Habían
atravesado el Canal de Panamá y navegaban por el Pacífico cuando el
radiotelegrafista captó el meteoro. El mensaje era lacónico; "Mary"
abandonaba la Península de Yucatán y se desplazaba hacia el océano a una
velocidad promedio de diez nudos por hora.
El capitán
guardó silencio y, con gesto sombrío, archivó el escueto comunicado. Luego se
dirigió al cuarto de derrota para estudiar la situación con el primer oficial.
Una
atmósfera agobiante se respiraba en cubierta. El mar estaba quieto,
sospechosamente quieto, como si una gruesa capa de aceite se hubiera
desparramado imprevisiblemente sobre su vasta superficie para dejarlo inmóvil,
desacostumbradamente inmóvil.
Hasta la
orgullosa pareja de pardos cormoranes, que habían embarcado como polizontes
durante el cruce, permanecían expectantes. Apostados en lo alto del palo
mayor, con sus enormes alas ceñidas al cuerpo, movían los picos ganchudos hacia
todas direcciones cual celosos guardianes atisbando un firmamento gris que empezaba
a condensarse en una fatídica advertencia.
Los viejos
marinos las observaban callados, con el
rostro duro y una inequívoca aprehensión que comenzaba a invadirlos
imperceptiblemente, como la repentina oscuridad de la noche, como aquellos
nubarrones negros que se recortaban amenazantes sobre el desdibujado
horizonte.
¡Comprendían
el presagio! Tampoco podían mostrarse indiferentes a las alarmantes noticias
que propalaban con insistencia sus radios portátiles. Por eso no se los veía
reír como cuando escuchaban los imponentes radionovelones donde el galán,
machazo y presumido, descargaba el tambor de su humeante Colt sobre la
empecinada familia de la novia.
Tampoco
ironizaban con los chillones avisos que les proponían, en un español ligero y
aflautado, tomarse un jugo de piña para refrescar la garganta a la hora de la
siesta.
Más bien
escuchaban impasibles, como una sentencia siempre pendiente, los siniestros
informes de aldeas arrasadas, poblaciones anegadas, y miles de muertos y
desaparecidos que llegaban de Honduras y Guatemala.
Afuera: la
calma chicha. Arriba: el capitán y su primer oficial ploteando el ciclón sobre
la carta náutica. Y abajo, en el amplio salón de marineros, un silencio espeso
recorría el ambiente.
—¡Radio
Colonia es un poroto al lado de ésta! —dijo uno de los tripulantes.
—¿Por qué
les habrán puesto nombres de mujer? —acotó un segundo—. Este se llama
"Mary", como una hermosa inglesita que conocí en Southampton. ¡Qué
ocurrencia la de los tipos! —prosiguió—. Aunque, pensándolo bien, ¡para el amor
era un verdadero torbellino!
Algunos
sonrieron, festejando la salida. Otros: continuaron merendando indiferentes.
El ayudante
de cocina tampoco decía nada. Era un muchachito de apenas veinte años que hacía
su primer viaje. Se lo veía sentado en la banqueta de madera con el rostro
desencajado y la mirada fija, angustiosamente perdida en la taza de mate
cocido que se había empecinado en tomar. Los viejos marinos lo observaban
distraídamente y percibían el síntoma. .. ese mismo e inevitable temor que
ellos también sentían; la misma angustia visceral que acudía irremediablemente
para tensar sus nervios, aguzar sus vigías, o para resignarse, con temple y
estoicismo, a los inapelables designios de aquel incierto destino.
De pronto
el pesado navío comenzó a sacudirse tras el embate furioso de las primeras olas
que anunciaban otras peores. Aquellos que no cumplían guardias se habían reunido
en el atiborrado comedor donde se trincaron sillas y aseguraron puertas y ojos
de buey.
Como por
una extraña ironía, ese mar tumultuoso e imprevisible, parecía hermanarlos en
una misma actitud. Porque al tiempo que batía con inusitada violencia la
indefensa cubierta, arrastrando sin contemplaciones con todo lo que encontraba
a su paso, también parecía despojar a aquellos hombres de sus propias barreras
para proyectarlos en un destino común, una idéntica expectativa ante una muerte
incierta, de a momentos insoslayable, que se perfilaba cabalgando sobre aquel
viento inaudito.
Y entonces,
mientras alguien ensayaba alguna broma, se miraban los unos a los otros. Y
también miraban a ese joven desgarbado que parecía claudicar en cualquier momento.
