24 de noviembre de 2012

Aldo Leone. Cuentos de marinos IV. El extraterrestre.

a Pepe Mannino
La gente muy superticiosa no debería embarcar nunca. Los campesinos suelen ser propensos a las creencias sobrenaturales y por desgracia, algunos se embarcan. Como Fermín, que cambió el apero y el tractor por el cabo de manila y el timón. Lo que no pudo cambiar fue esa tendencia. Sus compañeros lo advirtieron enseguida. Desde cobrarle la luz del camarote, hasta comprometerlo en la limpieza de la funda de la hélice; le hicieron muchas. Y Fermín se las creía todas. También se creyó el cuento de las sirenas y que en cualquier momento se cogía alguna. Para el cruce del Ecuador lo engancharon con una enorme tijera de madera y lo pusieron en la proa, desde la mañana hasta bien entrada la tarde: "Para cortar la línea", le dijeron.



Estas bromas se las gastaban sus propios compañeros, chanzas de camaradas, y a otra cosa. Pero Fermín hacía guardia en el turno de cero a cuatro horas. Y el responsable de esa guardia era el primer oficial N., harto conocido por su facilidad para gastar bromas. La cualidad más importante de N. es que sabía elaborarlas con una precisión harto envidiable. Su defecto más grande: las ponía en práctica con una crueldad implacable.

Con Fermín se vio tentado infinidad de veces a tales sutilezas. Y salvo el hecho de hacerle observar cuatro o cinco platos voladores, los anillos de Saturno como chispas encendidas, y alguna que otra carrera de cometas, siempre se contuvo. Quizá porque consideraba tal actitud como la mejor forma de evitar cualquier exceso de confianza. O tal vez; porque reconocía sentir una desconfianza innata hacia la gente de campo.
—Son muy brutos y harto fantasiosos —se le escuchaba decir a menudo—; uno nunca sabe para qué lado se te pueden disparar.

Lástima que tan sabias predicciones nos la supo aplicar, y, en connivencia con el radiotelegrafista, tan bromista como él, comenzaron la elaboración del plan.

Cuando el timón es automático y la navegación se realiza por satélite, la función del marinero de guardia es mirar hacia la proa. La del oficial que lo acompaña es observar que el marinero cumpla su cometido y el barco con su rumbo. Todo lo demás es pura disgreción y está sujeto a las cualidades de que dispone cada uno para matar el tiempo. Para Fermín el tiempo se evaporaba mirando el cielo y tratando de descubrir todo destello o fenómeno luminoso que pudiese interpretarse como la aparición de malos espíritus. No tenía empacho en comunicárselo al primer oficial N. Este tampoco los tenía en alentarlos y elucubrar pacientemente su infausto plan. Para ello contaba con la ayuda del B. H. F., su amigo el radiotelegrafista, y un traje de amianto convenientemente acondicionado para brillar en la oscuridad. Ver a un hombre enfundado en semejante prenda y asociarlo con un extraterrestre: es prácticamente la regla. Ver tan extraña silueta, brillando solitaria en la proa de un barco que hiende las aguas de un oscuro y silencioso océano..., allí la cosa se complica un poco.

Y era precisamente un efecto dramático el que perseguía N. con semejante broma. Para colmo, para hacerlo más efectivo, consideró conveniente acompañarlo con voces. No es tarea sencilla encender el B.H. F. de la estación de radio y dejarlo en el mismo canal que el que funciona en el puente. Lo cierto que el radiotelegrafista lo logró; y también logró ensayar los más extraños gorjeos, ruidos y exclamaciones, para que sean interpretados como murmullos del cielo, del purgatorio o del más allá.

Fue entonces cuando decidieron comenzar con el trabajo de sugestión.

Cada media hora, y, fundamentalmente cuando al oficial N. lo notaba más absorto en la contemplación de las estrellas, Fermín escuchaba unos gritos extraños que se colaban por el puente y lo hacían estremecer. Al principio no se animó a decirle al oficial. Una noche no pudo más y lo confesó. El oficial restó trascendencia al asunto:
—Es natural en esta zona —le dijo—, como también lo puede ser la aparición de algún extraterrestre.

Y ahí nomás quedó la cosa. A la guardia siguiente ya se lo veía a Fermín preparado como para escuchar cosas raras. Y las escuchó... y cada vez más fuertes y sugestivas.
—Es algún extraterrestre que anda dando vueltas por aquí, para comunicarlos algo importante —le señaló el oficial N.
—Quizá se aparezca en cualquier momento —continuó. Y siguió marcando el rumbo como si nada.    

Este juego siguió varias noches y la ansiedad de Fermín se fue acrecentando con la misma intensidad que la frecuencia de las voces. Además había notado cierta coherencia en los mensajes. Hasta llegó a convencerse que el extraterrestre había dicho: "Ya te avisaré", "Ya me conocerás".

El oficial N. se ocupó muy bien de reclamarle silencio ante el resto de la tripulación: "Había que evitar cualquier acontecimiento que pudiera desembocar en un pánico generalizado. Había que esperar el desarrollo de los hechos con calma y absoluta reserva", le dijo.    Para Fermín las horas de guardia eran un verdadero alivio; al menos tenía con quien compartir esa trama Siniestra de temores y amenazas que no le permitían conciliar el sueño. Para el oficial N. y su compinche, era el momento del goce. Habían encontrado al candidato justo para plasmar una de las bromas más macabras que se puedan gastar apelando a la capacidad de sugestión.

Y bien que sugestionado lo tenían. Esa noche las voces hablaron de naufragios y precipicios en el mar; de un mundo que no era redondo y terminaba en un abismo, justo cuando los elefantes dejaban de sostenerlo, cerca de donde se encontraban navegando. Fermín escuchaba y contemplaba impávido al oficial N.
—En cualquier momento vamos a tener que abandonar el barco —se limitaba a decir éste.

Y luego, después de una larga pausa, agregaba: —De todos modos, hasta que no aparezca el extraterrestre, seguimos con nuestro rumbo.

Esa tarde prepararon el desenlace. El radiotelegrafista grabó una casete con un mensaje sórdido: "Abandonen el barco, condenados demonios; salten a los botes o caerán al precipicio". Y se repetía varias veces, con un fondo de aullidos, truenos y ruidos de serrucho.

Conectar la casete con el parlante del puente, era cuestión de apretar el botón. Colocaron el traje de amianto y encender las luces conque lo habían camuflado, era cuestión de ir a la proa y enchufar el cable. Y eso hizo el radiotelegrafista mientras el oficial N. apretaba el botón de la casetera.


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