11 de noviembre de 2012

Aldo Leone. Cuentos de marinos VI. Míster Felipe.

                                            I
Seguramente lo embarcaron de apuro, como suele ocurrir para fin de año, cuando las licencias son devoradas por gran número de tripulantes. Posiblemente le hayan sugerido ciertas ventajas, o prometido tentadoras compensaciones que se diluyeron apenas subió al buque.

Porque Felipe embarcó torcido; y en un barco que está a punto de zarpar para un viaje de cinco meses hacia el extremo oriente, tal actitud es un mal precedente, un augurio casi infalible de futuros e inciertos problemas.
—¡Qué mierda me importa de la China y del Japón! —empezó diciendo, mientras acomodaba sus bártulos en el camarote.
—¡Yo quiero mi Costa Este, mis fatos, mis putas y mis piringundines! —continuó. Y lo repitió hasta el cansancio, durante varios días.


Eso fue el comienzo. Lo que siguió después fue una secuencia ininterrumpida de actitudes contradictorias, una manifiesta indisposición hacia el buque, malas relaciones de convivencia, y un empecinado apego a la bebida.

Pero Felipe no era un mal tipo; o, al menos, tan ventajosa opinión trataba de sostener el jefe de máquinas, más allá de todos los comentarios adversos que sobre él se tejían.
—Porque hay que reconocer que el hombre llevaba casi diez años en esa línea —le explicaba al capitán—. Además; es un buen mecánico, con mucha experiencia en turbineros. Por eso conviene esperar a qué se adapte; usted sabe que cada barco es un mundo nuevo, cuesta acostumbrarse. De todos modos; pienso que lo vamos a poder controlar y encarrilarlo como corresponde, para eso tengo confianza en mis oficiales.

Y parecía que los justificados temores del capitán estaban a punto de ceder y las presunciones del jefe de máquinas en vías de concretarse, cuando se produjo el primer gran altercado.

Hacía rato que Felipe venía fastidiando a los cocineros con eso de los huevos fritos.
—Porque yo quiero bife a caballo —decía invariablemente. Y lo decía todos los días, aunque, como es fácil de suponer, todos los días no se freían huevos.

El jefe de cocina le tenía paciencia y se los preparaba igual. Pero la costumbre que se había impuesto Felipe, arrastraba, no sin cierta razón, al resto de los tripulantes. ¡Quién podría sustraerse a la tentación de hincar sus dientes en un jugoso bife con huevos fritos! Y los huevos y la carne corrían... hasta que el responsable de los víveres cayó en la cuenta de que a ese ritmo, a mitad del viaje, terminarían comiendo porotos y lentejas como único plato. Entonces tomó una firme determinación: decidió cortarle el chorro, ajustarse estrictamente al menú, y a quejarse al capitán.
—¡La puta que las parió...! —fue el comienzo. Y hubo que sujetarlo; porque Felipe, se iba nomás para la cocina, con cuchillo y todo.
—¿Se dan cuenta? —seguía gritando—. ¡Nos niegan la comida! ¡Como si la pagasen ellos! —insistía—. ¡Seguramente que han de sacar sus buenos mangos vendiendo la carne en Japón! ¡No digo yo que en este barco hay una manga de hijos de puta...!

La cosa se arregló a medias, con la intervención del jefe de máquinas que lo tuvo largo rato charlando en su camarote.

Pero Felipe les tomó un odio atroz a los de la cocina. A veces dejaba la comida y se sentaba en la mesa sin probar bocado alguno. Aseguraba que le escupían el churrasco, y le orinaban la sopa. También estaba convencido de que la tortilla se la hacían con huevos congelados, o que al guiso le ponían bicarbonato y por eso al otro día andaba con diarrea.
II
Las largas singladuras suelen resultar tediosas. La marcha se transforma en una pesada rutina; y la meta: en un vasto horizonte circular donde los ciclos del sol suelen constituir, quizá, la única señal que los hace tomar conciencia del transcurrir del tiempo. Crepúsculos infinitos donde el astro fatigado, se hunde tras el horizonte, como un monstruo herido que aplasta sobre el lecho del mar sus entrañas ensangrentadas. En ocasiones, solitarias nubes, recortadas y estáticas, suelen ocultar tras un manto purpurino, tan magno entierro. Otras veces, con el firmamento despejado, brillante como un hilo de plata donde parecen confundirse las mil tonalidades del azul; el sol regala, a modo de despedida, un último fulgor verdoso, el rayo de la agonía que los viejos marinos atisban como señal de buen tiempo.

