I
Seguramente lo
embarcaron de apuro, como suele ocurrir para fin de año, cuando las licencias
son devoradas por gran número de tripulantes. Posiblemente le hayan sugerido
ciertas ventajas, o prometido tentadoras compensaciones que se diluyeron apenas
subió al buque.
Porque Felipe embarcó
torcido; y en un barco que está a punto de zarpar para un viaje de cinco meses
hacia el extremo oriente, tal actitud es un mal precedente, un augurio casi
infalible de futuros e inciertos problemas.
—¡Qué mierda me
importa de la China y del Japón! —empezó diciendo, mientras acomodaba sus
bártulos en el camarote.
—¡Yo quiero mi Costa
Este, mis fatos, mis putas y mis piringundines! —continuó. Y lo repitió hasta
el cansancio, durante varios días.
Eso fue el comienzo.
Lo que siguió después fue una secuencia ininterrumpida de actitudes
contradictorias, una manifiesta indisposición hacia el buque, malas relaciones
de convivencia, y un empecinado apego a la bebida.
Pero Felipe no era un
mal tipo; o, al menos, tan ventajosa opinión trataba de sostener el jefe de
máquinas, más allá de todos los comentarios adversos que sobre él se tejían.
—Porque hay que
reconocer que el hombre llevaba casi diez años en esa línea —le explicaba al
capitán—. Además; es un buen mecánico, con mucha experiencia en turbineros. Por
eso conviene esperar a qué se adapte; usted sabe que cada barco es un mundo
nuevo, cuesta acostumbrarse. De todos modos; pienso que lo vamos a poder
controlar y encarrilarlo como corresponde, para eso tengo confianza en mis
oficiales.
Y parecía que los
justificados temores del capitán estaban a punto de ceder y las presunciones
del jefe de máquinas en vías de concretarse, cuando se produjo el primer gran
altercado.
Hacía rato que Felipe
venía fastidiando a los cocineros con eso de los huevos fritos.
—Porque yo quiero
bife a caballo —decía invariablemente. Y lo decía todos los días, aunque, como
es fácil de suponer, todos los días no se freían huevos.
El jefe de cocina le
tenía paciencia y se los preparaba igual. Pero la costumbre que se había
impuesto Felipe, arrastraba, no sin cierta razón, al resto de los tripulantes.
¡Quién podría sustraerse a la tentación de hincar sus dientes en un jugoso bife
con huevos fritos! Y los huevos y la carne corrían... hasta que el responsable
de los víveres cayó en la cuenta de que a ese ritmo, a mitad del viaje,
terminarían comiendo porotos y lentejas como único plato. Entonces tomó una
firme determinación: decidió cortarle el chorro, ajustarse estrictamente al
menú, y a quejarse al capitán.
—¡La puta que las
parió...! —fue el comienzo. Y hubo que sujetarlo; porque Felipe, se iba nomás
para la cocina, con cuchillo y todo.
—¿Se dan cuenta?
—seguía gritando—. ¡Nos niegan la comida! ¡Como si la pagasen ellos!
—insistía—. ¡Seguramente que han de sacar sus buenos mangos vendiendo la carne
en Japón! ¡No digo yo que en este barco hay una manga de hijos de puta...!
La cosa se arregló a
medias, con la intervención del jefe de máquinas que lo tuvo largo rato
charlando en su camarote.
Pero Felipe les tomó
un odio atroz a los de la cocina. A veces dejaba la comida y se sentaba en la
mesa sin probar bocado alguno. Aseguraba que le escupían el churrasco, y le
orinaban la sopa. También estaba convencido de que la tortilla se la hacían con
huevos congelados, o que al guiso le ponían bicarbonato y por eso al otro día
andaba con diarrea.
II
Las largas
singladuras suelen resultar tediosas. La marcha se transforma en una pesada
rutina; y la meta: en un vasto horizonte circular donde los ciclos del sol
suelen constituir, quizá, la única señal que los hace tomar conciencia del
transcurrir del tiempo. Crepúsculos infinitos donde el astro fatigado, se hunde
tras el horizonte, como un monstruo herido que aplasta sobre el lecho del mar
sus entrañas ensangrentadas. En ocasiones, solitarias nubes, recortadas y
estáticas, suelen ocultar tras un manto purpurino, tan magno entierro. Otras
veces, con el firmamento despejado, brillante como un hilo de plata donde
parecen confundirse las mil tonalidades del azul; el sol regala, a modo de
despedida, un último fulgor verdoso, el rayo de la agonía que los viejos
marinos atisban como señal de buen tiempo.
