Aldo Julio Leone.
Ediciones “AMARU”.
Septiembre 1988.
Comentarios: Este colega como Médico de a
Bordo supo captar y nutrirse de la vida de los hombres de mar en sus distintas
circunstancias.
Tuvo la suerte de navegar en aquella marina mercante
que fue desaparecida por un gobierno que amparado en la falacia que: todo lo
que pueden hacer los privados no debe quedar en manos del Estado.
Que bajo la cobertura periodística del “padre de la
criatura”, (léase Bernardo Neustad como representante de las grandes empresas), quien
“hablaba” directamente con Doña Rosa dándole "lecciones" de cómo
pensar, terminaron imponiendo un modelo de sociedad para pocos. Ahora y en
el mejor de los casos llevará largos años para retornar a aquellos niveles de
empleo y de “casi igualdad de oportunidades para los jóvenes”.
Volviendo al libro en cuestión, Leone a través de 11
cuentos, nos da unas pinceladas magistrales de la vida marina de hace 3 décadas
comienza con: LAS FRAZADAS.
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LAS FRAZADAS
Eran las seis de la
mañana y el Práctico ya estaba a bordo. Toda la gente lista para la maniobra de
atraque mientras las máquinas empezaban a rugir satisfechas, empujando al
pesado navío que se abría paso lentamente, entre una amenazante multitud de
fiordos y una densa neblina que apenas si permitía divisar al poderoso
remolcador que lo empujaba de proa.
Cuando se está
entrando a puerto todo es alegría, movimiento, confusión y nerviosismo. Quizá
imbuido por tan dispares y confusos sentimientos, el hombre no se hubo
percatado del agujero. También cabría pensar que la fina y persistente nevada
que había transformado la cubierta en una pista de aterrizaje, lo hicieron
trastabillar... ¡Vaya uno a saber!
Lo cierto que el
desprevenido marinero embocó su excitada humanidad por el agujero negro de la
boca de escotilla, ése por donde salen los gruesos cabos de amarre y que se lo
tragó como un cormorán a un pez volador.
Y fueron como cinco
metros de salto al vacío... cinco interminables metros de involuntaria marcha
hasta caer de pie.
Y lo encontraron
tumbado, retorciéndose como una lombriz entre los cabos de nylon. También lo
vieron pálido, con el rostro contraído en una imborrable mueca de profundo
dolor.
Lo palmearon, lo
tocaron y le hicieron vientito en plena cara con unos pesados cartones de
estiba que agitaron ininterrumpidamente en el aire denso y asfixiante de la
bodega.
El oficial comprobó
que las cosas no andaban muy bien por el lado de los tobillos, mientras que el
resto del cuerpo parecía haber escapado milagrosamente a los nefastos efectos
de semejante caída.
Se trajeron faroles,
se iluminó la bodega y se mandó en busca del enfermero para que le pudiese
suministrar los primeros auxilios.
El barco continuaba
su lenta e imperturbable marcha, esquivando sigilosamente los escollos rocosos
bajo la atenta mirada del Práctico noruego. En el comedor de maestranza el
enfermero saboreaba abstraído su taza humeante de café con leche.
—¡Pronto, loco, larga
todo! —le dijeron.
—¡Larga todo y vení
corriendo que en la bodega de proa se cayó un marinero!
El otro parecía no
escuchar; absorto en la tostada que untaba con manteca, silbando por lo bajo
una vaga melodía, semejaba una marmota con el rostro abotagado y los párpados
caídos que hablaban de una larga noche de pelearla con el sueño.
—¡Vamos, boludo! —le
volvieron a decir—. ¡Vamos que el Oficial está esperando que te caigas con el
botiquín y lo ayudes!
Fue entonces cuando
pareció reaccionar. Clavó sus ojos adormilados en la cara expectante del que lo
llamaba, y caviló: "Esta es otra joda".
Sus razones las
tendría... pero, como dice el refrán: "a fuerza de estar en el mar el
hombre se hace rudo y las bolas se le ponen saladas y con escamas". Y así
las debería tener el impaciente mensajero que no lo dejó pensar demasiado: ¡lo
agarró del cuello y se lo llevó casi a la rastra!
El remolcador pitaba
indulgente para soltar cabos mientras una pequeña lancha acercaba el amarre a
unos hombres de tierra. El pesado casco de acero apretó crujiendo las gomas
protectoras del muelle noruego y muchos sintieron el alivio.
El enfermo estaba en
cubierta: acostado en la camilla, atenuado su dolor por los efectos del
calmante, mirando a su alrededor como quien no entiende nada, como un
protagonista involuntario y distante de una lejana tragedia.
