16 de junio de 2012

Bernardo Kordon, "Los Navegantes", Cuento N° 3 Primer Oficial Villafañe I

        No hace mucho tuve un problema legal, de poca monta pero bien molesto, por esas cuestiones de contrato de alquiler y demás. Usted sabe: en un caso así el abogado que nos pleitea no nos cae nada simpático, y además el que me citó no lo era de modo alguno. En fin: me llamó y lo tuve que visitar en su despacho. Al revisar el expediente se detuvo de pronto en mis referencias personales. Entonces me miró con atención, como si en ese momento yo dejara de ser un contrincante para transformarme en un ser humano.



—¿Usted es marino? —me preguntó.
—Sí —le respondí—, oficial de la marina mercante. —¿De ultramar?
—Claro —le dije—, de ultramar.

        Me siguió mirando con especial interés. Bueno, pensé, ahora va a interrogarme sobre mis entradas personales, o bien sobre viajes, la vida del mar, países exóticos y otras tilingadas por el estilo. Pero no: el tipo cerró el expediente, como si con ese gesto quisiera alejar el conflicto que en ese momento nos oponía, y con toda simpatía, con el tono de un hombre me dijo:
—No lo tome a mal, pero su vida debe ser triste. —¿Porque soy marino? —Por eso, sí.
—¿Usted ha navegado alguna vez? —le pregunté.

        —Una sola vez. Y no hace mucho: el tradicional viaje a Europa. España, París, Roma. Viajé en el Lago Lácar. ¿Lo conoce, verdad? Un barco de carga y de pasajeros. Mire: de ese viaje apenas recuerdo las ciudades, en verdad muy pocas cosas, siempre anduve apurado y lleno de problemas, seguramente por falta de costumbre de viajar. Pero lo que realmente me impresionó fue la travesía, la tristeza de los días del mar y de la vida en el barco, la inmensa tristeza de los marinos. Por supuesto que volví de Europa en avión y no me vuelven a meter en un barco, ni amarrado.

