Ese lunes de febrero la terminal de micros de Gualeguaychú estaba particularmente agitada. Mientras un grupo de porteños con cañas de pescar plegadas y sus cajas con adminículos de pesca no paraban de hablar, en un banco de madera , una anciana vestida austeramente con un atuendo rural que parecía de otra época se perdía con la mirada en el vacío. Sus ojos azules y su cabello nevado le daban ese inequívoco rasgo germánico o sajón. La que estaba a su lado seguramente era su hija, sus ojos azules, grises de hielo la delataban. A su alrededor pululaban tres o cuatro críos de diferentes tamaños, todos con cabellos de trigo. Era casi seguro que iban a despedir a su anciana abuela que fue a pasar el fin de semana al pueblo. Allá en la aldea, un viejo longilíneo seguramente la esperaría en el cruce de la ruta donde para el micro y la llevaría en el sulky o en la chata de regreso a las casas.
La chica de mochila verde, Jeans gastados y cabellos recogidos en una colita podría ser la hija de un doctor o próspero comerciante, a juzgar por el lujoso auto último modelo que la trajo a la terminal. Estaba sola, nadie se había quedado a despedirla. La persona que manejaba el auto había hecho un gesto con la mano para luego subir el cristal eléctrico hasta una altura que sólo dejaba ver ,apenas, una cabeza calva.
Uno de los críos de pelo dorado intentó levantar el bolso negro de Abe
—¿Che qué pasa, no tenés fuerzas? Tenés que tomar la sopa. —Dijo Abe.
Abelardo Gambier acarició cariñosamente la cabeza del niño y éste lo miró con sus ojos celestes, casi grises, desafiantes. La novia de Abe, “la” Clarisa, observaba al chico con ternura, quizás pensaba que desearía ya tener uno de Abe, para criarlo y amarlo. Sería una forma de mitigar la ausencia que se le avecinaba.
-Ya ven a tener uno m’hija. Vas a ver que Abe va a volver pronto con algunos pesos. Pensá que tienen que levantar la casita.
-Ya sé, Doña Lucía, si no nos sacrificamos ahora, ¿cuando?
Doña Lucía Romero de Gambier era hija de entrerrianos de varias generaciones, quizás alguno de sus antepasados formó las montoneras del supremo entrerriano. Sin embargo, su marido ya fallecido era descendiente de franceses. Aquellos que trajeron otro entrerriano ilustre, el General Urquiza. Puede que los antepasados de Abelardo padre hayan venido junto con “Mesié” Larroque, el fundador del célebre “colegio Entre Riano”, luego “colegio del Uruguay”, cuna de varios próceres; en el loable intento del General de civilizar la provincia. La prole de los primeros Gambier se fue desperdigando por las cuchillas entrerrianas, como tantos, probando suerte en la agricultura y luego quizás en los arrozales, terminando finalmente con los criaderos de pollos Cargill, como lo había hecho Abelardo hasta su muerte.
Hubo años de ventura en la familia Gambier. Los pollos dieron sus frutos. Sólo había que criarlos como había dicho el veterinario de CARGILL, darles de comer como él indicaba, con alimento Cargill. Luego de 60 días de ser pollitos , venian al campo los transportes-jaula con el logo de Cargill y se los llevaba dejando el tan ansiado “toquito” de billetes. Al tiempo esto se evitaba y el dinero era depositado en el banco. En la cómoda de la cocina junto con la Biblia , no faltaba el libro de instrucciones para la cría de pollos con el logo de Cargill , que explicaba con dibujos didácticos cómo poner aserrín en el piso, la disposición y cantidad de luces, cómo construir el criadero, cómo hacer con el estiércol y un montón de cosas más.
Así fue como Abelardo padre trabajó denodadamente, al principio ayudado por su esposa. Cuando llegaron sus dos primeras hijas, Abelardo padre se preguntó si el deseado hijo varón vendría algún día... Hasta que llegó Abelardo hijo.
No había que preocuparse demasiado, mamá Cargill proveía de todo, los pollitos, los alimentos, las vacunas, los medicamentos. Sólo había que hacer lo que ellos decían y aceptar lo que pagaban y no sólo eso, también mamá Cargill financió la construcción de otros dos galpones-criaderos más, hechos por obreros y materiales que Cargill traía. ¡Qué fabuloso socio era!
