19 de mayo de 2012

Bernardo Kordon, "Los Navegantes", Capítulo N° 8 FIDELA

Muchas veces estuve tentado en escribir, aunque fuese unas pocas líneas, apenas con el número de mi libreta cívica y la sucursal del correo de mi barrio para que alguien me mandara una carta. No lo hice enseguida, pero seguí comprando Romance y ninguna de sus fotonovelas me hizo soñar tanto como la lectura del Consultorio Sentimental. De pronto el corazón me golpeaba por algunas cosas que me imaginaba. Y no me gustaban tanto esas cartas largas, escritas con mucho sentimiento y palabras bonitas, sino por lo contrario me atraían aquellas de pocas palabras, como si fueran avisos económicos. Se me ocurría que esas cartas escondían misterios, me parecían escritas por hombres con antifaces, esos Z con capas que tanto me emocionaron en los carnavales de mi infancia, o bien espías que miden las palabras y los movimientos porque se juegan la cabeza a cada momento, y yo también sentía algo parecido, (como si jugara la cabeza o me desnudara en plena calle), cada vez que tomaba la lapicera para escribir mi carta, y después de anotar unas líneas la dejaba para terminarla después, pero al volverla a leer me sentía fría y avergonzada de lo que estaba haciendo. Entonces rompía la carta en muchos pedazos y la tiraba en el excusado. Pero una noche terminé la carta de un tirón. Al releerla la encontré demasiada larga, contando cosas que a lo mejor no venían al caso. Por ejemplo decía que no era joven ni vieja, que me encantaba la buena música y que tenía un buen pasar. En fin: me pinté tal como soy, sin ponerme antifaz. La mandé a Romance y salió publicada dos semanas después. Esperé recibir muchas cartas, o bien ninguna, pero resultó una sola, y breve esa carta que aun conservo, de letra apretada y diciendo pocas cosas, una carta más bien fría pero correcta. Me imaginé entonces un, hombre de antifaz, un Z con larga capa negra y entonces resolví contestarle y nos encontramos el primer domingo. Fue en Plaza Flores, frente a la iglesia. Nos reconocimos porque convenimos llevar la revista Romance en la mano.


        Lo encontré bastante distinguido con sus ojos claros, como si fuera alemán o algo así, pero me causó cierto desencanto observar que vestía con desaliño, los pantalones sin raya y la camisa mal planchada y algo sucia. Nos sentamos en un banco de la plaza, después fuimos al cine Flores, y me sentí mejor en la oscuridad, y entonces lo encontré atrayente, y hablamos poco, casi nada, pero al final de la película me tomó de la mano. No me toqueteó nada, ni trató de besarme, bien le dije en mi carta que mis intenciones eran muy serias y así lo comprendió Esteban. Su apellido es raro, pero me explicó que no era alemán ni ruso, sino hijo de yugoslavo, y nunca más volvió sobre el tema de su familia.

        Por temperamento yo converso poco, Esteban mucho menos. Así fue que él supo casi todo de mi vida, mientras yo apenas supe algunas cosas de él. Me dijo que correteaba un limpiador de metales, pero las ventas iban así nomás, aunque el artículo era bueno, pero la fábrica no gastaba en propaganda.

        Al otro domingo lo invité a conocer mi departamento. No dijo nada pero seguro que le gustó. Pasaba las manos por los brazos del sillón y miraba las luces y los voiles. Le presenté a mi canario Fuyí y no hizo ninguna broma cuando le dije que era mi hijito, y creo que los dos pensamos en lo mismo: que yo vivía demasiado sola. Yo me convencí de eso al ver que la sola presencia de Esteban llenaba ese departamento que siempre me pareció grande y frío.

        Me contó que vivió muchos años en una pensión del centro, hasta que debió irse por demolición y tuvo que irse a otra pensión, esta vez por Villa Devoto.

        Nos casamos dos semanas después y se vino a vivir en casa. No puedo decir que nos queríamos, pero él parecía sentirse cómodo en el departamento. Pasaba las noches viendo televisión. No estaba enamorado, ni nada parecido, pero parecía bueno, mejor dicho siempre se mostró correcto, y eso era lo que me gustaba de él. Por ejemplo no intentó hacerme nada hasta el casamiento, que lo realizamos en forma privada. Ese día, mientras yo mandaba las participaciones a mis amigas, el trajo la valija recién comprada, que le resultó chica, de modo que también trajo un paquete con los zapatos. También fue bueno en las relaciones: apagaba las luces para no darme vergüenza, y como yo soy dolorida lo hizo de vez en cuando.

