Recuerdo de un naufragio: la historia del “Loco Pata”.
Comentario.
El amigo y colega Héctor Scaglione, dispone de fotos (y otros
materiales) del diario “El Atlántico” de Mar del Plata, que retratan los
titulares y noticias de esos días. Si alguien desea recibirlos se pueden
comunicar con nosotros o directamente con él a través de su blog, FRASES DISPERSAS y el enlace
se encuentra al pie de esta página.
ANDREA PÉREZ. Articulo bajado de la web de Revista Puerto.
Olga, la mamá de Daniel Patanía,
uno de los 16 tripulantes desaparecidos tras el hundimiento del “Angelito” y el
“Amapola”, revive la tragedia de altamar que en abril de 1990 consternó a toda
la comunidad portuaria. Solo un cuerpo fue encontrado; el resto sigue
desaparecido.
16.01.2012
“Buscan a 16 pescadores en alta mar”, tituló el diario El Atlántico el miércoles 18 de abril de 1990, cuando la
angustia, la desesperanza y la consternación invadían en conjunto la vida de
los familiares de las víctimas del naufragio de los barcos Amapola y Angelito.
Un día antes y con “autorización de la Prefectura Naval”, estas naves habían
zarpado del puerto local sin saber que en horas más los vientos, que soplarían
a 100 kilómetros por hora, y las olas, que treparían hasta alcanzar los 18
metros de altura, pondrían en jaque sus futuros e historias para siempre.
La desdichada noticia, que provocó una salida en bloque de lanchitas
amarillas para dar con los compañeros desaparecidos, se completó con una
referencia explicativa no menos escandalosa, porque eran pocos y efímeros los
indicios de supervivencia: “Temen por la suerte de los buques; uno era traído a
remolque y se cortó el cabo. No contestan a los llamados de radio. Rescataron
una balsa de auxilio. Otra lancha trataba de capear el temporal. El avión
suspendió la búsqueda hasta hoy”.
Fue a las 13.10 de aquel martes 17 que la tripulación del Angelito
informó a Prefectura Naval la desesperante situación que ambas naves sufrían en
altamar. Que traían a remolque al Amapola, fue el último reporte del buque que
llevó Carmelo Agliano como capitán. Luego, las comunicaciones se cortaron, y
nunca más volvieron a reanudarse.
El título de tapa del 19 de abril
fue aún más desalentador y contundente: “Encontraron restos de los pesqueros.
No hay señales de vida”. El rastrillaje ordenado por el prefecto Luis Guillermo
Giachino solo dio con tablas amarillentas, mesas, cajones, timoneras azules y
fragmentos de telgopor en un radio de una milla a la redonda. De los marineros,
ni noticias.
Para entonces, la banquina de los
pescadores era epicentro de los reclamos y llantos de las esposas, hijos y
padres de los 16 tripulantes desaparecidos. Las denuncias y las quejas vertidas
durante aquellas tristes jornadas de otoño apuntaban contra los responsables de
la Prefectura Naval que, a entender de los familiares, nunca deberían de haber
dejado zarpar a estas embarcaciones, ante las reiteradas alertas del Servicio
Meteorológico.
Para el viernes 20, el estupor en
el que estaban sumergidas las esperanzas de la comunidad portuaria encontraron
el anclaje empírico y dramático que los justificó: se había hallado el cadáver de Vicente Di Iorio, pescador del
Amapola. “Una multitud recibió el cuerpo, rindiéndole en la banquina un postrer
homenaje”, rezó el epígrafe de la única foto que ilustró el ensordecedor título
“Día de duelo en la ciudad”.
Las informaciones que siguieron a
estas fechas solo dieron cuenta de una búsqueda permanente, aunque infructuosa.
Con el correr de los días, como suele
pasar, el hundimiento dejó de ser novedad. El martes 24, apenas una semana después del naufragio, ni una
sola mención mereció la tragedia marítima. A contramano de los hechos
noticiosos, la incertidumbre y la angustia impregnó para siempre el cotidiano
de los familiares de esos 15 tripulantes que, hasta hoy, permanecen
desaparecidos.
Los 38 grados que invaden la ciudad
y que un omnipresente locutor de radio AM anuncia con cierto grado de
liviandad, invitan a cualquier cristiano que camine el puerto de Mar del Plata
a cometer un asalto en masa por un milimétrico espacio de sombra. Olga, que no
tiene por qué ser la excepción, se resguarda esta tarde contra el macizo
paredón amarillento que opera de fondo del robusto Monumento al Pescador,
erigido a escasos cien metros de la mítica banquina portuaria. La elección
geográfica, vale aclarar, no fue casual. En ese espacio hay algo que Olga
quiere mostrar.
