20 de mayo de 2012

Bernardo Kordon, "Los Navegantes", Cuento N° 7 Primer Oficial Villafañe II

Después el Río Atuel fue dedicado a la línea de New Orleáns. Viajamos directamente a Pernambuco. Comenzaron a detenernos los submarinos, pero preguntaban lo mismo: destino, carga, y cosas así. Llevábamos el buque iluminado como árbol de Navidad, Rio Atuel y Argentina pintados a babor y estribor con letras tan grandes que ocupaban todo el largo del barco. Por suerte nunca tuvimos fallas en el equipo eléctrico, porque un barco chileno que apagó las luces de país neutral al entrar en New York fue hundido por un submarino alemán.


De vuelta a Buenos Aires se repitieron las detenciones y los interrogatorios. El Caribe parecía espeso de submarinos y tiburones, dos cosas que nos tenían bien alegres. Un día hubo más tiburones que nunca, pero en vez de seguir al Río Atuel los vimos disparar hacia otro lugar. Entonces descubrimos una lancha a la deriva. Cambiamos el rumbo para ir a su encuentro. Unos negros esqueléticos levantaban algunos trapos para hacernos señas, nos llamaban, pero lo hacían con tan poca fuerza, sin poder ya levantar los brazos, que si no fuera por ese hervor de tiburones que corrían a la gran comilona, seguro que no lo hubiéramos visto jamás, ni nosotros ni nadie, porque estaban a punto de sonar.

En la lancha encontramos siete hombres y tres mujeres. Cuatro tipos ya agonizaban de hambre y no hubo forma de salvarlos. Todos habían perdido la noción del tiempo, pero recordaban que se habían embarcado en Le Marin en Nochebuena para pasar la fiesta en Fort de France, creo que a escasas dos millas. Se descompuso el motor, o se quedaron, sin nafta. ¿Quién se acuerda de la nafta cuando sobra el ron? Y el viento los internó mar adentro. Los náufragos habían perdido la cuenta de los días: hacía dos semanas que derivaban hacia el sur. No llevaban alimentos ni agua: por suerte había llovido y además pescaron un tiburón.

Nuestro capitán pidió hablar con el patrón de la lancha y entonces le informaron que el patrón había muerto y lo mismo había ocurrido con el perro que llevaba a bordo. Nuestro capitán preguntó dónde estaba el cadáver del capitán de la lancha y le contestaron que lo tiraron al mar. No les preguntamos lo que hicieron con el perro, pero de cualquier modo no vimos en la lancha ningún elemento para hacer fuego y cocinar un perro y menos a un capitán. Con decirle que ni siquiera tenían un balde para recoger el agua de lluvia y nos contaron que empapaban la ropa en la lluvia y después la exprimían sobre la boca. En cambio habían pescado un tiburón. ¿De qué modo? ¿Con el perro o con el capitán? No lo supimos, pero allí estaba el animal, rematado a golpes y abierto el vientre a fuerza de uñas y quizás de dientes. Los náufragos habían chupado la sangre y masticado un poco de carne, pero eso había acentuado la sed, ya estaban enloquecidos y aseguraron que si hubiéramos demorado un par de horas más se hubieran tirado al mar, así pensaban hacerlo, porque los cientos de tiburones que embestían la lancha les aseguraban una muerte fulminante para terminar con esa larga agonía.

En fin: subimos a todos esos martinicos, porque el capitán dispuso no remolcar la lancha hasta Martinica. Seguramente estábamos vigilados o podíamos encontrarnos con algún submarino alemán, y ese remolque humanitario de una lancha de bandera francesa podía interpretarse como una violación a nuestra neutralidad y entonces podían torpedearnos o crearnos cualquier problema. Subimos los náufragos al Río Atuel y después le abrimos un boquete a la lancha martinica y la vimos hundirse: ya no podía comprometernos. Los tiburones saltaron como enloquecidos y de tres dentelladas devoraron al tiburón muerto y siguieron al barco como reclamando sus presas.
  
Avisamos lo ocurrido a Martinica y a los barcos de la zona, y volvimos al norte hasta fondear al anochecer frente a Le Marin. Nosotros estábamos, como siempre, iluminados como un árbol de Navidad, y ese pequeño puerto nos esperaba en la misma forma, y sobre todo con tanto ruido de cantos y tambores que espantaron a los tiburones. No era para menos: dos semanas después de la desaparición de la lancha, todos habían llorado a sus muertos y nosotros se los traíamos vivos, al menos a la mayoría de ellos, y cosa curiosa, todas las mujeres naufragas estaban vivas, y según un martinico que subió a bordo, era porque son ellas las que más y mejor rezan, pero según un tripulante nuestro es debido a que tienen reservas de grasas en las tetas, que por cierto les quedaron a las pobres como pellejos vacíos.
  
Ya no eran tiburones, pero sí cientos de botes, lanchas y balsas. Todo aquello capaz de flotar en Le Marin, desde un yate a una canoa, fue largado al mar y nos rodearon con hombres y mujeres que nos rogaban con lágrimas que pasáramos esa noche con ellos, y había hembras monumentales, palabra, vestidas de todos colores como princesas orientales, reían y nos tendían los brazos. Pero el capitán dijo que no, y nos despedimos sin desembarcar en Le Marin.