Los amaneceres suelen ser lentos, indecisos, como un tímido y avergonzado despertar del astro rey, tras un profundo y prolongado sueño. La aurora se dibuja en el oriente como una extensa sábana blanca, un níveo manto que cobija en su seno, al niño amodorrado que asoma perezoso tras la bruma infinita. El alba marca el compás del día, y el marino advierte, en sus múltiples reflejos tornasolados, la tempestad o la quietud. La observa atentamente como quien consulta un oráculo infalible, un cómplice código de señales que le delata las ocultas intenciones que se mueven en las profundas entrañas del océano.

Y fueron muchos nacientes y ponientes. Y miles las millas marinas registradas en el cuaderno de Bitácora, hasta divisar, en un atardecer de neblinoso horizonte, la mancha parduzca de la isla de Hong-Kong.

¡Imposible sustraerse al magnetismo de esa espléndida entrada! Porque; a medida que el buque se iba aproximando, a marcha lenta, vibrante, como un caminante extenuado que a la vista de su meta comienza a relajar sus fatigados músculos; una violenta eclosión de formas, objetos y colores, parecían recibirlo como premeditados fuegos de artificio para hacerlo olvidar de tan vastas soledades.

Felipe tampoco podía permanecer ajeno. Apoyado sobre la borda, fumando pausadamente su infaltable cigarrillo, observaba, como un viejo trotamundos, a ese otro pedazo de mundo, apenas un puntito perdido en la inmensidad del globo, un insignificante grano desprendido del infinito continente, que, aunque nuevo, no dejaba de mostrarle coincidencias. Paseaba su indulgente mirada sobre el semicírculo de la Bahía que se dibujaba nítida, como trazada con un compás, y especulaba, con su memoria, como quien cree haber visto desde siempre, lo que nunca vio.

Quizá por eso no demostró entusiasmo; o al menos parecía reflejar un estado de ánimo totalmente distinto al que mostraban el resto de los tripulantes. Disgusto que se puso en evidencia al enterarse de que el barco habría de operar fondeado, como la mayoría de los buques que operaban en la isla.

Y putió y reputió hasta el cansancio, manifestando de tan primitiva manera, su profunda aversión hacia un puerto que ni siquiera les ofrecía un muelle para amarrar, bajar tranquilamente la escalinata, y mandarse a mudar, al menos por una horas, de esa mierda de barco y de su gente.

Por eso tomó la firme determinación de no bajar. Su espíritu extremadamente inquieto y libertino no se sentía moldeado para rigurosos horarios de lanchas. Tampoco se sentía capaz de soportar interminables viajes esquivando sampanes, aguantando el ruido ensordecedor del motor, y empapándose la ropa con las frecuentes salpicaduras. Entonces le hizo la cruz al puerto; se metió en la sala de máquinas, y esperó terminar su guardia para encerrarse en el camarote.

A bordo todo era febril actividad. Apenas se hubieron marchado las autoridades de migración, el buque se convirtió en un verdadero pandemonio.

Primero fueron los pintorescos sampanes que ondulaban banderitas multicolores y que amarraron a la borda descargando un bullanguero ejército de putas. Y no era para sorprenderse, porque en Hong-Kong todo funcionaba de esa manera. Había una cierta coordinación en cuanto al tratamiento que se le dispensaba a un barco recién llegado; un orden preestablecido y concienzudamente elaborado que quitaba márgenes para el asombro. Porque, aunque el buque fuese tripulado por eunucos, o en su mástil de popa flameara solemne la bandera del Vaticano, difícilmente podría impedírseles el acceso a tan sugestivas trabajadoras del sexo.

