Después el Río Atuel fue
dedicado a la línea de New Orleáns. Viajamos directamente a Pernambuco.
Comenzaron a detenernos los submarinos, pero preguntaban lo mismo: destino,
carga, y cosas así. Llevábamos el buque iluminado como árbol de Navidad, Rio
Atuel y Argentina pintados a babor y estribor con letras tan grandes que
ocupaban todo el largo del barco. Por suerte nunca tuvimos fallas en el equipo
eléctrico, porque un barco chileno que apagó las luces de país neutral al
entrar en New York fue hundido por un submarino alemán.
De vuelta a Buenos Aires
se repitieron las detenciones y los interrogatorios. El Caribe parecía espeso
de submarinos y tiburones, dos cosas que nos tenían bien alegres. Un día hubo
más tiburones que nunca, pero en vez de seguir al Río Atuel los vimos disparar
hacia otro lugar. Entonces descubrimos una lancha a la deriva. Cambiamos el
rumbo para ir a su encuentro. Unos negros esqueléticos levantaban algunos
trapos para hacernos señas, nos llamaban, pero lo hacían con tan poca fuerza,
sin poder ya levantar los brazos, que si no fuera por ese hervor de tiburones que
corrían a la gran comilona, seguro que no lo hubiéramos visto jamás, ni
nosotros ni nadie, porque estaban a punto de sonar.
En la lancha encontramos
siete hombres y tres mujeres. Cuatro tipos ya agonizaban de hambre y no hubo
forma de salvarlos. Todos habían perdido la noción del tiempo, pero recordaban
que se habían embarcado en Le Marin en Nochebuena para pasar la fiesta en Fort
de France, creo que a escasas dos millas. Se descompuso el motor, o se
quedaron, sin nafta. ¿Quién se acuerda de la nafta cuando sobra el ron? Y el
viento los internó mar adentro. Los náufragos habían perdido la cuenta de los
días: hacía dos semanas que derivaban hacia el sur. No llevaban alimentos ni
agua: por suerte había llovido y además pescaron un tiburón.
Nuestro capitán pidió
hablar con el patrón de la lancha y entonces le informaron que el patrón había
muerto y lo mismo había ocurrido con el perro que llevaba a bordo. Nuestro
capitán preguntó dónde estaba el cadáver del capitán de la lancha y le
contestaron que lo tiraron al mar. No les preguntamos lo que hicieron con el
perro, pero de cualquier modo no vimos en la lancha ningún elemento para hacer
fuego y cocinar un perro y menos a un capitán. Con decirle que ni siquiera
tenían un balde para recoger el agua de lluvia y nos contaron que empapaban la
ropa en la lluvia y después la exprimían sobre la boca. En cambio habían
pescado un tiburón. ¿De qué modo? ¿Con el perro o con el capitán? No lo
supimos, pero allí estaba el animal, rematado a golpes y abierto el vientre a fuerza
de uñas y quizás de dientes. Los náufragos habían chupado la sangre y masticado
un poco de carne, pero eso había acentuado
la sed, ya estaban enloquecidos y aseguraron que si hubiéramos demorado un par
de horas más se hubieran tirado al mar, así pensaban hacerlo, porque los
cientos de tiburones que embestían la lancha les aseguraban una muerte
fulminante para terminar con esa larga agonía.
En fin: subimos a todos
esos martinicos, porque el capitán dispuso no remolcar la lancha hasta
Martinica. Seguramente estábamos vigilados o podíamos encontrarnos con algún
submarino alemán, y ese remolque humanitario de una lancha de bandera francesa
podía interpretarse como una violación a nuestra neutralidad y entonces podían
torpedearnos o crearnos cualquier problema. Subimos los náufragos al Río Atuel
y después le abrimos un boquete a la lancha martinica y la vimos hundirse: ya
no podía comprometernos. Los tiburones saltaron como enloquecidos y de tres
dentelladas devoraron al tiburón muerto y siguieron al barco como reclamando
sus presas.
Avisamos lo ocurrido a
Martinica y a los barcos de la zona, y volvimos al norte hasta fondear al
anochecer frente a Le Marin. Nosotros estábamos, como siempre, iluminados como
un árbol de Navidad, y ese pequeño puerto nos esperaba en la misma forma, y sobre
todo con tanto ruido de cantos y tambores que espantaron a los tiburones. No
era para menos: dos semanas después de la desaparición de la lancha, todos
habían llorado a sus muertos y nosotros se los traíamos vivos, al menos a la
mayoría de ellos, y cosa curiosa, todas las mujeres naufragas estaban vivas, y
según un martinico que subió a bordo, era
porque son ellas las que más y mejor rezan, pero según un tripulante nuestro es
debido a que tienen reservas de grasas en las tetas, que por cierto les quedaron
a las pobres como pellejos vacíos.
Ya no eran tiburones, pero
sí cientos de botes, lanchas y balsas. Todo aquello capaz de flotar en Le
Marin, desde un yate a una canoa, fue largado al mar y nos rodearon con hombres
y mujeres que nos rogaban con lágrimas que pasáramos esa noche con ellos, y
había hembras monumentales, palabra, vestidas de todos colores como princesas
orientales, reían y nos tendían los brazos. Pero el capitán dijo que no, y nos
despedimos sin desembarcar en Le Marin.
