanza náutica y a tal fin el 19 de agosto de 1810, la Primera Junta de
Gobierno decretó la fundación de la denominada Escuela de Matemáticas, de breve
trayectoria. Por su parte la Asamblea de 1813 en virtud de la importancia vital
que tenía para el naciente Estado de poseer profesionales que pudiesen hacerse
cargo del transporte marítimo, base fundamental del comercio exterior y de
nuestros intereses soberanos, decidió reabrir la escuela de Náutica otorgándole
nuevamente a Don Pedro Cerviño la dirección de la misma. En esa
oportunidad se dispuso la obligación a los cadetes de la Guarnición Militar de
Buenos Aires de asistir a sus clases, por lo que se constituyó en el primer
instituto militar de nuestra patria.
A esta altura de la historia, nuestra naciente patria, pudo contar con la
participación de D. Guillermo Brown, un naviero irlandés, capitán de marina
mercante con experiencia militar, quién había llegado al Río de la Plata en
1809 y que más tarde sería “nuestro Almirante”. El mismo por
orden del director Supremo de las Provincias del Río de la Plata organizó y
comandó, a través del Ministro Juan Larrea, nuestra fuerza naval, transformando
en base a su capacidad los cascos mercantes en eficientes buques de guerra,
cambiando los fletes por metralla y convirtiendo a marineros mercantes en
osados combatientes para triunfar en gloriosas batallas que tuvieron su apogeo
el 17 de mayo de 1814, con el combate de Montevideo, dando fin al dominio hispano
en aguas rioplatenses y afirmando nuestra libertad.
Quienes más tarde serían nuestros próceres tampoco estuvieron ajenos a impulsar
una marina mercante nacional. Tal fue el caso de Juan Manuel de Rosas quién con
sus jóvenes veintidós años, en 1815, asociado con Juan Nepomuceno Terrero y
Luis Dorrego, con fin de independizarse del transporte británico que se negaba
a transportar carne salada a mercados consumidores que no eran de su interés,
organizó una flota mercante propia para llevar tasajo hasta Brasil y los
Estados Unidos.
De tal manera ese emprendimiento comercial resultó un acto fundacional y
soberano, de las primeras empresas navieras argentinas independientes con
tráficos internos y de ultramar.
Un año más tarde tratando de dar continuidad a la búsqueda de un cauce
académico a nuestros impulsos náuticos se dispuso la reapertura de la Escuela
de Matemáticas bajo la dirección del profesor catalán, Don Felipe Senillosa y
tres años después se nombra Director de la Escuela de Náutica al Piloto de
Altura Antonio Castellini, oriundo de Córcega y nacionalizado argentino. Es
justo establecer que la escuela de Náutica no tuvo dependencia alguna de la de
Matemáticas de Senillosa pero si eran coincidentes en la necesidad de otorgarle
conocimientos teóricos a los futuros pilotos. De hecho para secundar a los Capitanes
de buques era menester haber cursado por lo menos dos años de matemáticas. En
1820 debido a graves trastornos políticos e institucionales en el país, la
escuela de Náutica quedó sin partida presupuestaria y dejó de funcionar.
Pero es a
partir de la Declaración de nuestra Independencia en 1816 que podemos empezar a
referirnos a la Marina Argentina, a los puertos Argentinos, a la industria
naval Argentina, a los tripulantes Argentinos, etc. Y fue también a partir de
esa época en que comienza esa historia tan rica en acontecimientos y plagada de
disímiles situaciones según la marcha del mundo y los gobiernos que ya ha sido
tratada por numerosos historiadores y desborda el propósito de esta breve
reseña. Solo cabria decir que las empresas encaradas por diversos gobiernos
nacionales a través de las Escuelas de Náutica y Naval Militar en distintos
momentos de la historia en el siglo pasado, demuestran que pese a los graves
problemas que surgían para organizar definitivamente la Republica , jamás se
dejó de lado la idea de continuar formando una conciencia marítima naval para
que nuestra Armada contara con eficientes oficiales y que pilotos argentinos
comandaran buques con nuestras banderas transportando la producción de nuestro
suelo por las rutas oceánicas del mundo.
Dentro de un cúmulo de realizaciones que nuestro joven país necesitaba se
fueron cumpliendo todas aquellas ideas que Belgrano propulsó. Y si bien la
Escuela de Náutica fue una de las más importantes creaciones, también se debió
a su impulso el creciente avance de la construcción naval y de los elementos
náuticos, con objeto de dar vigor a una marina mercante propia. Se desprende de
la lectura de todas sus Memorias y en el “Correo de Comercio”, compendio final
de sus ideas progresistas consulares, su visión por dar cauce a la necesidad de
embarcaciones propias y manufacturación de los elementos que favorecen a la
construcción naval. Junto a ello su política portuaria para Buenos Aires, que
no poseía abrigos ni fondeaderos, como así también los puertos fluviales y vías
de cabotaje encontraron en Belgrano a su más firme iniciador y propulsor. Fue
sin duda por sus grandes meritos de servicios a la patria y estos laudatorios
trabajos que en vida del prócer se honró a su figura confiriendo el nombre de General
Belgrano a un primer barco cuya patente fue otorgada el 5 de mayo de 1817 a
su armador.