        Le sonreí al abogado y no le respondí nada: que creyera cualquier cosa. Seguro que muchos marinos, y en especial los oficiales, comparten el sentimiento de ese abogado (que es exactamente lo que siento yo), pero nunca lo dicen. Creo que a veces, cuando hablan de su profesión tratan de engañar a los otros, o cosa peor, engañarse a sí mismos. Porque la verdad es que la vida del mar es triste. Imposible darle vuelta al problema: es triste sin remedio. Hay muchas razones para que sea así, y razones sin vueltas de hoja. En primer término existe el aburrimiento: en cualquier otra ocupación se abandona a una hora dada el lugar de trabajo y su rutina y cualquier tipo —el empleado, el obrero y el ejecutivo— vuelve a encontrarse con uno mismo. Eso no ocurre en un barco en navegación y casi siempre tampoco con el barco en el puerto. Es como vivir dentro de una fábrica las 24 horas del día. Y algo similar ocurre con las relaciones que se crean entre la gente de a bordo. Existe el compañerismo, no se puede negar, pero resulta muy raro que se produzca una amistad seria. ¿Por qué? Seguramente porque estamos obligados a vernos y a convivir. En el mar no se selecciona la compañía por afinidad y gusto. Se nos impone la participación de una soledad más o menos compartida que ocupa toda la navegación. Somos gente sola, quiero decir, arrebatados de sus familiares y de sus afectos, que nos vemos porque ese tipo de exilio constituye nuestro trabajo. Disimulamos en parte la tristeza de esta obligación, nos sentimos compañeros por supuesto, pero es difícil la amistad verdadera en un barco, así lo creo. Se me ocurre que debe pasar lo mismo en una cárcel. Los presos se ven continuamente, a lo mejor pueden estimarse, pero seguro que en el fondo del alma no quisieran verse allí y en ningún otro lugar. Porque la verdadera vida de cada uno no está en el barco, como tampoco puede estar en la cárcel. Y ocurre que hay tripulantes que parecen hacerse amigos (le verdad, y hasta proyectan hacer cosas cuando vuelvan a Buenos Aires, como presentarse la familia o hacer juntos un negocio —un marino siempre sueña con hacer un negocio, es decir quedarse en tierra—. Y se emborrachan juntos en cada puerto y se cuentan la vida con pelos y señales. Pero cuando llegan a Buenos Aires no hacen nada por encontrarse, seguro que no, hasta que los vuelve a reunir el barco, y entonces se dicen "hola que tal", y a nadie se le va a ocurrir reprochar al otro por qué no lo llamó alguna vez, tal como prometieron hacerlo. Es que la profesión del mar ha cambiado mucho, pero la soledad del mar es siempre la misma. Y uno quiere desprenderse de eso. A veces nos reunimos todos los tripulantes en una fiesta, digamos un asado a bordo, un asado bien criollo para recordar el pago, o una buena joda en un puerto, pero cada uno es parte del barco, y el barco es triste y nosotros también, y al vernos enfrentamos la misma tristeza como frente a un espejo. Y no es por el problema de los prolongados días del mar y por la falta de puertos. Justamente el último viaje del Presidente Castillo fue alrededor de América del Sur. Cinco meses y medio de navegación (eso fue lo duro) pero ningún trayecto largo: tocamos veintiséis puertos, entre ellos algunos muy famosos entre la gente de mar: digamos Valparaíso, o El Callao, con toda Lima pegada al puerto. Y también Buenaventura, en Colombia, donde las mujeres son más baratas que el perejil, y las hay de trece a setenta años. Se ven pocos hombres (a no ser marineros) pero sí muchos niños, que mantienen la segunda tradición de ese puerto: se dedican a robar relojes, relojes pulsera, de otro tipo no usamos. Tienen la habilidad de acercarse y de un solo manotón arrancan limpiamente cualquier reloj y se hacen humo, el chico y el reloj. Pero en cambio de cualquier ventana aparece la sonrisa de una mujer, y algunas son bien lindas y muy jóvenes. ¿Y le digo una cosa? Al final ahí no pasa nada, en ningún puerto pasa nada, así sea Buenaventura o Hamburgo: un marinero y una puta es la misma combinación de tristeza en cualquier puerto del mundo. Ni siquiera la tarifa cambia: una mujer vale los mismos dólares en cualquier puerto, a no ser en Buenaventura o en Pernambuco, el subdesarrollo, ¿sabe?, como llaman ahora a la miseria. Lo demás, eso que hablan de las orgías en los puertos, es puro grupo. La verdad es que tengo que volver a Buenos Aires para vivir mi vida: retomo el trato con la gente que yo elijo, me acuesto con la mujer que me gusta, me emborracho si quiero. Retomo la vida en Buenos Aires, quiero decir mi vida privada, pero ¿qué ocurre? Resulta poco tiempo si la comparo con los meses de navegación: son intervalos demasiados largos. Por eso el marino siempre lucha para embarcarse en trayectos cortos. Por ejemplo esta vuelta al continente es la muerte. La gente piensa que hay muchos puertos y muchas aventuras y farras, pero en el fondo no son otras cosas que rutinas del barco y obligaciones de marinos. Se lo digo yo a título personal, pero no creo que resulte ninguna novedad para ningún marino, en especial los oficiales, y particularmente la gente joven.

        Cuando desembarcamos en tren de farra, se crea una especie de competencia en el derroche, que se explica por la necesidad de evasión y sobre todo como compensación de una pesada carga de tristeza y soledad que llega a pesar como un drama colectivo. ¿Sabe quiénes están cambiando en esto? Los muy jóvenes. Los veteranos se extrañan, e inclusive se quejan, de que los oficiales de la nueva hornada no gastan como los viejos. Lo que ocurre es que los jóvenes estamos avivados. Queremos ahorrar la guita que nos cuesta ganar y no repartirla en los puertos. Uno para pagar un auto, el otro porque se compra un departamento. Entonces, en los puertos, nos quedamos tranquilitos en el barco. Esto choca a los veteranos, que por cierto son mayoría en los barcos argentinos. Porque hay muy poca gente joven que siga la carrera de navegante. Parece ser que en otra época eso de ser marino tenía su prestigio, y también algo de romanticismo. Ahora nada de eso. Cuando alguien de mi edad, de treinta y tantos años, sabe que soy marino, me mira como bicho raro, o como pobre tipo. A lo sumo se le ocurre preguntarme si puedo hacer contrabando. A los jóvenes de hoy no les atrae la carrera de marino y menos el tema del mar. Veo marineros y oficiales jóvenes en líneas extranjeras, pero muy pocos en los barcos argentinos. Antes se entraba en la Escuela de Náutica con sólo el tercer año secundario aprobado; después se impuso el bachillerato como condición básica. De este modo el ambiente popular, tipo colegio nocturno, se convirtió en un medio de tipo universitario, que elevó el nivel social e intelectual de los alumnos, pero que al mismo tiempo, creo yo, redujo la dedicación de los graduados. Hay muchos oficiales que renuncian después de un par de viajes. Simplemente les resulta excesivamente triste; y duro ese oficio de navegar, por otra parte mal remunerado. Y así como hay escasez de juventud en nuestros barcos, también hay escasez de argentinos en la tripulación. El prototipo del "gaucho del mar", como dicen algunos periodistas, podría ser el gallego de edad madura, acriollado, claro, con familia en Buenos Aires, con hijos porteños que ni locos siguen la carrera del padre.

