20 de octubre de 2012

Aldo Leone. Cuentos de marinos IX. El ciento uno.

El buque se desplazaba con dificultad, a pesar de la firme popada que se demostrada insuficiente como para contrarrestar los efectos de aquella corriente cálida que lo empujaba hacia el continente.

La carga de arrabio y rollos de acero naval, lo habían llevado al límite de su línea de flotación. Y eran catorce mil toneladas sacudidas sin pausa por las fuertes galernas del Mar de la China; cuarenta y dos tripulantes extenuados por interminables días de navegación zozobrante, frecuentemente interrumpida por las inevitables averías de una máquina vieja, exigida, que parecía acompañar con su cansancio, la infinita fatiga de esos hombres.



Hacía cinco meses que habían zarpado de Rosario con un cargamento de maíz que fueron dejando en varios puertos de oriente. Y fue en uno de ellos, precisamente en Penang, que los malayos vieron flamear por vez primera, esa extraña bandera argentina que ahora agitaba su punta desflecada en dirección al sur.

La cubierta recalentada se empecinaba en recordarles que estaban navegando por el trópico. Hacía un calor insostenible, asfixiante, mientras el sol declinaba, con sorprendente prisa, hacia un oriente encendido y brumoso donde las nubes plomizas parecían esperarlo. La rueda del mate se hacía lenta, como la marcha del pesado navío.
—¡Cualquier día de éstos me tomo el ciento uno y me voy para casa! —exclamó Serafín. Y lo dijo tranquilo, con la mirada clavada en el mate que esperaba impaciente la vuelta.

El que cebaba lo interrumpió:
—Seguro que los tomates te deben estar esperando para que los metas en las botellitas; ¿no es eso, Serafín? ¿O es que de repente, así porque sí, te agarró la ansiedad por la gallega... ? —y todos se echaron a reír.

Desde que dejaron Singapur que el hombre venía machacando con eso del ciento uno y los tomates. Parecía una idea fija y no hablaba de otra cosa en las pocas ocasiones que tenía oportunidad de hacerlo; como ahora, sentado negligente sobre el banco de madera, apoyando con desgano sus pies enormes sobre una cubierta cuya pintura parecía querer descascararse al menor toque.
—Cualquier día de éstos me tomo el ciento uno... —volvió a repetir; y su mirada se perdió en el vasto horizonte que asomaba sobre la banda de babor como una cinta de fuego, donde el sol del crepúsculo, parecía estrellarse sobre la mancha informe del archipiélago de las Comores.
—¿No me digas que a vos también te picó el bicho...? —terció el mayordomo—. No me vengas con esas cosas a tu edad. ¡Viejo verde!; ¡deja esas cabronadas para los pibes, que vos ya estás pasado de moda!

Serafín no contestó. Hizo un gesto de fastidio, como rechazando una idea molesta que parecía acosarlo, mientras el otro continuaba:
—¿Te enteraste lo que le pasó al aprendiz de marinero...? Parece que quedó prendado de una china del Boogy-Street. Dicen que hasta le dejó una cadenita de plata con la Virgencita de Lujan. ¿Te das cuenta, Serafín? ¡Si es como para no creerlo!; resulta que ahora, esta pendejada que nos invade los barcos, esta generación de la pizza y la Coca-Cola, se nos viene enamoradiza.
—No te digo que dentro de muy poco la marina se nos echa a perder. ¡Buen ejemplo estos pibes! —prosiguió indignado—. ¡Si hasta aseguran que esa chinita era uno de los tantos maricones simulados a pura pilcha y cirugía!

Pero Serafín seguía callado. Sus cejas blancas y espesas acentuaban ese rostro bronceado, increíblemente finó, extrañamente marcado por un aire de indefinida melancolía. Su mirada, opaca y ausente, reflejaba con abrumadora inquietud toda la agobiante soledad de ese inmenso océano.