La desaparición del poder naval español en el río de la Plata trajo consigo, a
los gobiernos nacionales, la necesidad de ejercer el dominio marítimo en las
costas patagónicas y su proyección hacia el antártico para tratar de lograr una
mayor presencia en el Atlántico Sur y así desalentar las incursiones y
apetencias expansionistas, especialmente de países vecinos. Ese afianzamiento
nacional en el Mar Argentino que estuvo postergado por algunos años debido,
además de las luchas intestinas, a las guerras en procura de consolidar la
Independencia y soberanía contra las acechanzas de fuerzas inglesas, francesas,
portuguesas y brasileras, se fue concretando a partir de 1820 a través de
la actividad naviera y mercante en áreas tales como Bahía Blanca, Carmen de
Patagones, Chubut, Santa Cruz y Tierra del Fuego, logrando irradiarse una
presencia marinera que nos otorgó un mayor dominio marítimo. La presencia de un
buque mercante de matrícula nacional navegando en aguas costeras y mostrando su
bandera constituía sin lugar a dudas una muestra cabal de territorialidad a la
par que ejercitaba los intereses marítimos que nos representaba.
Esta política llevada a cabo en una conjunción de componentes mercantes y
navales tuvo entre sus protagonistas a un valioso plantel de capitanes
mercantes, con sus tripulaciones. Entre ellos podemos mencionar a Francisco Fourmantín,
Antonio Lamarca, Álvaro De Alzogaray, Roberto Beazley y tantos otros que no se
limitaron a navegar entre Buenos Aires y Carmen de Patagones, sino que llevaron
la presencia nacional a Malvinas, la Isla de los Estados y hasta el confín del
litoral patagónico. Y en cuanto hace a la defensa de la soberanía austral
cabría un capítulo especial a la obra de Don Luis Piedra Buena, profesional del
mar, graduado en una escuela de náutica estadounidense, a quien la Armada
confió sus mejores jóvenes y cuyo papel de permanente vigilante de nuestras
tierras y aguas patrimoniales lo hacen merecedor de nuestro eterno
reconocimiento.
La recurrencia del gobierno Nacional al empleo de naves mercantes para
hacer acto de presencia en las aguas australes debido a la carencia de buques
de guerra en servicio, motivó la aplicación de acordarles subvenciones y quita
de tasas de impuestos a aquellos barcos que cumpliendo el trayecto Buenos
Aires, Bahía Blanca, Carmen de Patagones transportaran correspondencia sin
cargo, un cupo de pasajes y cargas oficiales. Este sistema que más adelante
daría pie a la creación de agencias marítimas y compañías de navegación
locales, por resultar conveniente, se reactivó después de la batalla de Caseros
y sirvió para mantener la presencia del pabellón nacional en el Atlántico Sur,
a la par que un servicio eficiente y económico para uso del Estado.
La alternancia de Marinos Mercantes a la Armada y viceversa con motivo de
crisis de guerra o una vez producida la paz, fue una realidad. Al producirse
las crisis muchos marinos mercantes eran derivados, con categoría naval, a
barcos de guerra, mas cuando finalizaban las operaciones militares las unidades
eran radiadas de servicio o rematadas y se licenciaba a las tripulaciones que
en la mayoría de los casos volvía a embarcarse en barcos mercantes. Esta
política, ni buena ni mala, producto de una época y una necesidad, si bien pudo
haber tenido su lado positivo en cuanto hizo a la complementación humana
y disposición de mano de obra profesional, tuvo su lado negativo en
cuanto hizo al poco compromiso por parte del Estado Nacional. Esto fue así
hasta que, luego de un largo camino, tras ser consolidada la paz, se logró el
ordenamiento de las Instituciones del Estado y se estableció definitivamente
nuestra identidad como Nación.
En 1872 el Presidente de la Republica, Domingo Faustino Sarmiento,
reorganizador de la armada Nacional, fundó la Escuela Naval y en esa forma
quedó encauzada definitivamente la enseñanza militar dentro de nuestra Marina.
Pero debían pasar varios años más para que se recreara la nueva Escuela
de Náutica, heredera y continuadora de la que dirigiera en 1799 Cerviño e
impulsara el estímulo patriótico de Belgrano.