Así llegó la “chata” Ford f100, tenía que ser roja... y fue roja. Las chicas tenían un grupo de ponedoras cada una a las que cuidaban más que a sus muñecas de cuando eran niñas. Vendían la producción de huevos y con ese dinerillo se proveían de ropa y otros menesteres femeninos para estar lindas en los bailes.
El pequeño Abelardo era el mimado de todos, excepto del padre, que desde muy temprana edad lo llevó consigo a trabajar en su pujante empresa .Era realmente difícil arrancárselo para que fuese a la escuela.
Es así como Abelardo padre tuvo que resignar su sueño casi genético de la empresa familiar , ya que las chicas fueron dejando el campo para estudiar magisterio, como no podía ser de otra forma. Doña Lucía comenzaba a sentir sus años, sólo le quedaba el pequeño Abelardo, que ya no era tan pequeño, pero había mucho trabajo por hacer. Es así que se contrató algún personal , muy a regañadientes de Abelardo padre , para llevar a cabo la próspera tarea de criar pollos.
Las cosas funcionaron por unos años. Abelardo hijo lavaba la F100 roja los sábados por la tarde, le había colocado llantas deportivas y neumáticos de seis pulgadas con los pesos propios que había estado ahorrando. También le hizo instalar un caño de escape especial. Con los muchachos del boliche que frecuentaban en el pueblo, hablaban de fierros y comenzó a experimentar con la “chata”. Primero el carburador, agrandarle los chiclés y otros artilugios , luego fue a ver a un preparador de autos de formula entrerriana que le consiguió un múltiple de admisión especial y le recomendó trabarle los botadores para que la chata acelere de verdad. Ahí se dio cuenta que la mecánica era su pasión. Abelardo padre peleaba frecuentemente con él por ese tema, porque en lugar de recibir ayuda en el criadero se pasaba horas sumergido en el motor de la chata escuchando música con el autoestéreo que también él mismo había colocado. Ya tenía una colección de cassettes, pero le encantaba un tema de una vieja cinta que no sabía cómo había llegado a sus manos. Aquel cassette de Peter Frampton del año 1975 lo subyugaba, en especial el primer tema del lado A ,que no sabía que decía, pero que lo atraía ya desde el título :“Nena me gustan tus formas”. No podía imaginar el inesperado destino que le marcaría esa música. Cada vez que la escuchaba se enrarecía el aire que respiraba, una extraña y lejana emoción lo invadía, no podía determinar si era placentera, sólo sabía que lo inquietaba con un dejo exótico.
Cuando caía la noche del sábado, Abelardo salía con la “chata” reluciente. Dejaba a sus hermanas en el baile del pueblo y él se iba a mostrarse dando mil y una vueltas por la plaza del pueblo como lo hacían todos. Luego estacionaba cruzando la chata en la esquina del bar de moda en donde estaban sus amigotes para compartir la magia de la noche.
En el verano, los domingos a la mañana cuando convencían a Doña Lucía de no ir a misa, los Gambier se iban en su chata al balneario Ñandubayzal, para instalarse debajo de los árboles cercanos a pasar el día. Tomaban mate y preparaban un asado. Mucha veces la hija mayor desaparecía por horas y su hermana , con una sonrisa cómplice explicaba sin dar detalles, que se veía con Pablo, el chico que la pasaba a buscar por el puente de madera.
Abelardo hijo adoraba esos domingos. Se encontraba con sus amigos en el balneario para nadar en el río y caminaban por las lenguas de arena mirando a las niñas tomando sol, buscando a veces aquella conocida de la noche anterior.
Así fue que conoció a Clarisa. Una tarde de domingo de febrero, la vio sonriente hablando con sus hermanas y comprendió que la copa de su corazón comenzaba a llenarse.
—Perdoname ¿vos no estuviste anoche en Bull’s? —preguntó intempestivamente.
—¿Cómo?... –dijo ella sorprendida —no, no… creo que te confundís. Mis hermanas van, yo no salgo.
Luego de esa respuesta, primero fueron las miradas furtivas, luego algunas sonrisas, sentía que se acariciaban con los párpados y que las sienes le estallaban. Percibió como su miembro comenzaba a erguirse de la nada y trató de sentarse disimuladamente en la arena para que no se notara el promontorio que se agrandaba más y más. Pensó que si ella le rozaba el brazo ,con un solo dedo ,explotaría en mil pedazos. Las hermanas lo miraban a él y sus amigos y emitían algunas sonrisas .Él no se daba cuenta de nada, trataba de encadenar algunas palabras para decir algo con sentido sin darse cuenta de lo ridículo que son los adolescentes cuando se apasionan. Sintió que una mano en el hombro lo sacaba momentáneamente del encantamiento . Era uno de sus amigos , que al ver que la tarde caía le advirtió —vamos che, tu viejo se va a rayar y te vas a tener que quedar a pata.