        De a poco le compre ropa nueva y le fui presentando a mis compañeras de trabajo, que ya no podían motejarme de solterona. Las invitaba a tomar el té los sábados y me sentía muy orgullosa al mostrarle mi marido. Era más joven que yo, pero por suerte aparentaba más edad por esas canas que tanto me gustaban, porque le aumentaba el misterio de Z con antifaz y capa. A mí mucho no me importaba que no me contara su historia punto por punto, porque se la inventaba cuando hablaba de él con mis compañeras.

        Fue Paulina quien me preguntó un día:
        —¿Pensás tener hijos?

        Nunca pensé en eso: yo ya había cumplido 49 años —Veremos —le dije.

        —Es lo importante de la vida de casada —insistió Paulina. Era viuda, con tres hijos. Más joven que yo, quería volver a casarse, pero no lograba hacerlo seguramente por esos tres mocosos.

        —Así solos vamos a vivir mejor —le repliqué— Como novios. Me acordé del Consultorio Sentimental y agregue:

        —Una eterna luna de miel. Paulina torció la boca:

        —Mejor pregúntale a tu marido si le gustan los chicos. Así lo hice.

        —¿Te gustan los chicos?

        Esteban se encogió de hombros y no contestó una sola palabra. Siguió mirando la televisión, callado como siempre, pensando posiblemente en cosas que nunca me diría. Y así creció mi interés, porque ya no era solamente un hombre en la casa, sino también un misterio que quise conocer por dentro. De modo que yo lo imité y me hice silenciosa, en espera de conocer la verdad.

        Yo a Esteban lo quería a mi modo, es decir de un modo razonable. Eso siempre me ocurrió así, desde muy chiquita. Por ejemplo yo creía de niña en los reyes magos, aunque siempre supe que no eran tan reyes ni tan magos. Nunca me trajeron esa muñeca enorme y maravillosa que durante muchos años pedí en mis cartas, y comprendí que tenía que conformarme con una modesta muñeca que correspondía a la situación económica de mi familia. Mi padre era pobre, y los reyes magos demostraron pertenecer a la misma categoría. Al final me hice realista, y antes de escribir a los reyes magos recorría las vidrieras de las jugueterías del barrio y buscaba entre los regalos baratos, para asegurarme la llegada de los reyes magos. Y creía en los reyes magos, me esforzaba por creer en ellos, solamente que había descubierto que tenían el misino alcance que los bolsillos de mi padre. Del mismo modo esperé que Esteban me hablase de mi cuenta de ahorros. Una noche llegué tarde a casa porque estábamos terminando un balance en la oficina y encontró a Esteban más retraído que nunca. No era por mi tardanza, nunca sentimos esas cosas de celos y demás, creo que ninguno de los dos pensábamos en cochinadas entre nosotros y menos con otros, posiblemente porque ya somos gente grande. No me preguntó por que llegué tarde, pero se lo expliqué de cualquier modo. No necesitábamos manifestarnos amor, pero al menos éramos correctos uno con otro, eso sí. Por ejemplo, quien llegaba primero preparaba la cena, que era el único momento en que estábamos juntos, puesto que a mediodía yo comía algo liviano en la oficina, mientras Esteban correteaba su limpiador por lejanos suburbios. Porque su correteaje no era por los comercios, sino por casas de familias, principalmente en barriadas obreras, y ganaba, claro, una miseria. Yo hubiera pedido algún empleo, al menos un correteaje decente, pero no lo hice para no denunciar a mis compañeras la verdadera condición económica de mi marido.

        Recuerdo que esa noche Esteban había hecho puré y apenas llegué puso los bifes en la plancha. Comimos como siempre, sin decirnos gran cosa, y de pronto Esteban apagó el televisor para decirme que se encontraba en un apuro de plata. Como el televisor estaba apagado, los dos mirábamos para distintos lados, cada uno pensando en lo suyo.

—¿Cuánto te hace falta? —le pregunté.
—Cuarenta mil pesos.

        También él sabía que el Rey Mago no es rey ni mago cuando se le exige demasiado. Pidió justo la cantidad que yo estaba dispuesta a arriesgar para la prueba que quería y necesitaba hacer, a fin de conocer a fondo a mi marido.

        —Mañana te traigo esa plata.
        Así lo hice y pronto supe el uso de esa plata. No fue para otra mujer, o para ir al hipódromo, nada de eso. Simplemente quería viajar en un barco, me dijo que toda la vida quiso hacerlo. ¿Qué decirle? Lo dejé ir. Seguro que no lardará en volver.        
 
 

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