Dicha Escuela renació por decreto del Presidente de la Nación José E. Uriburu,
refrendado por el Ministro de Educación D. Antonio Bermejo, el 12 de julio de
1895. A su vez el Congreso Nacional a raíz de un proyecto elevado por el
Poder Ejecutivo votó: “un presupuesto de fondos necesarios para la fundación
de una escuela de Pilotos y la conveniencia que existe en instalar un
establecimiento donde se fomente y estimule a los nacionales para seguir una
carrera en la que podrán prestar grandes servicios al desarrollo de la marina
mercante nacional, como asimismo la urgencia que existe en regularizar la
expedición de los diplomas que habiliten para ejercer el pilotaje en
condiciones satisfactorias de idoneidad. El Presidente de la República Decreta:
Articulo 1°: - “Nombrase en comisión al Diputado Nacional Doctor Manuel F.
Mantilla; Capitán de Navío Martín Guerrico e ingeniero Aníbal Carmona, para que
proyecten los reglamentos, presupuestos y demás requisitos para la instalación
de una escuela Nacional de Pilotos. Firmado Uriburu – Antonio Bermejo”. Para
marzo de 1897 se iniciaron los cursos bajo la Dirección del Ex Teniente de
Fragata de nuestra armada, Doctor Pedro Mohorade y el Establecimiento
Educacional pasó a depender del Ministerio de Justicia, Culto e Instrucción
Pública. Posteriormente, a partir del año 1900, quedó bajo la órbita del
Ministerio de Marina.
Dos años antes, se había inaugurado en Dársena Sur, el puerto de Buenos Aires,
actual Puerto Madero; se terminaba de construir el muelle de Puerto Madryn y
comenzaban a surgir los de Bahía Blanca y Carmen de Patagones. Para ese tiempo
se fundó también la Compañía Sud Atlántica que fue la primera en dedicarse al
tráfico de “cabos afuera”. Se iniciaba así una era de notable incremento en el
comercio marítimo, propulsado por la acción de pioneros como Delfino,
Mihanovich, y Menéndez.
Más de 300 embarcaciones al año significaban unas 2.500 toneladas de registro
bruto que luego en 1901, pasaron a ser 85.000 toneladas y diez años más tarde
llegaron a 215.000. Sin embargo todo el comercio exterior argentino es
transportado por compañías de navegación extranjeras con tripulaciones, en su
mayor parte, también extranjeras.
Numerosos proyectos de creación de una Marina Mercante de ultramar se
sucedieron sin concreción en las cámaras legislativas. La Primera Guerra
Mundial y la crisis de 1929 no ayudaron tampoco a que se cristalizara dicha
ambición. Recién el 17 de diciembre de 1934 el Poder Ejecutivo dicta el Decreto
53414 por el cual se crea una comisión para estudiar y organizar la Marina
Mercante Nacional. El presupuesto del año 1938 contempló la organización de las
sociedades de economía mixta para el establecimiento de líneas de navegación.
En 1939 un grave acontecimiento internacional iba a acelerar la toma de
decisiones en materia marítima en nuestro país. Se desencadena la Segunda
Guerra Mundial.
El sombrío panorama mundial, lejos de producir un
desánimo en nuestra dirigencia política y económica, parece que hubiera actuado
como incentivo para poner en ejecución la idea tantas veces proyectada y jamás
realizada: la creación de una flota mercante de ultramar. Fue por ello que el
29 de enero de 1940 el Poder Ejecutivo dio luz a la Comisión de Creación de la
Marina Mercante, que cumplió en informarse minuciosamente sobre la situación y
estudiar las posibilidades de formalizar el proyecto, proponiendo para ello
algunas soluciones y emitiendo directivas.
El 6 de mayo del año siguiente fue designada la Comisión Asesora de la Marina
Mercante, que fue la encargada de llevar a cabo las negociaciones entabladas
para la adquisición de buques que se encontraban surtos en nuestros puertos. La
escasez de bodegas disponibles y la necesidad de colocar la producción agrícola
decidieron al Presidente de la republica, Dr. Ramón Castillo a adelantar, por Decreto del 16 de octubre de 1941, la
creación de la Flota Mercante del Estado, integrándola con la compra de 16
barcos mercantes con bandera extranjera que permanecían, desde el comienzo de
las hostilidades, anclados en los puertos argentinos. Con esos primigenios
barcos – posteriormente se iban a adquirir muchos más – la mayoría alimentados
a carbón, comenzarían las travesías por los mares del mundo los primeros y arrojados “gauchos del
timón”, como califico, con pretendida ironía, el periódico Buenos Aires
Herald a los Capitanes de nuestra naciente Marina Mercante del Estado.