—Si, si, vamos —respondió de inmediato antes de despedirse— Chau, ¿cómo es tu nombre? —le preguntó a Clarisa , comprendiendo que no había preguntado ni lo básico.
—Clarisa —dijo ella y lo cortó con un chau.
A partir de aquella tarde no podía sacársela de su mente. Deseaba acariciar ese pelo negro que le llegaba hasta la cintura . Los senos en punta detrás de aquella musculosa , lo miraban cada vez que cerraba sus ojos. No había podido apreciar bien su cuerpo porque ella estuvo sentada todo el tiempo, pero se lo imaginaba de caderas anchas con muslos fuertes y cintura angosta. La forjó miles de veces en su mente. Recordaba a la puta con la que había debutado en lo de la Mirtha, pero no era igual la sensación, esto era algo sublime, más allá del sexo. Tal fue así que no se animaba a masturbarse pensando en ella, la ponía al margen. Después de aquella tarde, fue varias veces al burdel, donde hacía tiempo que no iba, para tratar de apagar una sed sin remedio.
Comenzó a estudiar de noche “mecánica automotor” en Gualeguaychú. Iba tres veces por semana y hasta había intentado emplearse en un taller mecánico de la zona pero su padre se había opuesto a la idea. Su destino parecía estar marcado por los criaderos de pollos. Vagaba con la chata por las calles polvorientas o empedradas antes y después de ir al curso, esperando encontrar a aquella chica. No dejaba de pensar en ella, entre el diagrama de distribución que estaba en el pizarrón y el motor didáctico que el profesor hacía girar del volante, a Abe se le aparecían esos ojos negros que lo perdían entre las válvulas de admisión y las de escape, disipando su atención.
Una noche de regreso a su casa, la vio cruzando la plaza, El corazón comenzó a latirle de tal forma que sus manos temblaron en el volante. Las cúpulas de la iglesia se le venían encima. La mirada se le nubló por un instante y de nuevo las sienes parecían estallarle. Sacó coraje de donde pudo y con gran esfuerzo para distinguir los pedales de la chata , sin darse tiempo para pensar, paró y bajó. Sintió una debilidad extrema en las piernas, pensó que nunca llegaría a la vereda oblicua de la plaza donde ella caminaba distraídamente. No supo cómo la abordó ni lo que dijo en ese momento, sólo recuerda que se vió sentado con ella en aquel banco, junto al nogal al que luego miraría con devoción cada vez que pasaba por la plaza. Recién después de unos días de verse con ella, comenzó a medirle su rostro y su cuerpo, dándose cuenta de que sus caderas no eran tan anchas ni sus muslos tan fuertes , como había imaginado.
Todo iba bien para Abe. Comenzó a soñar y a planear un futuro. Conoció a los padres de Clarisa y a sus hermanas. A su vez ella también conoció a su familia y a hacerse amiga de las hermanas de éste , con quienes había empezado a compartir secretos y confidencias.
La hermana mayor de Abe se puso de novia formalmente y fue la primera en dejar la casa. Consiguió un puesto de maestra en Basabilbaso, y su novio la visitaba en la pensión en la que vivía para tener tardes secretas de amor que sólo conocía la hermana menor, pero de las que todos sospechaban.
Así pasaron algunos años y las dos hermanas de Abe se casaron . La mayor con Pablo , estableciéndose en Gualeguaychú en donde él atendía el corralón de materiales del padre y donde “la” Sofía había conseguido que la trasladen para ejercer cerca de su nueva casa . La menor ,“la Clarita”, se casó con “el Tito”, amigo de Abe . Al poco tiempo de casarse , todos se anoticiaron que la “gurisa” llevaba 3 meses de embarazo, dato que Doña Lucía paso por alto sin hacer cuentas.
La casa de los Gambier había empezado a quedar grande. El campo ya no le complacía a Abe, en realidad nunca le había gustado, pero trataba de conformar a su padre hasta donde podía. Pasaba mucho tiempo en el pueblo. Iba a ver a Clarisa, y también pasaba tardes enteras en el taller del loco Castro preparando el Formula Entrerriana con motor VW 1.8. La chata estaba quedando vieja, le había hecho muchas reparaciones, cambios de aros, metales, pero el motor ya le pedía una rectificada . Escuchaba muy de vez en cuando el cassette de Peter Frampton, el tema que antes le producía fascinación, ahora le generaba un desasosiego y una intranquilidad cada vez mayores que llegaba a perturbarlo.