Por eso se dispusieron en el navío como en su propia casa. Coparon el amplio comedor de la tripulación, previamente acondicionado por unos chinos con cara de rufianes, y empezaron a mostrarse. Y el Sindicato de Estibadores parecía trabajar de buenas ganas en un barco donde sus putas pudiesen trabajar de buenas ganas también. Y la Asociación de Sampanes operaba satisfactoriamente en un buque donde sus chicas quedasen satisfechas. Y toda una cadena que incluía proveedores, Agencia Marítima, y hasta Las mismas autoridades.

Después llegaron los sampanes abarrotados de mercancías. Grandes y pesadas cajas de cartón que izaban a mano, sujetas por gruesas cuerdas de yute. Enigmáticos arcones atestados de juguetes, grabadores, relojes y paragüitas que iban desembalando a medida que invadían cubiertas, pasillos y entrepuentes.

La mala suerte quiso que Felipe, contra todo esfuerzo de su voluntad, no pudiese permanecer indiferente a tan renovado bullicio. Tampoco quiso el destino, que fuese capaz de sobrellevar con el estoicismo deseado, el tan prudente retiro que en su momento se había impuesto.

Primero fueron unos golpecitos suaves, un apenas perceptible tan-tan que le hizo desviar la atención hacia la puerta de su camarote.

Después fue la puerta que se abrió y la repentina irrupción de una joven de ojos oblicuos que lo dejaron perplejo, casi sin aliento, justo cuando terminaba de escanciar su quinta latita de cerveza y se disponía a conciliar el sueño.
—Good afternoom —fue la presentación.
—Foqui-foqui —la invitación.

Las palabras sonaron insinuantes, cadenciosas, casi musicales. Y la mujer se le sentó resuelta en el sofá; mostrándole unas piernas blancas, sedosas, como transparentes.

Y hay que estar en el pellejo de un varón que se precie de tal y que lleva vaciadas tantas latitas de cerveza y como treinta días sin verla. Y no era precisamente un ricto de santidad el que reflejaba en esos momentos el rostro moreno de Felipe, que, con todos sus defectos, nadie podía negarle su condición de macho.

Los pasillos interiores de un buque tienen un olor característico. Se respira en ellos un aire especial, inconfundiblemente denso, un típico olor a barco que es totalmente distinto del olor a hospital, del tufo a comisaría, o de aquel otro que nos regalan las oficinas públicas. También se producen en ellos, ciertos fenómenos físicos, ligados a la transmisión del sonido, que hacen que el más ligero murmullo pueda ser escuchado de uno a otro extremo con la más absoluta nitidez.

El primero que vio la escena fue un auxiliar de máquinas que se dirigía a su compartimiento ubicado a escasos metros del que habitaba Felipe. Dijo haber observado a la dama que salía corriendo, llorando y gritando desaforadamente. La vio muy asustada, con el rostro descolorido y los ojos enrojecidos por el llanto. También refirió haberlo visto a Felipe, parado dificultosamente en la puerta de su camarote, casi desnudo, y gritando:
—¡Putita de mierda! ¡Chinita atorrante!; ¡y todavía me querés cobrar veinte dólares...!

Por lo antes descripto, el escándalo fue adquiriendo proporciones. Proporciones que se fueron acrecentando con el transcurrir de los minutos, y con la feroz irrupción de los chinos rufianes, cuya violenta increpación y agresiva postura, hacían prever la más terrible de las tormentas.

Parece que la cosa distó mucho de colmar las aspiraciones sexuales del irascible marino. Quizá porque lo tomaron de sorpresa y medio tumbado por tanta cerveza. O también, lo más probable, porque se pretendió hacer un trámite demasiado rápido como para atenuar tanta calentura acumulada.

Lo cierto que la oportuna intervención de sus compañeros pudo evitar a tiempo peligrosas prácticas de artes marciales que los chinos pretendían llevar a cabo para con el insatisfecho Felipe que seguía gritando:
—¡Putita de mierda! ¡Qué se había creído...! ¡Que era un pendejito! ¡Y todavía me quieren comparar este bodrio con Puerto Rico...! ¡Con esas sabrosas mulatas que para lo único que nacieron es para coger!

