Imaginemos a un
cesante y pacífico empleado bancario embarcado de apuro en un pesquero de
altura. Supongamos que por cuestiones de rol, necesidades de a bordo, o un
total y comprensible desconocimiento del oficio, no haya encontrado mejor
colocación que la de peón de cocina.
Por eso los primeros
días fueron terribles; no tanto por el deprimente estado nauseoso que lo
perseguía desde que soltaron amarras, como por la inevitable sensación de
desasosiego que trataba de eludir con una tenaz dedicación a lavar cacharros y
pelar papas.
Seguramente tales
virtudes conmovieron al jefe de cocina: un gallego chiquito, fácilmente
irritable, que demostraba una inexplicable inclinación para desconfiar de los
argentinos. Pero Lucas le cayó en gracia. Quizás influyeron, también, su
aspecto excesivamente pulcro, ese aire decididamente inteligente, y la
manifiesta disposición que demostraba por el uso correcto y mesurado de las
palabras.
Entonces se mostró
condescendiente con él, supo aplicar una política de confianza y buscó
rescatarlo como un eventual aliado ante futuras tormentas, cuyos primeros
vientos, se le habían insinuado cuando le metieron al correntino y al bicho ese
del altiplano. Sus razones las tenía; porque el primero arrastraba fama de
cuchillero y de caudillo levantisco, mientras que el otro... con esa cara de
luna llena, tan sumiso y servil, tampoco inspiraba la confianza deseada. En
realidad hubiese preferido españoles, pero el convenio imponía un porcentaje de
tripulación argentina y había que cumplirlo.
Cuando Lucas
comprendió que la única forma de terminar airoso la marea era cultivando un
prudente equilibrio: trató con cierto desdén al "Bolita", mantuvo
alguna distancia del correntino y profundizó su corriente de simpatía para con
el gallego.
La estrategia no era
del todo desacertada, pues, a pesar de que el navío izaba la celeste y blanca y
estaba registrado en el puerto de Buenos Aires, no mucho esfuerzo le costó
discernir que quien allí realmente cortaba el bacalao era el capitán de pesca español.
Con gran desaliento comprobó que el capitán argentino se limitaba a despachar
el barco y cumplir con los requisitos legales que permitían institucionalizar
el deplorable saqueo y la obsecuente predación que efectuaban esas factorías
sobre el Mar Continental Argentino.
"¡Qué importa!
—reflexionaba Lucas—. ¡Gracias a estos gallegos que tengo trabajo!"
—¡Fíjese, don Ramón!
—le decía a su jefe—, hacemos imponentes estadios de fútbol, salimos campeones
del mundo, y así nos va.
El otro lo escuchaba
callado, enharinando las rodajas de pescado mientras Lucas continuaba:
—Ayer vi cómo los
marineros le metían el tajo a la red. ¿Sabe qué me dijeron?: que lo hacían para
subirla sin riesgos, para evitar que reviente, ¿se da cuenta? ¡Necesitaba una
cesárea de tan llena que estaba! Y era impresionante cómo saltaba el pescado
por el aire: ¡parecía el chorro del petróleo! Se hablaba de cuarenta mil kilos
de calamares en una hora de arrastre: ¡una barbaridad!
—En el Banco manejaba
la sección de créditos —continuaba—; ricos comerciantes ahora fundidos;
prósperos chacareros que ni un miserable tractor pudieron salvar de la crisis.
¡Y aquí estoy!: pelando papas para todos estos obreros que les cerraron las
fábricas; cortando churrascos para esos peones corridos del campo que en su
vida habían visto un barco. ¡Y qué me dice de los braceros del Alto Valle...!
Esos que están en la planta fileteando merluzas y que le tienen asco al
pescado. Duermen apilados como bestias en los galpones vacíos del puerto. ¿Se
da cuenta? Los mismos galpones que sabían estar abarrotados de cajones de peras
y manzanas que ellos cosechaban. !Y ahora duermen ahí!: muertos de frío, a
veces sin nada que comer, esperando que se les haga la plaza.
—Pacencia, jombre —le
contestaba el jefe—. Pacencia que nois lo pasamos a Franco... ¡Y eso queira
jaleigo! —y lo palmeaba en el hombro, respetuosamente, como ayudando a
resignarse.
Para desgracia del ex
bancario, el correntino opinaba distinto. Una profunda aversión lo mantenía
alejado de los peninsulares y, fundamentalmente, del contramaestre. Por eso lo
increpó duramente cuando lo vio fritando las cocochas:
—¿Acaso sos un
forro--le decía—. ¿O te crees que estás aquí para sirviente de ellos?