En tanto Cargill ya no pagaba como antes, había demoras en los cobros y las ganancias comenzaron a ser exiguas hasta desaparecer. La inflación siempre superaba todo y al poco tiempo la situación comenzó a tornarse crítica. Abe, sin embargo, vivía en la nube a la que hace tiempo se había subido. Para su mente todavía casi adolescente, ayudado por su corazón enamorado, no existían las borrascas. Pero a su padre, ya marchitado por los años, la situación lo ponía agrio e irascible. Comenzó a perder peso y cayó fatalmente enfermo. Quizás lo estaba desde hacía tiempo debido a esos dolores que callaba y que en los tiempos de buena ventura olvidaba postergando su visita al médico.
Abe tomó consciencia de la situación, su padre estaba postrado y sentenciado y su madre sumida en una tristeza infinita .Poco a poco la sombra de sus cejas conocieron el dolor. Si no fuera por la dulzura de Clarisa, su mundo se habría caído en el abismo. La situación empeoraba y ahí comenzaron la venta de los bienes, los galpones quedaron vacíos y oscuros, como monumentos a la futilidad de los hombres. Llegó lo inevitable. La muerte de Abelardo Gambier padre fue mucho más dura de lo que Abe hijo y todos esperaban a pesar de saberla próxima. Abe comprobó lo impredecible que es el espíritu humano ante lo inexplicable. No consiguió llorar, ni siquiera cuando miraba a su padre en el ataúd . Pasó horas observándolo en silencio . El rostro consumido con ese color indescifrable . Las cuencas de los ojos hundidas y la boca en un semicírculo invertido , la mueca de la muerte, pensó . La boca de su padre es lo que mas le impresionó a Abe , y tan así , que se figuraba imposible que alguna vez haya podido sonreír.
Luego, como fantasmas, pasaron los vecinos, los familiares, sus amigos. Todos tratando de consolarlo, pero él tenía la mirada perdida, no escuchaba nada, ni siquiera el llanto de sus hermanas, ni de su madre, ni de su amada novia. Sólo después de la última palada de tierra, entró en un llanto espasmódico al principio y desgarrador después , que lo llevaba a un quebranto profundo y a una rabia contenida y recóndita que ya no podía contener. No recuerda cuándo y cómo fue que le dio una trompada a su mejor amigo al querer detenerlo, para que no se zambullera en la tierra.
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No puede decirse que el campo fue mal vendido. Al menos alcanzó para comprar una casa, que no estaba muy vieja y era habitable, en un barrio de Gualeguaychú a 15 cuadras de la plaza, sobre una calle de tierra . El terreno era amplio con 40 metros de fondo y las comodidades de la casa eran las básicas, dos dormitorios amplios, cocina y living comedor. Entre la casa y la reja entraba la chata que ya tenía varios pimpollos de óxido brotando de sus zócalos . Ya le había rectificado el cigüeñal a la primer submedida y le había cambiado el embrague entre otras cosas .Al fin y al cabo era con lo único que se había quedado junto con algunos muebles. Abe y la Clarisa tenían pensado construir una casita atrás, para ello habían desmontado el cañaveral y marcado en la tierra las habitaciones. Pasaban horas discutiendo la distribución, medían con pasos largos y soñaban en el aire. Doña Lucía los miraba y se reconfortaba con la idea de tener otro nieto, además de la hija de la Clarita que la colmaba de ternura en las horas en que no quería entregarse a los recuerdos.
Abe comenzó a trabajar en el frigorífico como mecánico de mantenimiento y a aprender el oficio, soldaba tuberías, desmontaba compresores de frío y reparaba el refractario de las calderas, pero seguía soñando en tener un taller como el del loco Castro. En tanto debía procurar el sustento para él y su madre para no tener que tocar lo pocos pesos de reserva que habían sobrado de la transacción del campo.
