Marchábamos los cuatro en
fila india por los baldíos que se extendían detrás de la cancha de Huracán. Yo
encabezaba la marcha, pero caminando hacia atrás para contar esa larga película
Los miserables. Aunque los otros ni me ponían atención, yo no quería cortar y
más bien estiraba el relato. Eso me gustaba: ver las películas y después
contarlas. Siempre creí que lo hacía bien, con mímica y todo. ¿Por qué no me
ponían atención, si yo fui el único en ver esa película en el cine Rioja?
Seguro que era por envidia: a mí nunca me faltó plata para ir al cine y los
otros eran más pobres. Cuando querían cigarrillos se juntaban dos o tres para
comprar un atado. Siembre se impuso Mentolado en comprar cigarrillos con menta y
de eso venía su nombre.
Avanzando hacia atrás para
contar la película, no veía donde ponía los pies, al final pisé mal y caí al
suelo. Ahí los otros dejaron de hacerse los distraídos y se rieron como locos.
El golpe no me dolió tanto como las risas. Cuando Susini me preguntó qué me
pasaba con esa cara de concha afligida, respondí que me dolía el golpe, pero en
realidad me crecía la amargura porque nadie me pidió que siguiera contando el
final de esa película que yo fui el único en ver. Pero era eso, no les gustaba
dejarme hablar.
Esa vez me salvé porque no
me quise perder el cine de todos los sábados. En cambio Susini y Mentolado
juntaron toda la guita que tenían y fueron a quilombear por primera vez en un
clandestino de la calle Pavón. El Pepe no pudo ir, pero ayudó con unas monedas.
La guita que juntaron alcanzaba apenas para un solo tipo. Ni siquiera lo
sortearon: Mentolado iba a encamarse y el otro a conocer el lugar, así lo
impuso Mentolado, que siempre se la daba de capo. Pero esa vez le fue mal: se
agarró la blenorragia. Lo supimos tres días después y me pidieron que
acompañara a Mentolado al dispensario del Centro Gallego y que le pagara el
colectivo y lo demás.
A Mentolado lo revisaron,
le hicieron una curación. Yo esperaba en el patio. Después lo acompañé a
orinar. Caminaba como si fuera un muchacho del cine y todo el público lo
estuviera viendo avanzar entre los azulejos del Centro Gallego. Y entonces se
puso a cantar:
Por un beso de amor
¡Amada mía!
Una voz trémula del quien canta al lado del dolor y teme despertarlo. El
agua se deslizaba por el mármol amarillento, pero la orina no salía.
—Esto ya no es nabo —comentó Mentolado—. Tampoco parece pico de canilla.
Más parece flor de regadera.
No miré por miedo y vergüenza.
—Gota a gota y con dolor —agregó Mentolado. Y de pronto retomó la
canción:
Que las penas
no son penas
cuando son penas
de
amor…
—Dale nomás —rezongó el que
orinaba al lado— Todavía no probastes los fierros, seguro que no.
—¿Duelen? —preguntó Mentolado. —¿Qué te parece? Mejor canta ahora. Eso
hizo Mentolado:
¡Te quiero!
Como no te quiso nadie,
como nadie te querrá.
—¡Termínala! —protestó el otro—. ¿Hace poco que venís aquí?
—Primer día —dijo Mentolado.
—Yo hace un mes —dijo el otro. Era un tipo triste y ojeroso. Un
canillita o algo parecido, flaco y de mal humor:
—Hace un mes por esta vez. Pero la tuve doce años atrás. Por eso te
hablo de los fierros. Aquí no me gusta que nadie cante.
—Con razón —dijo Mentolado. —¿Qué cosa?
—Digo que con razón se te subió la chinche a la cabeza.
El tipo lo miró con odio pero callado se abotonó y se perdió en el patio
del Centro Gallego.