Sus razones las
tenía. Jamás pudo tragar al mastodonte ese del contramaestre que se le aparecía
a cualquier hora por la cocina: prepotente, con ese hablar gangoso, exigiendo
que le preparasen la "comidita". ¡Y la tal comidita no era cualquier
cosa...! ¡Ni mucho menos! Tampoco se refería a la que tenían dispuesta en el
menú de toda la tripulación. ¡Qué va! Porque el apetito de ellos funcionaba a
cada rato: voraz, insaciable, suficientemente estimulado por los frutos de mar
que venían enganchados en las mallas finas de la red. Y no eran de perderse las
anchoítas plateadas, rezumantes de sal, que preferían fritas en aceite puro de
oliva. Tampoco eran capaces de ignorar aquellos calamaretes iodados que
desprendían con envidiable agilidad y reclamaban en salsa con mucho ajo y
pimienta. Pero lo que más los enardecía eran esos langostinos que aparecían
cada tanto, grandes como un puño, marcando el saco de la red como estrías de
fuego. Se precipitaban enloquecidos sobre los cabos y se batían a pedradas
limpias con los inevitables albatros que amagaban picotearlos. Exquisitas
especies que obviaban sin más trámite el túnel de procesamiento para terminar
en un tacho de aluminio que llevaban directamente a la cocina, a cualquier
hora.
El paisano se las
recibía gustoso y se las hacía preparar con gran deferencia. Pero el correntino
no la veía; por eso se limitaba a hacer el pan, cocinar los churrascos, y no
permitir que le vengan con eso de los privilegios. Como estaban en plena
captura de la "merluza austral", allá por la boca del Estrecho de
Magallanes, se les había dado por las cocochas.
—¡Claro, no son
giles! —exclamaba el correntino—. ¡Si hasta se lo engancharon al zombi ese del
Manolo! ¿Te das cuenta?; lo tienen ahí, clavado como una estaca, haciéndoles
cocochas todo el día.
Lucas parecía no
escucharlo, hundía las cocochas en el aceite hirviendo y trataba de calmarlo,
de hacerlo entrar en razones. Pero el otro la seguía:
—Lo llevan como
amuleto, ¿sabes? ¡Cómo será que hasta les sobrevivió a las campañas de
Sudáfrica y Terranova...!
Y realmente parecía
estar en lo cierto. Porque al pobre Manolo lo tenían parado todo el día, duro
por el reumatismo, con los ojos dormidos, la sonrisa desdentada y ese eterno
amago de errarle a la cabeza del bicho para rebanarse una mano.
—¡Acordate lo que te
digo! —sentenciaba—. Si algún día se les cae por el pozo... ¡de seguro que lo
filetean como a un pescado más!
Cocochero de lujo.
"Más corto y feo que las propias merluzas", al decir del correntino,
parecía contratado exclusivamente para ellos, nada más que para desprender de
un solo tajo y con una filosa cuchilla, ese triangulito de carne pulposa y de
envidiable gusto que sabe rellenar las quijadas de semejantes merluzas.
—¡Vaimos, Manoel! —lo
estimulaba el contramaestre—. ¡Vaimos. .. yena a bandeiya! ¡Yena a bandeiya
questa noite hay feista!
El correntino se
envenenaba; lo puteaba en guaraní cuando lo veía entrar con la bandeja llena de
cocochas. Pero más se enardecía con lo de Lucas. Verlo al coya ese de la puna
que se las enharinaba displicente, más o menos lo toleraba. Sabía que era
sumiso, y, con tal que lo dejaran ganar su mandioca, hacía cualquier cosa.
"Pero este otro —pensaba—. Este argentino bien nacido, instruido,
fritándole las cocochas a esos brutos de mierda..."
—¡Qué querés que
haga! —le contestaba Lucas—. ¡Vos sabes lo jodido que es el capitán de
ellos...!
Y sus razones las
tenía; porque invariablemente, y a la hora del reparto, siempre había un
gallego chupamedias que le subía un plato al puente. Y lo hacía rapidito, para
que no se le enfriasen. Se lo llevaba suficientemente sazonado y abundante de
tales exquisiteces. Y grande era el regocijo del español que las empujaba con
excelente vino tinto traído de su lejana patria.
Por eso trataba de
calmarlo al disconforme y subversivo ese: "que no sabía ubicarse, que le
estaba haciendo la vida imposible, y que lo quería mandar al muere, con lo que
cuesta encontrar trabajo".
Posiblemente las
predicciones del ex bancario hubiesen podido cristalizar de acuerdo a su
atinado criterio y sabias previsiones, de no haberse atravesado aquel pulpo en
su camino. En descargo del infortunado animal, podría señalarse que no fue su
voluntad la de subir al buque. Más bien; lo arrastraron compulsivamente,
posiblemente cuando se echó a dormir la siesta, allá en el fondo, entre tantas
merluzas.
