1 de diciembre de 2012

Aldo Leone. Cuentos de marinos III. Los pardos cormoranes

Habían atravesado el Canal de Panamá y navegaban por el Pacífico cuando el radiotelegrafista captó el me­teoro. El mensaje era lacónico; "Mary" abandonaba la Península de Yucatán y se desplazaba hacia el océano a una velocidad promedio de diez nudos por hora.

El capitán guardó silencio y, con gesto sombrío, archivó el escueto comunicado. Luego se dirigió al cuarto de de­rrota para estudiar la situación con el primer oficial.

Una atmósfera agobiante se respiraba en cubierta. El mar estaba quieto, sospechosamente quieto, como si una gruesa capa de aceite se hubiera desparramado imprevi­siblemente sobre su vasta superficie para dejarlo inmóvil, desacostumbradamente inmóvil.



Hasta la orgullosa pareja de pardos cormoranes, que habían embarcado como polizontes durante el cruce, per­manecían expectantes. Apostados en lo alto del palo mayor, con sus enormes alas ceñidas al cuerpo, movían los picos ganchudos hacia todas direcciones cual celosos guardianes atisbando un firmamento gris que empezaba a condensarse en una fatídica advertencia.

Los viejos marinos las observaban  callados, con el rostro duro y una inequívoca aprehensión que comenzaba a inva­dirlos imperceptiblemente, como la repentina oscuridad de la noche, como aquellos nubarrones negros que se recorta­ban amenazantes sobre el desdibujado horizonte.

¡Comprendían el presagio! Tampoco podían mostrarse indiferentes a las alarmantes noticias que propalaban con insistencia sus radios portátiles. Por eso no se los veía reír como cuando escuchaban los imponentes radionovelones donde el galán, machazo y presumido, descargaba el tam­bor de su humeante Colt sobre la empecinada familia de la novia.

Tampoco ironizaban con los chillones avisos que les proponían, en un español ligero y aflautado, tomarse un jugo de piña para refrescar la garganta a la hora de la siesta.
Más bien escuchaban impasibles, como una sentencia siempre pendiente, los siniestros informes de aldeas arrasa­das, poblaciones anegadas, y miles de muertos y desapare­cidos que llegaban de Honduras y Guatemala.

Afuera: la calma chicha. Arriba: el capitán y su primer oficial ploteando el ciclón sobre la carta náutica. Y abajo, en el amplio salón de marineros, un silencio espeso reco­rría el ambiente.
—¡Radio Colonia es un poroto al lado de ésta! —dijo uno de los tripulantes.
—¿Por qué les habrán puesto nombres de mujer? —aco­tó un segundo—. Este se llama "Mary", como una hermosa inglesita que conocí en Southampton. ¡Qué ocurrencia la de los tipos! —prosiguió—. Aunque, pensándolo bien, ¡para el amor era un verdadero torbellino!

Algunos sonrieron, festejando la salida. Otros: continua­ron merendando indiferentes.

El ayudante de cocina tampoco decía nada. Era un muchachito de apenas veinte años que hacía su primer viaje. Se lo veía sentado en la banqueta de madera con el rostro desencajado y la mirada fija, angustiosamente per­dida en la taza de mate cocido que se había empecinado en tomar. Los viejos marinos lo observaban distraídamente y percibían el síntoma. .. ese mismo e inevitable temor que ellos también sentían; la misma angustia visceral que acudía irremediablemente para tensar sus nervios, aguzar sus vigías, o para resignarse, con temple y estoicismo, a los inapelables designios de aquel incierto destino.

De pronto el pesado navío comenzó a sacudirse tras el embate furioso de las primeras olas que anunciaban otras peores. Aquellos que no cumplían guardias se habían reu­nido en el atiborrado comedor donde se trincaron sillas y aseguraron puertas y ojos de buey.

Como por una extraña ironía, ese mar tumultuoso e im­previsible, parecía hermanarlos en una misma actitud. Por­que al tiempo que batía con inusitada violencia la indefensa cubierta, arrastrando sin contemplaciones con todo lo que encontraba a su paso, también parecía despojar a aquellos hombres de sus propias barreras para proyectarlos en un destino común, una idéntica expectativa ante una muerte incierta, de a momentos insoslayable, que se perfilaba ca­balgando sobre aquel viento inaudito.