Lo miraban con disimulo, con piedad, con la misma inevitable piedad que les
estaba regateando el tenebroso mar.
El viento
bramaba ensordecedor. La nave cabeceaba como queriendo enterrar su afilada proa
en las profundas entrañas de ese desatado océano... pero ellos callaban.
Agarrados fuertemente de la mesa clavada, rezando silenciosamente sus vanas
plagarías: aguantaban, esperaban y acompañaban los brutales rolidos con sus
cuerpos tensos, fatigados, mientras sentían estremecerse bajo sus pies, el
sordo trepidar de la hélice girando en el vacío.
—Posiblemente
bailemos con la cola —dijo uno.
—Parece que
cambiamos el rumbo y le estamos rajando —acotó un segundo.
Y alguien
contó la famosa historia del ojo del ciclón. Esa zona central inerte y
reparadora; ese núcleo milagroso donde los vientos soplan con tal intensidad y
en tan encontradas direcciones, que se neutralizan entre sí y el barco parece
flotar como en un lago.
—En todo
caso: ¡podríamos meternos en el ojo! —comentó otro, casi con ingenuidad.
El que no
decía nada era el peón de cocina. Seguía ensimismado, con un mechón de pelo
negro que le caía desordenadamente sobre la frente amplia y surcada por dos
profundas arrugas. Parecía clavado a la banqueta de madera, como una estaca,
como si en esa actitud intentara aferrarse a la vida.
—Ma que; yo
preferiría no verle ni el ojo, ni el culo, ni la cara —intervino el de la novia
inglesa—. A mí no me engrupen con eso de la calma en el centro, que se la vayan
a contar a otro... ¡Además!: ¿Por qué les habrán puesto nombres de mujer? ¡Si son tan hermosas, tan apacibles!
Y de
repente... las chapas comenzaron a crujir con un sonido metálico, como de
muerte..., un lamento indefinido que se propagaba ininterrumpidamente por todos
los mamparos que vibraron al unísono, como frágiles instrumentos de una
orquesta invisible ejecutando el Lúgubre concierto del implacable
océano. Lo había precedido un golpe seco y violento, ese choque infernal del
fatigado casco de acero cayendo pesadamente sobre el lomo compacto de una ola.
—¡Mierda...
qué panzazo! —exclamó alguien y se persignó.
Y entonces
contemplaron asombrados cómo el chico se levantaba bruscamente, e, impulsado
por el pánico, arremetía en una loca carrera buscando la puerta.
Era el
principio del fin y todos comprendieron. Comprendieron su miedo como
comprendían sus propios miedos, esa misma y oprimente ansiedad que la dilatada
experiencia y los sucesivos peligros les habían enseñado a sublimar, a sujetar
como se ata y encierra a un perro rabioso, para que no haga daño, para que no
propague su cruel enfermedad.
Había que
evitarlo. Había que aplacar ese temperamento descontrolado capaz de cualquier
cosa.
Y fue el
cabo de mar quien salió tras él, en el preciso instante que un segundo panzazo
sonaba cual abismal caída hacia el fondo de la misma muerte.
—¡Puta que
se nos quiere partir...! —reflexionó mientras salía agarrándose fuertemente de
las barandillas de seguridad.
Una
oscuridad total reinaba en cubierta. Huracanadas ráfagas de viento se
desplazaban desordenadamente desde la popa y se concentraban en los
entrepuentes donde parecía confabularse en un pacto macabro para salir impulsadas
hacia el casillaje central.
—Poca
máquina y culo al temporal —pensaba el viejo marino mientras se dirigía hacia
los camarotes de la tripulación.
Golpeó
varias veces la puerta del compartimiento del muchacho. Tardaron en abrirle.
Cuando entró lo encontró con un vaso de whisky a medio llenar, llorando desconsoladamente.
Hubo un
instante de tensa incertidumbre donde las miradas se cruzaron como en un
extraño desafío. Después el hombrecito curtido gritó casi con bronca:
—¡Mira,
pibe!; ¡llora, putiá, todo Lo que quieras...! ¡Pero no te me mamas! ¿Entendido?
Deja ese vaso ahora mismo y nada de hacer macanas... nada de pendejadas porque
te aseguro que borracho no la vas a pasar mejor.
