Comentarios. Nota bajada del Diario La Nación.
Cuenta y en algún sentido compara la vida de
un pescador de mar y uno de río.
Para quienes anduvimos en un pesquero tal
vez no aporta mucho, pero igualmente es interesante e ilustrativo de una parte de
nuestra actividad como marinos mercantes.
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Historias de pescadores que pueden
pasar meses enteros en alta mar - o junto a un río-, que sortean tempestades y
llegan al puerto con el fruto de un trabajo que, una vez allí, se convierte en
mercadería
Por Sofía Almiroty | Para LA NACION 28.09.2014
Un hombre que viste un mameluco
beige, borcegos con punta interna de acero y protectores en las orejas
parecidos a esos que se usan en lugares con temperaturas bajo cero supervisa
todo lo que sucede en la sala de máquinas de un buque que se interna a navegar
en el mar durante semanas. El hombre observa atento y parece no percatarse de
que el ruido adentro de la sala de máquinas es como el de un taladro que pica
el asfalto. En parte porque él es el encargado de que el barco nunca se quede
sin propulsión, es decir, que nunca se quede sin movimiento. Porque si se
queda sin movimiento el barco se hunde. Alfredo Müller (65) es jefe de
sala de máquinas hace treinta y seis años. Ha trabajado para buques de todo
tipo y tamaño. Desde Mar del Plata hasta las Islas de los Estados lleva
recorridos miles de kilómetros en alta mar, y cuando se le pregunta si se
embarcó en buques muy grandes, aclara: "No existen barcos grandes para el
mar". En lo que al tamaño específico de los barcos pesqueros importa,
Müller tripuló buques factoría durante décadas, esos que se internan en las
aguas del Atlántico y van por las ochocientas mil toneladas de pescado que se
capturan para abastecer, en su mayoría, al mercado internacional. Es decir, la
cantidad de pescado que la industria genera al año es equivalente al peso de
114 mil elefantes africanos.
En nuestro país, para la
Subsecretaría de Pesca de la Nación, el consumo anual de pescado por persona
creció de 7 kg en 2012 a 9 kg en 2013, y sigue en aumento. Con la carne
vacuna como símbolo de nuestra cultura, la mitad de todo el pescado que se
consume por año se hace en Semana Santa y el 95 % de todo lo que se pesca se
exporta. En este momento hay cerca de mil buques de bandera argentina en el
mar, y en estos buques hay tripulantes que se dedican a ir en busca de la pesca
durante todo el año.
Como jefe de la sala de máquinas de
un buque de casi sesenta metros, Müller asume riesgos permanentes y su trabajo
se define constantemente por las vicisitudes del océano. En 1997 zarpó desde
el puerto de Mar del Plata y en el medio del Atlántico se incendió la popa del
barco que navegaba. Debido a una mala maniobra de uno de los tripulantes en
cubierta explotó un botellón de acetileno que causó un incendio. Estallaban las
llamas y explotaban las lámparas de cubierta, las que se usaban por la noche
para pescar el calamar. Si alguno de los pescadores miraba para arriba podía
incrustársele un vidrio en el ojo, por eso Müller estaba tan preocupado, porque
además de mantener a flote el barco tenía que asegurarse de que ninguno de los
pescadores más novatos se tirase al agua, "porque cuando se prende fuego un
barco es lo que primero muchos quieren hacer", aclara.
Entre abril y mediados de octubre
es la temporada de la pesca de langostino en la zona de aguas nacionales en las
provincias de Santa Cruz y Chubut. En esa época, las temperaturas en alta mar
son parecidas a las de tierra: debajo de los cero grados. El buque navega
abriéndose camino por la masa de agua gélida del Atlántico Sur; a veces, si el
clima acompaña corta la superficie del agua como si fuera una cuchilla, pero
cuando hay temporal el océano parecería tragarse al barco sin siquiera hacer el
esfuerzo de masticar. "El problema más grande, propio de la actividad e
imposible de reparar, es el viento, donde el barco menos la vuelta carnero hace
cualquier cosa", recuerda Müller. En un viaje en 2004 se enfrentó a un
temporal de ocho días sin pausa donde se perdieron cuatro barcos de la flota de
la empresa para la que él trabajaba -y con los barcos sus tripulantes-.