El mate seguía dando vueltas y los otros parecían olvidados de Serafín y su bendito colectivo. Quizá; porque a esa altura del viaje los disparates asumían la jerarquía de apelación permanente. O, también, porque la mayoría de ellos habían tomado conciencia de que el viejo tripulante venía divagando desde hacía un tiempo. Treinta años de mar habían hecho su efecto: infinitos días de espantosa soledad, interminables marchas de tediosa monotonía habián carcomido su espíritu con el mismo inevitable desgaste que sufría el casco de acero. Navegó duro y se acomodó a esa vida; a su manera, acentuando su inexorable melancolía, perpetuando indefinidamente esa extraña depresión que sabía perseguirlo con frecuencia. Pero era un buen compañero; y a bordo lo querían. Por eso lo miraban afligidos y le toleraban sus disparates, que se fueron haciendo más frecuentes con el transcurrir del tiempo, un tiempo que no conocía otro espacio que el del ancho mar ni otro destino que el de amarrar y zarpar. Como en los arrecifes de coral, las continuas sacudidas del océano habían desgastado su núcleo, transformándolo en una masa frágil, indeleble, capaz de desmoronarse a la menor agitación.

Y no era precisamente, Serafín, de aquellos plomizos tripulantes que se pasaban todo el tiempo añorando a la familia.  Por el contrario; sentía un rechazo manifiesto por quienes fastidiaban en la mesa con el relato pormenorizado de los primeros pasitos del bebé; o por aquellos otros que hartaban a cualquiera contando los intimidades de su hogar y metiendo en boca de todos las cuestiones domésticas que la esposa le había escrito en la última carta.

También le daba bronca cuando escuchaba a los más jóvenes putear y maldecir contra esa infame profesión que los alejaba de sus novias. Los miraba con desdén cuando aparecían ojerosos, con el rostro consumido, desplazándose por los pasillos como fantasmas que arrastraban cabizbajos el insomnio de varias noches. ¡Tenía ganas de tirarlos por la borda!, cuando los escuchaba buscando pelos en la comida, mostrándose disconformes con todo, sin importarles otra cosa más que llegar a puerto y recibir noticias. Los tildaba de maricones cuando los veía escribir interminables cartas, protestar por las demoras, o palidecer cuando no recibían correspondencia.

Las causas de tan particular actitud podrían buscarse en su extraño mutismo, o en esa inexpugnable melancolía que se venía acentuando precipitadamente. Pero también cabría preguntarse, si es que no son suficientes motivos, que apenas haya visto crecer a sus hijos; o que de repente, casi por accidente, un buen día se tomó la licencia para asistir al casamiento del mayor, flamante y prometedor abogado. Para la familia fue un gran acontecimiento, una fecha imborrable que él vivió como un extraño, un invitado más en la fiesta suntuosa desbordante de lujos y de caras desconocidas. Se sintió un personaje singular, señalado por todos con absoluto respeto, permanentemente requerido de fantásticas experiencias o exóticas aventuras. Se vio un padrino imponente, con su traje impecable de fina alpaca inglesa. Se sintió conmovido hasta el éxtasis cuando le caían aquellos granos de arroz al salir de la iglesia del brazo de una gorda desdentada que lloraba como una Magdalena. Y esa noche bebió y comió hasta el hartazgo..., pero también se mareó con el bullicio y sintió el mismo inevitable desasosiego que cuando lo zarandeaba el temporal en el medio del océano. Después sintió pasar, como un vértigo, los vanos cumplidos, las charlas intrascendentes, las bromas de siempre. Quiso mostrarse entusiasta cuando comentaban del departamento nuevo que con ejemplar desprendimiento había regalado a los felices esponsales. También se lo vio satisfecho mientras elogiaban ese juego de platos de fina porcelana que había comprado en Holanda y que ahora ocupaba el primer plano en la mesa de regalos. En algún momento sintió envidia de su hijo, de aquel joven que asomaba a la vida con la tremenda tranquilidad de un camino desbrozado, libre de las crueles asperezas que él tuvo la desgracia de vivir. Pero también sintió la profunda alegría de saber que su matrimonio no implicaría distancias. Sintió la gran dicha de pensar que su hijo viviría siempre al lado de su mujer, esa rubia bonita que veía contorneándose extasiada al arrullo embriagador de aquel vals nupcial. Entonces apretó con fuerza el brazo de su gallega, brillante de joyas y fantasías, exageradamente ceñida por un vestido escotado de terciopelo color caoba. La vio sonreír a diestra y siniestra, llorar a cada rato con ese llanto fácil y nervioso, como el de una criatura.

