13 de abril de 2013

EL FARO. Sylvia Iparraguirre.



          Comentario: está visto que no solo los marinos mercantes, esperamos el ansiado relevo.

Cabo de Hornos, 1932.

Arrojó las últimas paladas de tierra y colocó con cuidado unas piedras que señalaron la pequeña tumba. Su perro, su única compañía, había muerto aquella noche. Muerto de viejo, pero Donovan no encontraba consuelo. Había cavado a pocos metros de la barraca de herramientas del Faro. Allí descansaría, cerca de donde siempre había vivido. Con esfuerzo, levantó la cabeza. El basalto casi negro de las islas vecinas desplomado a pique sobre el mar era su único horizonte. Calculó todavía una hora de luz. Por costumbre, su mirada cayó sobre el islote de los lobos marinos. Absorto, contempló los pesados cuerpos deslizándose al agua; dos machos, las cabezas erguidas y los colmillos al aire, se provocaban a una lucha que, por pereza, no entablarían. Metros abajo, entre los recovecos de las piedras, grandes trozos de hielo subían y bajaban al compás de la rompiente.


Cuando el frío se hizo insoportable, entró en el Faro. Se quitó el rompevientos, la gorra de lana y los guantes, avivó la estufa y se sirvió un vaso de ron. “A tu salud”, dijo, y lo tomó de un trago. Miró el vaso vacío: no le convenía la melancolía. El último peñón del mundo, de cara a la nada o al encuentro de los dos océanos exasperados por el aguijón huracanado del polo, no era lugar para la gente débil. Donovan sintió una punzada de rebeldía. Su compañero debía estar allí desde hacía tres meses. Pero había caído enfermo y le solicitaron que siguiera haciéndose cargo del Faro hasta que encontraran un relevo. Ninguna noticia alentadora había llegado. Lo que tenía por delante eran interminables meses blancos en la inclemencia brutal del invierno del cabo de Hornos. Y la soledad, más espantosa todavía sin la leal compañía de su perro. Bruscamente se puso de pie y examinó las mediciones meteorológicas. Desde que supo que estaría solo no confiaba en su ánimo y se obligaba a actuar, a seguir minuciosamente la rutina de cada día. Sólo había una cosa que no podía controlar, que no se ajustaba a ninguna voluntad y que ejercía un poder maléfico: el viento.

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