        Esta escasez de gente resulta más notable ahora, cuando hay desocupación en el país, y con muy pocos barcos navegando, ya que muchos permanecen amarrados, y algunos, como este Presidente Castillo se encuentran en pleno desarme. En nuestro último viaje tuvimos que partir con un oficial de menos. Por culpa de esta falta, los cinco meses de la vuelta al continente resultó más duro que lo habitual, ya que tuve que aguantar guardias de 24 horas por 24 horas, en vez de las reglamentarias, que son 24 horas de guardia por 48 horas de descanso, lo que permite dedicar un día de descanso y otro libre para pasear en caso de encontrarse en tierra. Con guardias de 24 horas por 24 horas de descanso el barco se hace omnipresente, se convierte en una cárcel.

        En esta compañía un oficial gana de 85.000 a 106.000 pesos, un jefe de cubierta unos 150.000 pesos y un capitán alrededor de 200.000. Cierto que hay que sumar diversas bonificaciones, pero debe tenerse en cuenta lo que significan pesos argentinos a nivel internacional, y que gran parte de nuestros gastos lo realizamos en el extranjero. Este handicap del marino argentino resulta más irritante cuando se conoce que los fletes que cobran los barcos argentinos son exactamente los mismos que los de cualquier empresa extranjera, ya que rigen tarifas internacionales. Pero nuestra tripulación es generalmente bien barata, tanto que ya se habla de alquilar la bandera argentina como medio de abaratar los costos a empresas extranjeras, tal como sucede con los barcos que navegan con pabellones liberianos o panameños.

        Mis mejores experiencias de navegante corresponden a la línea del Mediterráneo. Conocí España, Italia, Grecia. Recuerdo en especial dos semanas en Venecia por avería del barco. Pero estas compensaciones de la vida del mar se realizan con muchas limitaciones, que no son impuestas únicamente por el tiempo. (Antes los cargueros permanecían semanas en los puertos, actualmente son muy pocos días, a veces horas.) Y al final todos los puertos parecen un solo puerto. Por ejemplo Genova: la conozco tanto como Buenos Aires. Con la diferencia que en Genova no tengo amigos y me ocurren menos cosas que aquí. Al final Genova me resultó la ciudad más aburrida del mundo, sin contar que nuestra moneda no vale nada, y entonces tenía que cuidarme de los precios como de la peste. Debía meterme en un cine de segunda categoría o buscar un plato módico en el menú de un restaurante, porque el marino siempre despierta la avidez del comerciante, las putas, los taxistas y otra gente. (Que lo digan los marinos extranjeros que toman un taxi en el puerto de Buenos Aires o se meten en cualquier tugurio de la calle 25 de Mayo.) Posiblemente todo el mundo que tropieza con un marino se imagina estar frente a un náufrago. Y hay una tradición tan vieja como el mundo que consiste en liquidar y saquear al náufrago. Por algo, pensaban los antiguos, Dios los sacó de sus tierras, los echó al mar para mandarlos de regalo a nuestras costas.


        En fin: creo que nadie envidia mi profesión. La prueba está en que cada día hay menos navegantes argentinos. Porque resulta que en el mar, ¿sabe? en el mar nos faltan horizontes.


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