"Después de que pasa el temporal te ponés a pensar que podrías haber
muerto", reflexiona.
Como oficial de barco, Müller ya
goza de ciertos privilegios, de esos que llegan con una vida entera dedicada a
un oficio: un camarote y un baño propios, y un comedor exclusivo para
oficiales. Esto no es un detalle menor cuando algunos viajes de pesca duran
meses. El viaje más largo de Müller fue una travesía de pesca de merluza negra
por la Isla de los Estados que duró 87 días. La Isla de los Estados pertenece a
la provincia de Tierra del Fuego, es la última manifestación del continente
americano y ahí donde termina la cordillera de los Andes. Este archipiélago de
cincuenta mil hectáreas y cuatro habitantes es un enclave natural de
biodiversidad para ir en busca de la merluza negra, la especie más cara junto
con las vieiras. Un kilo de merluza negra cuesta alrededor de 16 dólares el
kilo, mientras que la merluza que comemos regularmente sale casi 2,5 dólares el
kilo. En una pescadería de Palermo -después de recorrer varias, ya que esta
especie se exporta casi en su totalidad- venden el kilo de merluza negra a
450 pesos.
Alfredo Müller lleva más de la
mitad de su vida arriba de un barco y explica la rutina de trabajo en el mar en
horarios, en turnos, y en momentos delimitados permanentemente por el reloj,
porque aunque en el océano el tiempo es eterno está perfectamente cronometrado.
"Se come en dos horarios estrictos y como hay turnos de trabajo distintos
y te levantás a destiempo, cada uno se hace su propio desayuno: café con leche
y pan fresco", dice. Después de desayunar se va a la sala de máquinas y se
queda las horas que dure el turno. Como un fantasma que parecería perseguirlo,
Müller habla de las tormentas una y otra vez, y vuelve a señalar que lo más
importante del oficio es tener "la cabeza bien fría y la sangre bien
caliente, porque uno no puede fallar ni ponerse nervioso, no hay margen para el
error".
EL EPICENTRO DEL PESCADO
Mar del Plata es el puerto que
abastece de pescado a todos los argentinos. La merluza es la especie que más
se consume en nuestro país. Para llegar a pescar las cantidades necesarias
que abastecen la demanda del mercado ya no sólo se puede pescar a la altura de
Mar del Plata, sino que los buques costeros se trasladan en distancias más
largas, porque aunque hay políticas para evitar la sobreexplotación de la
especie, lo cierto es que según los pescadores, cada vez hay que viajar más
para cumplir con los objetivos de captura.
A mediados de la década del 90 hubo
excesos en la captura de merluza y se superó en 200 mil toneladas lo
recomendado por el Instituto Nacional de Investigación y Desarrollo Pesquero
(Inidep). En este momento se presentó uno de los peores escenarios para la
industria -y el medio ambiente-: la sobreexplotación de la especie. Hoy, según
fuentes de la Subsecretaría de Pesca de la Nación, esta situación se revirtió y
se avanzó en el control de la captura recomendada por el Inidep. Desde 2009,
cuando se puso en marcha la cuotificación por especie. Una cuota que se
recomienda como máximo establecido para asegurar la sustentabilidad del
recurso, uno de los objetivos que postula el Ministerio de Agricultura,
Ganadería y Pesca.
En este rubro, Néstor Ángel
María (67) es un especialista en barcos costeros lejanos. En 2003, Néstor
María dejó los barcos y el mar, y hoy es dirigente de los pescadores de
cubierta en el Sindicato de Obreros Marítimos Unidos (SOMU). A diferencia de
los buques factorías como los que navega Müller, los costeros lejanos hacen
viajes de no más de quince días. La tripulación no supera los diez marineros y
las comodidades escasean. "En una habitación chica dormimos los seis o
siete que viajamos, nosotros le decimos el rancho y el baño es el mismo para
todos. Cuidamos el agua dulce y no nos bañamos todos los días porque se gasta."