Tampoco fue piadoso
el trato que le dieron; porque apenas lo tantearon, que le empezaron a pegar. Y
lo hicieron sin asco, con la pesada barreta de hierro que usaban para destrabar
las puertas del pozo. Y lo dejaron chato, con los ojos colgando, agitándose
convulsivamente entre las gruesas botas del contramaestre que no podía ocultar
su regocijo.
Su capitán también se
mostraba satisfecho; quizá pensando en el gran festín de pulpo a la gallega que
esa noche lo esperaba. Lo cierto que, muy en contra de sus costumbres, dejó
deslizar ante los oficiales argentinos, un elocuente comentario sobre las
irrefutables bondades de ese habitante de las profundidades:
—Bien condimentado
—decía con su típico acento gallego—, lentamente cocinado y con el tiempo
suficiente de estacionamiento en la olla, para que sus carnes se maceren, para
que se apaguen en su propio jugo... ¡y es un manjar! ¡Una verdadera delicia!
Cuando el correntino
vio que traían semejante pulpo: ¡se quiso morir! Para Lucas significó una
situación harto engorrosa, no tanto por las invectivas del levantisco, como por
las cantidades industriales de cebolla que le dieron a picar.
—¡Forro de mierda!
—le gritaba el otro.
—¡Vení a cortar
churrascos! —lo llamaba—. ¡Deja eso...! ¡Deja eso que igual te van a cagar!
Al "Bolita"
lo pusieron a cortar tentáculos y medio lo tuvieron que empujar, porque
afirmaba que el animal no estaba del todo muerto, que lo quería apretar.
Se lo cocinó en una
olla grande; y para la tardecita ya estaba listo. Se prepararon las mejores
damajuanas de vino y algunos sacaron sus botas gallegas hechas con estómago de
chancho. Al pulpo lo tenían estacionado arriba de la mesada, adentro de la olla
de aluminio que ataron con gruesos cabos de nylon para que los bandazos no la
volcaran.
Quienes quieran
suponer que los gallegos son calmos, seguramente no asistieron al espectáculo
que se armó esa noche en la cocina. Porque cuando el contramaestre fue a buscar
la olla, la puteada más suave se escuchó desde el mismo puente de mando. Y no
exageraba el hombre que tuvo que contemplar asombrado, casi sin aliento, como
del pulpo no quedaba ni el olor.
—¡Me cajo en Dios!
—gritaba desaforado—. ¡Ostia madre co pulpo...! —decía pegando fuertes
puñetazos sobre la mesada.
Con insólita rapidez
se desparramaron por todos los rincones... pero el bicho no aparecía. Hasta
hubo un despistado que se asomó por la borda, escrutando el mar oscuro,
pensando, quizá, si no se había ido por donde vino.
Cuando por fin
cayeron en la cuenta de que habían sido víctimas de esos hijos de la Madre Patria,
el despelote que se armó hizo pensar en un nuevo desastre de Cancha Rayada.
Con el correntino no
se metieron. Quizá porque pensaban que a esa hora dormía, ya que hacía el pan
de madrugada. Pero a Lucas lo tenían arrinconado. El contramaestre amenazaba
con estrangularlo si no hablaba. Hasta el mismo Manolo, para no perder la
costumbre, agarró un cuchillo de la cocina y amagaba con sacarle la cococha.
Para Lucas fue terrible: se puso pálido y quedó mudo. Tampoco sabía qué decir.
Don Ramón trataba de calmarlos, mientras el "Bolita" se refugiaba
detrás de la amasadora gritando que él no tenía la culpa, que a él no lo
tocaran.
Por suerte cayeron
los oficiales argentinos y primó la sensatez. El capitán español contempló
deprimido la olla vacía, y, reprimiendo algunas frases ininteligibles,
consideró conveniente sumarse a la ola de cordura.
Justo cuando todo
hacía pensar que el lamentable incidente había sido superado, ocurrió lo del
delirio. Algunos llegaron a afirmar que Lucas no era de esos tipos preparados
como para recibir semejante disgusto. Lo cierto que tuvieron que internarlo en
la enfermería y aplicarle unos cuantos sedantes porque empezó a gritar
desesperadamente, amenazando con matarse si no lo llevaban a tierra. No hubo
forma de apaciguarlo y al otro día tuvieron que entrar en Puerto Madryn para
evacuarlo.
También fueron
insistentes los comentarios que hablaban de un grupo sigiloso de tripulantes
argentinos que esa noche habían dado cuenta del conflictivo menú. Parece ser
que abundaron en grandes muestras de satisfacción y en aplacante vino tinto. Se
dijo, casi como un hecho, que en un oculto y olvidado tambucho de la sala de
máquinas, el correntino, medio mamado y eufórico, levantaba el jarro a cada
rato y brindaba:
—¡Por todos los
pescados que estos gallegos de mierda nos llevan afanados!
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