Estaba hasta la
coronilla de arreglar cañerías, y calefones, pasarme todo el día fuera de casa
y encontrarme siempre con el mango justo. Fue una mañana de invierno, fría como
esas que te hacen sentir más desgraciado. Estaba en la puerta de la obra,
tratando de juntar maderas, para hacer fuego y calentarme, cuando lo vi pasar.
Parecía contento con esos sacos enormes llenos de termos cruzados en bandolera:
"Calentito el café", invitaba casi cantando. Después me aseguró que se
las rebuscaba muy bien con esa changa.
Al otro día la embalé
a mi mujer hasta que se puso a cocinar café como para llenar diez termos que me
dieron en consignación. Alfajores también vendía, como complemento. Y empecé a
patear el centro, a meterme en las oficinas, engancharme a la salida de los
cines y comprobar que hacía guita.
Me duró hasta que al
Rodrigo ese se le ocurrió aplicar su desgraciado plan. Se nos pinchó el globo a
unos cuantos. Me acuerdo que la flaca se desesperaba y no hacía más que
reprocharme las estufas y calefones que se me habían ocurrido abandonar.
Una mañana, casi por
casualidad, me encontré caminando por la vereda del Centro de Maquinistas
Navales. Y ahí nomás me mandé al ascensor. Cuando le ofrecí café al empleado,
casi me miró con lástima. Tenían un bar
eléctrico rebosante de buena merca tostada y molida especialmente en Santos.
Cuando le pregunté cuánto ganaba un maquinista, se rió con condescendencia,
como quien se siente obligado a reprocharle a un niño sus extrañas fantasías.
Cuando al fin me lo dijo, me pareció una barbaridad, demasiada guita para ganar
por derecha. Entonces le canté la justa y el tipo me miró incrédulo; en el
colmo del asombro relojeaba detenidamente mi carné habilitante de conductor
naval egresado de la Escuela de Obras Públicas.
Y ahora soy todo un
jefe de máquinas.. . con exámenes rendidos en la Escuela de Náutica, un
departamento puesto a todo trapo, un hijo que se me rajó con una negra de
mierda, y mi mujer que me hipotecó de por vida.
Cuando le vine con la
novedad que me embarcaba: casi se muere de espanto. Con mi suegra querían
echarme a patadas.
¡Otra locura más! —me
gritaban a dúo.
¡Como esa otra del
café! —insistían.
No te da vergüenza
jugar con nosotras a esta altura de la vida —y me empujaban como para que me
fuera.
Cuando cobró el
primer sueldo no lo podía creer. La flaca llegó loca de contenta, parecía
imposible tanta guita junta. Y encima en la oficina de la Empresa la trataron
como a una verdadera señora y le sirvieron café. Claro que yo estaba en viaje a
Japón, en el culo del mundo, empezando a pudrirme como hongo arriba de este
barco. A veces me tranquilizaba pensando que no sería para mucho: juntar unos
mangos, un buen capital y después largarme con el café, o lo que sea, pero de
patrón.
A mi mujer se le
ocurrió ampliar la casa, cambiar los muebles, regalarle un viaje a Córdoba todo
pago a mi suegra, y encima prestarle plata a su hermana como para terminar el
rancho.
Mucha guita manejaba
la flaca, parecía que le quemaba en las manos. Dicen que con eso de la
inflación era preferible gastarla que guardar. Lo cierto que lo único que
ahorraba era la divisa. Y eso porque me la pagaban a mí, arriba del barco y en
dólares.
Pero hasta de eso se
avivó. Y con la historia de construir dos piezas separadas, una para cada pibe,
me la fumó toda.
Lo malo que vivíamos
en San Justo, en un barrio bastante berretón. Y con tantos arreglos la casa se
fue haciendo linda, demasiado linda y tentadora como para semejante lugar.
Tres veces se le
quisieron meter para afanarle... la flaca casi se muere. A vuelta de viaje tuve
que conseguir una pareja de ovejeros alemanes. Una tranquilidad, pero comían
más que la familia de al lado, trocitos Dogui había que darles.
Bueno; todo iba más o
menos resignado hasta que decidieron mandarnos directamente a Puerto Madryn.
Había que descargar alumita que traíamos de Australia. Imagínese: cinco largos
e interminables meses. Primero Japón donde dejamos trigo, después para
Australia a cargar. Y cuando uno se hace la idea de volver para tomarse
licencia, descansar y poner en marcha algún proyecto, me encuentro con la
novedad.
—¿Te das cuenta,
querido? —me decía mi mujer—. ¡Cambiamos de casa! ¡Cambiamos de barrio!
Ahora vivimos en
Palermo, casi Barrio Norte, con portero eléctrico y portero educado. ¡Qué
departamento mamita! Si lo viera: calefacción por loza radiante, jardín a la
entrada y pileta en la terraza. Hasta cochera tenemos.
Menos mal que los de
la Agencia Marítima me dieron la dirección anotada en el dorso del pasaje.
Hablar no podía porque el teléfono todavía estaba en trámite. ¡Se imagina qué
fiasco!: de Puerto Madryn a San Justo, después de seis meses, y pasar el
papelón del siglo tocando timbre en una casa que ya no era mía. Y todo por la
sorpresa. Aunque la flaca aún hoy sigue insistiendo que tenía pensado esperarme
pero el negocio se dio tan rápido y los de la Empresa fueron tan diligentes en
prestarle los dólares que no tuvo más remedio que transar sin mí.
Claro que yo ahora
tengo que seguir viaje... Otros cinco meses a Oriente haciéndome la paja con el
recuerdo de mi vecina de San Justo tomando sol en Bikini.
¡Si hasta parece
mentira que ahora viva en departamento! El portero ni me conoce y allá en el
barrio yo era el Toto, el que arreglaba estufas, calefones, destapaba pozos ciegos
y hasta puenteaba alguno que otro medidor de luz.
Ahora soy todo un
jefe de máquinas, con la libertad hipotecada por unos cuantos viajes.
¡La quise matar a la
flaca! Le costaba entender el juego que le habían hecho.
Si es tan amable el
señor Barragán —me insistía—. El consideraba injusto que un hombre de tus
valores, un oficial de tan alta categoría, estuviese viviendo casi en una
villa, por más linda y cómoda que hubiésemos puesto la casa.
"Usted tiene que
darse lo que se merece" —me aconsejaba con criterio—. "Su marido es
un buen profesional y en la empresa lo reconocemos mucho". Fue entonces
cuando me ofreció anticiparme la plata; hasta buenas conexiones con
inmobiliarias importantes me ofreció.
También... ¡a que
otro gil podrían enganchar para hacer tres viajes al hilo! Ahora la gente no es
boluda, y a estos barcos graneleros le rajan: pura navegación, pocos puertos, y
encima puertos de mierda.
Le prestaron como
para tenerme enganchado por diez años.
Nosotros le prestamos
en dólares, total, a su esposo también le pagamos en dólares —le dijeron.
¡Puta en dólares!
Este viaje la divisa me la gasto en los quilombos y en mamarme, aunque no
desembarque más.
Apenas cuatro días
estuvo en casa, cuatro días después de un viaje de cinco meses. Eso sí, durmiendo
en un departamento recién estrenado, en Palermo, casi Barrio Norte.
¡Si cuando me la
quise coger a la flaca me di cuenta que no se me paraba! Y no hubo forma, por
más que insistía. Habrá sido por la bronca ¿no... ? O tantas emociones, o la
falta de costumbre, ¡qué sé yo!, total... me sigo haciendo la paja pensando en
la vecina de San Justo que tomaba sol en bikini.
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