18 de diciembre de 2012

ALDO LEONE. Cuentos de marinos I. Las Frazadas

Aldo Julio Leone.

Ediciones “AMARU”.

Septiembre 1988.

Comentarios: Este colega como Médico de a Bordo supo captar y nutrirse de la vida de los hombres de mar en sus distintas circunstancias.


Tuvo la suerte de navegar en aquella marina mercante que fue desaparecida por un gobierno que amparado en la falacia que: todo lo que pueden hacer los privados no debe quedar en manos del Estado.

Que bajo la cobertura periodística del “padre de la criatura”, (léase  Bernardo Neustad como representante de las grandes empresas), quien “hablaba” directamente con Doña Rosa dándole "lecciones" de cómo pensar, terminaron imponiendo un modelo de sociedad para pocos. Ahora y en el mejor de los casos llevará largos años para retornar a aquellos niveles de empleo y de “casi igualdad de oportunidades para los jóvenes”.


Volviendo al libro en cuestión, Leone a través de 11 cuentos, nos da unas pinceladas magistrales de la vida marina de hace 3 décadas comienza con: LAS FRAZADAS.



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LAS   FRAZADAS

Eran las seis de la mañana y el Práctico ya estaba a bordo. Toda la gente lista para la maniobra de atraque mientras las máquinas empezaban a rugir satisfechas, empujando al pesado navío que se abría paso lentamente, entre una amenazante multitud de fiordos y una densa neblina que apenas si permitía divisar al poderoso remolcador que lo empujaba de proa.

Cuando se está entrando a puerto todo es alegría, movimiento, confusión y nerviosismo. Quizá imbuido por tan dispares y confusos sentimientos, el hombre no se hubo percatado del agujero. También cabría pensar que la fina y persistente nevada que había transformado la cubierta en una pista de aterrizaje, lo hicieron trastabillar... ¡Vaya uno a saber!

Lo cierto que el desprevenido marinero embocó su excitada humanidad por el agujero negro de la boca de escotilla, ése por donde salen los gruesos cabos de amarre y que se lo tragó como un cormorán a un pez volador.

Y fueron como cinco metros de salto al vacío... cinco interminables metros de involuntaria marcha hasta caer de pie.

Y lo encontraron tumbado, retorciéndose como una lombriz entre los cabos de nylon. También lo vieron pálido, con el rostro contraído en una imborrable mueca de profundo dolor.

Lo palmearon, lo tocaron y le hicieron vientito en plena cara con unos pesados cartones de estiba que agitaron ininterrumpidamente en el aire denso y asfixiante de la bodega.

El oficial comprobó que las cosas no andaban muy bien por el lado de los tobillos, mientras que el resto del cuerpo parecía haber escapado milagrosamente a los nefastos efectos de semejante caída.

Se trajeron faroles, se iluminó la bodega y se mandó en busca del enfermero para que le pudiese suministrar los primeros auxilios.

El barco continuaba su lenta e imperturbable marcha, esquivando sigilosamente los escollos rocosos bajo la atenta mirada del Práctico noruego. En el comedor de maestranza el enfermero saboreaba abstraído su taza humeante de café con leche.
—¡Pronto, loco, larga todo! —le dijeron.
—¡Larga todo y vení corriendo que en la bodega de proa se cayó un marinero!

El otro parecía no escuchar; absorto en la tostada que untaba con manteca, silbando por lo bajo una vaga melodía, semejaba una marmota con el rostro abotagado y los párpados caídos que hablaban de una larga noche de pelearla con el sueño.
—¡Vamos, boludo! —le volvieron a decir—. ¡Vamos que el Oficial está esperando que te caigas con el botiquín y lo ayudes!

Fue entonces cuando pareció reaccionar. Clavó sus ojos adormilados en la cara expectante del que lo llamaba, y caviló: "Esta es otra joda".

Sus razones las tendría... pero, como dice el refrán: "a fuerza de estar en el mar el hombre se hace rudo y las bolas se le ponen saladas y con escamas". Y así las debería tener el impaciente mensajero que no lo dejó pensar demasiado: ¡lo agarró del cuello y se lo llevó casi a la rastra!

El remolcador pitaba indulgente para soltar cabos mientras una pequeña lancha acercaba el amarre a unos hombres de tierra. El pesado casco de acero apretó crujiendo las gomas protectoras del muelle noruego y muchos sintieron el alivio.

