Su recuerdo permanece
imborrable, y suele abordarme con frecuencia, sobre todo cuando me siento
oprimido y necesito ensayar esa forma tan particular de libertad que es la que
llevamos adentro.
—Soy como un pájaro
libre —solía decirme muy a menudo, seguramente para darme ánimos, cuando veía
reflejarse en mi rostro contraído, toda la inmensa desesperación de aquel
encierro.
Después canturreaba
por lo bajo su "Tonada para un viejo amor" y seguía picareteando
satisfecho, como un pájaro libre.
El legendario
"Bora" había decidido salirse de la olla del Cáucaso para soplar, sin
pausa, sobre las playas heladas del Mar Negro.
Y fueron más de
treinta días de congestión y demoras, fondeados irremediablemente como a seis
millas de la costa, esperando entrar a puerto para descargar las treinta mil
toneladas de maíz.
Un barco fondeado no
es bueno para el espíritu. Ocurre algo así como si el tiempo se detuviera y
todas las expectativas de vida se enterraran en el fondo del mar con el mismo
inevitable rigor con que lo hacían ese par de anclas y aquellas pesadas
cadenas.
Un tiempo detenido es
como pretender acostumbrarnos a la misma muerte; y tan nefasta sensación de
desgarramiento, padecíamos todos aquellos, que, arriba de aquel buque,
implorábamos desesperadamente para que ese viento maldito dejara de soplar.
—Me gusta sentirme
así: libre como un pájaro —solía repetir el hombre, y era entonces cuando me
daban ganas de tirarlo al mar.
Sus compañeros lo
apodaban "Pico"; por su afición a la bebida. Aunque es justo
reconocer que tenía conducta para tomar; además, no se mamaba con cualquier
cosa: whisky y del mejor era su estilo. También sabía respetar los horarios:
siempre de noche, fuera del trabajo; e inevitablemente en puerto, en los
inevitables burdeles. Porque en cuestiones de instinto iba directamente al
grano, a las putas. Sostenía que un verdadero marino no se puede permitir el
lujo de perder el poco tiempo que tiene en intentar hacerse el novio. Y era
fiel a sus sentencias.
Conmigo se comportó
como un verdadero maestro: comunicativo y sensato; y yo así lo entendí.
—La vida son lágrimas
y sonrisas —solía decirme—. Por eso aprovecha, pibe; ¡sacate esa cara de culo y
pensá en lo bueno que te brinda la vida para gozarla hoy!
Otras veces, mientras
jugábamos al ajedrez, sabía confesarme:
—La vida es como una
partida de ajedrez. Fíjate vos que uno mueve las piezas, sabe el sentido y el
valor de cada una de ellas, trata de no equivocarse, de hacerlo bien, pero
siempre hay alguien que pierde. ¿Y por qué? ¿Dónde está la falla...?; el error
está en que no somos perfectos. ¿Te das cuenta? Porque la vida tampoco es
perfecta... ¿O acaso su esencia no es la negación...? Fíjate vos que el final
de nuestra partida es la muerte misma. ¿Y no es acaso la muerte la negación de
la vida... ?
Confieso que me
dejaba pensando, peligrosamente vacilante de mis propias convicciones,
fatalmente desbordado de mis muchas dudas.
En aquellos momentos
me resultaba difícil precisar el tamaño y el matiz de sus contradicciones. Se
consideraba escéptico y pragmático a la vez, y era tan sutil en el manejo de la
dialéctica, que había logrado desorientarme.
Me sentía
inevitablemente halagado por su trato y reconocía como un logro importante el
que "Pico" me hubiese franqueado su amistad. No eran precisamente sus
virtudes la de darse con todo el mundo. Su acentuado individualismo lo hacía
poco proclive al trato ameno y a la fácil comunicación. Pero conmigo había
hecho una excepción.
Comprendo que pude
serle útil. Muy pronto me di cuenta que había encontrado en mí al interlocutor
válido. Acaso yo también buscaba lo mismo.
Sabía perfectamente
que yo era un bicho de tierra, más que de mar. Pero... ¿Qué hacía allí?;
fondeado como un hongo en el Mar Negro, contemplando impávido las inhóspitas
playas de la Península de Crimea, y esperando impaciente que el buque vaciara
su carga de maíz.
Muchas veces solía
preguntármelo, y "Pico" me lo recordó en varias oportunidades, toda
vez que se sintió obligado a enrostrarme su sagrado concepto de libertad: la
libertad de uno mismo para elegir su propio destino.