Y entonces, mientras alguien ensayaba alguna broma, se miraban los unos a los otros. Y también miraban a ese joven desgarbado que parecía claudicar en cualquier mo­mento. Lo miraban con disimulo, con piedad, con la misma inevitable piedad que les estaba regateando el tenebroso mar.

El viento bramaba ensordecedor. La nave cabeceaba como queriendo enterrar su afilada proa en las profundas entrañas de ese desatado océano... pero ellos callaban. Agarrados fuertemente de la mesa clavada, rezando silen­ciosamente sus vanas plagarías: aguantaban, esperaban y acompañaban los brutales rolidos con sus cuerpos tensos, fatigados, mientras sentían estremecerse bajo sus pies, el sordo trepidar de la hélice girando en el vacío.
—Posiblemente bailemos con la cola —dijo uno.
—Parece que cambiamos el rumbo y le estamos rajando —acotó un segundo.

Y alguien contó la famosa historia del ojo del ciclón. Esa zona central inerte y reparadora; ese núcleo milagroso donde los vientos soplan con tal intensidad y en tan en­contradas direcciones, que se neutralizan entre sí y el barco parece flotar como en un lago.
—En todo caso: ¡podríamos meternos en el ojo! —co­mentó otro, casi con ingenuidad.

El que no decía nada era el peón de cocina. Seguía en­simismado, con un mechón de pelo negro que le caía desordenadamente sobre la frente amplia y surcada por dos profundas arrugas. Parecía clavado a la banqueta de ma­dera, como una estaca, como si en esa actitud intentara aferrarse a la vida.
—Ma que; yo preferiría no verle ni el ojo, ni el culo, ni la cara —intervino el de la novia inglesa—. A mí no me engrupen con eso de la calma en el centro, que se la vayan a contar a otro... ¡Además!: ¿Por qué les habrán puesto nombres de mujer?  ¡Si son tan hermosas, tan apacibles!

Y de repente... las chapas comenzaron a crujir con un sonido metálico, como de muerte..., un lamento indefinido que se propagaba ininterrumpidamente por todos los mam­paros que vibraron al unísono, como frágiles instrumentos de una orquesta invisible ejecutando el Lúgubre concierto del implacable océano. Lo había precedido un golpe seco y violento, ese choque infernal del fatigado casco de acero cayendo pesadamente sobre el lomo compacto de una ola.
—¡Mierda... qué panzazo! —exclamó alguien y se per­signó.

Y entonces contemplaron asombrados cómo el chico se levantaba bruscamente, e, impulsado por el pánico, arre­metía en una loca carrera buscando la puerta.

Era el principio del fin y todos comprendieron. Com­prendieron su miedo como comprendían sus propios mie­dos, esa misma y oprimente ansiedad que la dilatada expe­riencia y los sucesivos peligros les habían enseñado a sublimar, a sujetar como se ata y encierra a un perro ra­bioso, para que no haga daño, para que no propague su cruel enfermedad.

Había que evitarlo. Había que aplacar ese tempera­mento descontrolado capaz de cualquier cosa.

Y fue el cabo de mar quien salió tras él, en el preciso instante que un segundo panzazo sonaba cual abismal caída hacia el fondo de la misma muerte.
—¡Puta que se nos quiere partir...! —reflexionó mien­tras salía agarrándose fuertemente de las barandillas de seguridad.

Una oscuridad total reinaba en cubierta. Huracanadas ráfagas de viento se desplazaban desordenadamente desde la popa y se concentraban en los entrepuentes donde parecía confabularse en un pacto macabro para salir impul­sadas hacia el casillaje central.
—Poca máquina y culo al temporal —pensaba el viejo marino mientras se dirigía hacia los camarotes de la tri­pulación.

Golpeó varias veces la puerta del compartimiento del muchacho. Tardaron en abrirle. Cuando entró lo encontró con un vaso de whisky a medio llenar, llorando descon­soladamente.
Hubo un instante de tensa incertidumbre donde las mi­radas se cruzaron como en un extraño desafío. Después el hombrecito curtido gritó casi con bronca:
—¡Mira, pibe!; ¡llora, putiá, todo Lo que quieras...! ¡Pero no te me mamas! ¿Entendido? Deja ese vaso ahora mismo y nada de hacer macanas... nada de pendejadas porque te aseguro que borracho no la vas a pasar mejor.