¡Ella...!, la mujer que los había criado prácticamente sola; la misma que tuvo que asumir el rol de madre y de padre al mismo tiempo, ahora se comportaba de esa forma. Le costaba pensar que esa frágil y vacilante mujer fuese la misma inclaudicable esposa que corrió desesperada tras las nanas de sus hijos; aquella que proyectó sus penas infinitas en la misma infinita distancia sin poder permitirse el lujo de compartir la tremenda angustia de aquella neumonía que casi se lleva al más pequeño; o el sobresalto espantoso de esa estúpida caída que le costó un yeso prolongado al que ahora está bailando el vals.
Entonces sintió una profunda lástima; por él y por ella... y una enorme satisfacción por ese hijo que se hamacaba feliz en los brazos de su flamante mujer. ¡Parecía increíble...!; aquel muchacho casi desconocido a quien infinidad de veces hubo que explicarle, como una lección impostergable, el inminente regreso de su padre. Porque la gallega le mostraba su foto y les hablaba de él con indeclinable constancia. Los abrumaba en recomendaciones; les decía que debían portarse bien para cuando volviera, que debían preocuparse por estar presentes a la hora de la comida. También les explicaba que tenían que irse a dormir a sus camitas, que le dieran un beso muy fuerte cuando lo vieran llegar y que no hiciesen mucho ruido cuando su padre se acostara a dormir la siesta. Los entusiasmaba con las promesas de regalitos. Les hablaba de los autitos y de la pista eléctrica si cumplían con la escuela; les prometía otra caja de pinturitas alemanas para cada uno, las mismas que sabían regalarles a las maestras y que tanto elogiaban y agradecían. Entonces dormían sobresaltados cuando faltaban pocos días para la vuelta. Se acostaban y despertaban con la inquietud de los regalos; y, por algunas horas, esa madre sobreprotectora pasaba a segundo plano. También ella sentía un cambio: mujer dura y a la vez sensible, esposa fiel y eternamente enamorada, recibía a su marido con un despliegue de cariño arrollador, vivía su encuentro como un sueño largamente postergado, pero al cabo de un tiempo, sufría su permanencia con el mismo inevitable desasosiego conque sufre un anfitrión una visita prolongada. También él, al pasar los días, comenzaba a sentirse fastidiado con la rutina de la casa.

Sentía nostalgias de sus siestas silenciosas, de ese mar inexpugnable, y de aquel vasto horizonte lleno de vanas promesas. Entonces se ponía a plantar tomates en la quintita del fondo, esperando impaciente el nuevo embarque.

Y ahora que los veía a esos jóvenes marinos comportarse como niños, esperando desesperados noticias de sus novias; pensaba en la gallega y en la última carta que le escribió cuando estaban de subida para oriente. Le había comunicado con gran emoción el nacimiento de su tercer nieto. Le dijo que se parecía enteramente a él, que tenía la misma nariz y los mismos ojos azules. También rogó que el viaje se hiciera lo más corto posible y le recomendó que no olvidara de comprar aquellos pañales de algodón reforzado y las batitas bordadas y con puntillas que suelen vender en Singapur. También le sugirió uno de esos payasitos a cuerda que tocan dos tambores al mismo tiempo, le explicó que los de pila no eran recomendables porque la criatura era muy chiquita.
También le escribió que la primavera vino con mucha lluvia, que la parra se estaba abichando pero que se quedara tranquilo porque ya había hablado con el viejo Cersósimo que le prometió fumigarla. Le contó con amargura que la tierra que había punteado descansó todo el tiempo porque ella no pudo plantar, ya que a la nuera había que ayudarla con el nuevo nietito.

Serafín repasaba mentalmente la carta y miraba a los muchachos. Entonces sintió una profunda tristeza y recordó nuevamente sus lejanos tomates y su bendita quinta de Lanús.

