No hace mucho tuve un
problema legal, de poca monta pero bien molesto, por esas cuestiones de
contrato de alquiler y demás. Usted sabe: en un caso así el abogado que nos
pleitea no nos cae nada simpático, y además el que me citó no lo era de modo
alguno. En fin: me llamó y lo tuve que visitar en su despacho. Al revisar el
expediente se detuvo de pronto en mis referencias personales. Entonces me miró
con atención, como si en ese momento yo dejara de ser un contrincante para
transformarme en un ser humano.
—¿Usted es marino? —me preguntó.
—Sí —le respondí—, oficial de la marina mercante. —¿De ultramar?
—Claro —le dije—, de ultramar.
Me siguió mirando con
especial interés. Bueno, pensé, ahora va a interrogarme sobre mis entradas
personales, o bien sobre viajes, la vida del mar, países exóticos y otras
tilingadas por el estilo. Pero no: el tipo cerró el expediente, como si con ese
gesto quisiera alejar el conflicto que en ese momento nos oponía, y con toda
simpatía, con el tono de un hombre me dijo:
—No lo tome a mal, pero su vida debe ser triste. —¿Porque soy marino?
—Por eso, sí.
—¿Usted ha navegado alguna vez? —le pregunté.
—Una sola vez. Y no hace
mucho: el tradicional viaje a Europa. España, París, Roma. Viajé en el Lago
Lácar. ¿Lo conoce, verdad? Un barco de carga y de pasajeros. Mire: de ese viaje
apenas recuerdo las ciudades, en verdad muy pocas cosas, siempre anduve apurado
y lleno de problemas, seguramente por falta de costumbre de viajar. Pero lo que
realmente me impresionó fue la travesía, la tristeza de los días del mar y de
la vida en el barco, la inmensa tristeza de los marinos. Por supuesto que volví
de Europa en avión y no me vuelven a meter en un barco, ni amarrado.
Le sonreí al abogado y no
le respondí nada: que creyera cualquier cosa. Seguro que muchos marinos, y en
especial los oficiales, comparten el sentimiento de ese abogado (que es
exactamente lo que siento yo), pero nunca lo dicen. Creo que a veces, cuando
hablan de su profesión tratan de engañar a los otros, o cosa peor, engañarse a
sí mismos. Porque la verdad es que la vida del mar es triste. Imposible darle
vuelta al problema: es triste sin remedio. Hay muchas razones para que sea así,
y razones sin vueltas de hoja. En primer término existe el aburrimiento: en
cualquier otra ocupación se abandona a una hora dada el lugar de trabajo y su
rutina y cualquier tipo —el empleado, el obrero y el ejecutivo— vuelve a
encontrarse con uno mismo. Eso no ocurre en un barco en navegación y casi
siempre tampoco con el barco en el puerto. Es como vivir dentro de una fábrica
las 24 horas del día. Y algo similar ocurre con las relaciones que se crean
entre la gente de a bordo. Existe el compañerismo, no se puede negar, pero
resulta muy raro que se produzca una amistad seria. ¿Por qué? Seguramente
porque estamos obligados a vernos y a convivir. En el mar no se selecciona la
compañía por afinidad y gusto. Se nos impone la participación de una soledad
más o menos compartida que ocupa toda la navegación. Somos gente sola, quiero
decir, arrebatados de sus familiares y de sus afectos, que nos vemos porque ese
tipo de exilio constituye nuestro trabajo. Disimulamos en parte la tristeza de
esta obligación, nos sentimos compañeros por supuesto, pero es difícil la
amistad verdadera en un barco, así lo creo. Se me ocurre que debe pasar lo
mismo en una cárcel. Los presos se ven continuamente, a lo mejor pueden estimarse,
pero seguro que en el fondo del alma no quisieran verse allí y en ningún otro
lugar. Porque la verdadera vida de cada uno no está en el barco, como tampoco
puede estar en la cárcel. Y ocurre que hay tripulantes que parecen hacerse
