Muchas veces estuve tentado en escribir, aunque fuese unas pocas líneas,
apenas con el número de mi libreta cívica y la sucursal del correo de mi barrio
para que alguien me mandara una carta. No lo hice enseguida, pero seguí comprando
Romance y ninguna de sus fotonovelas me hizo soñar tanto como la lectura del
Consultorio Sentimental. De pronto el corazón me golpeaba por algunas cosas que
me imaginaba. Y no me gustaban tanto esas cartas largas, escritas con mucho
sentimiento y palabras bonitas, sino por lo contrario me atraían aquellas de
pocas palabras, como si fueran avisos económicos. Se me ocurría que esas cartas
escondían misterios, me parecían escritas por hombres con antifaces, esos Z con
capas que tanto me emocionaron en los carnavales de mi infancia, o bien espías
que miden las palabras y los movimientos porque se juegan la cabeza a cada
momento, y yo también sentía algo parecido, (como si jugara la cabeza o me
desnudara en plena calle), cada vez que tomaba la lapicera para escribir mi
carta, y después de anotar unas líneas la dejaba para terminarla después, pero
al volverla a leer me sentía fría y avergonzada de lo que estaba haciendo.
Entonces rompía la carta en muchos pedazos y la tiraba en el excusado. Pero una
noche terminé la carta de un tirón. Al releerla la encontré demasiada larga,
contando cosas que a lo mejor no venían al caso. Por ejemplo decía que no era
joven ni vieja, que me encantaba la buena música y que tenía un buen pasar. En
fin: me pinté tal como soy, sin ponerme antifaz. La mandé a Romance y salió
publicada dos semanas después. Esperé recibir muchas cartas, o bien ninguna,
pero resultó una sola, y breve esa carta que aun conservo, de letra apretada y
diciendo pocas cosas, una carta más bien fría pero correcta. Me imaginé
entonces un, hombre de antifaz, un Z con larga capa negra y entonces resolví
contestarle y nos encontramos el primer domingo. Fue en Plaza Flores, frente a
la iglesia. Nos reconocimos porque convenimos llevar la revista Romance en la
mano.
Lo encontré bastante
distinguido con sus ojos claros, como si fuera alemán o algo así, pero me causó
cierto desencanto observar que vestía con desaliño, los pantalones sin raya y
la camisa mal planchada y algo sucia. Nos sentamos en un banco de la plaza,
después fuimos al cine Flores, y me sentí mejor en la oscuridad, y entonces lo
encontré atrayente, y hablamos poco, casi nada, pero al final de la película me
tomó de la mano. No me toqueteó nada, ni trató de besarme, bien le dije en mi
carta que mis intenciones eran muy serias y así lo comprendió Esteban. Su
apellido es raro, pero me explicó que no era alemán ni ruso, sino hijo de
yugoslavo, y nunca más volvió sobre el tema de su familia.
Por temperamento yo
converso poco, Esteban mucho menos. Así fue que él supo casi todo de mi vida,
mientras yo apenas supe algunas cosas de él. Me dijo que correteaba un
limpiador de metales, pero las ventas iban así nomás, aunque el artículo era
bueno, pero la fábrica no gastaba en propaganda.
Al otro domingo lo invité a
conocer mi departamento. No dijo nada pero seguro que le gustó. Pasaba las
manos por los brazos del sillón y miraba las luces y los voiles. Le presenté a
mi canario Fuyí y no hizo ninguna broma cuando le dije que era mi hijito, y
creo que los dos pensamos en lo mismo: que yo vivía demasiado sola. Yo me
convencí de eso al ver que la sola presencia de Esteban llenaba ese
departamento que siempre me pareció grande y frío.
Me contó que vivió muchos
años en una pensión del centro, hasta que debió irse por demolición y tuvo que
irse a otra pensión, esta vez por Villa Devoto.
Nos casamos dos semanas
después y se vino a vivir en casa. No puedo decir que nos queríamos, pero él
parecía sentirse cómodo en el departamento. Pasaba las noches viendo
televisión. No estaba enamorado, ni nada parecido, pero parecía bueno, mejor
dicho siempre se mostró correcto, y eso era lo que me gustaba de él. Por
ejemplo no intentó hacerme nada hasta el casamiento, que lo realizamos en forma
privada. Ese día, mientras yo mandaba las participaciones a mis amigas, el
trajo la valija recién comprada, que le resultó chica, de modo que también
trajo un paquete con los zapatos. También fue bueno en las relaciones: apagaba
las luces para no darme vergüenza, y como yo soy dolorida lo hizo de vez en
cuando.
