17 de noviembre de 2012

Aldo Leone. Cuento de marinos V. La carta.

Que quede bien claro que yo estoy aquí por propia voluntad. Además; consideré una obligación pedirle esta cita: ¡tenía que contárselo! ¿Entiende?

La explosión fue tremenda, una verdadera pesadilla. ¡Y cómo nos sacudió! En pleno Pacífico que estábamos justo a mitad de camino del puerto de Yokohama.

Como se podrá imaginar, corrimos todos hacia la sala de máquinas. ¡Y era impresionante verlo al tubo ése vomitando fuego...! ¡Parecía un dragón, un dragón de mil bocas dispuesto a devorarse todo lo que encontrara a su paso! Porque el acetileno es así. ¿Sabe?; está hecho para eso y cuando se libera no perdona.



Diga que funcionaron los matafuegos, los de espuma, porque si no... ¡no creo que pudiese estar aquí para contarla!

Justo fue a soldar una cañería, un trabajo muy común a bordo. Claro que, él, como mecánico era el más indicado para hacerlo. La desgracia es así ¿se da cuenta?, uno nunca se imagina, y, de repente. .. Pero el tubo reventó porque parece que hubo un descuido, no es fácil que eso ocurra si se toman todas las precauciones. Tampoco quedó nada para comprobarlo.

En realidad; lo sacamos con vida. Eso sí; respiraba con mucha dificultad y se quejaba demasiado. ¡Claro!: la explosión lo agarró de lleno. Pero lo peor eran esas quemaduras, ¿sabe? Cuando lo dejamos en la enfermería me di cuenta que la cosa estaba mala.

El capitán fue un ejemplo. Le puedo asegurar que cambió el rumbo de inmediato, sin siquiera consultarlo con los armadores. Podríamos estar a cuatro días, a lo sumo, tres, de las islas Hawái. Por eso puso proa para allí. También creo que especulaba con otra cosa; porque yo lo escuchaba al radiotelegrafista comunicarse permanentemente con la base, esa que tienen los americanos en la isla. Se hablaba de la posibilidad de un helicóptero ¿sabe? También se dijo de un barco de guerra con médicos y un hospital que saldría a nuestro encuentro. Por eso le vuelvo a repetir: ¡un ejemplo la actitud del capitán!

Le puedo asegurar que se le hizo de todo; aunque a bordo, tenemos muchas limitaciones. Cuando le daban oxígeno parecía revivir, pero... ¡esas quemaduras eran tremendas!

Me acuerdo que el jefe de máquinas ordenó el máximo de revoluciones. Y a costa de que pudiera fundirse el motor. ¡Había que ver cómo soplaban los pistones! ¡También...!, si desde el buque ese de guerra, el que mandaron los americanos, nos estaban diciendo que podrían alcanzarnos en unas treinta o veintiséis horas. ¿Se da cuenta? Además decían que traían uno de esos helicópteros gigantes y aseguraban que de acuerdo al viento, y a la autonomía de vuelo, podrían evacuarlo en doce horas. Mire... ¡todo eso se decía!; entonces: ¡cómo no le íbamos a exigir lo imposible a la máquina!

Cuesta decirlo... pero se veía que sufría mucho. Se quejaba demasiado ¿sabe? Hasta que le dieron morfina. Después se calmó y estaba inconsciente, creo que en coma.
Parece mentira pero había momentos en que parecía revivir. ¡Sí!, cuando le daban oxígeno. Era increíble; pero movía los brazos y murmuraba cosas como soñando, como si quisiera pedirnos algo muy importante, casi imposible. ¡Por eso nos venía una esperanza...! ¡Y mirábamos la hora a cada rato! Escuchábamos vibrar la máquina y nos agarraban ganas de empujar.. . ¡Sí! ¡Empujar nosotros también!

Lo malo eran las quemaduras. Y eran bastante extensas. ¡Fíjese que uno se acercaba a la enfermería y ya se sentía ese olor inconfundible a carne chamuscada! El capitán no se movía de su lado; ayudaba con el oxígeno y estaba pendiente de las noticias que traía el radiotelegrafista. ¡Si hasta llegó un momento en que parecían despacharlo al helicóptero ese! Habían calculado que en un par de horas, si amainaba el viento del nordeste, ya estaría sobrevolando sobre nuestro barco. ¡Cuestión de horas! ¿Se da cuenta?

