Comentarios. El 11 de mayo de 2013 publicamos por primera vez esta narración del Colega Maquinista, Héctor Scaglione.
Como las elecciones en
Maquinistas parecen eternas, de a poco iremos retomando la actividad del Blog y
como siempre esperando colaboraciones.
Tengo un par de notas
pendientes que los iré subiendo en semanas siguientes.
Saludos
Eduardo Canon
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ELLA.
Estábamos en plena actividad de descarga cuando la
descubrimos. Era un espectáculo verla caminar por los muelles de Brest.
Cadenciosa, esbelta, con el pelo al viento, parecía deslizarse entre los
hombres ocupados en sus tareas. Muy segura de sí, enfiló en dirección a nuestro
buque, enfrentó la planchada real y embarcó sin pedir permiso como si fuese una
experta marinera, dueña del lugar en que pisaba. Al trasponer la cubierta
principal entornó los ojos y nos miró como si nos conociese. En ese primer
instante conquistó a todos, desde el capitán al último marinero. Sin dudarlo
prefirió a los oficiales, al dirigirse resueltamente hacia nosotros. Su
presencia a bordo motivó con el tiempo una sucesión de gratificaciones que nos
hizo quererla entrañablemente.
Una de sus características era la de ser muy
observadora. Nunca quiso pecar de maleducada ni equivocarse en cuestiones de
protocolo. Con el capitán, vaya a saber por qué, eludía el trato mirándolo
desde lejos. A la marinería también, tal vez por ser muy ruidosos. Prefería la
tranquilidad de los oficiales y nosotros encantados. Era nuestra un poquito más
que de los demás. ¿Celos por acapararla? No, para nada. Además ella se
multiplicaba para conformarnos a todos.
Una tarde en un puerto del nordeste brasileño bajó a
tierra y no retornó al anochecer como acostumbraba. Una lógica inquietud nos
invadió. Cada cual salió en su búsqueda por diferentes caminos. Nada, pasaban
las horas y no aparecía. Esperaríamos un poco más para hacer la denuncia
policial. Recién después de la media noche un hombre de la Prefectura Naval se
presentó a bordo. Pensamos lo peor. No estábamos tan equivocados.
—Unos señores la encontraron, quieren hablar con
ustedes —dijo el agente. Parecía feliz de sernos útil, aunque siempre nos quedó
la duda.
Esos tales “señores” terminaron pidiendo rescate para
entregarla.
—No avisen a la policía si la quieren recuperar, si
no.... —dijo uno de los forajidos, pasándose el canto de la mano por la
garganta.
Sentí un escalofrío, como si la navaja me estuviese
cortando.
Estaba claro que la negociación debería hacerse con
mucho cuidado, trágico sería que pasase lo peor por no conocer bien el idioma.
—Señores, la cosa es seria, hagamos una “vaquita” para
juntar el dinero —les dije tratando de mantener el aplomo.
Completamos espontáneamente el monto pactado, cantidad
que, a pesar del regateo, era bastante elevada. Pero ella bien lo valía.
Al ir hacia el sitio acordado para el intercambio, un
lugar desolado con casuchas de mala muerte, temí por nuestra propia seguridad.
El negociador, un mulato de mediana edad, con una fea
cicatriz que le cruzaba el rostro, sonrió al contar el dinero.
Cuando fue liberada corrimos a ella embargados por la
emoción. Era tan grande que no hallábamos palabras para expresar tanta alegría.
Ya más tranquilos, regresamos a nuestro refugio, nuestra casa, punto de reunión
y lazo con los afectos lejanos: el barco.
Un día, no me pregunten cómo, quedó embarazada.
Pensando en las causas concluimos que debió ocurrir en una de las arribadas a puerto.
De seguro había logrado eludir nuestros cuidados y, desoyendo sensatos consejos
-urgencia del sexo mediante- concertó un encuentro casual, casi seguro con
algún ignoto plebeyo europeo.
Pasó el tiempo y aunque sin perder su prestancia, la
panza le crecía. El embarazo la había dulcificado, le sentaba de maravillas. A
pesar de haberle variado el centro de gravedad, bien parada sobre cubierta
podía seguir los movimientos del buque con el cuerpo, sin marearse. Pero ya no
disfrutaba del placer de las caminatas que hacíamos por cubierta en navegación.
Solíamos comenzar por la banda de babor hasta la proa para retornar por
estribor hasta la popa. Aclaremos que esos paseos eran bastante monótonos de no
haber sido por su compañía. En los trópicos nos zambullíamos en la 'pelopincho'
gigante, ahora con ella, convertida en la atracción principal.
Se mostraba lejana, ensimismada en su gravidez.
Nosotros respetábamos esa variante del carácter, tratando de no importunarla.
Próxima al momento culminante y durante el proceso de
parto en pleno Atlántico, nuestro médico de a bordo la asistió como se merecía
la pasajera de lujo y entrañable amiga que era.
Al arribar a puerto, cuando embarcaron las
autoridades, conocedoras del acaecimiento, preguntaron:
―¿Y los cachorros?
―Bien, gracias, son hermosos como la madre y gozan de
buena salud.
ESTE Y OTROS CUENTOS LO PUEDEN ENCONTRAR EN EL BLOG DE HECTOR: FRASES DISPERSAS
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