Un día se encontraba en el techo de la barraca desde donde operaba el matadero. Estaba cambiando una unión doble de un tanque de agua, con el otro mecánico, un hombre fibroso con el rostro arrugado. José era un buen compañero de trabajo, le enseñaba las artimañas de la profesión. Tenía el pecho lleno de cicatrices de la escoria de los electrodos, que marcaban años de soldaduras. Era soldador diplomado y experimentado , que había trabajado en la construcción del túnel subfluvial y otras obras que nombraba con orgullo. Desde donde estaban ubicados se podía ver el río Uruguay, el río de color tigre, como le decían en el pueblo. —Mirá flaco, están empezando a entrar barcos para el puerto de Concepción del Uruguay, parece que dragaron el canal de entrada. —dijo José en un momento de descanso-. Abe vio por primera vez, con detenimiento, un barco de ultramar. Le llamó la atención lo imponente de su proa que llevaba pintado su nombre “Amadeo”. Comenzó a observar las plumas de carga color mostaza, el casillaje blanco con infinidad de ventanillas, la imponente chimenea azul, largando un tenue humo color habano.
—¿Sabés flaco que yo trabajé en una draga? Era de Obras Públicas , gané buena moneda en esa época. —interrumpió José el silencio de las alturas del techo-.
—¿Y por qué te fuiste?
—Mirá, la patrona se empezó a poner pesada porque pasaban semanas sin verla a ella ni a los gurises, que eran cachorros, así que trabajé casi un año y dejé. Gané buena moneda flaco ¿Viste la casita en donde vive la Rosa?, bueno esa la compré gracias a ese laburo . Se laburaba mucho, pero la pasaba bien. Al final me fui por la Rosa y fue al pedo porque después nos separamos, ya me tenía podrido.
—Pará José… que vos te comías a aquella gurisa y te pescó…
—¡Bueno flaco, algún gusto me tenía que dar! Siempre rompiéndome el lomo, creo que me gané un buen par de polvos.
—¿Y por qué no volviste a embarcar cuando te separaste?
—No… “cofla”, ya estaba un poco jovato. Eso te queda para vos. ¿Querés embarcarte Abelito?
—No sé… me gustaría , necesito plata, quiero construir con la Clarisa.
—Hablalo Abelito, yo tengo un conocido de aquella época que era mi jefe y estaba contento conmigo. Hace poco lo ví en San Nicolás cuando fui a hacer una changa a Somisa. Él ya no navega pero creo que es inspector en una empresa o algo así y te podría ayudar, porque me dijo que lo llame si quería embarcarme.
—Mirá, voy a ver…, cualquier cosa te digo.
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Cuando cerró el frigorífico Abe, creyó que el mundo se le venía abajo. Le dieron unos pocos pesos como adelanto de su indemnización que sólo Dios sabe cuando se la irían a pagar.
Fueron días de reuniones de sindicato, abogados y sobre todo de angustias. Un día fue a lo del loco Castro a pedir trabajo, consiguió pero el loco no le prometió buena paga.
—Mirá Abelito, el laburo está flojo. Si querés venir a darme una mano con los coches de calle, yo le puedo dar más bola al auto de carreras del flaco Palacios que consiguió buena propaganda. No sé lo que te puedo pagar, en todo caso arreglamos un porcentaje por auto.
—Al pelo loco, empiezo ahora mismo.- dijo Abe sin pensarlo mucho. —Por lo menos no me voy a morir de hambre hasta que cobre los pesos del frigorífico.
Los autos llegaban con cuentagotas, los meses seguían pasando y la indemnización no llegaba. Los pocos pesos que reunía alcanzaban para subsistir él con Doña Lucía. Los únicos ladrillos que se compraron fueron con unos pesos que le sobraban a la Clarisa de un aguinaldo . Hacía un tiempo que había conseguido un trabajo como empleada en la farmacia sindical.
A Abe comenzaron a darle vuelta los barcos por la cabeza, hasta que un día se animó y se lo dijo a la Clarisa.
—Es como mucho un año, Clari. El José me dijo que compró la casita de la Rosa gracias a los barcos. Yo te mando la guita y vos vas comprando los materiales. Después construimos y nos casamos. ¡Así como estamos no vamos a ningún lado!