El viejo navegante encendió lentamente un cigarrillo y se acomodó sobre el sillón, de cuero, detrás del escritorio. Parecía dueño absoluto de sí mismo y de la situación. Después hizo una larga pausa, casi interminable, y con­tinuó:
—Te conviene estar alerta; siempre sirve andar con la cabeza fresca. Te preguntarás para qué carajo te puede servir en esta situación... Pero no creas, la sobriedad ayuda. ¿O acaso te olvidas que tenes un rol que cumplir?

Hubo un profundo silencio; luego clavó su mirada dura en el rostro sorprendido del muchacho, y continuó:
—Alguien dijo alguna vez que para saber vivir hay que aprender a morir... ¡y no es joda, pibe! ¿O acaso te pensás que la muerte la tenemos aquí cerquita nada más que por­que somos nosotros? La muerte está en todos lados y a veces se te arrima cuando menos la esperas.

El muchacho lo escuchaba callado, con la mirada baja, mientras el otro trababa con firmeza sus piernas cortas entre las patas del escritorio para evitar el rolido. En la seguridad de sus movimientos, y en la sobriedad de sus gestos parecía querer demostrarle a aquel muchacho que merecía ser escuchado.
—Yo no sé por qué motivos estás arriba de este barco; supongo que tus razones las tendrás, no creo que lo hagas por pura aventura. Se dice que quien se sube a un barco casi siempre escapa de algo; muchas veces de uno mismo.
—Mi viejo solía repetir que en la necesidad del pan nos tenemos que hacer fuerte como para combatir el hambre. No era ningún letrado ¿sabes?; pero la vida, con sus gol­pes, lo hizo duro y entendido. ¡Flor de tipo! Laburaba como bestia allá en el Chaco, en un campito de algodón que cada dos por tres se lo inundaba el río. Pero él insistía y siempre me decía lo mismo: "hay que hacerse fuerte m'hijito".

—Pero yo no quise imitarlo —prosiguió contando—. No la veía de esa forma y me vine para Buenos Aires. Y me enganché aquí, en los barcos.
—Esta es otra lucha y también tiene sus precios. Y fue precisamente arriba de los fierros donde comprobé todas las verdades que decía mi viejo. Y también aprendí que en la necesidad de vivir siempre se sacan fuerzas para enfrentarse a la muerte.

Hablaba con profunda convicción, como quien ha refle­xionado toda una larga vida de peligros y soledades. A medida que sus palabras fluían, cual tibio y transparente cauce entre tan cruel tempestad, su mirada se hacía más blanda, más condescendiente para con ese muchacho que lo escuchaba aturdido.
—Tengo un hijo casi de tu misma edad, ¿sabes?; un pibe inteligente que está estudiando para doctor. Es mi orgullo y aunque no lo parezca siempre estoy pensando en él... Como vos, seguramente, ahora estarás pensando en alguien.

Hizo una pausa, como esperando una respuesta. Pero el otro seguía mudo, paseando sus pupilas negras y exaltadas por todos los ángulos del camarote. Entonces continuó:
—No creas que estoy aquí para entretenerte. Tampoco te digo todo esto para hacerte olvidar: ¡todo lo contrario!, ¡quiero ayudarte!; por eso te hablo como si lo hiciera a mi hijo...  como si lo tuviera aquí, al lado mío, como a vos.
—En estos momentos difíciles en que el estómago aprie­ta, a mí también me duele estar arriba del barco. ¿O crees que no quiero vivir... ?
Mira que pasé muchos temporales; algunos peores, otros menos... pero igual siento como un puño que se cierra y me estrangula. ¡Sí!; ¡aquí en el estómago! Por el miedo, ¿te das cuenta? Por eso que yo también siento, como vos, como todos los que estamos arriba de este barco esperando la muerte, capeando el ciclón.

El muchacho dejó escapar un sollozo trabajosamente re­primido. Luego lo miró fijo, con una expresión ansiosa, suplicante. Pero el viejo marino continuó:
—En estos momentos todos estamos pensando en la gen­te que queremos, en lo lejos que están... ¿O 'crees que no me doy cuenta que te sentís solo, desesperado? A mí tambien me pasa; ¡a mí también me aprieta el estómago!
—Por eso te miro y me parece que lo estuviese viendo a mi hijo... ese pibe fuerte que lo tengo allá en tierra, en la loma del culo, estudiando para doctor.
—¡Quizá mejor...! Porque la vida es así. Por eso; ¡llora y desahógate y no tengas vergüenza, carajo! ¿O acaso no es de hombre sentir miedo...?