El viejo
navegante encendió lentamente un cigarrillo y se acomodó sobre el sillón, de
cuero, detrás del escritorio. Parecía dueño absoluto de sí mismo y de la
situación. Después hizo una larga pausa, casi interminable, y continuó:
—Te
conviene estar alerta; siempre sirve andar con la cabeza fresca. Te preguntarás
para qué carajo te puede servir en esta situación... Pero no creas, la
sobriedad ayuda. ¿O acaso te olvidas que tenes un rol que cumplir?
Hubo un
profundo silencio; luego clavó su mirada dura en el rostro sorprendido del
muchacho, y continuó:
—Alguien dijo
alguna vez que para saber vivir hay que aprender a morir... ¡y no es joda,
pibe! ¿O acaso te pensás que la muerte la tenemos aquí cerquita nada más que
porque somos nosotros? La muerte está en todos lados y a veces se te arrima
cuando menos la esperas.
El muchacho
lo escuchaba callado, con la mirada baja, mientras el otro trababa con firmeza
sus piernas cortas entre las patas del escritorio para evitar el rolido. En la
seguridad de sus movimientos, y en la sobriedad de sus gestos parecía querer
demostrarle a aquel muchacho que merecía ser escuchado.
—Yo no sé
por qué motivos estás arriba de este barco; supongo que tus razones las
tendrás, no creo que lo hagas por pura aventura. Se dice que quien se sube a un
barco casi siempre escapa de algo; muchas veces de uno mismo.
—Mi viejo
solía repetir que en la necesidad del pan nos tenemos que hacer fuerte como
para combatir el hambre. No era ningún letrado ¿sabes?; pero la vida, con sus
golpes, lo hizo duro y entendido. ¡Flor de tipo! Laburaba como bestia allá en
el Chaco, en un campito de algodón que cada dos por tres se lo inundaba el río.
Pero él insistía y siempre me decía lo mismo: "hay que hacerse fuerte
m'hijito".
—Pero yo no
quise imitarlo —prosiguió contando—. No la veía de esa forma y me vine para Buenos
Aires. Y me enganché aquí, en los barcos.
—Esta es
otra lucha y también tiene sus precios. Y fue precisamente arriba de los
fierros donde comprobé todas las verdades que decía mi viejo. Y también aprendí
que en la necesidad de vivir siempre se sacan fuerzas para enfrentarse a la
muerte.
Hablaba con
profunda convicción, como quien ha reflexionado toda una larga vida de
peligros y soledades. A medida que sus palabras fluían, cual tibio y
transparente cauce entre tan cruel tempestad, su mirada se hacía más blanda,
más condescendiente para con ese muchacho que lo escuchaba aturdido.
—Tengo un
hijo casi de tu misma edad, ¿sabes?; un pibe inteligente que está estudiando
para doctor. Es mi orgullo y aunque no lo parezca siempre estoy pensando en
él... Como vos, seguramente, ahora estarás pensando en alguien.
Hizo una
pausa, como esperando una respuesta. Pero el otro seguía mudo, paseando sus
pupilas negras y exaltadas por todos los ángulos del camarote. Entonces
continuó:
—No creas
que estoy aquí para entretenerte. Tampoco te digo todo esto para hacerte
olvidar: ¡todo lo contrario!, ¡quiero ayudarte!; por eso te hablo como si lo
hiciera a mi hijo... como si lo tuviera
aquí, al lado mío, como a vos.
—En estos
momentos difíciles en que el estómago aprieta, a mí también me duele estar
arriba del barco. ¿O crees que no quiero vivir... ?
—Mira que pasé muchos temporales; algunos peores, otros
menos... pero igual siento como un puño que se cierra y me estrangula. ¡Sí!;
¡aquí en el estómago! Por el miedo, ¿te das cuenta? Por eso que yo también
siento, como vos, como todos los que estamos arriba de este barco esperando la
muerte, capeando el ciclón.
El muchacho
dejó escapar un sollozo trabajosamente reprimido. Luego lo miró fijo, con una
expresión ansiosa, suplicante. Pero el viejo marino continuó:
—En estos
momentos todos estamos pensando en la gente que queremos, en lo lejos que
están... ¿O 'crees que no me doy cuenta que te sentís solo, desesperado? A mí
tambien me pasa; ¡a mí también me aprieta el estómago!
—Por eso te
miro y me parece que lo estuviese viendo a mi hijo... ese pibe fuerte que lo
tengo allá en tierra, en la loma del culo, estudiando para doctor.