El enfermo estaba en cubierta: acostado en la camilla, atenuado su dolor por los efectos del calmante, mirando a su alrededor como quien no entiende nada, como un protagonista involuntario y distante de una lejana tragedia.

El enfermero permanecía a su lado, con el blanco botiquín colgando de una mano.
—Quédate quieto y no muevas la pierna —le decía.
—Si te viene el pinchazo, respira hondo y aguanta el aire —aconsejaba.

Al cabo de un tiempo, y sin que nadie se lo hubiese pedido, volvía a la carga.
—Paciencia, macho, paciencia que no es nada —le decía—. Aguanta todo lo que puedas y quédate piola que ya mismo vamos para el hospital.

Se sentía importante, agrandado. Le tomaba el pulso a cada rato, le volvía a acomodar los tobillos, lo palmeaba en el hombro. ¿Acaso no les estaba demostrando a esos brutos de mierda que para algo servía? ¿O todavía seguirían pensando que en el barco estaba al pedo; nada más que para comer, dormir, romper las pelotas y apretarse el ganso...?

Estos y muchos otros interrogantes se planteaba mientras cubría con dos gruesas frazadas el cuerpo dolorido del marinero que esperaba impaciente sobre la camilla de lona.

Y ese día fue un atraque diferente... Porque las miradas ansiosas de los tripulantes agolpados sobre la banda de estribor, apenas si se percataron del Volkswagen amarillo con el nombre de la Agencia Marítima escrito en letras negras.

Tampoco dieron importancia al empleado alto y narigón que subía presuroso los peldaños metálicos de la escalinata recién arriada, trayendo en un voluminoso cartapacio de cuero la tan ansiada correspondencia.

Más bien parecían concentrados en una blanca ambulancia estacionada de cola sobre el grueso manto de nieve que cubría la calzada.

Y fueron muchas las miradas expectantes que se clavaron como dardos en las robustas figuras de dos rubias enfermeras que acompañaban a un señor bajito, con cara de médico.

Después las vieron subir vacilantes, agarrándose con miedo de las cuerdas, agitándose nerviosas entre tantas miradas morenas que se las querían comer.

El marinero de la mala pata seguía dopado. Proyectaba sus ojos saltones y miraba hacia todos lados, mansamente resignado a su insólito destino.

Los finos copos de nieve caían sin pausa y hacían su efecto. Por eso, aunque exageradamente arropado hasta el cuello con las pesadas mantas de enfermería, al desdichado navegante se lo veía con la nariz morada, frágil como un delicado apéndice de porcelana susceptible de fragmentarse a la menor presión. Además, un fino polvillo blanco se había empecinado en cubrirle las cejas, el pelo y los espesos bigotes, hasta darle el aspecto de un Santa Claus sentado en su trineo.

Algún compañero previsor le había encasquetado un gorro de lana, uno de esos con pompón y con los colores de Boca que le tapaba hasta las orejas.

Quizá porque lo tomaron por sueco fue que la misión sanitaria comenzó a interrogarlo animadamente, despachándose en un extraño parloteo lleno de jotas y plurales que los ansiosos marineros distaban mucho de comprender.

El enfermero se sintió obligado a explicarles..., pero no entendieron su español.
Entonces, en un arranque de ingenio y desesperación, ¡se puso a saltar! Agitaba los brazos como un mono y golpeaba con fuerza sus gruesas botas sobre la cubierta en un vano intento de explicarles con gestos lo ocurrido.

Tampoco entendieron...
Más bien, el médico pareció fastidiarse mientras las enfermeras se reían sin reparos en la propia cara de su colega del mar que seguía saltando como un canguro.

Alguien trajo al contramaestre que masticaba algo de inglés, ese rústico inglés de Tarzán que todo viejo marino sabe manejar para hacer las compras y entenderse con las putas.
Pero éste no era el caso y tampoco encontró las palabras adecuadas.

Por suerte llegó el Primer Oficial, justo cuando el médico noruego estaba llegando al colmo de su paciencia. Habló en perfecto inglés y se aclaró el panorama.

Finos copos de nieve caían indefinidamente sobre la camilla de lona ajustada con gruesas correas que cuatro robustos marineros enfilaban hacia la escalinata. Parecía un cortejo fúnebre con el enfermero a la cabeza dirigiendo la maniobra.
—¡Cuidado aquí...! ¡Sosténganlan bien en la punta! —ordenaba a cada rato.
—¡No la inclinen demasiado! —prevenía.
—¡Aguanta, macho! —exigía—. ¡Aguanta que ya pronto llegamos al hospital!

