______________________________________________________
MAQUINISTA FERNÁNDEZ
Este es el Presidente Castillo. 14.000 toneladas de desplazamiento y
9.000 toneladas de carga útil. Nada de líneas modernas, pero mire el motor:
seguro como ningún otro: un Sulzer SP72 que nunca se cansó de cinchar este
barco con más historia que mina del Bajo. Se construyó en Francia, en los
astilleros de Saint Nazaire, en plena guerra mundial. Fue proyectado antes de
la ocupación; cuando llegaron los alemanes se prosiguió la construcción con
orden de pronto lanzamiento. Nunca se aclaró las verdaderas causas del atraso
de la construcción, pero lo cierto es que transcurrieron los primeros años de
la guerra y el barco permaneció sin terminar, con la desesperación de los
alemanes y la confusión de los constructores franceses. Bueno: no es difícil
paralizar la construcción de un barco. Por ejemplo se sabotean los cables
eléctricos. Cuando no funciona el sistema eléctrico de un barco hay que abrir
todos los revestimientos de los puentes. 0 bien aparecían piezas con fallas. Un
compresor con pérdida inmoviliza un barco. El sistema de refrigeración debió
construirse tres veces.
Al final intervino la Gestapo y hubo muchos obreros detenidos y algunos recorrieron todo el continente europeo, de Nantes (Francia) hasta Auschwitz (Polonia) y desaparecieron para siempre, pero de cualquier modo el barco no pudo largarse al mar hasta terminada la guerra. Al final fue botado con la bandera francesa y el nombre de R. H. Dreyfus. Después se le pintó "Tara" en la proa y fue izada en popa la bandera yugoeslava. Así llegó a estas playas, para cargar trigo en Necochea y encalló al entrar en el puerto de Quequén. Es una parte jodida de nuestra costa, con una marea de la gran flauta: hay varios barcos encallados en la zona y algunos partidos en dos. El gobierno, mejor dicho, la empresa ELMA compró el Tara como chatarra, pero luego pudo reflotarlo y le pusieron la bandera argentina y el nombre de Presidente Castillo. Entonces me llevaron como cabo maquinista. Hace diez años de esto. Viajamos varias veces a Europa, pero en especial cumplimos la circunvalación de América del Sur, vía Estrecho de Magallanes y Canal de Panamá, una vuelta que puede durar sus buenos cinco meses. El tirón más largo fue el viaje 29, con 17.500 millas de navegación. Entramos al Pacífico por el Estrecho de Magallanes para tocar puertos de Chile, Perú y Ecuador: pasamos por Panamá para llegar a puertos del Caribe y. después seguimos al norte, para cargar en Montreal. Pero no llegamos: después del sol rajante del Caribe nos esperaba Canadá en pleno invierno. Nos detuvo el río San Lorenzo convertido en un bloque de hielo y nos quedamos en Quebec. Decían que por tierra nos traían varias topadoras y bobinas de papel diario que debíamos cargar en Montreal. Quedamos inmovilizados en medio del río y el temporal de nieve no dejaba avanzar a los camiones que traían la carga de Montreal y Otawa. Y nosotros muertos de frío, soñando con el sol y las mujeres de órdago que dejamos allá en el sur. Y cuando pudimos amarrar en el muelle y llegó la carga, eso resultó peor, porque trabajar en la cubierta que es puro hielo, eso sí se lo regalo. Esa vez lo pasé bien macanudo en el calorcito de la sala de máquinas. Bueno: eso de sala es un decir, porque más se parece a una fábrica de varios pisos, pero una fábrica que funciona al pelo y sin la gente que complique la cosa, una fábrica sin patrón ni obreros. Un barco es algo completo, lo más parecido a un hombre, y este motor es el corazón. Máquina noble la del barco: anda y anda por el mundo entero sin esos altibajos y descomposturas de otros motores. ¿Sabe usted cuántos trabajamos en estos tres pisos de la sala de máquinas? Apenas dos: el jefe de máquinas y yo. Y tenemos talleres con tornos y cepillos, pañoles de pintura y de instrumentos, motores auxiliares y hasta máquinas para desalinar el agua de mar, en caso de necesidad, para el circuito de agua dulce que refrigera los ocho cilindros del Diesel Marino. Y aquí están las tripas: esta es la bomba de circulación y ese tripón gordo es el caño de escape que lleva todos los gases a la chimenea.