El enfermero
permanecía a su lado, con el blanco botiquín colgando de una mano.
—Quédate quieto y no
muevas la pierna —le decía.
—Si te viene el
pinchazo, respira hondo y aguanta el aire —aconsejaba.
Al cabo de un tiempo,
y sin que nadie se lo hubiese pedido, volvía a la carga.
—Paciencia, macho,
paciencia que no es nada —le decía—. Aguanta todo lo que puedas y quédate piola
que ya mismo vamos para el hospital.
Se sentía importante,
agrandado. Le tomaba el pulso a cada rato, le volvía a acomodar los tobillos,
lo palmeaba en el hombro. ¿Acaso no les estaba demostrando a esos brutos de
mierda que para algo servía? ¿O todavía seguirían pensando que en el barco
estaba al pedo; nada más que para comer, dormir, romper las pelotas y apretarse
el ganso...?
Estos y muchos otros
interrogantes se planteaba mientras cubría con dos gruesas frazadas el cuerpo
dolorido del marinero que esperaba impaciente sobre la camilla de lona.
Y ese día fue un
atraque diferente... Porque las miradas ansiosas de los tripulantes agolpados
sobre la banda de estribor, apenas si se percataron del Volkswagen amarillo con
el nombre de la Agencia Marítima escrito en letras negras.
Tampoco dieron
importancia al empleado alto y narigón que subía presuroso los peldaños
metálicos de la escalinata recién arriada, trayendo en un voluminoso cartapacio
de cuero la tan ansiada correspondencia.
Más bien parecían
concentrados en una blanca ambulancia estacionada de cola sobre el grueso manto
de nieve que cubría la calzada.
Y fueron muchas las
miradas expectantes que se clavaron como dardos en las robustas figuras de dos
rubias enfermeras que acompañaban a un señor bajito, con cara de médico.
Después las vieron
subir vacilantes, agarrándose con miedo de las cuerdas, agitándose nerviosas
entre tantas miradas morenas que se las querían comer.
El marinero de la
mala pata seguía dopado. Proyectaba sus ojos saltones y miraba hacia todos
lados, mansamente resignado a su insólito destino.
Los finos copos de
nieve caían sin pausa y hacían su efecto. Por eso, aunque exageradamente
arropado hasta el cuello con las pesadas mantas de enfermería, al desdichado
navegante se lo veía con la nariz morada, frágil como un delicado apéndice de
porcelana susceptible de fragmentarse a la menor presión. Además, un fino
polvillo blanco se había empecinado en cubrirle las cejas, el pelo y los
espesos bigotes, hasta darle el aspecto de un Santa Claus sentado en su trineo.
Algún compañero
previsor le había encasquetado un gorro de lana, uno de esos con pompón y con
los colores de Boca que le tapaba hasta las orejas.
Quizá porque lo
tomaron por sueco fue que la misión sanitaria comenzó a interrogarlo
animadamente, despachándose en un extraño parloteo lleno de jotas y plurales
que los ansiosos marineros distaban mucho de comprender.
El enfermero se
sintió obligado a explicarles..., pero no entendieron su español.
Entonces, en un
arranque de ingenio y desesperación, ¡se puso a saltar! Agitaba los brazos como
un mono y golpeaba con fuerza sus gruesas botas sobre la cubierta en un vano
intento de explicarles con gestos lo ocurrido.
Tampoco
entendieron...
Más bien, el médico
pareció fastidiarse mientras las enfermeras se reían sin reparos en la propia
cara de su colega del mar que seguía saltando como un canguro.
Alguien trajo al
contramaestre que masticaba algo de inglés, ese rústico inglés de Tarzán que
todo viejo marino sabe manejar para hacer las compras y entenderse con las
putas.
Pero éste no era el
caso y tampoco encontró las palabras adecuadas.
Por suerte llegó el
Primer Oficial, justo cuando el médico noruego estaba llegando al colmo de su
paciencia. Habló en perfecto inglés y se aclaró el panorama.
Finos copos de nieve
caían indefinidamente sobre la camilla de lona ajustada con gruesas correas que
cuatro robustos marineros enfilaban hacia la escalinata. Parecía un cortejo
fúnebre con el enfermero a la cabeza dirigiendo la maniobra.
—¡Cuidado aquí...!
¡Sosténganlan bien en la punta! —ordenaba a cada rato.
—¡No la inclinen
demasiado! —prevenía.
—¡Aguanta, macho!