Como si no hiciese falta más
presentación que la mismísima presencia, la mujer retacona de 72 años saluda
con un beso y casi en simultáneo desparrama varias fotos sobre el césped,
todavía en penumbra. En todas ellas, un mismo rostro sonríe, abraza, vive.
Daniel Patanía, el eterno “Loco Pata”, es el protagonista principal de las
imágenes seleccionadas y el motivo central de un nuevo e íntimo encuentro entre
desconocidas.
Hacía tiempo que ella le pedía que
dejara de navegar, que se quedara en tierra y que tuviera una vida menos
arriesgada. Generalmente la propuesta, con un éxito equivalente a cero, era
formulada a escasas horas de que el barco volviera a zarpar. Olga no quería que
Daniel se internase más en altamar y él, en cambio, no podía desligarse, por
dinero y disfrute, del oficio que curtió
por casi 10 de sus 26 años.
Aquel martes 17 de abril de 1990 la
estridente voz de Olga volvió a susurrar el mismo pedido, pero solo por
costumbre de madre. Ella no esperaba que ése fuese el día en que la respuesta
que tanto había buscado llegase. Sin embargo, y para su grata sorpresa, Daniel
le prometió que sería su último viaje; le confesó que él también estaba cansado
y que tenía ganas de quedarse “porque con Alejandra las cosas iban bien y había
proyectos de pareja para no postergar”. La sonrisa de Olga, lamentablemente,
duró muy poco. Algunas horas más tarde, la tragedia inundó la vida de 16
marineros. La historia de Daniel se iba en la tragedia, y la de los Patanía,
como pudiesen, seguía sin él.
En el Monumento al Pescador, además
de una llamativa estatua, hay cientos de placas que conmemoran a marineros que
fallecieron o que nunca más regresaron a tierra firme. En esa especie de
panteón popular, en el que nunca hay mucha gente reunida, la viuda de Sebastián
Patanía tiene dos bronces a los que jamás dejará de rozar de manera
diferenciada. En el más viejo, se lo reconoce a su padre, que fue uno de los
pocos pescadores que sobrevivió a la cruel tormenta de Santa Rosa de 1946; en
el más reciente y doloroso, revive latente el recuerdo del más loco de sus
cuatro hijos.
Daniel entró al agua sin terminar
el séptimo grado. Las discusiones con los curas correctivos de la Sagrada
Familia hacían que, al menos una vez por semana, Olga tuviese que dar
explicaciones ante los directivos del colegio. Sus comportamientos eran
“incontrolables”, según definían los religiosos de turno. Pese a los retos y
súplicas de su madre, el muchacho se negó a culminar los estudios. “A él le
gustaba andar en el puerto con su abuelo, ayudarlo y aprender. Era un vago en
la escuela y por eso la dejó”, justifica Olga, mientras apacigua el calor y
ordena los recuerdos con un espumoso licuado de frutilla, durazno y leche.
A los 14 empezó a trabajar en el puerto. Vendía pescado en la
banquina y, si no había, se las rebuscaba con unas cuantas estrellitas marinas.
Es que no era mucho lo que a esa edad, y en esos tiempos, se necesitaba para
subsistir. Dos años más tarde se embarcó
por primera vez y a los 18 sacó la libreta reglamentaria para zarpar
siempre autorizado en el barco que primero se lo propusiese. Durante varias
temporadas, fue tripulación estable y confiable del Angelito.
Sus estadías en tierra las dedicaba
plenamente a las mujeres, los amigos y el boliche. Los momentos con sus padres
y hermanos eran casi cotidianos. Es que a la casa materna, esa misma en la que
Olga nació, sus hijos no la deshabitaron hasta muy entrados en edad. “Es que
todos son muy mameros”, se excusa orgullosa, negándose a usar, solo por un
caso, el tiempo pasado.
Aquel martes, 17 de abril de 1990
Olga despidió a Daniel con la esperanza de que ésta fuese la última despedida.
Ella jamás se imaginó que esa tarde sería la definitiva.
“Qué pasó: salen ellos y entran los
del barco Don Julio, si no recuerdo
mal, que le dijeron a la Prefectura que
no dejaran salir a ningún barco, porque ellos venían del sur y los cajones
les volaban por la cabeza como si fueran palomitas, por lo revuelto que estaba
el mar. Los prefectos no les hicieron caso. Y luego no estuvieron a la altura
de las circunstancias”, sentenció Olga, irritada, con bronca.