amigos (le verdad, y hasta proyectan hacer cosas cuando vuelvan a Buenos Aires,
como presentarse la familia o hacer juntos un negocio —un marino siempre sueña
con hacer un negocio, es decir quedarse en tierra—. Y se emborrachan juntos en
cada puerto y se cuentan la vida con pelos y señales. Pero cuando llegan a
Buenos Aires no hacen nada por encontrarse, seguro que no, hasta que los vuelve
a reunir el barco, y entonces se dicen "hola que tal", y a nadie se
le va a ocurrir reprochar al otro por qué no lo llamó alguna vez, tal como
prometieron hacerlo. Es que la profesión del mar ha cambiado mucho, pero la
soledad del mar es siempre la misma. Y uno quiere desprenderse de eso. A veces
nos reunimos todos los tripulantes en una fiesta, digamos un asado a bordo, un
asado bien criollo para recordar el pago, o una buena joda en un puerto, pero
cada uno es parte del barco, y el barco es triste y nosotros también, y al
vernos enfrentamos la misma tristeza como frente a un espejo. Y no es por el
problema de los prolongados días del mar y por la falta de puertos. Justamente
el último viaje del Presidente Castillo fue alrededor de América del Sur. Cinco
meses y medio de navegación (eso fue lo duro) pero ningún trayecto largo:
tocamos veintiséis puertos, entre ellos algunos muy famosos entre la gente de
mar: digamos Valparaíso, o El Callao, con toda Lima pegada al puerto. Y también
Buenaventura, en Colombia, donde las mujeres son más baratas que el perejil, y
las hay de trece a setenta años. Se ven pocos hombres (a no ser marineros) pero
sí muchos niños, que mantienen la segunda tradición de ese puerto: se dedican a
robar relojes, relojes pulsera, de otro tipo no usamos. Tienen la habilidad de
acercarse y de un solo manotón arrancan limpiamente cualquier reloj y se hacen
humo, el chico y el reloj. Pero en cambio de cualquier ventana aparece la
sonrisa de una mujer, y algunas son bien lindas y muy jóvenes. ¿Y le digo una
cosa? Al final ahí no pasa nada, en ningún puerto pasa nada, así sea
Buenaventura o Hamburgo: un marinero y una puta es la misma combinación de
tristeza en cualquier puerto del mundo. Ni siquiera la tarifa cambia: una mujer
vale los mismos dólares en cualquier puerto, a no ser en Buenaventura o en
Pernambuco, el subdesarrollo, ¿sabe?, como llaman ahora a la miseria. Lo demás,
eso que hablan de las orgías en los puertos, es puro grupo. La verdad es que
tengo que volver a Buenos Aires para vivir mi vida: retomo el trato con la
gente que yo elijo, me acuesto con la mujer que me gusta, me emborracho si
quiero. Retomo la vida en Buenos Aires, quiero decir mi vida privada, pero ¿qué
ocurre? Resulta poco tiempo si la comparo con los meses de navegación: son
intervalos demasiados largos. Por eso el marino siempre lucha para embarcarse
en trayectos cortos. Por ejemplo esta vuelta al continente es la muerte. La
gente piensa que hay muchos puertos y muchas aventuras y farras, pero en el
fondo no son otras cosas que rutinas del barco y obligaciones de marinos. Se lo
digo yo a título personal, pero no creo que resulte ninguna novedad para ningún
marino, en especial los oficiales, y particularmente la gente joven.
Cuando desembarcamos en
tren de farra, se crea una especie de competencia en el derroche, que se
explica por la necesidad de evasión y sobre todo como compensación de una
pesada carga de tristeza y soledad que llega a pesar como un drama colectivo.
¿Sabe quiénes están cambiando en esto? Los muy jóvenes. Los veteranos se
extrañan, e inclusive se quejan, de que los oficiales de la nueva hornada no
gastan como los viejos. Lo que ocurre es que los jóvenes estamos avivados.
Queremos ahorrar la guita que nos cuesta ganar y no repartirla en los puertos.