Había que ver la cara del capitán cuando los chinos lo amenazaban con pararle el barco si el entuerto no se arreglaba satisfactoriamente.
—¡No decía yo que este boludo nos iba a traer problemas! —le espetaba exaltado al jefe de máquinas—. ¡Para qué carajo se la cogió...!; ¡para qué mierda la dejó hacer ... si después no le va a pagar, si la va a largar colgada para armarme este quilombo...!
Y fueron veinte y oportunos dólares los que salieron del bolsillo del jefe de máquinas para poner fin a tan apremiante situación. También fueron gruesos los reproches que recibió Felipe con la firme amenaza de un desembarco inmediato y por oficio.
III
Imponente el espectáculo que ofrecía la Bahía esa mañana. Dondequiera que uno observase todo era febril actividad. Los buques fondeados parecían el punto de convergencia de infinitas líneas. Los había de todos los tamaños, tipos y banderas. Los pequeños sampanes, con sus cargas y familias, hormigueaban por el vasto espejo de agua como harto suficientes y legendarios protagonistas de aquel insólito paisaje. Dueños de sí mismos y del entorno, parecían como detenidos en el tiempo: la misma quilla, el mismo casillaje de madera dispuesto en la popa con su fina arquitectura de templo oriental, los señalaba como mudos testigos de un glorioso pasado que se resistía al cambio. Porque; mientras los grandes navíos, a quienes alimentaban o de quienes sé nutrían, cambiaban su proa afilada por el bulbo redondo de fácil desplazamiento, o trocaban sus abultados mástiles y cabrestantes por empinados guinches electrónicos; ellos seguían siempre iguales: con sus mujeres cocinando y lavando cacharros en oscuros rincones donde el espacio imponía su tiránica limitación, con los hijos pequeños atados como perros, jugando y gateando sobre la estrecha cubierta donde sus vidas dependían de esas finas cuerdas capaces de abortar cualquier caída fatal. Y allí estaban, atestando la Bahía como pléyades de escarabajos color caoba, transportando en un eterno ir y venir su folklore milenario, sus hijos como olvidados, y esa sorprendente resignación oriental.

Quizás una mínima cuota de tal resignación, hubiese necesitado Felipe, para aceptar, con más calma, su condición de prisionero obligado de sus propios desacuerdos. Seguramente le hubiese sido de gran utilidad para atemperar su espíritu exaltado, y rumiar, tranquilamente, su inexplicable bronca hacia oriente.

Porque con el episodio de la ramera había desatado tal contrariedad en los ánimos del capitán, que el inapelable castigo a que lo hubo sometido, podría interpretarse como una preventiva e inteligente medida que sirviese, siquiera, para aventar los razonables temores de futuras complicaciones.

Apenas veinticuatro horas faltaban para terminar la descarga, levantar anclas y enfilar la proa hacia mejor destino. Un confinamiento si se quiere leve y exento de ciertos rigores, como que no le impedía presentarse por el comedor pasearse por la cubierta, y putear, deliberadamente, a toda esa manga de atorrantes orientales que habían hecho del barco una feria y un burdel flotante.

Lo importante era no meterse con las putas. Por eso, esa mañana se paseaba pensativo por la cubierta de oficiales, la más apartada. Las loquitas estaban abajo y no había peligro. Por suerte, en esa cubierta se respiraba una atmósfera tranquila, sin sobresaltos, un verdadero oasis de sosiego que invitaba a la reflexión.

Quizá sumido en tan trascendental actitud, fue que se encontraba el chino con quien se topó Felipe. Seguramente había llegado tarde al concierto de las ventas y no tuvo más remedio que montar su quiosquito en semejante lugar. De todos modos al hombre parecía no importarle, y paseaba su mirada aletargada, sobre la incierta mercancía que exhibía en un improvisado taburete. Tampoco parecía sorprenderlo la presencia de Felipe que husmeaba y le tocaba todo. El chino seguía indiferente, como adormecido entre tanta quietud. Hasta que el marino le propuso Comprarle diez paragüitas.
—¡Eso sí! —le dijo en un rudo inglés—. ¡Siempre y cuando me los deje a mitad de precio!

Seguramente quiso tantearlo. O lo más probable, que, de puro aburrido, Felipe, se sintió obligado a distraerse jugándole una broma al chino, cuya modorra enervante y taciturna postura, invitaban a la joda.