—De qué te quejas,
pibe —me decía llegado a ese punto del discurso—. ¿Acaso no te lo buscaste
vos...? Entonces; ¡déjate de joder con esto del encierro y ponete a
escribir...!
Y ahora me doy cuenta.
Ahora realmente entiendo que él supo desde siempre que yo estaba escapando. Su
fino olfato lo había percibido sin gran esfuerzo. Desde el primer momento en
que me vio se había dado cuenta que yo huía desesperadamente de algo, que ese
barco y mi estancia en él, no era más que una excusa.
Y ahora lo
entiendo... Por eso me trataba de esa forma; por eso aquella solidaridad tan
peculiar, esa comunión de ideas encubierta en una crítica constante, a veces
demoledora, pero siempre buscando esclarecerme.
Después, con el
tiempo, percibí que él a su manera también estaba huyendo. Con gran
desconcierto me di cuenta que "Pico" también huía, huía de su propia
incapacidad para ser feliz.
Cuando el barco zarpó
de Buenos Aires; ella había quedado sobre el muelle agitando solitaria su mano.
Y mientras el buque se alejaba lentamente, mi desesperación aumentaba con la
misma intensidad que la palidez de aquel rostro querido.
Recuerdo que
"Pico" se dio cuenta y pasó disimuladamente por mi lado arrastrando
un cabo innecesario. Y entonces vio mi rostro compungido y mis puños apretados
de bronca e impotencia.
Fue el adiós callado
y sentido; el hasta siempre o hasta nunca de una vida desarticulada tras la
búsqueda infructuosa de un incierto destino.
Y era aquel infausto
recuerdo, y ese rostro querido, que me lastimaban despiadadamente en esa fría
noche del Mar Negro. Parecía querer penetrar con mis ojos vacíos, en la
infinita espesura de un cielo lejano, como un intento vano de acariciar con mi
mirada, aquel pálido rostro llorando silencioso en la neblina.
Entonces pasó
sigiloso, como si me hubiese estado buscando; y, sin preguntarme nada, me
invitó a jugar otra partida de ajedrez.
Se hablaba de un
inminente atraque y estaba contento. Por eso bebió más de la cuenta: siempre whisky
y del bueno. También habló más de lo acostumbrado y la forzada partida
palideció tras un largo monólogo que sentí premeditado, como un venerable
intento para atemperar mi atormentado espíritu.
—No te des manija —me
decía—; la distancia es como el viento... Ya lo dice la canción. Acordate que
si realmente te quiere te va a saber esperar. ¡No hay otra cosa, viejo!; el
fuego se aviva con la distancia —me volvió a repetir—; eso sí: siempre y cuando
le hayas echado suficiente leña en su momento.
Y eso era lo
fantástico de su discurso; me abría el camino de la duda exagerando,
deliberadamente, el doble sentido de las palabras.
Reconozco que al
principio me exasperaba, al punto de hacerme perder el control. Pensaba que lo
hacía a propósito, tan solo para mortificarme y demostrarme que era un tonto
maricón que lloraba como un niño por una hembra.
Entonces trataba de
calmarme diciéndome que lo hacía porque era un resentido, un ser totalmente
desquiciado que renegaba del amor, de la vida y de todo. "Por eso está
aquí —pensaba entonces—; vegetando entre las chapas, gastándose
irremediablemente entre el alcohol y las putas que no son más que su propia
fantasía de la libertad."
"¡Por eso está
aquí! —reflexionaba con bronca—; tratando vanamente de demostrarme que es un
pájaro libre sin siquiera darse cuenta que está irremediablemente atado a un
triste destino de infinita soledad y eterno desarraigo."
Pero después me
apaciguaba; y en la quietud de mis pensamientos, entendía que lo hacía por mi
bien, que en toda su prédica incisiva había un fin premeditado que no era otro
que el de ayudar a esclarecerme y contribuir a la búsqueda de mi propia verdad.
Una verdad que exigía comulgar con la realidad sin escapar indefinidamente como
lo estaba haciendo él.
—El barco es como el
regazo de una madre —solía decirme—. Subirse a un barco es como volver a ser
niños y mecernos nuevamente en el pecho de nuestra madre. ¿Acaso no nos acunan
las olas...? ¿Acaso aquí arriba no tenes techo, calor y comida asegurada?