El Angelito, según contó, partió a
las cinco de la mañana del martes. Se preveía que regresara tres días después,
porque iban a pescar besugo a corta distancia. Sin embargo, las complicaciones
mecánicas y técnicas que denunció en altamar el buque Amapola, torcieron el
regreso consensuado del barco en el que viajaba el “Loco Pata”. Aunque la
altura que alcanzaron las olas y los fuertes vientos que soplaban advertían lo
impensable de un rescate entre embarcaciones, la tripulación del Angelito lo
intentó.
Cuando, tras varias pruebas,
finalmente se logró el tendido del cable de acero para el efectivo remolque, el
Amapola comenzó a sufrir una irreversible inundación que terminó, como es
sabido, en un inmediato hundimiento. Los ocho marineros de El Angelito, que no
pudieron romper el amarre de rescate, compartieron el trágico desenlace del
buque que intentaron salvar.
Olga se enteró del inesperado
hundimiento junto a Sebastián, su marido, que apenas tres años después y “por
no soportar la vida sin Daniel”, falleció de cáncer. La noticia, cuando ella
preguntó cuándo su hijo regresaría, le llegó envuelta en una metáfora que al
recordarla la quebró: “Él va volver cuando nazca otra vez”, le contestó su
esposo, con la mirada perdida.
Y en ese momento no se resignó,
pese a reconocer que el suicidio fue una opción. Lo cuenta y se retuerce. “Yo
decía que quería estar con él. Mi idea era que me mataba y estaba con él. Pero
yo tenía mucho acá todavía. Mis hijos me dieron mucha fuerza. Y ningún familiar
me abandonó”, explica.
Para alejar esa nefasta opción y
poder seguir adelante, Olga emprendió un insistente reclamo de justicia junto a
las mujeres de los otros marineros. No sólo querían los cuerpos de sus hijos y
esposos; también buscaban subsidios hasta tanto ellas pudiesen sostener
económicamente a las familias. Los intentos fueron diversos, aunque los
resultados uniformes. Ni Menem, ni Solá,
ni De la Rúa ni los Kirchner hicieron nada, según dijo, para reparar los
irreparables daños. El Somu, como gremio representante de los marineros,
“tampoco estuvo presente”. “Me atendieron una sola vez y en una escalera”,
revela enojada, agradeciendo en contraposición a la conducción del Soip “que
desinteresadamente nos ayudó hasta con útiles escolares”.
Actualmente, y como únicas
demostraciones de memoria a la (¿evitable?) tragedia del ´90, una calle del
puerto lleva el nombre de ambas embarcaciones, y en una de las paredes de la
biblioteca de la Escuela de Pesca cuelga una placa en conmemoración de los 16
marineros fallecidos. Además, cada 17 de abril, en la capilla de la Base Naval,
una misa recuerda lo ocurrido y bendice el futuro de los familiares de estos
marineros.
La historia del naufragio, del Loco
Pata, de Olga y de muchas otras mujeres y hombres ligados al trágico desenlace
del Amapola y el Angelito no volvió nunca más a ser noticia, porque no tuvo,
como la regla indica, una novedad sustancial que la regresase a una tapa de
matutino. A casi 22 años de lo ocurrido, puede que el hecho alcance a formar
parte de alguna que otra efemérides popular y portuaria. Pero, lamentablemente,
no más que eso.
En este tema hay mucho de que hablar,y muchas veces,no se habla porque se hieren susceptibilidades.Siempre se acude a Prefectura como eterno ''cabeza de turco'',pero hay responsabilidades compartidas entre la autoridad portuaria,los armadores y los propios capitanes de las embarcaciones.¿Porque?...Por el ''vil metal''...Nadie quiere perder un día de trabajo en el agua,yo he visto salir a toda máquina a muchos barcos,minutos antes que Prefectura decrete el cierre del puerto,bajo la responsabilidad única del Capitán(...Vamos muchachos ,larguen los cabos que a las 18 cierran el puerto...!!!!),he escuchado decir a reconocidos patrones que no se puede decir que no conocen los riesgos de salir a enfrentar el temporal.Quizá apurados por los armadores que no quieren poner la hora de salida para otro momento más propicio,por no tener que hacer el despacho otra vez,o qué se yo porqué.Repito que la responsabilidad es compartida,sobre todo por los que manejan el negocio y los patrones.Y siempre cuando pasan las desgracias,esa responsabilidad se diluye y se le echa la culpa al mar,al viento o a la Prefectura que no impidio la zarpada de los barcos.Cada uno debe hacerse responsable de lo que le toca,no se puede seguir jugando con la vida de la gente para traer un par de cajones más a puerto.He navegado años en la banquina chica y sé de que hablo.
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