Cuando por fin, el 1 de noviembre el
buque Río Dulce partió del puerto de Buenos Aires, conduciendo un
cargamento de trigo hacia El Callao, Perú quedaron plasmados en la
realidad, los afanes y aspiraciones tan largamente anhelados. Se había puesto
en marcha la Flota Mercante del Estado.
Para ese tiempo nuestro país pudo contar también con el empuje de los grandes
empresarios marítimos como Alberto Dodero – junto a sus hermanos Luis y José –
quién logra “argentinizar” el fondo patrimonial de su empresa, que hasta ese
entonces compartía con capitales ingleses. Así como Nicolás Mihanovich logró el
desarrollo empresarial fluvial en nuestros ríos, Don Alberto Dodero le dio a
nuestra Marina Mercante su horizonte más lejano extendiendo su tráfico a través
del más, con una flota de barcos en una proporción nunca imaginada.
El aliento estatal y los emprendimientos empresariales darían inicio a
frecuentes viajes a Europa, para luego, paulatinamente, ser derivados a las
costas de Estados Unidos donde nuestros marinos, junto con el desafío de la
aventura naviera, también iban a tener que enfrentarse, dentro de la realidad
de la guerra , a la inquietante presencia de los sumergibles germanos.
Sin embargo, pese a su condición de neutrales amparados por un código
internacional de banderas, los desprotegidos y vetustos buques si bien en la
mayoría de las veces gozaron del respeto de los submarinistas alemanes, en
varias oportunidades, debido a las dificultades en distinguir los barcos
beligerantes de los neutrales, resultaron víctimas de los voraces “lobos
grises”. El primer ataque a un buque argentino ocurrió el 27 de mayo de
1940, cuando frente al Golfo de Vizcaya, en el norte de España el vapor Uruguay,
que transportaba cereales, fue hundido por un torpedo alemán. Sus 28
tripulantes lograron ser rescatados y pudieron regresar a su patria. Dos años
más tarde. El 17 de abril de 1942 otro buque argentino, el petrolero Victoria
que navegaba al SE de Nueva York a 300 millas de la costa también fue
torpedeado y aunque no se hundió sus tripulantes tuvieron que abandonarlo
para, luego, ser recogidos por un buque norteamericano.
Poco tiempo después, el 22 de junio de 1942, muy cerca de las costas de Nueva
York, fue torpedeado y hundido el carguero argentino Río Tercero, pero
esta vez el resultado fue trágico. Junto con el buque que se fue a pique,
perdieron la vida cinco de sus tripulantes.
En contraposición a estas lamentables pérdidas también tocó a marinos mercantes
argentinos participar en el rescate de náufragos de buques torpedeados. Tal fue
el caso del Río San Juan, que el 2 y 3 de agosto de 1942 comandado por
el Capitán de Ultramar Ernesto Grieben, ex componente de la Armada , quién
rescató de las olas a los tripulantes de dos barcos británicos torpedeados: el Treminard
y el petrolero Tricula. Fieles a las tradicionales leyes del mar y las
obligaciones de su profesión los marinos argentinos no solo disputaron a los
tiburones la vida de aquellos náufragos sino que atendieron solícitamente a
quienes habían resultado heridos.
Pero el esfuerzo conjunto de coraje marino y voluntades empresarias dio su
fruto. A poco de terminar la Segunda Guerra Mundial la Marina Mercante
Argentina, por su tonelaje (más de un millón) ocupaba el segundo lugar en
América y marcaba el mayor registro de crecimiento en el orden mundial.
Fue así como gran parte de nuestra historia patria se forjó desde el mar
y de aquellos marineros que vinieron con los descubridores y muchos otros mas
de distintas razas y sangres que se fueron sumando con el tiempo, llegó a
moldearse una progenie de herederos dignos de las mejores tradiciones.
Nuestra raza de Marinos Mercantes, formada en los albores de la Patria, estuvo
siempre decidida y valerosamente dispuesta a brindarse aun al precio de sus
vidas.
Tal como en una época fue habitual el empleo, por parte de los mandos navales
de la República, de balleneras y mercantes muy veloces, para hacer de correo y
enlace con la Banda Oriental en las luchas contra las amenazas de flotas
portuguesas y brasileñas; así también lo fue el servicio montado para la
obtención de información diaria sobre los movimientos del enemigo, en base a
los partes de los patrones de cabotaje. Fue quizá por todo ello y en razón de
esa honrosa trayectoria de auxiliares valerosos y confiables por lo cual no
resultó extraño que al llegar a la hora de la prueba para nuestra Nación, el 2
de abril de 1982, fueran requeridos los servicios de nuestros profesionales del
mar, quienes se hicieron mayoritariamente presentes poniéndose a disposición
para brindar su valiosa experiencia.
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