El comedor parecía de fiesta. Corría el vino fresco por las frágiles jarras de porcelana barata cuya sola presencia en la mesa hablaban de una navegación apacible, un suave transitar por las aquietadas y profundas aguas del Océano Indico. Estaban a sólo una semana del puerto de Durban. Atrás habían quedado esos fatídicos vientos Monzones que agitaron el Golfo de Tonkín con inusitada violencia. Tampoco navegaban zarandeados por ese inevitable mar de fondo que los sorprendió a la salida del Estrecho de Malaca. Parecía increíble tanta convulsión en un mar sin vientos, en apariencia calmo, que los sorprendía con esos arrolladores espasmos que hablaban de recientes tifones o la inevitable proximidad de otros por venir. Parecía lejano ese enigmático Mar de la China con sus inquietantes historias de piratas y acechantes embarcaciones navegando a la deriva dispuesta a emerger de las aguas, eternamente brumosas, cual solitarios fantasmas portadores de un siniestro mensaje de muerte y destrucción. Hacía apenas una semana que habían salido del convulsionado Golfo de Bengala, con su cielo persistentemente encapotado que amenazaba caer para aplastarlos sin piedad.
—Yo creo que el que necesita tomarse el ciento uno es el "Tano" —ironizó el contramaestre mientras empinaba su lata de vino—-. El pobre hace tres días que está con el culo al aire y con esa fiebre que se lo come como a un fiambre.
—¡También. ..! ¡hay que ser boludo! -—terció el mayordomo—. Mira que se lo han dicho, pero nunca se decidió a operarse, ¿y sabes por qué?: porque le metieron en la cabeza de que era un hermanito... ¡me lo dijo ayer! Está creído que es un hermanito gemelo que no desarrolló, se achicó, y se le quedó pegado en el culo como un quiste.
—Seguramente que lo desembarcarán en Sudáfrica, apenas lleguemos —afirmó un tercero—. Tengo entendido que el capitán mandó telegramas a la agencia. Posiblemente lo operen ahí y después lo manden a Buenos Aires por avión. ¡Otro que ciento uno! ¿No es cierto Serafín...? —y todos se echaron a reír.

Serafín, que había terminado con el postre, no se dio por aludido. Encendió pausadamente un cigarrillo, abandonó la mesa con gesto sombrío, y se fue a fumar a la cubierta.

Apoyado sobre la borda observaba el cielo negro y cercano que parecía una bóveda infinita, un transparente espejo donde las incontables estrellas, como suspendidas luciérnagas, disputaban su brillo soberano en una pugna tenaz y sostenida, apenas aplacada por el plateado esplendor de una luna llena que parecía sonreírles. Neptuno se mostraba indiferente mientras la constelación de Cáncer parecía concentrarse en occidente cual intrépido ejército de titilantes guerreros dispuestos a emprender la incierta conquista del espacio infinito.

El viejo marino observaba y meditaba. Pensaba en la inexplicable facilidad con que el tiempo bueno hace olvidar al temporal. Sentía sobre su conciencia el contraste implacable de climas y estaciones. Comprendía el porqué de esos temperamentos fuertes, sumamente inestables, capaces de sepultar en pocas horas, inacabables jornadas de angustiante zozobra. Meditaba sobre las sorpresas del tiempo confundido en el mar, y le parecía como un sueño verse allí, fumando pausadamente su cigarrillo, contemplando extasiado el collar de noctilucas que el filo de la proa generaba con su imperceptible y silenciosa incisión de aguas tranquilas.

¡Parecían las luces de un arbolito de navidad!; millares de moléculas de fosforescentes moluscos señalando la eterna ruta del infatigable navío.

Entonces se dejó vivir el momento con intensidad. Sintió como una súbita descompresión de su espíritu, una imperiosa necesidad de extrovertirse, de vaciar la jarra de porcelana para embriagarse con su rojo y aplacante contenido.

De pronto... una angustia indefinida comenzó a sobrecogerlo. Pensó con inocultable aprehensión en la insondable profundidad de ese implacable océano; temió, como si fuese la primera vez, su insospechable comportamiento, y recordó que su padre había sido labrador en España, allá en las montañas, lejos del mar. Pensó que a él le hubiese gustado tener una chacra, su propia hacienda. Quizá por eso se embarcó de joven; aunque también tenía una gran necesidad de escapar, de conocer otras cosas y una firme convicción de no terminar como su padre, consumido detrás del mostrador de ese cafetín de mala muerte en la ribera del Riachuelo. Desde chico que oía hablar de barcos y sentía una inocultable admiración por esos hombres barbudos que pasaban largas horas en la mesa del bar, empinando silenciosos sus amargas ginebras teñidas de distancia y melancolía. Al principio se ganaba buena plata; y llegó a entusiasmarse con la idea de un ahorro, de una chacra. Pero después vinieron la familia, la casa, la educación de los hijos... Y ahora: apenas un buen pasar, otro nieto, y esa bendita quintita en los fondos de su casa de Lanús.