—exigía—. ¡Aguanta que ya pronto llegamos al hospital!
Estaba excitado; se
sentía importante. Ya no era aquel ingenuo novato que se pasó toda una larga
noche esperando impaciente que se encendieran en el horizonte las luces
titilantes de la línea del Ecuador. Atrás había quedado, también, aquella
maldita experiencia en ese puerto perdido de Argelia. Angustiantes e
interminables días encerrado en su camarote, sabiamente aconsejado por sus
solidarios compañeros que le hacían guardia, que lo protegían, que lo habían
convencido de la inconveniencia de mostrarse ante los árabes porque se habían
dado cuenta de su ascendencia judía y pensaban degollarlo.
Ahora se lo veía
omnipotente, dirigiendo a los gritos la maniobra de descenso.
Pero algo no anduvo
bien..., porque el espacio era el espacio y la escalinata angosta, con sus
varillas prepotentes, dijeron no al cortejo: o bajaba primero la camilla y
atrás quienes la llevaban, o viceversa.
Para el caso era lo
mismo y a los fines prácticos no servía, porque al pobre enfermo no se le veían
muchas ganas de jugar al tobogán.
Pero el enfermero
insistía:
—Vamos, muchachos,
que yo lo freno por adelante —aseguraba—.
Vamos, no se queden ahí papando moscas que al hombre le puede agarrar un
shock.
Inoportunas sugerencias
horriblemente aplastadas por las miradas duras de los fastidiados marineros que
casi lo tiran al agua.
Los hombres de mar
son prácticos. Quizá porque las tempestades no dan demasiado tiempo como para
teorizar: o se sale de ellas, o se los traga el mar. Por eso armaron en un
santiamén el aparejo que usaban para cargar víveres. Desengancharon la pluma,
ataron cuatro cabos a la camilla y la alzaron.
El herido contraía
los músculos de la cara en una mueca de intenso dolor...; pero no decía nada. Aguantaba
callado y se dejaba hacer como quien tiene plena confianza en las decisiones de
sus compañeros.
Pero el enfermero
opinaba distinto:
—¡Esto es una
barbaridad! —gritaba fuera de sí. —¿Cómo lo piensan bajar de esta forma?
—preguntaba horrorizado. —¡Yo me opongo!
—vociferaba—. ¡Yo no me hago responsable de lo que pueda pasarle...! Hasta que
se le acercó el contramaestre y le dijo: —Cállate la boca y enchúfale otra
morfina. Así hizo.
El cabo chirriaba con
un sonido agudo, contorneándose apretadamente en la masa cilíndrica del
cabrestante que, al girar, escupía bolitas de nieve que se abrían en abanico
como copos de pororó.
La camilla quedó
suspendida a un metro de la cubierta. Se acomodó al accidentado bajo la mirada
impotente del enfermero que se sentía desplazado, denigrado, despojado de lo
suyo. Ahora que la fatalidad le brindaba la oportunidad de demostrar que él era
alguien a bordo; ahora que se creía imprescindible: ¡no lo dejaron actuar!
Parecía un cacique
sin indios cuando se le acercó el mozo de oficiales y le dijo al oído:
—Tené cuidado, loco,
tené cuidado que estos noruegos hijos de puta te van a afanar las frazadas.
—En cuanto lo metan
en el quirófano —prosiguió— ¡no las ves más, loco! Y vos sabes que están bajo
tu cargo y que después tenes que rendirle cuentas a la compañía.
Y fue el manijazo
final. El revulsivo mordaz y sutilmente administrado que lo hizo abalanzarse
con todas las fuerzas de un impulso diabólico sobre las pesadas mantas
empapadas de tanto caerles nieve.
¡Me las van a afanar...!
¡Me las van a afanar! —gritaba desaforado, mientras trataba de quitárselas. Lo
tenían agarrado entre varios y su destino era por demás incierto cuando
intercedió el Primer Oficial para
llevárselo hacia su camarote.
Aun así; cada tanto
se daba vuelta y le gritaba al que bajaban con el guinche:
—¡Cuídamelas, viejo!
¡Cuídamelas...! ¡Mira que vos te haces responsable! ¡Vos te haces responsable...!
El otro lo miraba
asombrado, como un protagonista lejano de una extraña tragedia. Lo miraba con
los ojos saltones y las pupilas apretadas por tanta morfina. Una estoica
resignación lo hacía estarse quieto mientras lo bajaban despacio, con las
piernas fracturadas, la nariz morada, y ese grueso gorro de lana con los
colores de Boca encasquetado hasta las orejas.
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