Seguí detrás de Mentolado,
como el escudero de un guerrero antiguo de película histórica. En la calle le
pregunté qué le dijeron y le hicieron en el dispensario, pero Mentolado se hizo
el misterioso y no me contó nada. Esperó, claro, encontrarnos a todos reunidos
en el café y entonces habló hasta los codos. Que no podía tomar café ni cerveza
y menos vino. Los tallarines con manteca o aceite y nada de tuco.
—¿Y tu vieja? —preguntó Susini—. ¿Qué va a decir ¡tu vieja?
—Bueno —explicó Mentolado—. Ya le conté que tengo un ardor en el
estómago y por eso fui al Centro Gallego.
—¿Y tu hermana? —preguntó Pepe—. Te van a ver los calzoncillos
manchados. ¿0 crees que las mujeres son gilas?
—Lo mejor —dijo Susini— es que le contés la verdad a tu hermana. Así te
ayuda.
—Y de paso me recomendás —rió Pepe—Decile que vos andas con la chinche,
pero yo sigo sano. Que da gusto vérmela rosadita, una verdadera seda.
A Mentolado no le gustaba que le nombraran a la hermana. Se puso serio:
—No jodan muchachos. Ustedes no saben lo que es aguantar los fierros.
Nos callamos y el tipo nos miró con superioridad. Estuve a punto de
decir que eso de la curación con fierros era cosa que dijo el tipo de gorra, y
hablando seguramente de cosa vieja, pero me callé porque nada sabía con
seguridad.
Veinte días, o quizás un mes le duró la enfermedad a Mentolado, y
mantuvo todo en el mismo misterio. Pero durante todo ese tiempo no se habló de
otra cosa en la mesa del café. La palabra la tenía Mentolado y no la soltaba
por nada. Ya no parecía que contaba una película, sino una serial, de esas que
no terminan nunca. La verdad es que me daba bronca y bastante envidia. A veces
pensaba que todo era puro grupo, que no había tal blenorragia, y menos esas
curaciones con hierros calientes o algo parecido, pero nunca me atreví a
decirlo. Seguro que me pegaban entre todos, o lo que hubiera resultado peor,
iban a echarme de esa mesa. Porque Mentolado administró de tal forma su chinche
que pasó a ser el personaje, algo así como el caudillo de esa barra del café
Patricios.
—No te podes imaginar lo que son los fierros. No se los deseo a mi peor
enemigo.
Al final vivíamos pendientes de cada una de sus visitas al dispensario,
de las palabras del enfermero o de cualquier compañero del infortunio: una
cofradía de machos sufrientes y señalados por el destino, de los que estábamos
excluidos.
—Lo mío ya no parece nabo, sino propiamente una flor de regadera. Los
fierros, ¿sabes?, los fierros. Te queman por dentro.
A mí no me dejaban contar una película, pero Mentolado no la terminaba
nunca. Aparecieron las sospechas de su madre y se produjo el suspenso si lo
confesaba o no a su hermana. Al miserable lo acompañábamos como si su
blenorragia fuera el único acontecimiento de la barriada de Patricios y de
nuestra adolescencia. Solamente nos faltó hacer una peregrinación al
clandestino de la calle Pavón donde la había contraído, porque la peregrinación
al Centro Gallego la hicimos varias veces para acompañar a Mentolado en sus
curaciones.
En el café tomaba té de boldo o algo así. Fumaba constantemente; en eso
nunca le hizo caso al médico, algo que nos alarmaba.
—¿Qué mal me pueden hacer los cigarrillos, si
siempre fumo mentolado? Es como la pastilla de menta o de eucalipto:
puro remedio.
Y más que fumarlo, contemplaba como se quemaba el cigarrillo entre sus
dedos largos, con dos o tres anillos, estirados en exposición en el respaldo de
la silla o sobre la mesa. Tenía algo de cafishio y creo que en eso o algo
parecido terminó. Y para comenzar nos hacía pagar los cigarrillos y el té de
boldo y además lo teníamos que escuchar solamente a él.