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Un domingo en vísperas de las fiestas navideñas, Abe respiró la brisa del río a sabiendas que esa mañana no sería como otras en esa época. Se podía oler el júbilo de los niños, pero no quería pensar en la magia que inducían esos días en el pasado , cuando su padre mataba un lechón y la madre varios pollos. Ya no se detuvo a recordar el olor ocre de la leña crepitando en el asador, el árbol de navidad, el aroma a lavanda de sus hermanas…
Dio arranque a la F100, que desde hacía un tiempo le regalaba un rugido raro provocado por el caño silen oxidado y seguramente perforado en alguna parte . Sin darle importancia , puso marcha atrás y sacó la chata de la casa . No estaba bien, tenía una fuerte opresión en el estómago. Prendió el viejo Pionner y puso un cassette al azar , sin mirar . Cuando Peter Frampton comenzó a cantar , un frío le corrió por la espalda, la opresión le subió del estómago al pecho y siguió subiendo hasta provocar que un par de lágrimas quisieran abrirse paso por sus ojos. Quiso volver a ser niño para que otros decidieran por él, para no sentir esa angustia de tener que ser hombre.
Cuando dobló en aquella esquina de tierra, comenzó a buscar el almacén que se ubicaba junto a la casita blanca donde vivía José. Al aproximarse lo vio tomando mate sobre un tronco tratando de matar la soledad de hombre sin familia. La jaula con los mixtos colgaba de un clavo y de fondo se escuchaba una radio que transmitía una carrera de turismo carretera.
—¡Abelito, que sorpresa! ¿Qué se te dio por visitarme?
—¿Cómo andás José?... Mirá vengo por lo de los barcos…
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El micro de la empresa Gral., Urquiza paró en la dársena resoplando suavemente la suspensión neumática, hasta que un suspiro largo que se cortó abruptamente indicó que ya había detenido del todo. Debajo del parabrisas, cubierto con un acrílico, se leía “Buenos Aires”
Abe sintió que las piernas se le aflojaban. Los porteños que viajaban comenzaron a poner su parafernalia de pesca en la baulera que apenas se estaba abriendo, como queriendo ganarles a todos.
La Clarisa le tomó la mano desesperadamente, la aferró con una fuerza descomunal visceral. Abe no quería mirarla a los ojos. La chica de colita y jean gastados apagó el cigarrillo, se descolgó la mochila y la apoyó entre las cañas de pescar depositadas en la baulera.
Abe buscó primero la mirada de su madre como pidiendo alguna explicación, hasta que sus ojos se encontraron con los de Clarisa. Nunca los había visto con ese brillo húmedo que a su vez los nublaba. El arco hacia debajo de sus labios primorosos le hizo recordar fugazmente los de su padre en el ataúd. Sintió una soga en su garganta y un dejo salado que le bajaba de la cavidad nasal por la laringe.
La vieja de ojos azules y cabellos nevados seguía con la mirada perdida. Su hija la tomó del brazo y se incorporó con los críos de cabellos dorados que seguían pululando ajenos a todo.
—Saluden a la abuela gurises. ¡Vamos!
Cuando Abe la abrazó, no pudo distinguir de quien era el temblor porque los dos cuerpos temblaban al unísono. Clarisa se colgó de su cuello tan fuertemente que él sintió que quería metérsele en el cuerpo para que la lleve con él. Ninguno de los dos hablaba hasta que la madre se incorporó en el abrazo.
—Cuidate mucho m’hijito. Ya no lo tengo al viejo, si vos te nos vas, yo me muero.
—Amor escribime… Ah…, tomá es para que pienses siempre en mí. —dijo Clarisa al tiempo que le dio un paquete.
Abe tomo el paquetito y lo guardó en el bolsillo.
—Chau vieja. Cuidate amor, te prometo que te voy a escribir todos los días; todo lo hago por vos Clari, sos mi vida… sos…
La emoción lo embargó al punto de dejarlo sin palabras.
Cuando el ómnibus estaba llegando a Retiro, Abe vio a lo lejos una falange de edificios. La llamó la atención uno cilíndrico, lleno de cristal espejado que parecía un rulero como los que usaban sus hermanas. Atrás habían quedado las cuchillas entrerrianas, la vegetación tupida de la Isla Talavera y Brazo Largo; el puente sobre el río color sangre y la autopista infernal llena de moteles y fábricas. Para Abe, habían sido imágenes como en el cine, en realidad nunca en todo el trayecto había mirado nada en especial; todo había sido un marco para su mente dispersa que no se prendía a nada.
Era la primera vez que estaba en Buenos Aires. Había sentido hablar de la gran metrópolis, pero nunca imaginó que fuese así. El tráfico infernal lo confundía. Pensó que estaba en un mismo lugar en varios tiempos diferentes. Por un lado edificios de acero y cristal, por otros portales de rejas trabajadas, palacios con techos de tejas negras, como había visto una vez en una enciclopedia.