Hace diez años que navego en el Presidente Castillo y siempre aquí, entre el corazón y las tripas del bicho este. Somos dos y manejamos el barco desde adentro. Aquí está el puesto de mando. La aguja me ordena por ejemplo que avance o retroceda. Yo entonces confirmo con la repetidora de órdenes y entonces paro o avanzo o hago retroceder el barco. Y esto debe marchar siempre, en calma chicha o en pleno temporal, del mismo modo que el corazón de una ballena: de 105 a 120 revoluciones por minuto. Y obedezco, claro, las órdenes de arriba, pero debo responsabilizarme de lo que ocurre abajo. A veces se produce un momento crítico: esto comienza a trepidar, y parece que todo este hierro va a partirse, y soy yo quien con la aguja de mando acelero o disminuyo las revoluciones, y toda la mole se tranquiliza y vuelve a deslizarse y se siente que el mar deja de resistir y se abre como una hembra. Y justamente de eso conozco bastante: de motores marinos y de mujeres. Y hay cosas que recuerdo más que otras. El primer viaje de circunvalación al continente lo comenzamos en Rosario, donde cargamos trigo para Brasil. En Santos fue la gran joda. Amarramos en la Doca 3 y las mujeres se metían como ratas en el barco. Los argentinos éramos populares, sobre todo porque llevábamos vino. Una noche me fui al centro de la ciudad y al volver al puerto me salió al encuentro una rubia bastante jovata, pero pasable por rubia (no abundan en el puerto de Santos) y famosa por su apodo de Lengua Eléctrica. La llevé al barco y ahí me encontré con el electricista, que había traído a una negra muy alta y bien formada. Las dos mujeres se miraron como perro y gato y en seguida saltó la bronca.
—Andas haciéndote llamar Lengua Eléctrica y eso es robarme mi nombre
—soltó la mujer que estaba conmigo.
—A mí también me llaman así —se defendió la negra . ¿Acaso es culpa mía?
—No te dicen eso: te haces llamar con mi nombre y sin ningún derecho. La negra
la miró desde arriba:
—No es para tanto —le dijo—. Yo valgo más. Y lo hago mejor.
La rubia saltó como picada por una víbora. Abrió los brazos como para
ponernos a nosotros y a todo el puerto de Santos como testigos de semejante
insulto. A modo de réplica sacó la lengua, algo así como una cuarta, y no
mostró el simple golpetear de una biela a doscientos o mil revoluciones por
minuto, sino verdaderamente un movimiento rotativo de turbina, una hélice
perforando el agua y capaz de mover una mole de diez toneladas o perforar una
plancha de acorazado. Pero esa exhibición apenas duró unos segundos y no llegó
a mayores. La otra mujer, larga y distante como una jirafa, la miró con una
mueca de desprecio que se acentuaba en el grosor de su trompa de negra, y me
interesó más que la rubia, y se me ocurrió tomar en serio esa competencia y
entreverarme con las dos. Para eso era importante que hubiera, paz entre ellas.
El electricista fue a la cocina y trajo algunas latas de conservas y
tres botellas de vino Toro. Tomaron como esponjas y al final, de puro
borrachas, dejaron de discutir. Pero tampoco pasó nada de lo que yo esperaba.