El peón de cocina lo miró angustiado; y apretó sus ma­nos temblorosas contra el rostro húmedo en el preciso instante en que un violento rolido arrancaba de cuajo los cajones del escritorio para estrellarlos contra el mamparo de la cama donde colgaba vacilante un enorme sombrero panameño.

El muchacho no se inmutó. Se afirmó con inesperada decisión sobre los bordes del escritorio; y dijo:
—No me da vergüenza llorar... no crea que soy marica. Pero es verdad, tengo miedo. Cuando embarqué sabía que corría este riesgo... pero las cosas son así, uno no les da importancia hasta que le toca vivirlas.
—Me siento muy confundido... tal vez por el miedo; o, también, por la impotencia. ¡Sí! ¡Porque me da bronca! ¿Sabe? Me da bronca pensar que de repente, como si nada, uno deja de ser dueño de su vida, de su destino...

A medida que hablaba, el chico parecía fijarse en una idea, una imagen insospechada y remota que trataba de rescatar con la misma indeclinable firmeza con que se aga­rraba del escritorio.

Mientras tanto; el mar hacía sentir su violencia descar­gando, sin pausa, demoledores golpes sobre el fatigado cas­co de acero que parecía gemir como un animal acorralado y herido de muerte.
—Usted tiene razón —continuó el muchacho—, porque pensaba en mi vieja... en esa mujer enferma que dejé sola, allá en Buenos Aires. Cuando empezó el temporal le pedí a ella que me ayudara... y apreté con fuerza el crucifijo que me regaló y que llevo aquí colgado. "Que
Dios te bendiga y te ayude", recuerdo que me dijo casi llorando.
—Al principio me sentí fuerte, tenía fe —continuó di­ciendo—. Por eso fui al comedor, a tomar la merienda. Pero después... ¡después empecé a descontrolarme! Era como una fuerza extraña que me envolvía y me separaba de la razón. ¡Sí! ¡Como ese puño que usted dice! ¡Como ese dolor que aprieta en el estómago...!
—Y ese panzazo fue terrible; ¡sentí que me quebraba con el barco...! Y pensé en mi vieja, y no pude evitar­lo... ¡no pude evitar esta desesperación!

Hablaba con conmovedora franqueza; como si el recuer­do de tan genuino cariño fuera más que suficiente para despojarlo de todas sus inhibiciones, para olvidarse del ci­clón y sincerarse con aquel hombre casi desconocido que lo miraba callado, incitándolo a hablar indefinidamente.
—Porque la pobre está sola ¿sabe?; soy lo único que tiene... Usted me habló como un padre que nunca tuve; ese padre que nos abandonó cuando yo era muy chico... ¡si no lo llegué a conocer siquiera!, ¡si nunca supe más de él! Por eso mi vieja tuvo que luchar sola, lavando ropa sucia en un sanatorio de mala muerte. La vi enfermarse de reuma y de tuberculosis... y no quería aflojar. ¿Y todo para qué?; para poder criarme, para que pudiese crecer así, como usted me ve, con este miedo y esta desesperación...

Y rompió a llorar desconsoladamente. El viejo marino permaneció impasible. Lo había escuchado con atención mientras lo observaba con sus ojos dulces y calmos, sorprendentemente calmos. Lo escuchaba callado y lo dejaba desahogar; quizá era lo que había buscado.
—Mi vieja no quería que embarcase —prosiguió dicien­do el muchacho—. Esta es, la primera vez que salgo al mar, y ahora lo estoy lamentando. Me despidió llorando ¿sabe? Apenas si quiso asomarse a la puerta para acompañarme con la mano... ¡llorando!, ¿se da cuenta? Con esa mirada triste que todavía la tengo aquí —dijo señalándose la fren­te—; grabada como un recuerdo lejano que me hace deses­perar...
—Y yo que me sentía todo un hombre. Caminaba orgu­lloso con el paso ligero para tomarme el colectivo que me traería al barco. ¿Se acuerda ese día de invierno que zar­pamos de Buenos Aires... ? Y mientras ella se quedaba llorando, yo apretaba con orgullo el bolsito que me había preparado. Me sentía todo un hombre... ¡Fíjese qué ironía!
—Pero es verdad; no tengo por qué mamarme. Y ahora pienso en ella, en lo que usted me está diciendo, y parece que me volviesen las fuerzas.
—El mar no tiene cavernas, pibe —le contestó el cabo—; pero... a veces perdona.