Cuando subía por Plaza San Martín miró el río y vio el puerto. Allí estaban , los barcos entre un enjambre de plumas de acero; silos parecidos a los del acopiadero de Concepción del Uruguay pero más altos y con más cemento; pilas de cajas metálicas multicolores que le eran familiares. Luego supo que se llamaban containers. Al mirar el puerto lo invadió ese escalofrío como un ejército que marchaba desde el estómago al pecho, sensación que comenzó a ser cada vez más común y frecuente.
Se paró frente a la estatua ecuestre de San Martín sin poder creer que fuese tan grande, si hacía apenas un momento , al subir por la barranca , hubiera jurado que era de tamaño natural. Recordó que le dijeron que las oficinas donde tenía que ir estaban cerca de la plaza, y que podía llegar caminando por la peatonal Florida hasta la avenida Córdoba.
Eran cerca de las tres de la tarde cuando juntó coraje para preguntarle, casi tartamudeando, a una chica que estaba sentada leyendo, cómo podía llegar a esa tal calle Florida . Quedó deslumbrado por el desparpajo de la chica que llevaba una remera recogida hasta el busto, dejando su barriga al sol tapizada por un fino hilo de vellos rubios que le llegaban hasta el ombligo. Llevaba unos lentes para sol apoyados en la cabeza dejando ver unos asombrosos ojos verdes.
— ¿Florida, me dijiste? Esa que sale ahí... -dijo señalando con la mano hacía la izquierda y dejando ver el título del libro que leía ,“Sobre héroes y tumbas”-.
El olor predominante era dulzón, raro, una fragancia totalmente desconocida para Abe. La calle Florida era un hervidero de personas que a Abe se le antojaba eran muñecos animados, ora de traje, ora de jean, ora de minifaldas, pero todos con un aire casi inhumano, casi autómatas . Era todo muy distinto a la cadencia pintoresca de los sábados por la mañana en la peatonal de Gualeguaychú. Aquí se mezclaban los acordes estridentes de las disquerías, Ricky Martin por un lado, una voz solemne por otro , que según sabía era Pavaroti, sonidos de transito y el murmullo de la gente. Negocios de todo tipo, vidrieras futuristas y abarrotadas. Mientras recordaba Gualeguychú ,vió una joyería y metió la mano en su bolsillo para acariciar con la yema de sus dedos la diminuta cajita de terciopelo que Clari le había entregado cariñosamente antes de partir, diciéndole “Para que pienses siempre en mí”… y tuvo la visión de esos ojos brillosos y nublados que suplicaban lo imposible. Sintió subir un ejército desde su estómago que pasaba por su pecho y se agolpaba en la garganta .Mientras caminaba sumergido en sus pensamientos , tomó plena conciencia, a partir de esta pequeña separación que sólo tenía una horas de vida, que el amor no tiene tiempos , que la pena no entiende de minutos y segundos y mucho menos de horas y meses. Supo que mejor era hacer un trato con sus sentimientos, negociar con ello, tratar de hacerse amigo, para que ese torrente no le mordiera las entrañas.
Un cartel negro con letras blancas decía Avenida Córdoba, dobló a la derecha como le explicara el viejo que vendía lotería en la esquina y caminó hasta divisar el cartel de “Banco Quilmes”. Entró al zaguán de la puerta contigua y ni bien entró , fijó la vista en el letrero de fondo negro repleto de letras blancas pegadas y se detuvo en el 5° piso: Martec. Operadora Marítima. Corrió hasta el ascensor que se abría en ese momento . Entró apresurado y casi se le traba el inmenso bolso negro con el ataché de un gordo de traje gris que salía. Apretó el número cinco y subió.
Al llegar se encontró con las puertas de cristal cerradas. Golpeó con el puño y esperó. Colocó sus manos sobre sus sienes para evitar el reflejo y apoyándose en la puerta , espió hacia adentro sin ver a nadie. Pasaron unos segundos y de nuevo el ejército que subía por sus entrañas . De casualidad descubrió el timbre que estaba en un lateral de la puerta y lo presiono temblorosamente.
Al ingresar , una mujer , que supuso sería una secretaria o algo así , le dijo fríamente:
-Siéntese que ya lo van a atender. Perdón ¿a quién me dijo que busca?
- Mire cre… creo que es el cap.. Capitán Valdez… yo vengo de parte del se… señor… aquí tengo la tarjeta… . – dijo tartamudeando-. Había repasado una docena de veces esta situación u otras posibles para estudiar cada palabra, pero nada le salió como pensaba. Le habían cambiado algo , no había pensado en la secretaría, en la espera… Tenía que empezar todo de nuevo.