Y había un marcado contraste entre la figura alta y atlética de Felipe y la pequeña y desgarbada silueta del oriental, que, medio despabilado por la insólita oferta, parecía masticar números. Tan grande era la diferencia, como pretender pagar dos dólares por algo que se ofrecía a cuatro.

Para el argentino, viejo conocedor de una línea donde los negocios se hacían con suma discreción, y donde el tira y afloje se reducía a un mínimo descuento y siempre a expensas de comprar grandes cantidades, el patético y casi inmediato "OKEY" del chino, le sonó a joda con rebote.

Por eso se quedó perplejo cuando el comerciante metía loe diez paragüitas en una bolsa de nylon y extendía la mano esperando su paga.

La desconfianza es un sentimiento natural que en el marino suele desarrollarse, quizá, como una gran virtud. No pocas sorpresas les deparan el mar y contados serían los navegantes capaces de negar que en algún puerto no los hayan estafado, o al menos pretendido hacerlo.

Y Felipe no era una excepción. Por eso manoteó instintivamente, casi con violencia, un paraguas del montón. Lo desenfundó, apretó un botoncito, y quedó visiblemente sorprendido por la perfección de su mecanismo. Estiraba y achicaba el manguito, le hacía sombra al chino que lo miraba alelado, abría y cerraba el paragüitas, sonriente, feliz, como un niño con su juguete nuevo.

Entonces calculó, que, a un chichecito así, en Brasil, lo podría vender por algo más de mil cruceiros. Por eso peló decidido un verde billete de cien dólares, y se llevó cincuenta paragüitas.
IV
Cayó la noche sobre la isla y la bahía mostraba su otro rostro. Un mundo nuevo que surgía de repente, merced a una fantástica y sutil metamorfosis. Sus peladas y oscuras colinas parecían haberse recostado a descansar en la insondable profundidad de ese mar negro, silencioso, apenas perceptible por el ligero rumor de infinitas ondulaciones que una suave brisa empujaba hacia la playa. Porque ahora los dueños del paisaje eran los imponentes rascacielos, esa cinta heterogénea de luces de neón que se proyectaban como fugaces bengalas sobre un firmemente opaco.

Felipe había considerado la conveniencia de cenar. Se sentía de buen talante, quizá por aquello de los paragüitas. Por eso bajó decidido al comedor y se confundió con el bullicio allí reinante. Había un nutrido grupo de compañeros que se disponían a matar la noche en el sofisticado bulín de oriente. Esperaban impacientes la lancha y mataban el tiempo entre bromas, risas y esperanzas, esa indefinida esperanza de sentirse en la tierra y sepultar en una caricia comprada, sus eternas soledades. Momentos de confusión y fácil alegría donde uno se deja arrastrar por esa vorágine de ruido y alcohol, de rostros extraños y cercanos que lo llevan, inexorablemente, hacia aquellos otros: amados, distantes, tan distantes, como la vana ilusión de no sentirse solos.

Felipe los miraba con cierto desdén; pero supo disimular sus ganas de bajar y seguirlos. Después escuchó decir:
—Che, eléctrico —y le hablaban al electricista que estaba comiendo a su lado—. Cuando venga el chino ese de los trajes, decile que me quedo con el marrón. ¡Ah!; y no se te olvide recalcarle que para mañana al mediodía zarpamos.

A partir de ese momento escuchó hablar de trajes hasta los postres. Que el carpintero se había encargado dos. Que el capitán se llevaba tres y un par de pantalones de sarga inglesa.
Hasta el negro sucio ese de la cocina, aquél a quien costaba imaginarse con otra ropa que no fuesen el delantal siempre manchado de grasa, se había encargado un flor de traje, con chalequito y todo.

Entonces le preguntó a su compañero:
—Decime, eléctrico, ¿qué es esto de los trajes?
—¿Cómo?, ¿no sabes?; claro, vos sos nuevo en la línea. ¡Es una tanga, viejo...! ¡Una verdadera tanga! Te lo hacen a metida. Viene el chinito con un centímetro y un muestrario de tela; te pasa la cinta por los hombros, te mide la cintura, las piernas... ¡hasta el culo y las pelotas! Después elegís; hay como cien tipos distintos de telas. ¡Y unos colores...! Tela inglesa. ¿Sabes?; casimires de los más finos. Por veinte dólares te sacas un traje completo, a medida. ¡No falla nunca! ¿Sabes? Parece un mago de la tijera el chino ese, y cuando te lo probas, ¡quedas con la boca abierta...!, ¡no lo podes creer!