Estaba excitado; se sentía importante. Ya no era aquel ingenuo novato que se pasó toda una larga noche esperando impaciente que se encendieran en el horizonte las luces titilantes de la línea del Ecuador. Atrás había quedado, también, aquella maldita experiencia en ese puerto perdido de Argelia. Angustiantes e interminables días encerrado en su camarote, sabiamente aconsejado por sus solidarios compañeros que le hacían guardia, que lo protegían, que lo habían convencido de la inconveniencia de mostrarse ante los árabes porque se habían dado cuenta de su ascendencia judía y pensaban degollarlo.

Ahora se lo veía omnipotente, dirigiendo a los gritos la maniobra de descenso.

Pero algo no anduvo bien..., porque el espacio era el espacio y la escalinata angosta, con sus varillas prepotentes, dijeron no al cortejo: o bajaba primero la camilla y atrás quienes la llevaban, o viceversa.

Para el caso era lo mismo y a los fines prácticos no servía, porque al pobre enfermo no se le veían muchas ganas de jugar al tobogán.
Pero el enfermero insistía:
—Vamos, muchachos, que yo lo freno por adelante —aseguraba—.  Vamos, no se queden ahí papando moscas que al hombre le puede agarrar un shock.

Inoportunas sugerencias horriblemente aplastadas por las miradas duras de los fastidiados marineros que casi lo tiran al agua.

Los hombres de mar son prácticos. Quizá porque las tempestades no dan demasiado tiempo como para teorizar: o se sale de ellas, o se los traga el mar. Por eso armaron en un santiamén el aparejo que usaban para cargar víveres. Desengancharon la pluma, ataron cuatro cabos a la camilla y la alzaron.

El herido contraía los músculos de la cara en una mueca de intenso dolor...; pero no decía nada. Aguantaba callado y se dejaba hacer como quien tiene plena confianza en las decisiones de sus compañeros.
Pero el enfermero opinaba distinto:
—¡Esto es una barbaridad! —gritaba fuera de sí. —¿Cómo lo piensan bajar de esta forma? —preguntaba horrorizado.  —¡Yo me opongo! —vociferaba—. ¡Yo no me hago responsable de lo que pueda pasarle...! Hasta que se le acercó el contramaestre y le dijo: —Cállate la boca y enchúfale otra morfina. Así hizo.

El cabo chirriaba con un sonido agudo, contorneándose apretadamente en la masa cilíndrica del cabrestante que, al girar, escupía bolitas de nieve que se abrían en abanico como copos de pororó.

La camilla quedó suspendida a un metro de la cubierta. Se acomodó al accidentado bajo la mirada impotente del enfermero que se sentía desplazado, denigrado, despojado de lo suyo. Ahora que la fatalidad le brindaba la oportunidad de demostrar que él era alguien a bordo; ahora que se creía imprescindible: ¡no lo dejaron actuar!

Parecía un cacique sin indios cuando se le acercó el mozo de oficiales y le dijo al oído:
—Tené cuidado, loco, tené cuidado que estos noruegos hijos de puta te van a afanar las frazadas.
—En cuanto lo metan en el quirófano —prosiguió— ¡no las ves más, loco! Y vos sabes que están bajo tu cargo y que después tenes que rendirle cuentas a la compañía.

Y fue el manijazo final. El revulsivo mordaz y sutilmente administrado que lo hizo abalanzarse con todas las fuerzas de un impulso diabólico sobre las pesadas mantas empapadas de tanto caerles nieve.
¡Me las van a afanar...! ¡Me las van a afanar! —gritaba desaforado, mientras trataba de quitárselas. Lo tenían agarrado entre varios y su destino era por demás incierto cuando intercedió el Primer Oficial  para llevárselo hacia su camarote.

Aun así; cada tanto se daba vuelta y le gritaba al que bajaban con el guinche:
—¡Cuídamelas, viejo! ¡Cuídamelas...! ¡Mira que vos te haces responsable!   ¡Vos te haces responsable...!

El otro lo miraba asombrado, como un protagonista lejano de una extraña tragedia. Lo miraba con los ojos saltones y las pupilas apretadas por tanta morfina. Una estoica resignación lo hacía estarse quieto mientras lo bajaban despacio, con las piernas fracturadas, la nariz morada, y ese grueso gorro de lana con los colores de Boca encasquetado hasta las orejas.


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