Y lo estrechó fuertemente, con profunda ternura, como si fuese su hijo.
—Ahora vamos a la camareta —prosiguió diciendo —; con el resto de la gente te vas a sentir mucho mejor.
Salieron...

En la cubierta el viento rugía sin cesar. El cabo de mar se detuvo un instante y echó un vistazo al palo ma­yor. Se inclinaba peligrosamente hacia todas direcciones. A veces; amagaba cabecear para detenerse sobresaltado, como largo y oscuro gusano agitado por intensas convul­siones. Otras; se recostaba en una banda como queriendo descansar su indefinida fatiga sobre las cimas espumosas de esas demoledoras montañas de agua que caían despia­dadamente sobre la cubierta para deshacerse en un mar interior de lluvia y espuma que apenas si permitía per­cibir el mástil de proa.
—Si esto es la cola..., ni quiero pensar cómo será el epicentro —reflexionó el viejo marino mientras observaba detenidamente a la estoica pareja de pardos cormoranes.

Seguían inmóviles. Apostados como estatuas en lo alto del palo mayor, acompañaban resignadas su ritmo de lo­cura. Parecían no existir; con las cabezas gachas apre­tadas contra el cuerpo y esos picos largos y ganchudos increíblemente guardados bajo sus alas replegadas. Ni una pluma se les movía; a pesar del azote continuo del viento huracanado, a pesar de la lluvia infinita de agua salada. Desafiaban el temporal con la misma irrenunciable resignación conque lo hacían esos hombres.
—¿Ves esos pájaros? —le dijo al ayudante de cocina—. Bueno; míralos bien y no te olvides.
Míralos bien porque hay un viejo proverbio marino que dice que cuando esas aves acompañan a un navío les traen suerte.
Y el proverbio se cumplió...

Porque tres días después el muchacho las observaba volar. Era la hora del descanso y un sol intenso y lumi­noso caía oblicuamente sobre el mar encrespado, barrido por una suave brisa que parecía un suspiro perdido del lejano ciclón. Blancos y efímeros islotes de espuma apa­recían magistralmente entremezclados con el tenue es­tallido de infinitas moléculas de agua salitrosa que el sol incisivo transformaba en infinitos arcos iris. En algunos trechos, la espuma parecía compactarse como sólidos co­pos de nieve esparcidos negligentemente sobre un campo inagotable de lino en flor. El cielo estaba completamente despejado, como transparente. En la atmósfera apacible se respiraba un aire cálido, sobrecogedor.

El chico contemplaba admirado la sombra de los pá­jaros proyectándose en el mar como imágenes sagradas de una eterna simbiosis. Las veía volar con sus alas enor­mes desplegadas al viento. Las sorprendió planeando en la brisa cual traviesos cometas abandonados al suave arru­llo de una música infinita.

Después las observó alertas, escoltando al buque con ese ligero y apenas perceptible batir de alas, como sólo ellas saben hacerlo... ¡Cóndores de los mares!

Y también las vio elevarse, precipitadamente, como lu­minosas flechas de un arco invisible disparadas al sol. Y sus ojos contemplaron, con asombro, la caída en picada, rectilínea, cual enloquecidos pilotos dispuestos a estrellarse sobre la superficie del océano.

Y casi no dio crédito cuando las vio abrir sus picos largos y ganchudos, de aves rapaces, para engullir, con sor­prendente voracidad, a esas sardinas plateadas, ávidas de tibia luz, que el mar fecundo y generoso les ofrecía de sus entrañas aplacadas.

Y se sintió mágicamente transportado en esa lucha cruel y tenaz por la subsistencia y por la vida. Se sintió hombre y cormorán, pájaro y cielo, barco y océano...


Y en aquel delicioso ensueño, se sintió mucho más cerca de aquella madre lejana de sí mismo, y de ese cabo de mar que se le acercaba sonriendo, guiñándole un ojo y señalando con su brazo extendido, la titánica pareja de pardos cormoranes.


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