—¡Quizá
mejor...! Porque la vida es así. Por eso; ¡llora y desahógate y no tengas
vergüenza, carajo! ¿O acaso no es de hombre sentir miedo...?
El peón de
cocina lo miró angustiado; y apretó sus manos temblorosas contra el rostro
húmedo en el preciso instante en que un violento rolido arrancaba de cuajo los
cajones del escritorio para estrellarlos contra el mamparo de la cama donde
colgaba vacilante un enorme sombrero panameño.
El muchacho
no se inmutó. Se afirmó con inesperada decisión sobre los bordes del
escritorio; y dijo:
—No me da
vergüenza llorar... no crea que soy marica. Pero es verdad, tengo miedo. Cuando
embarqué sabía que corría este riesgo... pero las cosas son así, uno no les da
importancia hasta que le toca vivirlas.
—Me siento
muy confundido... tal vez por el miedo; o, también, por la impotencia. ¡Sí!
¡Porque me da bronca! ¿Sabe? Me da bronca pensar que de repente, como si nada,
uno deja de ser dueño de su vida, de su destino...
A medida
que hablaba, el chico parecía fijarse en una idea, una imagen insospechada y
remota que trataba de rescatar con la misma indeclinable firmeza con que se agarraba
del escritorio.
Mientras
tanto; el mar hacía sentir su violencia descargando, sin pausa, demoledores
golpes sobre el fatigado casco de acero que parecía gemir como un animal
acorralado y herido de muerte.
—Usted
tiene razón —continuó el muchacho—, porque pensaba en mi vieja... en esa mujer
enferma que dejé sola, allá en Buenos Aires. Cuando empezó el temporal le pedí
a ella que me ayudara... y apreté con fuerza el crucifijo que me regaló y que
llevo aquí colgado. "Que
Dios te
bendiga y te ayude", recuerdo que me dijo casi llorando.
—Al
principio me sentí fuerte, tenía fe —continuó diciendo—. Por eso fui al
comedor, a tomar la merienda. Pero después... ¡después empecé a descontrolarme!
Era como una fuerza extraña que me envolvía y me separaba de la razón. ¡Sí!
¡Como ese puño que usted dice! ¡Como ese dolor que aprieta en el estómago...!
—Y ese
panzazo fue terrible; ¡sentí que me quebraba con el barco...! Y pensé en mi
vieja, y no pude evitarlo... ¡no pude evitar esta desesperación!
Hablaba con
conmovedora franqueza; como si el recuerdo de tan genuino cariño fuera más que
suficiente para despojarlo de todas sus inhibiciones, para olvidarse del ciclón
y sincerarse con aquel hombre casi desconocido que lo miraba callado,
incitándolo a hablar indefinidamente.
—Porque la
pobre está sola ¿sabe?; soy lo único que tiene... Usted me habló como un padre
que nunca tuve; ese padre que nos abandonó cuando yo era muy chico... ¡si no lo
llegué a conocer siquiera!, ¡si nunca supe más de él! Por eso mi vieja tuvo que
luchar sola, lavando ropa sucia en un sanatorio de mala muerte. La vi
enfermarse de reuma y de tuberculosis... y no quería aflojar. ¿Y todo para
qué?; para poder criarme, para que pudiese crecer así, como usted me ve, con
este miedo y esta desesperación...
Y rompió a
llorar desconsoladamente. El viejo marino permaneció impasible. Lo había
escuchado con atención mientras lo observaba con sus ojos dulces y calmos,
sorprendentemente calmos. Lo escuchaba callado y lo dejaba desahogar; quizá era
lo que había buscado.
—Mi vieja
no quería que embarcase —prosiguió diciendo el muchacho—. Esta es, la primera
vez que salgo al mar, y ahora lo estoy lamentando. Me despidió llorando ¿sabe?
Apenas si quiso asomarse a la puerta para acompañarme con la mano... ¡llorando!,
¿se da cuenta? Con esa mirada triste que todavía la tengo aquí —dijo
señalándose la frente—; grabada como un recuerdo lejano que me hace desesperar...
—Y yo que
me sentía todo un hombre. Caminaba orgulloso con el paso ligero para tomarme
el colectivo que me traería al barco. ¿Se acuerda ese día de invierno que zarpamos
de Buenos Aires... ? Y mientras ella se quedaba llorando, yo apretaba con
orgullo el bolsito que me había preparado. Me sentía todo un hombre... ¡Fíjese
qué ironía!