Así describe este pescador los detalles de la vida en el mar. "Una persona
hace de cocinero, pero labura de todo un poco: ayuda en cubierta y siempre está
trabajando, pero cuando cocina, lo hace riquísimo: pastas, carne de primera
calidad y pescado, ¿sabés lo fresco que comemos el pescado?", dice con una
voz que parecería como si además estuviera guiñando un ojo.
En estos barcos, algunos marineros
trabajan en la cubierta con las redes y el resto de la tripulación lo hace
abajo, en la bodega, donde están las cajas donde se apila el pescado,
previamente lavado y envuelto con bolsas de hielo. Las bodegas se mantienen a
-10°C para conservar el pescado hasta que entra al puerto y de ahí a las
plantas procesadoras para la elaboración de empanados, bastoncitos,
hamburguesas y esas partes del proceso que se conocen como el valor agregado.
Según cuenta este marinero y dirigente del gremio, los mejores astilleros y los
mejores pescadores están en Mar del Plata. "Es el puerto más importante de
América latina, donde hay más cantidad de barcos amarrados y barcos que
descargan. Acá hay días que descargan diez fresqueros, que son los que traen el
pescado en cajones con hielo, y también hay barcos congeladores que descargan
mil toneladas entre filete de merluza, la pasta -que se hace con remanentes de
ese filete- y los calamares, porque eso sí, no se desperdicia nada."
De trabajar, Néstor sabe mucho.
Nació en Laprida, provincia de Buenos Aires, y se crió en De La Garma, un
pueblo ahí cerca que en el último censo reveló poco más de 1600 habitantes.
Trabaja desde los 11 años y empezó con la tierra en algunos de esos oficios
imprescindibles en la superficie argentina: la esquila, la cosecha, la siembra,
la poda. Porque además del agua, este hombre también trabajó la tierra y dice
que además de trabajar, no sabe hacer otra cosa.
Cuando salía a pescar, Néstor Ángel
María iba adonde le convenía: "Fui medio mercenario, trabajaba cinco o
seis meses y el resto del año gastaba mi plata. Cuando te llaman para embarcar
sabés que al otro día a las 6 de la mañana te presentás en el puerto, te
despedís de tu familia y te vas listo para trabajar a destajo. Si llega a haber
pesca, quizá no duermas más de tres o cuatro horas por día, porque lo
importante es pescar: cuanto más pescamos, más ganamos", dice.
SE PIERDE MUCHO EN EL MAR
El océano Atlántico es un lugar
áspero y "hay sacudidas y mal tiempo, por eso el pescador argentino es muy
capaz, puede navegar con temporal y no le queda otra, porque si vas a esperar
que esté bueno el día no pescás más", afirma María. Un ritmo de trabajo
así no lo sobrevive cualquiera, así que el gremio de trabajadores marítimos
tiene un régimen de excepción jubilatoria: la edad permitida para retirarse es
a los 52 años. Hay un esfuerzo físico y psíquico de desarraigo, y a las
vicisitudes climáticas se suman algunas otras del destino: los accidentes. En
un costero lejano como los que coordinaba María, no hay médico ni enfermero. Si
surgen accidentes el capitán aplica lo que aprendió en su curso de primeros
auxilios, y trata de llegar lo más rápido posible al puerto. La peor
experiencia que tuvo este pescador fue cuando a un compañero una polea le
arrancó un brazo. "El arrancamiento hizo que se desangre. Nos cruzamos
con un barco extranjero y El Inglés -como le decíamos a uno que hablaba el
idioma- pudo comunicarse con ellos, nos pasaron suero, catéter, morfina, y
entonces pudo sobrevivir seis horas más, pero antes de llegar a puerto, murió",
dice María con una angustia que le cambia el tono de voz.