---Ah… si, el Capitán ya lo va a atender. Está bien , no me muestre nada a mi. – Le dijo la secretaria casi sin mirarlo.
No sabe si pasaron minutos u horas enteras, sólo se entretuvo en mirar los cuadros de barcos que había colgados en las paredes revestidas de corlock. Para él era todo desconocido, eran dinosaurios en aguas verdes y azules como en las películas, porque para él el agua era de color sangre o tigre como los ríos, ya que nunca había visto el mar.
De repente se abrió una parte del corlock, que Abe hubiera jurado que también era pared y no una puerta y salió un hombre de grandes bigotes, cabeza semicalva, que lo miró inexpresivamente. Su traje era gris, con corbata color vino y una camisa blanca perfectamente planchada.
--- A ver… pase por acá—Dijo el hombre que tal vez fuese el Capitán Valdez-.
Simultáneamente que entraba , salía un hombre de cabellos entrecanos, algo extraño para los pocos años que representaba. Se detuvo frente a Abe y le preguntó.
--- ¿En que barco estuvimos flaco?
---No, no, yo…
--- Ah venís a embarcarte ahora. Mirá por ahí te mandan al Lady Carla. Yo voy para ahí ahora. Está en Necochea.
Abe no entendía una palabra de lo que estaba hablando, creyó escuchar un nombre de mujer y pensó que los nervios lo estaban traicionando . Acto seguido entró en la oficina y se sintió revivir con el aire acondicionado.
---Muy bien… ¿qué experiencia tenés?, ¿dónde estuviste embarcado?
---Mire yo soy mecánico. A mí me mandó el señor… ---En ese momento saca la tarjeta que José le había conseguido y se la entrega. El Capitán escudriño la tarjeta… y expresó ---¡Ah… el negro! Navegamos mucho juntos, era el jefe de máquinas ahora es superintendente de la empresa que trabaja con nosotros.
Al escuchar estas palabras Abe sintió algo de alivio y se soltó un poco más, se animó a decir:
--- en realidad nunca navegué. No sé si estoy haciendo lo correcto, pero necesito trabajar para juntar dinero.
---Esta bien .Ya nos daremos cuenta si servís o no. Mirá ahora con la bandera de conveniencia cualquiera puede embarcar, no pienses que fue siempre así. Una vez que uno se embarca tiene que cumplir. Si te tenemos que desembarcar porque no te adaptás , los gastos corren por tu cuenta. Yo te voy a tomar porque necesitamos un engrasador en le Lady Carla pero quiero que antes sepas todo lo que te voy a explicar. Las palabras pasaban por la cabeza de Abe con una cadencia monótona e interminable. Comprendió que le estaba hablando en un idioma que le era totalmente desconocido. El alivio que había sentido se fue desvaneciendo y comenzó a marchar nuevamente el ejército interior.
Luego de la charla vinieron formularios y poderes. Firmaba donde le decían sin preguntar , también sin leer y mostrando el documento a cada rato abierto en la pagina donde tenía el sello que decía “Servicio militar exceptuado por sustento familiar” . Le explicaron como era lo del pasaporte, lo del consulado panameño y un cúmulo de detalles que olvidó ni bien se lo dijeron. Cuando Abe se retiró de la oficina tenía la cabeza atosigada de cosas a lo que se sumaba el temor de tener que pasar unos días en una ciudad tan hostil para él.
Se detuvo a comer en un Mc Donald luego de vagar por horas con su bolso a cuestas. No sabía donde ir y pensó en la Plaza San Martín donde leía la niña de la barriga al sol y los ojos verdes. Al llegar se recostó en un banco y sintió todo el cansancio y el agobio sobre su frente. Acomodó el bolso lo mejor que pudo a modo de almohada y se puso a pensar.
El calor infernal había cedido un poco y el sol estaba cayendo . La estatua ecuestre de San Martín se recortaba negra sobre el fondo azul oscuro del cielo que se fundía con tonos amarillos de los focos de gas de sodio de la plaza. Quiso pensar en Clari, en su mamá, en las hermanas, en su papá , en la chata, pero el peso del sueño le cerró los párpados y quedó profundamente dormido con sus labios entreabiertos apuntando a las copas de los árboles.
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Continua en: Cuentos y relatos del mar. “ABE”, Parte II
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