Uno lo piensa aquí, ahora, sentado tranquilo en este bar; pero hay que estar en el medio del mar: solos, con la tragedia que parece larga, como si fuésemos parias, como si no tuviésemos otro refugio que aquel que nos espera allá en el fondo.

Por eso nos pasaba que nos confundíamos a cada rato; teníamos tanta ansiedad que nos parecía escuchar el ruido del helicóptero por todos lados. Y mirábamos el cielo, y señalábamos el horizonte... y nada. La impotencia es tremenda. ¿Sabe?; uno toma plena conciencia en esos momentos, cuando la desgracia aprieta y entonces se da cuenta que estar arriba de un barco, en el medio del mar, es estar a merced de Dios y de la suerte.

Por eso le digo; la impotencia es tremenda... para todo. Me imagino lo que debe haber sentido el pobre hombre cuando abrió esa carta... Bueno, perdóneme, le sigo contando.

Fue de repente. Cuando lo vi al capitán ponerse pálido y con esa cara, enseguida comprendí. Mire que llevo años navegando con él, pero fue la única vez que lo vi tan trastornado. Le temblaban las manos al cerrarle los ojos...

Y no pudo evitar esa mueca de tremenda desesperación mientras se persignaba.

Ni ganas de mirarnos teníamos cuando cambiamos de rumbo. Otra vez a Japón. Los americanos también se fueron por su lado; el helicóptero ni llegó a despegar.

Seguro que cuesta entenderlo; pero, a bordo, las cosas funcionan así. Tampoco hay otra manera; o se entrega el papelito al capitán con la expresa voluntad de que nos tiren al mar; o si no, lo otro... no queda más remedio.

Todavía recuerdo la cara sombría del carpintero cuando le tocó hacer lo peor que podría caberle a bordo. Al cajón lo tuvimos que poner en la cámara frigorífica, junto con los víveres. No se olvide que teníamos que llegar a Japón.

Le vuelvo a repetir: si yo estoy aquí, contándole todo esto, es por propia voluntad. Además; porque el capitán me ordenó que juntara sus cosas, las más importantes. Había que repatriarlas junto con el cuerpo en un avión de línea a Buenos Aires.

¿La verdad...? Yo lo conocía poco. Era muy introvertido, ¿sabe?; ¡eso sí!: ¡un gran compañero!, ¡nunca un problema con nadie!

Sabíamos que en Panamá había recibido una carta...

Y desde entonces que se lo vio aplastado. Pero eso es común a bordo. Además; nunca lo escuchábamos hablar de sus asuntos personales, era muy reservado.

Cuando tuve que abrir la puerta me costó. Me sentí incómodo. ¿Sabe?; era como si fuese a meterme en un secreto. Porque a los navegantes nos pasa eso: cada camarote es una intimidad, algo sagrado. Entonces me sentí molesto y me costó entrar... pero había que hacerlo.

Le puedo asegurar que me encontré con un orden y una limpieza totalmente de acuerdo con su persona. Parecía que cada cosa estaba allí, como esperándolo, como para seguir hablando con él.

Después; cuando vi la foto, me agarró la desesperación.

La tenía en un ángulo del escritorio, sonriéndole al sillón vacío. Parecía como si se hubiese pasado todo el viaje charlando con ella, contándole sus cosas, compartiendo ilusiones. Eso nos ocurre a muchos. ¿Sabe?; cuando nos sentimos solos, perdidos entre tanto mar; cuando extrañamos y sufrimos la ausencia irremediable de la gente que queremos.

Después vi la dedicatoria; esa que decía: "Te espero siempre, Cristina". ¡Y créame que maldije a la vida y al destino...! ¡Y putié con toda mi alma contra la suerte perra y esta maldita profesión!

Pero también vi la carta.. . estaba tirada sobre un rincón del escritorio, sucia y arrugada, como de tanto leerla. Entonces... ¡tuve que hacerlo!, ¿entiende? No pude evitarlo.

Y fue en ese momento que tomé la decisión. Por eso estoy aquí; por propia voluntad, y no por otra cosa. Por eso le pido por favor que me perdone, Cristina, pero se lo tenía que decir... ¡tema que decirle que usted es una reventada!, ¡que ni siquiera sabe lo que es un sentimiento! ¿Se da cuenta? Porque a ningún hombre, a nadie que está lejos, impotente, en el medio del mar.. . ¡se le puede escribir que no lo quiere más, que lo abandona por otro!


Para eso vine... aquí tiene su foto, su carta, y que Dios la ayude.


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