Después yo entré a trabajar en un taller de motores marinos en Barracas.
Susini ayudaba al viejo en el mercadito y al Pepe lo lomaron de pinche en el
banco, pero Mentolado todavía no laburaba en nada y nos acostumbró a que lo
mantuviéramos, como ocurrió antes con su vieja y su hermana. Seguíamos
reuniéndonos en el café Patricios, pero cada día teníamos menos cosas que
contarnos. La misma vida que une a los muchachos, los separa cuando se hacen
grandes. Al final nos juntábamos y bostezábamos como leones y a mí se me pasó
las ganas de contar las películas.
Por eso creí que a mi vuelta de mi primer viaje, la barra del café iba a
mostrar más compañerismo. Estuve embarcado cinco meses. Era el primer viaje del
Presidente Castillo con bandera argentina. Navegué en pleno tiempo de guerra,
en aguas infestadas de submarinos. Fui el único de la barra en ver mundo. ¡Casi
todos los países del continente! Había estado con minas de toda clase y
colores: negras brasileñas y una china de verdad en el Perú, una piba todavía
sin pelos en Buenaventura y una mulata de locura en Panamá. ¿No es más
importante que agarrarse una triste blenorragia en un clandestino? De modo que
cuando volví a casa dejé la valija en casa y corrí al café. Ahí estaban los
tres tipos de mi barra, como si me esperaran hacía tiempo.
—¡Muchachos! —les grité—. ¡Aquí estoy!
Avancé hacia la mesa con los brazos abiertos. Al final quedé parado
frente a la mesa y Mentolado fue el primero en levantar la cabeza para decirme
ron toda indiferencia:
— ¿Qué tal?
Fue como si en vez de navegar cinco meses me hubiese levantado de la
mesa para echar una meada y nada más. El Pepe y Susini retomaron la
conversación, algo sobre el clásico Boca-Huracán jugado el último domingo, que
yo no había visto y entonces no podía opinar. Claro que se pusieron de acuerdo
para recibirme así, y a lo mejor hasta ensayaron el gesto desganado de cada
uno, pero yo me la aguanté bien piola, aunque me ponía colorado con solo
recordar mi saludo gritado desde la puerta. "¿Qué tal?" —había
levantado la cabeza Mentolado, como si yo hubiera vuelto de comprar cigarrillos
en vez de navegar cinco meses por el Atlántico y el Pacífico, a través del
canal de Panamá y del Estrecho. Mentolado, defendía, claro, la importancia de
su blenorragia como único acontecimiento de la barra, y los otros lo seguían,
porque siempre les pareció mal que alguien del barrio hiciese algo distinto a
los demás, corno cuando la hermana del mismo Mentolado le dio por usar sombrero
como una bacana, y el barrio la trató de engrupida y algo peor.
Seguí navegando y al año siguiente agarré esa tremenda curda en
Valparaíso. Me gustó una mujer que encontré y tomamos pisco, vino, chicha,
hasta olvidarme la clase y cantidad de trago. Y no era eso solo: yo andaba
reloco porque empezamos a recorrer los cabarets en la hora de los shows con
strip-tease con tanta mina linda en puras bolas, y al final la tipa que me
gustaba me llevó a un lugar bien raro que le dicen "La cárcel".
Imagínese que hay un patio de gayola rodeado de calabozos con rejas de hierro
que parecen de verdad. Entramos en un calabozo con la mina y nos cerraron la
puerta con un candado.
El tipo disfrazado de guardia de la cárcel era el mozo y nos pasó una
botella de pisco por la reja. Entonces comenzó el show que duró un buen tiempo.