La negra bajó tambaleándose por la planchada y se perdió en la oscuridad de la
Doca 3. La otra quedó como fulminada en el suelo. Era gorda y no encontré modo
de hacerle bajar la escalerilla que llevaba a mi camarote. Entonces la
arrastramos hasta un bote salvavidas y allí la dejamos durmiendo la mona. Y vi
que el electricista, Nicanor se llamaba, le acariciaba las piernas y además le
sacó un zapato plateado y bien brilloso. Y al rato Lengua Eléctrica despertó y
se puso a gritar que la habían robado. No era plata, seguro que no llevaba
ningún cruzeiro, ni tampoco por esas fantasías que le colgaban de las orejas y
le cubrían el pecho, sino por el zapato, eso le faltaba, y armó el escándalo
padre. Recorrió descalza todo el barco, enarbolando el zapato que le quedaba y
gritando que la negra, no conforme con robarle el nombre, le había quitado
también el zapato. Por suerte el capitán no estaba a bordo. Busqué a ese
electricista Nicanor y le dije que devolviera el zapato, pero el degenerado me
dijo que terminaba de tirarlo al agua. Al final el oficial de guardia me llamó
la atención, porque preguntó quién había subido a bordo a esa loca y le
contaron que fui yo. Entonces le ofrecí a la tipa mis chinelas, eran casi
nuevas, y le gustaron, pero de cualquier modo necesitaba su zapato, y antes que
volviera a chillar le di también un billete de cien pesos argentinos, le dije
que eso valía diez dólares y me contestó que valía una mierda, y yo le juré que
no, que hiciera la prueba en cualquier casa de cambio.
Total que esa mina se despachó un par de botellas de vino y al final no
pasó nada. Me dio mucha bronca que se fuera así cabrera, porque me hubiera
gustado conocerle la lengua eléctrica, cosa de marinero, ¿sabe?, uno junta esa
clase de recuerdos, y por eso casi siempre apenas si me emborracho a medias,
para después recordar lo que ocurre con las mujeres. Pero también suspiré de
alivio cuando la tipa bajó del barco y desapareció, sin dejar de gritar
insultos a la mujer que le había robado el nombre y un zapato.
Y todo por culpa de ese Nicanor. No le dije nada, me quedé en el molde,
pero juré que me la pagaría. Y así nomás fue.
Resulta que mientras el barco estuvo cargando en Rosario fuimos a conocer
el Convento de San Lorenzo, el famoso lugar de la canción de la escuela, donde
ese Sargento Cabral le salvó la vida al General San Martín. Dimos una vuelta
por ahí, nos asomamos en las barrancas del Paraná, conocimos el pino donde San
Martín escribió el parte de la batalla, y ya cansados de todo eso nos volvimos
a tomar el ómnibus cuando descubrimos que faltaba el electricista. El tipo
anduvo emocionado de verdad por esa visita. Un poco rayado de la cabeza el coso
ese. Así como tiró al agua el zapato de la mujer, del mismo modo apareció
cargado con un ladrillo enorme, que le dicen adobe, pero más que barro cocido
parecía pura piedra por lo duro y pesado.
—¿Y eso? —le preguntamos. —Lo saqué de las ruinas del convento histórico
y me lo llevo de recuerdo. —A lo mejor vale una fortuna —le dije, y el otro
engranó y contestó que eso podía figurar en cualquier museo, porque se trataba
de una verdadera reliquia del Convento de San Lorenzo.
Al día siguiente de lo ocurrido en Santos entrábamos en Río de Janeiro.
—Che —le dije muy serio—. Cuida esa piedra de San Lorenzo. Mira que en Río la
aduana es cosa seria.
—¿Te parece? ¿Acaso no se trata de una antigüedad o algo parecido?
Todos, hasta el mismo capitán, podemos testimoniar que pertenece al mismísimo
Convento de San Lorenzo —insistí—. No parece gran cosa, pero que es una piedra
histórica, lo es.
—¿Verdad que sí? —aceptó el tipo—. Tenés razón: la declaro en la aduana.
Y así lo hizo. Cuando subieron los guardias de aduana y los de sanidad,
el electricista se apresuró a decirles que llevaba un ladrillo histórico. Le
pidieron que lo mostrara y el electricista fue a buscarlo y volvió con su
ladrillo. Los aduaneros lo miraron, uno lo golpeó con los dedos, para saber si
era hueco. Los tipos se encogieron de hombros; como siempre, les regalamos un
par de botellas de vino y se fueron. Pero desde entonces al electricista lo
llamamos Ladrillo, así lo bauticé yo y le quedó el nombre para siempre, al
punto que cuando llegaba un tripulante nuevo creía siempre que Ladrillo era nombre
de verdad. ¡Un plato! Le hice declarar el ladrillo en Recife y en La Guayra, en
Panamá y en Guayaquil.
