a Pepe Mannino
La gente muy
superticiosa no debería embarcar nunca. Los campesinos suelen ser propensos a
las creencias sobrenaturales y por desgracia, algunos se embarcan. Como Fermín,
que cambió el apero y el tractor por el cabo de manila y el timón. Lo que no
pudo cambiar fue esa tendencia. Sus compañeros lo advirtieron enseguida. Desde
cobrarle la luz del camarote, hasta comprometerlo en la limpieza de la funda de
la hélice; le hicieron muchas. Y Fermín se las creía todas. También se creyó el
cuento de las sirenas y que en cualquier momento se cogía alguna. Para el cruce
del Ecuador lo engancharon con una enorme tijera de madera y lo pusieron en la
proa, desde la mañana hasta bien entrada la tarde: "Para cortar la
línea", le dijeron.
Estas bromas se las
gastaban sus propios compañeros, chanzas de camaradas, y a otra cosa. Pero
Fermín hacía guardia en el turno de cero a cuatro horas. Y el responsable de
esa guardia era el primer oficial N., harto conocido por su facilidad para
gastar bromas. La cualidad más importante de N. es que sabía elaborarlas con
una precisión harto envidiable. Su defecto más grande: las ponía en práctica
con una crueldad implacable.
Con Fermín se vio
tentado infinidad de veces a tales sutilezas. Y salvo el hecho de hacerle
observar cuatro o cinco platos voladores, los anillos de Saturno como chispas
encendidas, y alguna que otra carrera de cometas, siempre se contuvo. Quizá
porque consideraba tal actitud como la mejor forma de evitar cualquier exceso
de confianza. O tal vez; porque reconocía sentir una desconfianza innata hacia
la gente de campo.
—Son muy brutos y
harto fantasiosos —se le escuchaba decir a menudo—; uno nunca sabe para qué
lado se te pueden disparar.
Lástima que tan
sabias predicciones nos la supo aplicar, y, en connivencia con el
radiotelegrafista, tan bromista como él, comenzaron la elaboración del plan.
Cuando el timón es
automático y la navegación se realiza por satélite, la función del marinero de
guardia es mirar hacia la proa. La del oficial que lo acompaña es observar que
el marinero cumpla su cometido y el barco con su rumbo. Todo lo demás es pura
disgreción y está sujeto a las cualidades de que dispone cada uno para matar el
tiempo. Para Fermín el tiempo se evaporaba mirando el cielo y tratando de
descubrir todo destello o fenómeno luminoso que pudiese interpretarse como la
aparición de malos espíritus. No tenía empacho en comunicárselo al primer
oficial N. Este tampoco los tenía en alentarlos y elucubrar pacientemente su
infausto plan. Para ello contaba con la ayuda del B. H. F., su amigo el
radiotelegrafista, y un traje de amianto convenientemente acondicionado para
brillar en la oscuridad. Ver a un hombre enfundado en semejante prenda y
asociarlo con un extraterrestre: es prácticamente la regla. Ver tan extraña
silueta, brillando solitaria en la proa de un barco que hiende las aguas de un
oscuro y silencioso océano..., allí la cosa se complica un poco.
Y era precisamente un
efecto dramático el que perseguía N. con semejante broma. Para colmo, para
hacerlo más efectivo, consideró conveniente acompañarlo con voces. No es tarea
sencilla encender el B.H. F. de la estación de radio y dejarlo en el mismo
canal que el que funciona en el puente. Lo cierto que el radiotelegrafista lo
logró; y también logró ensayar los más extraños gorjeos, ruidos y
exclamaciones, para que sean interpretados como murmullos del cielo, del
purgatorio o del más allá.
Fue entonces cuando
decidieron comenzar con el trabajo de sugestión.
Cada media hora, y,
fundamentalmente cuando al oficial N. lo notaba más absorto en la contemplación
de las estrellas, Fermín escuchaba unos gritos extraños que se colaban por el
puente y lo hacían estremecer. Al principio no se animó a decirle al oficial.
Una noche no pudo más y lo confesó. El oficial restó trascendencia al asunto:
—Es natural en esta
zona —le dijo—, como también lo puede ser la aparición de algún extraterrestre.
Y ahí nomás quedó la
cosa. A la guardia siguiente ya se lo veía a Fermín preparado como para
escuchar cosas raras. Y las escuchó... y cada vez más fuertes y sugestivas.
—Es algún
extraterrestre que anda dando vueltas por aquí, para comunicarlos algo
importante —le señaló el oficial N.
—Quizá se aparezca en
cualquier momento —continuó. Y siguió marcando el rumbo como si nada.
Este juego siguió
varias noches y la ansiedad de Fermín se fue acrecentando con la misma
intensidad que la frecuencia de las voces. Además había notado cierta
coherencia en los mensajes. Hasta llegó a convencerse que el extraterrestre había
dicho: "Ya te avisaré", "Ya me conocerás".
El oficial N. se
ocupó muy bien de reclamarle silencio ante el resto de la tripulación:
"Había que evitar cualquier acontecimiento que pudiera desembocar en un
pánico generalizado. Había que esperar el desarrollo de los hechos con calma y
absoluta reserva", le dijo. Para
Fermín las horas de guardia eran un verdadero alivio; al menos tenía con quien
compartir esa trama Siniestra de temores y amenazas que no le permitían
conciliar el sueño. Para el oficial N. y su compinche, era el momento del goce.
Habían encontrado al candidato justo para plasmar una de las bromas más
macabras que se puedan gastar apelando a la capacidad de sugestión.
Y bien que
sugestionado lo tenían. Esa noche las voces hablaron de naufragios y
precipicios en el mar; de un mundo que no era redondo y terminaba en un abismo,
justo cuando los elefantes dejaban de sostenerlo, cerca de donde se encontraban
navegando. Fermín escuchaba y contemplaba impávido al oficial N.
—En cualquier momento
vamos a tener que abandonar el barco —se limitaba a decir éste.
Y luego, después de
una larga pausa, agregaba: —De todos modos, hasta que no aparezca el
extraterrestre, seguimos con nuestro rumbo.
Esa tarde prepararon
el desenlace. El radiotelegrafista grabó una casete con un mensaje sórdido:
"Abandonen el barco, condenados demonios; salten a los botes o caerán al
precipicio". Y se repetía varias veces, con un fondo de aullidos, truenos
y ruidos de serrucho.
Conectar la casete
con el parlante del puente, era cuestión de apretar el botón. Colocaron el
traje de amianto y encender las luces conque lo habían camuflado, era cuestión
de ir a la proa y enchufar el cable. Y eso hizo el radiotelegrafista mientras
el oficial N. apretaba el botón de la casetera.
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