—Pero es
verdad; no tengo por qué mamarme. Y ahora pienso en ella, en lo que usted me
está diciendo, y parece que me volviesen las fuerzas.
—El mar no
tiene cavernas, pibe —le contestó el cabo—; pero... a veces perdona.
Y lo
estrechó fuertemente, con profunda ternura, como si fuese su hijo.
—Ahora
vamos a la camareta —prosiguió diciendo —; con el resto de la gente te vas a
sentir mucho mejor.
Salieron...
En la
cubierta el viento rugía sin cesar. El cabo de mar se detuvo un instante y echó
un vistazo al palo mayor. Se inclinaba peligrosamente hacia todas direcciones.
A veces; amagaba cabecear para detenerse sobresaltado, como largo y oscuro
gusano agitado por intensas convulsiones. Otras; se recostaba en una banda
como queriendo descansar su indefinida fatiga sobre las cimas espumosas de esas
demoledoras montañas de agua que caían despiadadamente sobre la cubierta para
deshacerse en un mar interior de lluvia y espuma que apenas si permitía percibir
el mástil de proa.
—Si esto es
la cola..., ni quiero pensar cómo será el epicentro —reflexionó el viejo marino
mientras observaba detenidamente a la estoica pareja de pardos cormoranes.
Seguían
inmóviles. Apostados como estatuas en lo alto del palo mayor, acompañaban
resignadas su ritmo de locura. Parecían no existir; con las cabezas gachas
apretadas contra el cuerpo y esos picos largos y ganchudos increíblemente
guardados bajo sus alas replegadas. Ni una pluma se les movía; a pesar del
azote continuo del viento huracanado, a pesar de la lluvia infinita de agua
salada. Desafiaban el temporal con la misma irrenunciable resignación conque lo
hacían esos hombres.
—¿Ves esos
pájaros? —le dijo al ayudante de cocina—. Bueno; míralos bien y no te olvides.
Míralos
bien porque hay un viejo proverbio marino que dice que cuando esas aves
acompañan a un navío les traen suerte.
Y el
proverbio se cumplió...
Porque tres
días después el muchacho las observaba volar. Era la hora del descanso y un sol
intenso y luminoso caía oblicuamente sobre el mar encrespado, barrido por una
suave brisa que parecía un suspiro perdido del lejano ciclón. Blancos y
efímeros islotes de espuma aparecían magistralmente entremezclados con el
tenue estallido de infinitas moléculas de agua salitrosa que el sol incisivo
transformaba en infinitos arcos iris. En algunos trechos, la espuma parecía
compactarse como sólidos copos de nieve esparcidos negligentemente sobre un
campo inagotable de lino en flor. El cielo estaba completamente despejado, como
transparente. En la atmósfera apacible se respiraba un aire cálido,
sobrecogedor.
El chico
contemplaba admirado la sombra de los pájaros proyectándose en el mar como
imágenes sagradas de una eterna simbiosis. Las veía volar con sus alas enormes
desplegadas al viento. Las sorprendió planeando en la brisa cual traviesos
cometas abandonados al suave arrullo de una música infinita.
Después las
observó alertas, escoltando al buque con ese ligero y apenas perceptible batir
de alas, como sólo ellas saben hacerlo... ¡Cóndores de los mares!
Y también
las vio elevarse, precipitadamente, como luminosas flechas de un arco
invisible disparadas al sol. Y sus ojos contemplaron, con asombro, la caída en
picada, rectilínea, cual enloquecidos pilotos dispuestos a estrellarse sobre la
superficie del océano.
Y casi no
dio crédito cuando las vio abrir sus picos largos y ganchudos, de aves rapaces,
para engullir, con sorprendente voracidad, a esas sardinas plateadas, ávidas
de tibia luz, que el mar fecundo y generoso les ofrecía de sus entrañas
aplacadas.
Y se sintió
mágicamente transportado en esa lucha cruel y tenaz por la subsistencia y por
la vida. Se sintió hombre y cormorán, pájaro y cielo, barco y océano...
Y en aquel
delicioso ensueño, se sintió mucho más cerca de aquella madre lejana de sí
mismo, y de ese cabo de mar que se le acercaba sonriendo, guiñándole un ojo y
señalando con su brazo extendido, la titánica pareja de pardos cormoranes.
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