Recuerdo que lloré, y según me contó el mozo, también el capitán lloró, claro que con disimulo, no sé si por el homenaje de ese puerto o por la noche que nos perdimos, pero lo perdonamos, era tiempo de guerra y Martinica es territorio francés, y sobre todo, con guerra o sin guerra, existe la carga, ¿sabe usted?, esa maldita carga, tanto me acostumbré a cuidarla que llegué a contramaestre, y no es solamente la carga, sino también las horas, esas reputas horas de navegación que nos comen por dentro como gusanos y uno las mata como puede a bordo, pero que para la empresa no son gusanos sino oro puro, y una noche de navegación perdida es mucha plata para la compañía, y por su culpa lloró todo el pueblo de Le Marin y lloramos la tripulación y hasta el capitán, según me contaron, porque yo no lo vi. El capitán se llamaba Rivedo y tenía fama de riguroso. Nunca abandonó el mando y el código. Porque después supe que otros capitanes inventaban temporales y averías mecánicas que nunca existieron para justificar cualquier atraso de navegación, y creo que esa noche en Le Marin bien merecía inventar una avería.

En el viaje siguiente cargábamos en New Orleáns cuando se descompuso la cámara frigorífica. Se consultó a Buenos Aires y en un radiograma nos ordenaron que zarpáramos sin arreglarla, ya que la avería era complicada y requería tiempo, sin contar que el barco cumplía el último viaje para la compañía. Entonces autorizaron al capitán a comprar ganado vivo para carnearlo en navegación, porque un barco argentino puede navegar de cualquier modo, pero nunca sin un buen asado de vez en cuando.

Así fue como se improvisó a bordo un gallinero v un corral. Con los pollos no hubo ningún problema, pero las vacas resultaron cosa difícil. Eran unos animales ariscos y yo soy de la ciudad, nunca supe manejarme con vacas. Tirándolas de una soga había que hacerlas subir por una planchada. Me ordenaron que ayudara en ese trabajo y me entregaron una soga amarrada en el cogote de una vaca. Veía que mis compañeros subían a la planchada, tirando de la soga, y la vaca primero se resistía y al final saltaba a bordo, y el que tironeaba de la soga tenía que correr para no ser atropellado.

Para colmo me pareció que mi vaca era más salvaje que las otras. Entonces se me ocurrió ir detrás de la vaca, castigándola con un palo para que subiera, y sacudiendo la soga como si fuera una rienda. El resultado fue que mi vaca se estancó en medio de la planchada y al pegarle con el palo pegó un corcovo y cayó al agua. Mi susto se convirtió en pánico. Me imaginé la vaca ahogada y yo despedido de mi empleo. Me asomé al agua y allí estaba el animal, pero bien tranquilizada por el baño, sin corcovear ni nada, flotando entre el murallón y el casco del barco. Entonces sentí una palmada de mi compañero.

—No pasó nada, pibe —me tranquilizó.

Con un grito llamó al guinchero del barco. Vi la pluma de la grúa que se inclinó hacia la planchada. Y mi compañero se largó al agua con un cabo. La vaca flotaba y se dejó amarrar mansita de la panza, y al final la grúa la izó chorreando agua hasta la borda. ¿Vio? Un compañero me sacó del apuro y nunca le contaron al capitán que esa vaca se cayó al mar por mi culpa. Y fue una buena travesía. Se mataba a un animaI y había que comerlo pronto; asado y más asado, a la mañana y la noche. Y para variar las gallinas. Un día quedó solamente un gallo, un lindo animal, justamente le tomamos cariño, algo así como si fuera mascota del barco, sobre todo el color nos gustaba anaranjado fuerte como fuego, y un modo fiero de mirar, como gallo de riña. Pero también le llegó el turno: el cocinero lo buscó para hacerle sopa al capitán. Pero alguien —nunca se supo quien fue— lo había sacado fuera de la jaula. Y echó a volar cuando el cocinero lo quiso agarrar. Nunca vi volar un gallo de ese modo. Voló hacia el sol, y por eso no pudimos ver si siguió volando o cayó cerca del barco, pero la verdad es que nadie comió ese bicho.

Los animales se ven extraños en el barco. Una vez llevamos vacas holando-argentinas y caballos de carreras a Santo Domingo, y trajimos toros de Francia, y cinco chivos negros, bien negros, de Alemania. Los animales sufren en el mar. Y por cualquier malestar, mandábamos y recibíamos radiogramas de Europa o de Buenos Aires. Una vez una vaca preñada comenzó a parir y eso anduvo mal. Nos comunicamos con la empresa y un radiograma nos indicó que al asomar el ternero debíamos amarrarle una soga y tirar de las patitas. Pero el animalito no asomo nunca, posiblemente estuviera muerto, y la vaca sufrió dos días, hasta que el primer oficial se compadeció y la remató con un tiro en la cabeza. Pero nadie pensó en comerla. Dijimos que posiblemente estaba enferma, que había sufrido demasiado, y la tiramos al mar, con pena, como si fuera gente.


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