Uno para pagar un auto, el otro porque se compra un departamento. Entonces, en
los puertos, nos quedamos tranquilitos en el barco. Esto choca a los veteranos,
que por cierto son mayoría en los barcos argentinos. Porque hay muy poca gente
joven que siga la carrera de navegante. Parece ser que en otra época eso de ser
marino tenía su prestigio, y también algo de romanticismo. Ahora nada de eso. Cuando
alguien de mi edad, de treinta y tantos años, sabe que soy marino, me mira como
bicho raro, o como pobre tipo. A lo sumo se le ocurre preguntarme si puedo
hacer contrabando. A los jóvenes de hoy no les atrae la carrera de marino y
menos el tema del mar. Veo marineros y oficiales jóvenes en líneas extranjeras,
pero muy pocos en los barcos argentinos. Antes se entraba en la Escuela de
Náutica con sólo el tercer año secundario aprobado; después se impuso el
bachillerato como condición básica. De este modo el ambiente popular, tipo
colegio nocturno, se convirtió en un medio de tipo universitario, que elevó el
nivel social e intelectual de los alumnos, pero que al mismo tiempo, creo yo,
redujo la dedicación de los graduados. Hay muchos oficiales que renuncian
después de un par de viajes. Simplemente les resulta excesivamente triste; y
duro ese oficio de navegar, por otra parte mal remunerado. Y así como hay
escasez de juventud en nuestros barcos, también hay escasez de argentinos en la
tripulación. El prototipo del "gaucho del mar", como dicen algunos
periodistas, podría ser el gallego de edad madura, acriollado, claro, con
familia en Buenos Aires, con hijos porteños que ni locos siguen la carrera del
padre.
Esta escasez de gente
resulta más notable ahora, cuando hay desocupación en el país, y con muy pocos
barcos navegando, ya que muchos permanecen amarrados, y algunos, como este
Presidente Castillo se encuentran en pleno desarme. En nuestro último viaje
tuvimos que partir con un oficial de menos. Por culpa de esta falta, los cinco
meses de la vuelta al continente resultó más duro que lo habitual, ya que tuve
que aguantar guardias de 24 horas por 24 horas, en vez de las reglamentarias,
que son 24 horas de guardia por 48 horas de descanso, lo que permite dedicar un
día de descanso y otro libre para pasear en caso de encontrarse en tierra. Con
guardias de 24 horas por 24 horas de descanso el barco se hace omnipresente, se
convierte en una cárcel.
En esta compañía un oficial
gana de 85.000 a 106.000 pesos, un jefe de cubierta unos 150.000 pesos y un
capitán alrededor de 200.000. Cierto que hay que sumar diversas bonificaciones,
pero debe tenerse en cuenta lo que significan pesos argentinos a nivel
internacional, y que gran parte de nuestros gastos lo realizamos en el
extranjero. Este handicap del marino argentino resulta más irritante cuando se
conoce que los fletes que cobran los barcos argentinos son exactamente los
mismos que los de cualquier empresa extranjera, ya que rigen tarifas
internacionales. Pero nuestra tripulación es generalmente bien barata, tanto
que ya se habla de alquilar la bandera argentina como medio de abaratar los
costos a empresas extranjeras, tal como sucede con los barcos que navegan con
pabellones liberianos o panameños.
Mis mejores experiencias de
navegante corresponden a la línea del Mediterráneo. Conocí España, Italia,
Grecia. Recuerdo en especial dos semanas en Venecia por avería del barco. Pero
estas compensaciones de la vida del mar se realizan con muchas limitaciones,
que no son impuestas únicamente por el tiempo. (Antes los cargueros permanecían
semanas en los puertos, actualmente son muy pocos días, a veces horas.) Y al
final todos los puertos parecen un solo puerto. Por ejemplo Genova: la conozco
tanto como Buenos Aires. Con la diferencia que en Genova no tengo amigos y me
ocurren menos cosas que aquí. Al final Genova me resultó la ciudad más aburrida
del mundo, sin contar que nuestra moneda no vale nada, y entonces tenía que
cuidarme de los precios como de la peste. Debía meterme en un cine de segunda
categoría o buscar un plato módico en el menú de un restaurante, porque el
marino siempre despierta la avidez del comerciante, las putas, los taxistas y
otra gente. (Que lo digan los marinos extranjeros que toman un taxi en el
puerto de Buenos Aires o se meten en cualquier tugurio de la calle 25 de Mayo.)
Posiblemente todo el mundo que tropieza con un marino se imagina estar frente a
un náufrago. Y hay una tradición tan vieja como el mundo que consiste en
liquidar y saquear al náufrago. Por algo, pensaban los antiguos, Dios los sacó
de sus tierras, los echó al mar para mandarlos de regalo a nuestras costas.
En fin: creo que nadie
envidia mi profesión. La prueba está en que cada día hay menos navegantes
argentinos. Porque resulta que en el mar, ¿sabe? en el mar nos faltan
horizontes.
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