Y mientras Felipe escuchaba, masticando cabizbajo su tortilla de acelga, se preguntaba para qué demonios podría servirle un traje. "Si yo siempre ando con vaqueros y campera" —pensaba—. "Si hasta me tengo olvidado cómo se hace el nudo de la corbata". Pero después caviló con más detenimiento, y mientras abría una latita de cerveza, pensó en esa mina de Belgrano. Recordaba sus aires de bacana; linda hembra que gustaba de la buena vida.

Siempre lo hinchaba conque quería verlo mejor vestido. Infinidad de veces se lo había escuchado... ¡Y no porque fuese menos puta!, ¡qué va! Tenía debilidad por los teatros de revistas y los sábados de la calle Corrientes. Se ponía sensual, inexplicablemente cariñosa entre ese inagotable desfile de hombres elegantemente vestidos y perfumados.

Y, mientras vaciaba lentamente su cerveza, recordaba con placer la cara de la mina mostrándolo a sus amistades. Le gustaba llevarlo a esos country de fin de semana y presentarlo como la gran adquisición; bicho raro y trotamundos, siempre tostado, bien fornido; machito envidiable e inconstante que le traía perfume francés, cigarrillos americanos, y el infaltable whisky escocés. A veces se sentía cohibido, inevitablemente incómodo entre tanta carroña pequeñoburguesa.

"Pero la mina está muy bien —pensaba—, y sus satisfacciones me las sabe dar. Entonces... ¡por qué no sorprenderla con algún trajecito de fina alpaca inglesa!".

A la segunda cerveza ya había tomado la firme decisión de hacerse un traje. A la cuarta latita, pensó que con dos trajes podría manejarse mucho mejor. "¡Total, con lo que salen!".

Cuando llegó el sastre ya lo estaban sosteniendo entre dos, mientras el chino medía y anotaba sus grandes dimensiones, en una libretita de tapas gastadas.
V
Esa mañana el barco parecía una colmena en febril actividad. Los últimos aprestos denunciaban una inminente partida. Rezagadas lingadas con extracto de carne, se depositaban en las atestadas bodegas de un par de sampanes que operaban por la banda de estribor. Sobre la otra banda, la pluma mayor maniobraba los últimos fardos de algodón que se estibaban, con inquietante malabarismo, sobre una hilera de pequeñas embarcaciones que danzaban armoniosamente, merced a un persistente y espumoso oleaje.

El ejército de putas se había replegado hacia otros buques recién llegados, seguramente mejor provistos y más necesitados.

Los mercaderes de a bordo levantaban sus quioscos con la misma impresionante rapidez con que los habían armado.

Felipe desayunaba con desgano; los ojos abotagados, la cara hinchada, amarillenta, como si todos los jugos biliares se le hubiesen desatado de golpe, irremediablemente empujados por tan copiosa y reciente libación.

Recién pareció despabilarse cuando escuchó hablar de los trajes. Entonces recordó, vagamente, que se había encargado un par. Trataba de asociar, pero le costaba discernir el tipo de tela, o el color que había elegido "Total —pensó—; lo importante que me calcen bien".

Después escuchó comentar de los paragüitas. Entonces barruntó, con satisfacción, el gran negocio que había hecho en la víspera. Se lo tenía callado, no quiso correr la bola para no tener competencia en Brasil.
—Estos chinos son unos imbéciles —decía el mecánico—. Te ofrecen la mercadería a tanto, y después la terminan largando por chaucha y palito.
—Se ve que el negocio de ellos está en la cantidad —opinó un segundo—. Y, si seguíamos insistiendo, ¡casi seguro que se los sacábamos por medio dólar!

Al oír esto, Felipe se despabiló del todo. Abrió los ojos grandes, y, con incontenible ansiedad, preguntó:
—¿A cuánto los pagaron?
—Un dólar cada uno, viejo; pero eso sí, se lo ofrecimos ahora, antes de zarpar, que es cuando rematan todo. Se los sacamos a un dólar por pieza con la única condición de llevarnos por lo menos veinte.