Mientras observaba silencioso las estrellas, volvió a sentir esa necesidad de extrovertirse, de hablar con alguien que no fuera del barco, alguien ausente y distante...

Y caviló mirando el mar. Le pareció estéril, vacío, ¡cada trecho de mar siempre es distinto, y en realidad parece siempre lo mismo! Un mismo desierto de agua y sal que se repite infinitamente, con la aplastante y dolorosa sensación de que no existe otra cosa. Quizá por eso el temporal suele tener un oculto e inexplicable encanto; como si esa vida que despierta de repente, y con furia, les hiciera sentir que ellos también están vivos.

Entonces tuvo bronca, bronca de ese extraño e indefinido magnetismo y una rabia profunda por la vida infinita que ese negro y apagado mar les estaba negando, ocultando en lo más recóndito de su inexpugnable entraña.

Y pensó en la llanura; y recordó emocionado aquella chacra de sus primeros sueños. Pensó en ese paisaje generoso y exuberante, siempre al alcance de sus ojos y de sus manos. Recordó con entusiasmo aquellos árboles frondosos que prolongaban su ramaje para besar el cielo. Y se sintió transportado por el soberano canto de los pájaros hacia el goce infinito de una naturaleza generosa que se le mostraba en toda su dimensión. Una vida sin retaceos que podía asimilar, discernir y gozar con la misma intensidad con que ahora odiaba a este impenetrable océano.

Tiró con violencia el cigarrillo encendido que se apagó de inmediato en un remolino de espuma blanca; y luego se dijo, casi en voz alta: "Cualquier día de éstos me tomo el ciento uno y me voy para casa..."

Para un buque que navega como un punto perdido entre tan inmenso mar, las distancias son apenas perceptibles. El tiempo semeja un reloj de arena, dos conos que se invierten apenas el barco hubo zarpado de su puerto de origen. Para el tripulante; cada minúsculo granito que cae es una insignificante unidad de ese tiempo, tal vez días, quizá semanas, pero siempre llenando un pequeño espacio dentro del gran tiempo, un tiempo inasible y caprichoso que no reconoce otros límites que el del ancho mar.

Para Serafín, el cono superior parecía haberse vaciado: actuaba y pensaba como quien ya está en su casa.

Por eso se pasó toda la mañana empacando cosas. Envolvió prolijamente el arbolito enano que había comprado en una feria de Kyoto. Sacó de la repisa el cuaderno de Bonsái escrito en japonés y maravillosamente ilustrado con brillantes fotografías que mostraban la prodigiosa habilidad que sabían dispensar esos jíbaros de la botánica en la reducción de plantas. Contempló extasiado los abigarrados sicomoros del tamaño de una hoja de lechuga. Largo rato detuvo su mirada sorprendida en una página a todo color que mostraba una familia de pináceas que en forma decreciente mantenían su grado de desarrollo hasta llegar a un notable engendro del tamaño de una hoja de perejil. Revolvió varios cajones hasta que empezaron a aparecer unos sobres plateados de papel de aluminio conteniendo distintas semillas.

"Con estas zanahorias a prueba de sol y humedad; ¡lo dejo pasmado a mi vecino!" —pensaba mientras empaquetaba cuidadosamente las semillas en una bolsita de polietileno.

—Este pimiento de Ceylán le va a hacer echar fuego a la gallega —exclamó sonriente, mientras sacaba del placard la histórica valija de cuero de camello que había comprado hacía muchísimos años, en un viaje a Túnez.

Con prolijidad y empeño acomodó su librito, sus semillas y su plantita dentro de la valija. Luego puso unos juguetes que había comprado para los nietos, y la cerró, suavemente, poniendo especial cuidado con la hebilla ya medio oxidada por el paso del tiempo.

Ese mediodía no almorzó; dio uno de sus habituales paseos por la cubierta y se recostó a dormir la siesta.

Entonces fue cuando tuvo ese extraño sueño. Se sintió todo un creador removiendo con la azada la tierra negra de su quinta. Llegó al colmo del goce mientras deshacía con sus manos firmes y nudosas aquellos terrones húmedos, esponjosos, ávidos de tibio sol. Se sintió feliz esparciendo el abono fecundante y milenario, mezcla secreta de arena volcánica escarbada en las profundidades del monte Fuji, y de guano fosfórico que las aves marinas depositaban en una escondida isla del Mar Interior de Japón. Se lo había regalado aquel viejo enigmático y soberbio que había conocido en Kyoto, antiguo caporal del ejército de jardineros de Su Majestad Imperial. Lo esparcía a diestra y siniestra, ufano y radiante. Y lo veía caer como una fina lluvia reproductora sobre la tierra removida de su quinta de Lanús. Después se vio atando cuidadosamente las plantitas de tallo largo y de varias hojas. Vio estallar sorprendido el millar de capullitos color azufre. Los ataba uno a uno, con encomiable prudencia, para no herir esos tallos hinchados, gelatinosos, rezumantes de poderosa savia.

Soñó que los tomates crecían imponentes; los había del tamaño de un membrillo, rojo escarlata, brillantes, apetitosos. Hasta la gallega los contemplaba asombrada y le sonreía con una sonrisa cómplice. Y justo cuando va a arrancar el más grande y colorado para obsequiarla, sintió que se sacudía con violencia, con tal intensidad, que casi se cae de la cama.

Entonces se despertó agitado, sudoroso, con una extraña opresión que le apretaba el pecho. Trató de hilvanar el sueño, de recordar el final... pero no hubo caso.
Se pegó un baño y se vistió.

El sol caminaba a pasos agigantados buscando ganar el occidente para recostarse sobre un lecho encendido de nubes carmesí que parecían esperarlo.
—Estamos navegando sobre el Ecuador —dijo uno de gruesas patillas, haciendo una pausa con el mate—. Siempre pasa lo mismo: tiempo inestable, calor húmedo, aplastante, y esta bruta impresión de que el "pesto" se te aparece en cualquier momento...
—¡Qué querés que te diga —prosiguió—; a mí, este mar: ¡no me inspira ninguna confianza!

El que cebaba lo escuchaba callado. Sentado en el banquito de madera, apoyando sus sandalias de Samurái sobre las chapas recalentadas de la banda de estribor, recomponía el mate que los otros compañeros esperaban impacientes.

Una leve bruma se desprendía de la superficie del mar, como un tenue manto transparente que ascendía, casi imperceptiblemente, hacia un cielo opaco y caliginoso.
—¡Bah...! ¡Qué calienta! —dijo otro—; dos días más y nos estamos metiendo en el Estrecho de Madagascar. Y entonces. .. ¡que nos venga a joder el temporal!

Se encontraban navegando a pocas millas de ese prodigios estrecho que separa la isla del continente africano. Verdadero oasis que la naturaleza dispuso para sosiego de los fatigados navegantes que bajan zarandeados por las implacables tormentas del Indico; o, también, ansiado refugio para aquellos otros que suben con sus maltrechos navíos de un
Cabo de las Agujas agitado por las terribles olas gigantes.
—¡Serafín! —exclamó sorprendido el que cebaba—. !Qué haces con esa pinta, viejo loco!

Y todos contemplaron asombrados la figura alta y delgada del tripulante que avanzaba a paso firme. Lo vieron vestido con pantalones de salir, saco sport cruzado, y la valija de cuero de camello colgando negligente de su brazo derecho. Sobre el antebrazo izquierdo llevaba atravesado el perramus beige, cuidadosamente doblado como para acompañarlo en un largo y meditado viaje.

Avanzaba tranquilo, decidido, a grandes zancadas que le permitieron ganar rápidamente la banda de estribor.
—¡Qué haces, loco de mierda! —le volvieron a decir.
—¡Me voy a tomar el ciento uno...! ¡Me voy para casa...!

Luego pegó un salto formidable, y se tiró al mar.

Un buque que navega a una velocidad de nueve nudos por hora, tarda alrededor de veinte minutos para dar un giro completo que le permita volver sobre sus pasos. Y aunque se tiraron salvavidas, y se arrió uno de los pesados botes de emergencia... ¡todo fue inútil!

Sólo encontraron el perramus que flotaba desplegado como un pañuelo y la valija de cuero de camello que se mecía inquieta, al impulso de las olas, señalando el lugar exacto por donde desapareció Serafín, montado en su bendito colectivo, camino de su última morada.



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