Yo estaba agarrado a las rejas, la mina me abrazaba y las bailarinas se
desnudaban casi al lado nuestro, aprovechando claro que los hombres estábamos
bajo rejas, agarrados a los barrotes, y eso parecía calentar tanto a los
hombres como a las mujeres. Al final salimos y nos metimos en un hotel, pero no
me gustó nada la pieza, chiquita y sucia, con el vidrio roto donde entraba el
frío del mar. Había tomado demasiado trago como para terminar de hacer la cosa
y entonces propuse seguir recorriendo los boliches del puerto. A la mina le
gustó la idea: seguía con sed de pisco y andaba más chiflada que yo. No se
cansaba de besarme y que me quería mucho, y al final me dijo que nunca se
olvidaría de mí y que para estar segura de no olvidarse nunca, quería tatuarse
mi nombre en una teta, en la panza o donde yo quisiera. Con la condición,
claro, que yo también llevara su nombre para siempre. Me lo dijo con esa
vocecita tan linda de chilena y estábamos tan borrachos que en seguida me
convenció. Entonces me llevó por unas callecitas que subían los cerros del
puerto y allí, en un pequeño sótano, estaba trabajando el tatuador. Ya amanecía
por el lado de la bahía y el tipo no dormía: era justamente su hora de mayor
laburo. La mujer se hizo grabar un corazoncito y mis iniciales A. F. debajo de
la teta del corazón y después llegó mi turno. El viejo tatuador era un
verdadero artista y propuso hacerme un lindo trabajo especial en los
antebrazos, con anclas y águilas, y me pareció una idea macanuda. Acepté y el
viejo comenzó a trabajar con su aguja eléctrica.
La tipa reclamó su nombre, que lo pusiera en un lugar bien visible. Se
llamaba Lucha y yo le dije que no, que ese nombre Lucha no lo pusiera, porque
yo iba a parecer un sindicalista, un guerrillero o algo parecido. Que pusiera
sus iniciales y con letra chiquita, como lo hizo ella. Entonces la mina se puso
furiosa. Se rechifló y trató al tatuador de viejo maricón. A mí también me dijo
de todo y rajó afuera. Se olvidó la boluda que llevaba mis iniciales sobre el
corazón y ni siquiera me pidió unos mangos. Yo me quedé con el tatuador, que en
verdad era un viejo maricón, y me hizo esta obra maestra. Mire el trazo y los
colores. Era un verdadero artista el viejo ese. A veces me encuentro con
marineros extranjeros, de aquellos que conocen mucho sobre tatuajes, como son
los griegos y los yanquis, y todos me dicen que es un gran trabajo, yo lo llamo
propiamente un cuadro.
Esa vez volvimos a Buenos Aires por el Estrecho de Magallanes, y como
siempre volví al café. Era verano y me presenté en mangas de camisa y bien
arremangada. Puse los brazos en la mesa, así como al descuido y llamé al mozo.
Los tipos de la barra se mostraron indiferentes y yo más que ellos. Mentolado,
como siempre, fue el primero en hablar:
—¿Y eso?
Con el mentón me señaló los brazos tatuados. Me encogí de hombros: —Un
tatuaje. ¿Nunca vieron?
—Decime —me preguntó Susini—. ¿Eso se borra así nomás con agua y jabón?
—No se borra nunca —dije con mucha tranquilidad—. Dura la vida entera.
Ahí entonces me di el gusto de ver a la barrita con la boca abierta.
—Ahora sí que te jodieron —opinó Mentolado.
—A tu hermana la jodieron y cuando era bien chiquita —le contesté—. Esto
de tatuarse es cosa de hombres y deben opinar los hombres.
Ya los había visto con la boca abierta y no necesitaba más. Llamé al
mozo para darme el gusto de sacar del bolsillo un buen paco de billetes y pagué
todo el gasto de la mesa y le dejé cien mangos de propina al gallego y me fui
diciendo chau y punto. No volví nunca más, porque un marinante, ¿sabe?, al final
un marinante se hace algo diferente a los demás, y eso de ser diferente, no sé
si me hago entender, se convierte en una especie de orgullo, algo que nunca se
puede borrar, igual que estas anclas y águilas que llevo en los brazos.
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