De a poco le compre ropa
nueva y le fui presentando a mis compañeras de trabajo, que ya no podían
motejarme de solterona. Las invitaba a tomar el té los sábados y me sentía muy
orgullosa al mostrarle mi marido. Era más joven que yo, pero por suerte
aparentaba más edad por esas canas que tanto me gustaban, porque le aumentaba
el misterio de Z con antifaz y capa. A mí mucho no me importaba que no me
contara su historia punto por punto, porque se la inventaba cuando hablaba de
él con mis compañeras.
Fue Paulina quien me
preguntó un día:
—¿Pensás tener hijos?
Nunca pensé en eso: yo ya
había cumplido 49 años —Veremos —le dije.
—Es lo importante de la
vida de casada —insistió Paulina. Era viuda, con tres hijos. Más joven que yo,
quería volver a casarse, pero no lograba hacerlo seguramente por esos tres
mocosos.
—Así solos vamos a vivir
mejor —le repliqué— Como novios. Me acordé del Consultorio Sentimental y
agregue:
—Una eterna luna de miel.
Paulina torció la boca:
—Mejor pregúntale a tu
marido si le gustan los chicos. Así lo hice.
—¿Te gustan los chicos?
Esteban se encogió de
hombros y no contestó una sola palabra. Siguió mirando la televisión, callado
como siempre, pensando posiblemente en cosas que nunca me diría. Y así creció
mi interés, porque ya no era solamente un hombre en la casa, sino también un misterio
que quise conocer por dentro. De modo que yo lo imité y me hice silenciosa, en
espera de conocer la verdad.
Yo a Esteban lo quería a mi
modo, es decir de un modo razonable. Eso siempre me ocurrió así, desde muy
chiquita. Por ejemplo yo creía de niña en los reyes magos, aunque siempre supe
que no eran tan reyes ni tan magos. Nunca me trajeron esa muñeca enorme y
maravillosa que durante muchos años pedí en mis cartas, y comprendí que tenía
que conformarme con una modesta muñeca que correspondía a la situación
económica de mi familia. Mi padre era pobre, y los reyes magos demostraron
pertenecer a la misma categoría. Al final me hice realista, y antes de escribir
a los reyes magos recorría las vidrieras de las jugueterías del barrio y
buscaba entre los regalos baratos, para asegurarme la llegada de los reyes
magos. Y creía en los reyes magos, me esforzaba por creer en ellos, solamente
que había descubierto que tenían el misino alcance que los bolsillos de mi
padre. Del mismo modo esperé que Esteban me hablase de mi cuenta de ahorros.
Una noche llegué tarde a casa porque estábamos terminando un balance en la
oficina y encontró a Esteban más retraído que nunca. No era por mi tardanza,
nunca sentimos esas cosas de celos y demás, creo que ninguno de los dos pensábamos
en cochinadas entre nosotros y menos con otros, posiblemente porque ya somos
gente grande. No me preguntó por que llegué tarde, pero se lo expliqué de
cualquier modo. No necesitábamos manifestarnos amor, pero al menos éramos
correctos uno con otro, eso sí. Por ejemplo, quien llegaba primero preparaba la
cena, que era el único momento en que estábamos juntos, puesto que a mediodía
yo comía algo liviano en la oficina, mientras Esteban correteaba su limpiador
por lejanos suburbios. Porque su correteaje no era por los comercios, sino por
casas de familias, principalmente en barriadas obreras, y ganaba, claro, una
miseria. Yo hubiera pedido algún empleo, al menos un correteaje decente, pero
no lo hice para no denunciar a mis compañeras la verdadera condición económica
de mi marido.
Recuerdo que esa noche
Esteban había hecho puré y apenas llegué puso los bifes en la plancha. Comimos
como siempre, sin decirnos gran cosa, y de pronto Esteban apagó el televisor
para decirme que se encontraba en un apuro de plata. Como el televisor estaba
apagado, los dos mirábamos para distintos lados, cada uno pensando en lo suyo.
—¿Cuánto te hace falta? —le pregunté.
—Cuarenta mil pesos.
También él sabía que el Rey
Mago no es rey ni mago cuando se le exige demasiado. Pidió justo la cantidad
que yo estaba dispuesta a arriesgar para la prueba que quería y necesitaba
hacer, a fin de conocer a fondo a mi marido.
—Mañana te traigo esa
plata.
Así lo hice y pronto supe
el uso de esa plata. No fue para otra mujer, o para ir al hipódromo, nada de
eso. Simplemente quería viajar en un barco, me dijo que toda la vida quiso
hacerlo. ¿Qué decirle? Lo dejé ir. Seguro que no lardará en volver.
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