Recuerdo que lloré, y
según me contó el mozo, también el capitán lloró, claro que con disimulo, no sé
si por el homenaje de ese puerto o por la noche que nos perdimos, pero lo
perdonamos, era tiempo de guerra y Martinica es territorio francés, y sobre
todo, con guerra o sin guerra, existe la carga, ¿sabe usted?, esa maldita
carga, tanto me acostumbré a cuidarla que llegué a contramaestre, y no es
solamente la carga, sino también las horas, esas reputas horas de navegación
que nos comen por dentro como gusanos y uno las mata como puede a bordo, pero
que para la empresa no son gusanos sino oro puro, y una noche de navegación
perdida es mucha plata para la compañía, y por su culpa lloró todo el pueblo de
Le Marin y lloramos la tripulación y hasta el capitán, según me contaron,
porque yo no lo vi. El capitán se llamaba Rivedo y tenía fama de riguroso.
Nunca abandonó el mando y el código. Porque después supe que otros capitanes
inventaban temporales y averías mecánicas que nunca existieron para justificar
cualquier atraso de navegación, y creo que esa noche en Le Marin bien merecía
inventar una avería.
En el viaje siguiente
cargábamos en New Orleáns cuando se descompuso la cámara frigorífica. Se
consultó a Buenos Aires y en un radiograma nos ordenaron que zarpáramos sin arreglarla,
ya que la avería era
complicada y requería tiempo, sin contar que el barco cumplía el último viaje
para la compañía. Entonces autorizaron al capitán a comprar ganado vivo para
carnearlo en navegación, porque un barco argentino
puede navegar de cualquier modo, pero nunca sin un buen asado de vez en cuando.
Así fue como se improvisó
a bordo un gallinero v un corral. Con los pollos no hubo ningún problema, pero
las vacas resultaron cosa difícil. Eran unos animales ariscos y yo soy de la
ciudad, nunca supe manejarme con vacas. Tirándolas de una soga había que
hacerlas subir por una planchada. Me ordenaron que ayudara en ese trabajo y me
entregaron una soga amarrada en el cogote de una vaca. Veía que mis compañeros
subían a la planchada, tirando de la soga, y la vaca primero se resistía y al
final saltaba a bordo, y el que tironeaba de la soga tenía que correr para no
ser atropellado.
Para colmo me pareció que
mi vaca era más salvaje que las otras. Entonces se me ocurrió ir detrás de la
vaca, castigándola con un palo para que subiera, y sacudiendo la soga como si
fuera una rienda. El resultado fue que mi vaca se estancó en medio de la
planchada y al pegarle con el palo pegó un corcovo y cayó al agua. Mi susto se
convirtió en pánico. Me imaginé la vaca ahogada y yo despedido de mi empleo. Me
asomé al agua y allí estaba el animal, pero bien tranquilizada por el baño, sin
corcovear ni nada, flotando entre el murallón y el casco del barco. Entonces
sentí una palmada de mi compañero.
—No pasó nada, pibe —me
tranquilizó.
Con un grito llamó al
guinchero del barco. Vi la pluma de la grúa que se inclinó hacia la planchada.
Y mi compañero se largó al agua con un cabo. La vaca flotaba y se dejó amarrar
mansita de la panza, y al final la grúa la izó chorreando agua hasta la borda.
¿Vio? Un compañero me sacó del apuro y nunca le contaron al capitán que esa
vaca se cayó al mar por mi culpa. Y fue una buena travesía. Se mataba a un
animaI y había que comerlo pronto; asado y más asado, a la mañana y la noche. Y
para variar las gallinas. Un día quedó solamente un gallo, un lindo animal,
justamente le tomamos cariño, algo así como si fuera mascota del barco, sobre
todo el color nos gustaba anaranjado fuerte como fuego, y un modo fiero de
mirar, como gallo de riña. Pero también le llegó el turno: el cocinero lo buscó
para hacerle sopa al capitán. Pero alguien —nunca se supo quien fue— lo había
sacado fuera de la jaula. Y echó a volar cuando el cocinero lo quiso agarrar. Nunca
vi volar un gallo de ese modo. Voló hacia el sol, y por eso no pudimos ver si
siguió volando o cayó cerca del barco, pero la verdad es que nadie comió ese
bicho.
Los animales se ven
extraños en el barco. Una vez llevamos vacas holando-argentinas y caballos de
carreras a Santo Domingo, y trajimos toros de Francia, y cinco chivos negros,
bien negros, de Alemania. Los animales sufren en el mar. Y por cualquier
malestar, mandábamos y recibíamos radiogramas de Europa o de Buenos Aires. Una
vez una vaca preñada comenzó a parir y eso anduvo mal. Nos comunicamos con la
empresa y un radiograma nos indicó que al asomar el ternero debíamos amarrarle
una soga y tirar de las patitas. Pero el animalito no asomo nunca, posiblemente
estuviera muerto, y la vaca sufrió dos días, hasta que el primer oficial se
compadeció y la remató con un tiro en la cabeza. Pero nadie pensó en comerla.
Dijimos que posiblemente estaba enferma, que había sufrido demasiado, y la
tiramos al mar, con pena, como si fuera gente.
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