—Declárala -—le decía—. Si hacen una requisa, te encuentran la piedra
histórica y te la confiscan.
Ladrillo engranó en la cachada y carburaba de lo mejor: a él solo se le
ocurrió que el lugar donde su piedra obtendría la mejor cotización era Perú.
Porque más al norte, me explicaba, están con Bolívar, pero Perú le debe su
independencia a San Mallín y allí tiene el monumento y la plaza principal.
Mejor llevala a la Argentina —le dije—. En ninguna parle quieren más a
San Martín. A veces los boludos razonan de lo mejor y eso pasaba con Ladrillo.
—En Buenos Aires no puede tener mucho valor —me explicó—. Cualquier tipo
toma el ómnibus a Santa Fe, se baja en San Lorenzo y puede encontrar otro
ladrillo igual.
—¿Entonces pensás sacarle un buen precio en Lima? —Mejor no lo vendo. Se
la voy a regalar al Museo de Lima. Una buena acción, ¿no te parece? Y así salgo
en los diarios.
En El Callao vimos cómo Ladrillo bajó a tierra con su enorme cascote al
hombro y se metió en un taxi. Nadie lo acompañó. A los tripulantes no nos gusta
alejarnos del puerto: ahí están los bodegones, el chupe, las mujeres. ¿Para qué
andar más lejos? Y eso de ir a un museo no es costumbre de marineros. En fin:
la experiencia la hizo Ladrillo. Volvió al anochecer, justo cuando nos
disponíamos a bajar a tierra. El tipo venía con mufa, trayendo de vuelta el
ladrillo al hombro. No le recibieron la donación, tampoco pudo hablar con el
director, ni siquiera lo dejaron entrar en el museo con el ladrillo.
—¿Te das cuenta? —se lamentaba Ladrillo—. Les conté que todo el barco
era testigo que la piedra era del Convento de San Lorenzo, donde fue la primera
batalla de San Martín en América. Era lo mismo que si sintieran llover. Al
final llamaron al ordenanza para que me acompañara hasta la calle.
—¿Querés salir con nosotros? —le pregunté—. Creo que te falta un par de
tragos. —Estoy cansado de andar con ese ladrillo al hombro —y fue a acostarse.
Días después navegábamos frente a Antofagasta. En la hora del desayuno
apareció Ladrillo con cara de preocupado. Yo ya sabía de que se trataba, así
que le pregunté:
—¿Qué te pasa, Ladrillo? —La piedra; desapareció mi piedra histórica. Le
preguntamos al mozo encargado de hacer las camas.
—¿Qué pasó con la piedra de Ladrillo? —Pues bien —dijo el gallego—, que
para barrer el camarote saqué el ladrillo como otras veces al pasillo.
—¡Ah! —me hice el distraído—. ¿Era tu famosa piedra, Ladrillo? Porque al
venir al comedor tropecé con algo y casi me rompo una pierna. Ni me di cuenta,
vos sabes como son estas cosas, pero ahora recuerdo que agarré la piedra y la
tiré al agua. No me acordé. . . ¡Qué macana! —Era mi piedra —dijo Ladrillo, sin
cabrearse, pero dolido como una madre. —Vos sabes, Ladrillo -—le dije—; de
pronto te viene un momento así, tenes algo en la mano y sin pensarlo lo tiras
al agua.
—Es verdad —aceptó Ladrillo. —Como esa vez, ¿te acordás? Yo vine al
barco con Lengua Eléctrica y vos le tirastes el zapato al agua. La tipa, claro,
bronqueó y así me arruinastes el programa.
—Sí —dijo Ladrillo—. A veces pasa así.
En vez de cabrearse estaba manso y suave como un gatito. Seguro que ya
sospechaba que todo se trataba de una colosal cachada y le convenía quedarse
piola en el molde nomás. Al final, pienso ahora, le hice un bien, porque esa
piedra lo estaba volviendo más loco de lo que era. Buen electricista, pero
algún cable pelado en la azotea. Cuando cambió de barco y lo pasaron al Campero
le siguieron llamando Ladrillo, y ya nadie lo conoce por su verdadero nombre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario