El buque se
desplazaba con dificultad, a pesar de la firme popada que se demostrada
insuficiente como para contrarrestar los efectos de aquella corriente cálida
que lo empujaba hacia el continente.
La carga de arrabio y
rollos de acero naval, lo habían llevado al límite de su línea de flotación. Y
eran catorce mil toneladas sacudidas sin pausa por las fuertes galernas del Mar
de la China; cuarenta y dos tripulantes extenuados por interminables días de
navegación zozobrante, frecuentemente interrumpida por las inevitables averías
de una máquina vieja, exigida, que parecía acompañar con su cansancio, la
infinita fatiga de esos hombres.
Hacía cinco meses que
habían zarpado de Rosario con un cargamento de maíz que fueron dejando en
varios puertos de oriente. Y fue en uno de ellos, precisamente en Penang, que
los malayos vieron flamear por vez primera, esa extraña bandera argentina que
ahora agitaba su punta desflecada en dirección al sur.
La cubierta
recalentada se empecinaba en recordarles que estaban navegando por el trópico.
Hacía un calor insostenible, asfixiante, mientras el sol declinaba, con
sorprendente prisa, hacia un oriente encendido y brumoso donde las nubes
plomizas parecían esperarlo. La rueda del mate se hacía lenta, como la marcha
del pesado navío.
—¡Cualquier día de
éstos me tomo el ciento uno y me voy para casa! —exclamó Serafín. Y lo dijo
tranquilo, con la mirada clavada en el mate que esperaba impaciente la vuelta.
El que cebaba lo
interrumpió:
—Seguro que los
tomates te deben estar esperando para que los metas en las botellitas; ¿no es
eso, Serafín? ¿O es que de repente, así porque sí, te agarró la ansiedad por la
gallega... ? —y todos se echaron a reír.
Desde que dejaron
Singapur que el hombre venía machacando con eso del ciento uno y los tomates.
Parecía una idea fija y no hablaba de otra cosa en las pocas ocasiones que
tenía oportunidad de hacerlo; como ahora, sentado negligente sobre el banco de
madera, apoyando con desgano sus pies enormes sobre una cubierta cuya pintura
parecía querer descascararse al menor toque.
—Cualquier día de
éstos me tomo el ciento uno... —volvió a repetir; y su mirada se perdió en el
vasto horizonte que asomaba sobre la banda de babor como una cinta de fuego,
donde el sol del crepúsculo, parecía estrellarse sobre la mancha informe del
archipiélago de las Comores.
—¿No me digas que a
vos también te picó el bicho...? —terció el mayordomo—. No me vengas con esas
cosas a tu edad. ¡Viejo verde!; ¡deja esas cabronadas para los pibes, que vos
ya estás pasado de moda!
Serafín no contestó.
Hizo un gesto de fastidio, como rechazando una idea molesta que parecía
acosarlo, mientras el otro continuaba:
—¿Te enteraste lo que
le pasó al aprendiz de marinero...? Parece que quedó prendado de una china del
Boogy-Street. Dicen que hasta le dejó una cadenita de plata con la Virgencita
de Lujan. ¿Te das cuenta, Serafín? ¡Si es como para no creerlo!; resulta que
ahora, esta pendejada que nos invade los barcos, esta generación de la pizza y
la Coca-Cola, se nos viene enamoradiza.
—No te digo que
dentro de muy poco la marina se nos echa a perder. ¡Buen ejemplo estos pibes!
—prosiguió indignado—. ¡Si hasta aseguran que esa chinita era uno de los tantos
maricones simulados a pura pilcha y cirugía!
Pero Serafín seguía
callado. Sus cejas blancas y espesas acentuaban ese rostro bronceado,
increíblemente finó, extrañamente marcado por un aire de indefinida melancolía.
Su mirada, opaca y ausente, reflejaba con abrumadora inquietud toda la
agobiante soledad de ese inmenso océano.
El mate seguía dando
vueltas y los otros parecían olvidados de Serafín y su bendito colectivo.
Quizá; porque a esa altura del viaje los disparates asumían la jerarquía de
apelación permanente. O, también, porque la mayoría de ellos habían tomado
conciencia de que el viejo tripulante venía divagando desde hacía un tiempo.
Treinta años de mar habían hecho su efecto: infinitos días de espantosa
soledad, interminables marchas de tediosa monotonía habián carcomido su
espíritu con el mismo inevitable desgaste que sufría el casco de acero. Navegó
duro y se acomodó a esa vida; a su manera, acentuando su inexorable melancolía,
perpetuando indefinidamente esa extraña depresión que sabía perseguirlo con
frecuencia. Pero era un buen compañero; y a bordo lo querían. Por eso lo
miraban afligidos y le toleraban sus disparates, que se fueron haciendo más
frecuentes con el transcurrir del tiempo, un tiempo que no conocía otro espacio
que el del ancho mar ni otro destino que el de amarrar y zarpar. Como en los
arrecifes de coral, las continuas sacudidas del océano habían desgastado su
núcleo, transformándolo en una masa frágil, indeleble, capaz de desmoronarse a
la menor agitación.
Y no era
precisamente, Serafín, de aquellos plomizos tripulantes que se pasaban todo el
tiempo añorando a la familia. Por el
contrario; sentía un rechazo manifiesto por quienes fastidiaban en la mesa con
el relato pormenorizado de los primeros pasitos del bebé; o por aquellos otros
que hartaban a cualquiera contando los intimidades de su hogar y metiendo en
boca de todos las cuestiones domésticas que la esposa le había escrito en la
última carta.
También le daba
bronca cuando escuchaba a los más jóvenes putear y maldecir contra esa infame
profesión que los alejaba de sus novias. Los miraba con desdén cuando aparecían
ojerosos, con el rostro consumido, desplazándose por los pasillos como
fantasmas que arrastraban cabizbajos el insomnio de varias noches. ¡Tenía ganas
de tirarlos por la borda!, cuando los escuchaba buscando pelos en la comida,
mostrándose disconformes con todo, sin importarles otra cosa más que llegar a
puerto y recibir noticias. Los tildaba de maricones cuando los veía escribir
interminables cartas, protestar por las demoras, o palidecer cuando no recibían
correspondencia.
Las causas de tan
particular actitud podrían buscarse en su extraño mutismo, o en esa
inexpugnable melancolía que se venía acentuando precipitadamente. Pero también
cabría preguntarse, si es que no son suficientes motivos, que apenas haya visto
crecer a sus hijos; o que de repente, casi por accidente, un buen día se tomó
la licencia para asistir al casamiento del mayor, flamante y prometedor
abogado. Para la familia fue un gran acontecimiento, una fecha imborrable que
él vivió como un extraño, un invitado más en la fiesta suntuosa desbordante de
lujos y de caras desconocidas. Se sintió un personaje singular, señalado por
todos con absoluto respeto, permanentemente requerido de fantásticas
experiencias o exóticas aventuras. Se vio un padrino imponente, con su traje impecable
de fina alpaca inglesa. Se sintió conmovido hasta el éxtasis cuando le caían
aquellos granos de arroz al salir de la iglesia del brazo de una gorda desdentada
que lloraba como una Magdalena. Y esa noche bebió y comió hasta el hartazgo...,
pero también se mareó con el bullicio y sintió el mismo inevitable desasosiego
que cuando lo zarandeaba el temporal en el medio del océano. Después sintió
pasar, como un vértigo, los vanos cumplidos, las charlas intrascendentes, las
bromas de siempre. Quiso mostrarse entusiasta cuando comentaban del
departamento nuevo que con ejemplar desprendimiento había regalado a los
felices esponsales. También se lo vio satisfecho mientras elogiaban ese juego
de platos de fina porcelana que había comprado en Holanda y que ahora ocupaba
el primer plano en la mesa de regalos. En algún momento sintió envidia de su
hijo, de aquel joven que asomaba a la vida con la tremenda tranquilidad de un
camino desbrozado, libre de las crueles asperezas que él tuvo la desgracia de
vivir. Pero también sintió la profunda alegría de saber que su matrimonio no
implicaría distancias. Sintió la gran dicha de pensar que su hijo viviría
siempre al lado de su mujer, esa rubia bonita que veía contorneándose extasiada
al arrullo embriagador de aquel vals nupcial. Entonces apretó con fuerza el
brazo de su gallega, brillante de joyas y fantasías, exageradamente ceñida por
un vestido escotado de terciopelo color caoba. La vio sonreír a diestra y
siniestra, llorar a cada rato con ese llanto fácil y nervioso, como el de una
criatura.
¡Ella...!, la mujer
que los había criado prácticamente sola; la misma que tuvo que asumir el rol de
madre y de padre al mismo tiempo, ahora se comportaba de esa forma. Le costaba
pensar que esa frágil y vacilante mujer fuese la misma inclaudicable esposa que
corrió desesperada tras las nanas de sus hijos; aquella que proyectó sus penas
infinitas en la misma infinita distancia sin poder permitirse el lujo de
compartir la tremenda angustia de aquella neumonía que casi se lleva al más pequeño;
o el sobresalto espantoso de esa estúpida caída que le costó un yeso prolongado
al que ahora está bailando el vals.
Entonces sintió una
profunda lástima; por él y por ella... y una enorme satisfacción por ese hijo
que se hamacaba feliz en los brazos de su flamante mujer. ¡Parecía
increíble...!; aquel muchacho casi desconocido a quien infinidad de veces hubo
que explicarle, como una lección impostergable, el inminente regreso de su
padre. Porque la gallega le mostraba su foto y les hablaba de él con
indeclinable constancia. Los abrumaba en recomendaciones; les decía que debían
portarse bien para cuando volviera, que debían preocuparse por estar presentes
a la hora de la comida. También les explicaba que tenían que irse a dormir a
sus camitas, que le dieran un beso muy fuerte cuando lo vieran llegar y que no
hiciesen mucho ruido cuando su padre se acostara a dormir la siesta. Los
entusiasmaba con las promesas de regalitos. Les hablaba de los autitos y de la
pista eléctrica si cumplían con la escuela; les prometía otra caja de
pinturitas alemanas para cada uno, las mismas que sabían regalarles a las
maestras y que tanto elogiaban y agradecían. Entonces dormían sobresaltados
cuando faltaban pocos días para la vuelta. Se acostaban y despertaban con la inquietud
de los regalos; y, por algunas horas, esa madre sobreprotectora pasaba a
segundo plano. También ella sentía un cambio: mujer dura y a la vez sensible,
esposa fiel y eternamente enamorada, recibía a su marido con un despliegue de
cariño arrollador, vivía su encuentro como un sueño largamente postergado, pero
al cabo de un tiempo, sufría su permanencia con el mismo inevitable desasosiego
conque sufre un anfitrión una visita prolongada. También él, al pasar los días,
comenzaba a sentirse fastidiado con la rutina de la casa.
Sentía nostalgias de
sus siestas silenciosas, de ese mar inexpugnable, y de aquel vasto horizonte
lleno de vanas promesas. Entonces se ponía a plantar tomates en la quintita del
fondo, esperando impaciente el nuevo embarque.
Y ahora que los veía
a esos jóvenes marinos comportarse como niños, esperando desesperados noticias
de sus novias; pensaba en la gallega y en la última carta que le escribió
cuando estaban de subida para oriente. Le había comunicado con gran emoción el
nacimiento de su tercer nieto. Le dijo que se parecía enteramente a él, que
tenía la misma nariz y los mismos ojos azules. También rogó que el viaje se
hiciera lo más corto posible y le recomendó que no olvidara de comprar aquellos
pañales de algodón reforzado y las batitas bordadas y con puntillas que suelen
vender en Singapur. También le sugirió uno de esos payasitos a cuerda que tocan
dos tambores al mismo tiempo, le explicó que los de pila no eran recomendables
porque la criatura era muy chiquita.
También le escribió
que la primavera vino con mucha lluvia, que la parra se estaba abichando pero
que se quedara tranquilo porque ya había hablado con el viejo Cersósimo que le
prometió fumigarla. Le contó con amargura que la tierra que había punteado
descansó todo el tiempo porque ella no pudo plantar, ya que a la nuera había
que ayudarla con el nuevo nietito.
Serafín repasaba
mentalmente la carta y miraba a los muchachos. Entonces sintió una profunda
tristeza y recordó nuevamente sus lejanos tomates y su bendita quinta de Lanús.
El comedor parecía de
fiesta. Corría el vino fresco por las frágiles jarras de porcelana barata cuya
sola presencia en la mesa hablaban de una navegación apacible, un suave
transitar por las aquietadas y profundas aguas del Océano Indico. Estaban a
sólo una semana del puerto de Durban. Atrás habían quedado esos fatídicos
vientos Monzones que agitaron el Golfo de Tonkín con inusitada violencia.
Tampoco navegaban zarandeados por ese inevitable mar de fondo que los
sorprendió a la salida del Estrecho de Malaca. Parecía increíble tanta
convulsión en un mar sin vientos, en apariencia calmo, que los sorprendía con
esos arrolladores espasmos que hablaban de recientes tifones o la inevitable
proximidad de otros por venir. Parecía lejano ese enigmático Mar de la China
con sus inquietantes historias de piratas y acechantes embarcaciones navegando
a la deriva dispuesta a emerger de las aguas, eternamente brumosas, cual
solitarios fantasmas portadores de un siniestro mensaje de muerte y
destrucción. Hacía apenas una semana que habían salido del convulsionado Golfo
de Bengala, con su cielo persistentemente encapotado que amenazaba caer para
aplastarlos sin piedad.
—Yo creo que el que
necesita tomarse el ciento uno es el "Tano" —ironizó el contramaestre
mientras empinaba su lata de vino—-. El pobre hace tres días que está con el
culo al aire y con esa fiebre que se lo come como a un fiambre.
—¡También. ..! ¡hay
que ser boludo! -—terció el mayordomo—. Mira que se lo han dicho, pero nunca se
decidió a operarse, ¿y sabes por qué?: porque le metieron en la cabeza de que
era un hermanito... ¡me lo dijo ayer! Está creído que es un hermanito gemelo
que no desarrolló, se achicó, y se le quedó pegado en el culo como un quiste.
—Seguramente que lo
desembarcarán en Sudáfrica, apenas lleguemos —afirmó un tercero—. Tengo
entendido que el capitán mandó telegramas a la agencia. Posiblemente lo operen
ahí y después lo manden a Buenos Aires por avión. ¡Otro que ciento uno! ¿No es
cierto Serafín...? —y todos se echaron a reír.
Serafín, que había
terminado con el postre, no se dio por aludido. Encendió pausadamente un
cigarrillo, abandonó la mesa con gesto sombrío, y se fue a fumar a la cubierta.
Apoyado sobre la
borda observaba el cielo negro y cercano que parecía una bóveda infinita, un
transparente espejo donde las incontables estrellas, como suspendidas
luciérnagas, disputaban su brillo soberano en una pugna tenaz y sostenida,
apenas aplacada por el plateado esplendor de una luna llena que parecía
sonreírles. Neptuno se mostraba indiferente mientras la constelación de Cáncer
parecía concentrarse en occidente cual intrépido ejército de titilantes
guerreros dispuestos a emprender la incierta conquista del espacio infinito.
El viejo marino
observaba y meditaba. Pensaba en la inexplicable facilidad con que el tiempo
bueno hace olvidar al temporal. Sentía sobre su conciencia el contraste
implacable de climas y estaciones. Comprendía el porqué de esos temperamentos
fuertes, sumamente inestables, capaces de sepultar en pocas horas, inacabables
jornadas de angustiante zozobra. Meditaba sobre las sorpresas del tiempo
confundido en el mar, y le parecía como un sueño verse allí, fumando
pausadamente su cigarrillo, contemplando extasiado el collar de noctilucas que
el filo de la proa generaba con su imperceptible y silenciosa incisión de aguas
tranquilas.
¡Parecían las luces
de un arbolito de navidad!; millares de moléculas de fosforescentes moluscos
señalando la eterna ruta del infatigable navío.
Entonces se dejó
vivir el momento con intensidad. Sintió como una súbita descompresión de su
espíritu, una imperiosa necesidad de extrovertirse, de vaciar la jarra de
porcelana para embriagarse con su rojo y aplacante contenido.
De pronto... una
angustia indefinida comenzó a sobrecogerlo. Pensó con inocultable aprehensión
en la insondable profundidad de ese implacable océano; temió, como si fuese la
primera vez, su insospechable comportamiento, y recordó que su padre había sido
labrador en España, allá en las montañas, lejos del mar. Pensó que a él le
hubiese gustado tener una chacra, su propia hacienda. Quizá por eso se embarcó
de joven; aunque también tenía una gran necesidad de escapar, de conocer otras
cosas y una firme convicción de no terminar como su padre, consumido detrás del
mostrador de ese cafetín de mala muerte en la ribera del Riachuelo. Desde chico
que oía hablar de barcos y sentía una inocultable admiración por esos hombres
barbudos que pasaban largas horas en la mesa del bar, empinando silenciosos sus
amargas ginebras teñidas de distancia y melancolía. Al principio se ganaba
buena plata; y llegó a entusiasmarse con la idea de un ahorro, de una chacra.
Pero después vinieron la familia, la casa, la educación de los hijos... Y
ahora: apenas un buen pasar, otro nieto, y esa bendita quintita en los fondos
de su casa de Lanús.
Mientras observaba
silencioso las estrellas, volvió a sentir esa necesidad de extrovertirse, de
hablar con alguien que no fuera del barco, alguien ausente y distante...
Y caviló mirando el
mar. Le pareció estéril, vacío, ¡cada trecho de mar siempre es distinto, y en
realidad parece siempre lo mismo! Un mismo desierto de agua y sal que se repite
infinitamente, con la aplastante y dolorosa sensación de que no existe otra
cosa. Quizá por eso el temporal suele tener un oculto e inexplicable encanto;
como si esa vida que despierta de repente, y con furia, les hiciera sentir que
ellos también están vivos.
Entonces tuvo bronca,
bronca de ese extraño e indefinido magnetismo y una rabia profunda por la vida
infinita que ese negro y apagado mar les estaba negando, ocultando en lo más
recóndito de su inexpugnable entraña.
Y pensó en la
llanura; y recordó emocionado aquella chacra de sus primeros sueños. Pensó en
ese paisaje generoso y exuberante, siempre al alcance de sus ojos y de sus
manos. Recordó con entusiasmo aquellos árboles frondosos que prolongaban su
ramaje para besar el cielo. Y se sintió transportado por el soberano canto de
los pájaros hacia el goce infinito de una naturaleza generosa que se le
mostraba en toda su dimensión. Una vida sin retaceos que podía asimilar,
discernir y gozar con la misma intensidad con que ahora odiaba a este
impenetrable océano.
Tiró con violencia el
cigarrillo encendido que se apagó de inmediato en un remolino de espuma blanca;
y luego se dijo, casi en voz alta: "Cualquier día de éstos me tomo el
ciento uno y me voy para casa..."
Para un buque que
navega como un punto perdido entre tan inmenso mar, las distancias son apenas
perceptibles. El tiempo semeja un reloj de arena, dos conos que se invierten
apenas el barco hubo zarpado de su puerto de origen. Para el tripulante; cada
minúsculo granito que cae es una insignificante unidad de ese tiempo, tal vez
días, quizá semanas, pero siempre llenando un pequeño espacio dentro del gran
tiempo, un tiempo inasible y caprichoso que no reconoce otros límites que el
del ancho mar.
Para Serafín, el cono
superior parecía haberse vaciado: actuaba y pensaba como quien ya está en su
casa.
Por eso se pasó toda
la mañana empacando cosas. Envolvió prolijamente el arbolito enano que había
comprado en una feria de Kyoto. Sacó de la repisa el cuaderno de Bonsái escrito
en japonés y maravillosamente ilustrado con brillantes fotografías que
mostraban la prodigiosa habilidad que sabían dispensar esos jíbaros de la botánica
en la reducción de plantas. Contempló extasiado los abigarrados sicomoros del
tamaño de una hoja de lechuga. Largo rato detuvo su mirada sorprendida en una
página a todo color que mostraba una familia de pináceas que en forma
decreciente mantenían su grado de desarrollo hasta llegar a un notable engendro
del tamaño de una hoja de perejil. Revolvió varios cajones hasta que empezaron
a aparecer unos sobres plateados de papel de aluminio conteniendo distintas
semillas.
"Con estas
zanahorias a prueba de sol y humedad; ¡lo dejo pasmado a mi vecino!"
—pensaba mientras empaquetaba cuidadosamente las semillas en una bolsita de
polietileno.
—Este pimiento de
Ceylán le va a hacer echar fuego a la gallega —exclamó sonriente, mientras
sacaba del placard la histórica valija de cuero de camello que había comprado
hacía muchísimos años, en un viaje a Túnez.
Con prolijidad y
empeño acomodó su librito, sus semillas y su plantita dentro de la valija.
Luego puso unos juguetes que había comprado para los nietos, y la cerró,
suavemente, poniendo especial cuidado con la hebilla ya medio oxidada por el
paso del tiempo.
Ese mediodía no
almorzó; dio uno de sus habituales paseos por la cubierta y se recostó a dormir
la siesta.
Entonces fue cuando
tuvo ese extraño sueño. Se sintió todo un creador removiendo con la azada la
tierra negra de su quinta. Llegó al colmo del goce mientras deshacía con sus
manos firmes y nudosas aquellos terrones húmedos, esponjosos, ávidos de tibio
sol. Se sintió feliz esparciendo el abono fecundante y milenario, mezcla
secreta de arena volcánica escarbada en las profundidades del monte Fuji, y de
guano fosfórico que las aves marinas depositaban en una escondida isla del Mar
Interior de Japón. Se lo había regalado aquel viejo enigmático y soberbio que
había conocido en Kyoto, antiguo caporal del ejército de jardineros de Su
Majestad Imperial. Lo esparcía a diestra y siniestra, ufano y radiante. Y lo
veía caer como una fina lluvia reproductora sobre la tierra removida de su
quinta de Lanús. Después se vio atando cuidadosamente las plantitas de tallo
largo y de varias hojas. Vio estallar sorprendido el millar de capullitos color
azufre. Los ataba uno a uno, con encomiable prudencia, para no herir esos
tallos hinchados, gelatinosos, rezumantes de poderosa savia.
Soñó que los tomates
crecían imponentes; los había del tamaño de un membrillo, rojo escarlata,
brillantes, apetitosos. Hasta la gallega los contemplaba asombrada y le sonreía
con una sonrisa cómplice. Y justo cuando va a arrancar el más grande y colorado
para obsequiarla, sintió que se sacudía con violencia, con tal intensidad, que
casi se cae de la cama.
Entonces se despertó
agitado, sudoroso, con una extraña opresión que le apretaba el pecho. Trató de
hilvanar el sueño, de recordar el final... pero no hubo caso.
Se pegó un baño y se
vistió.
El sol caminaba a
pasos agigantados buscando ganar el occidente para recostarse sobre un lecho
encendido de nubes carmesí que parecían esperarlo.
—Estamos navegando
sobre el Ecuador —dijo uno de gruesas patillas, haciendo una pausa con el
mate—. Siempre pasa lo mismo: tiempo inestable, calor húmedo, aplastante, y
esta bruta impresión de que el "pesto" se te aparece en cualquier
momento...
—¡Qué querés que te
diga —prosiguió—; a mí, este mar: ¡no me inspira ninguna confianza!
El que cebaba lo
escuchaba callado. Sentado en el banquito de madera, apoyando sus sandalias de
Samurái sobre las chapas recalentadas de la banda de estribor, recomponía el
mate que los otros compañeros esperaban impacientes.
Una leve bruma se
desprendía de la superficie del mar, como un tenue manto transparente que
ascendía, casi imperceptiblemente, hacia un cielo opaco y caliginoso.
—¡Bah...! ¡Qué
calienta! —dijo otro—; dos días más y nos estamos metiendo en el Estrecho de
Madagascar. Y entonces. .. ¡que nos venga a joder el temporal!
Se encontraban
navegando a pocas millas de ese prodigios estrecho que separa la isla del
continente africano. Verdadero oasis que la naturaleza dispuso para sosiego de
los fatigados navegantes que bajan zarandeados por las implacables tormentas
del Indico; o, también, ansiado refugio para aquellos otros que suben con sus
maltrechos navíos de un
Cabo de las Agujas
agitado por las terribles olas gigantes.
—¡Serafín! —exclamó
sorprendido el que cebaba—. !Qué haces con esa pinta, viejo loco!
Y todos contemplaron
asombrados la figura alta y delgada del tripulante que avanzaba a paso firme.
Lo vieron vestido con pantalones de salir, saco sport cruzado, y la valija de
cuero de camello colgando negligente de su brazo derecho. Sobre el antebrazo
izquierdo llevaba atravesado el perramus beige, cuidadosamente doblado como
para acompañarlo en un largo y meditado viaje.
Avanzaba tranquilo,
decidido, a grandes zancadas que le permitieron ganar rápidamente la banda de
estribor.
—¡Qué haces, loco de
mierda! —le volvieron a decir.
—¡Me voy a tomar el
ciento uno...! ¡Me voy para casa...!
Luego pegó un salto
formidable, y se tiró al mar.
Un buque que navega a
una velocidad de nueve nudos por hora, tarda alrededor de veinte minutos para
dar un giro completo que le permita volver sobre sus pasos. Y aunque se tiraron
salvavidas, y se arrió uno de los pesados botes de emergencia... ¡todo fue
inútil!
Sólo encontraron el
perramus que flotaba desplegado como un pañuelo y la valija de cuero de camello
que se mecía inquieta, al impulso de las olas, señalando el lugar exacto por
donde desapareció Serafín, montado en su bendito colectivo, camino de su última
morada.
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