Si el viaje toca en el medio de una
semana de fiestas de fin de año o, como suele suceder muy a menudo, alguno de
los tripulantes cumple años, siempre hay un momento para festejar. Müller y María
trabajaron en buques muy distintos, con rutinas y procedimientos diferentes,
pero ambos concuerdan en que en ese momento de celebración se para, se come, se
celebra y se brinda. A ninguno le molestó demasiado tener que pasar Navidad o
Año Nuevo en alta mar, pero ambos coinciden en que nunca pudieron
acostumbrarse a las despedidas. Alfredo, que durante muchos años tuvo que
perderse los primeros días de colegio de sus hijos, quizá cumpleaños y otras
rutinas cotidianas, explica que "arriba del barco uno se acostumbra a
todo: a dormir trabando los codos en la cucheta, al movimiento y a la
tempestad, pero nunca termina de acostumbrarse a las despedidas".
Néstor María sentía lo mismo: no le gustaba despedirse. Cuando la avisaban que
había que salir, al otro día se presentaba en el puerto y no lo pensaba mucho.
ARTESANOS A ORILLAS DEL PARANÁ
Con el amanecer y la luz del sol
todavía cándida sobre sus cabezas, reman los pescadores hacia los islotes en
los que van a acampar. Pueden pasar ahí una semana hasta recolectar lo que
necesitan, dependiendo del río, de 50 a 100 kg en una noche. Luego vuelven con
la pesca a su casa y la venden allí mismo en forma particular. "Es muy
común que la gente de Reconquista se traslade al puerto para comprar pescado
fresco en la casa de los pescadores", explica Vicente Cuevas (32).
En las márgenes del río Paraná, la escena cambia drásticamente. Este sector del
nordeste argentino es el que abastece la demanda de la pesca de río: como el
sábalo, la boga o el surubí, y para esto no son buques factoría o costeros los
que navegan los cauces del río.
En este contexto aprendió a pescar
Cuevas junto a su familia, en la que todavía todos son pescadores artesanales.
Después de estudiar gastronomía se convirtió en chef y hoy enseña el arte de cocinar
con el pleno aprovechamiento de todo lo que se pesca. Cuevas vive en el puerto
de Reconquista, un puerto a doce kilómetros de la localidad homónima y donde el
80% de la comunidad está integrada por pescadores artesanales.
Vicente también trabaja con la Fundación
Proteger, una organización que vela por la conservación de la biodiversidad
y el manejo sostenible de recursos de los ríos en la Cuenca del Plata y el Gran
Chaco junto a las comunidades rurales. El joven gastrónomo explica que "si
un pescador saca 50 kg de surubí es importante que pueda filetearlo y
procesarlo por sí mismo, porque de esta manera puede aprovechar todo el recurso
y generar valor agregado por sobre la pesca". Es decir, el pescador puede
aprovechar más lo que pesca, pescar menos y además aprender de gastronomía.
Para Jorge Capatto, director de
Proteger, la situación en la zona es alarmante y con Proteger trabajan para
evitar el desabastecimiento de especies en el río Paraná. "El sábalo es
el pescado más exportado de la Argentina después de la merluza, un pescado de
mar. Pero el río Paraná no es un mar y la extracción de pescados a una tasa
insostenible conduce a lo inevitable, el destino de la pesca de río en la
Argentina es muy diferente y debería beneficiar a miles de familias de
pescadores artesanales", explica Capatto. En este escenario, Cuevas da
talleres de gastronomía para enseñar la máxima eficiencia del recurso desde
hace dos años, recorrió el litoral argentino y trabajó con comunidades de
pobladores locales en la pesca que respetan el ecosistema. Hoy cuenta con su
flamante restaurante en el puerto de Reconquista, que abrió para ofrecer platos
de pesca artesanal y, además, un espacio para seguir dictando estos talleres.
Hay personas que dedican su vida
entera al trabajo de recolectar el pescado que comemos: con cañas y canoas en
el río o con redes subterráneas en el océano. Para que podamos ir a comprar
pescado hay vidas que se suceden en el mar y en el río todo el año, sortean
tormentas, tempestades, accidentes y llegan al puerto junto con las toneladas
de pescado que, en el puerto, ya se convirtieron en mercadería.
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