Lo decía absolutamente
convencido. Hasta se permitió admitir que él nunca había cortado el cordón
umbilical que lo unía a su madre.
—Aunque ahora está
muerta. ¿Sabes? Aunque me casé con una buena mujer que me dio dos hijos que ni
siquiera sé si existen...
Entonces comprendí que
su realidad era más triste que la mía; fue automático, con esa inesperada
confesión.
—Reconozco que me
resultaba más cómodo huir —siguió diciendo—. Ahora comprendo que nunca quise
madurar; por eso mi hogar fue un desastre. Y los hijos... ¡el colmo de la
desesperación!; eran como si me estuviesen diciendo que me dejara de fantasear
y les demostrara de una vez por todas que realmente era un hombre, un verdadero
padre.. .
—Pero no me sentía
preparado para eso. ¿Te das cuenta? Reconozco que me era más fácil seguir
escapando, seguir embarcado. . . ¡Por eso fracasé!; y lo perdí todo.
—Lo peor del caso que
me di cuenta cuando murió mi vieja. Porque ya no tenía ninguna excusa. ¿Sabes?;
ninguna justificación para seguir huyendo. ¡Hasta plata tenía... ! No había razón
para seguir arriba de los barcos y olvidarme de mis hijos...
—Pero le había
esquivado tanto al bulto —continuó diciendo—; me había alejado tanto tiempo de
mí mismo... ¡Que ya se me hizo imposible encontrarme!
A partir de ese
momento sentí verdadera lástima por "Pico". Creo que hasta había
trastrocado mi anterior respeto por una profunda compasión.
Después vino el
episodio de Canarias, cuando amarramos en Las Palmas, una tarde soleada en que
el capitán decidió hacer víveres, combustible y divisas.
La euforia de la
vuelta me impedía recapacitar en otras cosas. Además; había recibido una carta
donde me escribían que aún ardía el fuego.
Por eso no advertí el
puterío, el vino bueno y la comida barata. Tampoco me percaté de la decidida
actitud que tomó "Pico" de perderse en un quilombo de la calle de las
Carmelitas.
Me di cuenta recién
cuando lo traían las autoridades de la Guardia Civil; justo cuando el buque se
disponía a zarpar. Y lo subieron totalmente borracho, sucio y desgreñado,
cantaba guturalmente un incomprensible aire gitano mientras hacía castañuelas
con las manos. Y tuve que atenderlo y asistir estoicamente a sus vómitos de
bilis y fantásticas sentencias. Era como si hubiese pretendido tragarse en un
par de horas toda una larga y dolorosa vida que venía deshechando desde años. Y
por primera vez puse en duda su arraigado concepto de libertad. Hablaba de esa
puta gitana como de una diosa que le había entregado su cuerpo ardiente al goce
infinito del amor.
Lo decía totalmente
persuadido. Para él; el reloj de oro, gran parte de la divisa y los gemelos de
jade que quedaron en el prostíbulo, se los habían robado abajo, en el sucio
mostrador de esa ingrata "madame" que todavía lo había entregado a la
policía para que lo encerraran nuevamente en el barco.
Con gran
consternación comprendí que aquel hombre había apostado para siempre a la
soledad; una triste y obsecuente soledad a la que ¡nunca, jamás!, sería capaz
de renunciar.
Me di cuenta que
había algo muy importante que me acercaba y que a la vez me separaba de él. Nos
había acercado esa tremenda necesidad de apostar que ambos alguna vez sentimos;
y nos separaba el hecho de que habíamos apostado distinto.
Yo había apostado a
esa mano solitaria y a ese rostro llorando silencioso en la neblina. Y Pico se
dio cuenta de mi decisión. Y sé que en el fondo se llenó de alegría.
Por eso, aquella
tarde que desembarcamos en aquel solitario puerto de Bahía Blanca, se comportó
de esa manera. Y cuando me vio abrazándome hasta la desesperación, besando sin
pausa aquel rostro querido; pasó a nuestro lado con su paso vacilante. Quiso
saludarnos, pero creo que tuvo vergüenza, vergüenza de interrumpirnos.
Sabía que
difícilmente lo volvería a ver. Y entonces, con profunda pena, lo vi alejarse
solo, con su paso inseguro, camino de algún triste lupanar de la ribera.
Caminaba tambaleando
su enorme figura, canturreando por lo bajo su "Tonada para un viejo
amor", y sintiéndose, tal vez, "COMO UN PAJARO LIBRE".
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