Felipe tragó saliva, se puso pálido como el mantel, y salió disparado hacia la cubierta de oficiales.
Ni rastros del chino aquel de los paragüitas.
—¡Hijo de puta! ¡Estafador! —gritaba desaforado—. ¡Ya te voy a agarrar, guacho de mierda...! ¡Ya vas a saber quién soy yo! —y lo buscó por todos los rincones..

Cuando al fin comprendió que todo reclamo era inútil, y que de los mercaderes no quedaba ni el olor; se fue abatido hacia el camarote y cerró la puerta con violencia, puteando y reputeando contra toda esa manga de chinos malditos.
—Seguramente que los ingleses les enseñaron a afanar —decía enojado—. Son rápidos para aprender los vicios de los patrones... —y se dejó caer pesadamente sobre la cama.

Estaba contemplando los cincuenta paragüitas cuando llamaron.| Los tenía apilados en el cajón inferior de la cómoda y los miraba con bronca, casi con ganas de tirarlos por la borda.
—Che, Felipe —le dijeron—. Está el chino ese de los trajes y anda como desesperado preguntando por vos.

Imposible describir la transmutación que reflejaba en ese momento el rostro de Felipe. Baste decir que quien traía el mensaje se quedó mudo, inmóvil, en un lamentable estado de total perplejidad, mientras el otro se ponía a gritar:
—¡Qué se vaya a la puta que los parió...! ¡Qué se los meta en el culo...! ¡No quiero nada...!; ¡no quiero saber más nada con estos chinos de mierda!

El compañero llevaba sobradas muestras del mal carácter de Felipe, pero esto sobrepasaba todos los límites. Por eso, apenas se hubo repuesto, le dijo:
—Con eso no se jode, viejo. No lo podes clavar al pobre chino, porque en ésta estamos metidos todos. Así que pensalo bien, no jodás y dale bola que son los últimos que le falta entregar.

El sastre estaba desesperado; recorría como loco los pasillos y a quien quiera que veía preguntaba por míster Felipe.

Por desgracia, las atinadas palabras de quien lo advertía, sonaron en el vacío, porque Felipe seguía gritando, desaforado, fuera de sí:
—¡Haceme el favor...! ¡Decile que me perdí en tierra, que me caí al agua! ¡Cualquier cosa decile...!; ¡pero que no me rompan más las pelotas! ¿Entendistes? ¡No quiero saber más nada con ningún chino...! ¡Que se meta los trajes en el culo!

El otro se fue enfadado, conteniendo a duras penas las ganas de trompearlo. Felipe se quedó un buen rato pensativo. Después tomó la firme determinación de bajar a la sala de máquinas y encerrarse en el tambucho que está detrás de la sentina, mientras decía:
—¡De aquí no me muevo hasta que no nos hayamos marchado de este puerto de mierda!

Aquellos tripulantes que tuvieron oportunidad de presenciar la escena, contaron que el chino no lo podía creer. Dicen que corría como loco con la pilcha de Felipe. Se metía por todos los rincones, escrutaba perplejo cada rostro que encontraba, y preguntaba en perfecto inglés:
—Míster Felipe... ¿dónde estar míster Felipe?; tengo dos trajes para él.

Dicen que iba con los hombros torcidos y el brazo agarrotado de tanto sostener dos trajes: uno azul eléctrico, y el otro color café.

Se fue con la lancha de las autoridades que dieron salida al buque. Llevaba sus dos trajes de fina alpaca inglesa, la mirada estupefacta, y una siniestra expresión en su rostro enjuto y aturdido.

Cuentan aquellos tripulantes que siguieron en la línea, que toda vez que llegaba un barco argentino, se aparecía el mismo sastre, con su muestrario de tela, su libreta de tapas gastadas y un centímetro. Dicen, que, cuando anotaba las medidas, vacilaba un instante, apenas unos segundos, y luego preguntaba:

—Míster Felipe... ¿Está aquí? ¿Cuándo venir, míster Felipe?; tengo dos trajes para él.


No hay comentarios:

Publicar un comentario