Los amaneceres suelen
ser lentos, indecisos, como un tímido y avergonzado despertar del astro rey,
tras un profundo y prolongado sueño. La aurora se dibuja en el oriente como una
extensa sábana blanca, un níveo manto que cobija en su seno, al niño amodorrado
que asoma perezoso tras la bruma infinita. El alba marca el compás del día, y
el marino advierte, en sus múltiples reflejos tornasolados, la tempestad o la
quietud. La observa atentamente como quien consulta un oráculo infalible, un
cómplice código de señales que le delata las ocultas intenciones que se mueven
en las profundas entrañas del océano.
Y fueron muchos nacientes
y ponientes. Y miles las millas marinas registradas en el cuaderno de Bitácora,
hasta divisar, en un atardecer de neblinoso horizonte, la mancha parduzca de la
isla de Hong-Kong.
¡Imposible sustraerse
al magnetismo de esa espléndida entrada! Porque; a medida que el buque se iba
aproximando, a marcha lenta, vibrante, como un caminante extenuado que a la
vista de su meta comienza a relajar sus fatigados músculos; una violenta
eclosión de formas, objetos y colores, parecían recibirlo como premeditados fuegos
de artificio para hacerlo olvidar de tan vastas soledades.
Felipe tampoco podía
permanecer ajeno. Apoyado sobre la borda, fumando pausadamente su infaltable
cigarrillo, observaba, como un viejo trotamundos, a ese otro pedazo de mundo,
apenas un puntito perdido en la inmensidad del globo, un insignificante grano
desprendido del infinito continente, que, aunque nuevo, no dejaba de mostrarle
coincidencias. Paseaba su indulgente mirada sobre el semicírculo de la Bahía
que se dibujaba nítida, como trazada con un compás, y especulaba, con su
memoria, como quien cree haber visto desde siempre, lo que nunca vio.
Quizá por eso no
demostró entusiasmo; o al menos parecía reflejar un estado de ánimo totalmente
distinto al que mostraban el resto de los tripulantes. Disgusto que se puso en
evidencia al enterarse de que el barco habría de operar fondeado, como la
mayoría de los buques que operaban en la isla.
Y putió y reputió
hasta el cansancio, manifestando de tan primitiva manera, su profunda aversión
hacia un puerto que ni siquiera les ofrecía un muelle para amarrar, bajar
tranquilamente la escalinata, y mandarse a mudar, al menos por una horas, de
esa mierda de barco y de su gente.
Por eso tomó la firme
determinación de no bajar. Su espíritu extremadamente inquieto y libertino no
se sentía moldeado para rigurosos horarios de lanchas. Tampoco se sentía capaz
de soportar interminables viajes esquivando sampanes, aguantando el ruido
ensordecedor del motor, y empapándose la ropa con las frecuentes salpicaduras. Entonces
le hizo la cruz al puerto; se metió en la sala de máquinas, y esperó terminar
su guardia para encerrarse en el camarote.
A bordo todo era
febril actividad. Apenas se hubieron marchado las autoridades de migración, el
buque se convirtió en un verdadero pandemonio.
Primero fueron los
pintorescos sampanes que ondulaban banderitas multicolores y que amarraron a la
borda descargando un bullanguero ejército de putas. Y no era para sorprenderse,
porque en Hong-Kong todo funcionaba de esa manera. Había una cierta
coordinación en cuanto al tratamiento que se le dispensaba a un barco recién
llegado; un orden preestablecido y concienzudamente elaborado que quitaba
márgenes para el asombro. Porque, aunque el buque fuese tripulado por eunucos,
o en su mástil de popa flameara solemne la bandera del Vaticano, difícilmente
podría impedírseles el acceso a tan sugestivas trabajadoras del sexo.
Por eso se
dispusieron en el navío como en su propia casa. Coparon el amplio comedor de la
tripulación, previamente acondicionado por unos chinos con cara de rufianes, y
empezaron a mostrarse. Y el Sindicato de Estibadores parecía trabajar de buenas
ganas en un barco donde sus putas pudiesen trabajar de buenas ganas también. Y
la Asociación de Sampanes operaba satisfactoriamente en un buque donde sus
chicas quedasen satisfechas. Y toda una cadena que incluía proveedores, Agencia
Marítima, y hasta Las mismas autoridades.
Después llegaron los
sampanes abarrotados de mercancías. Grandes y pesadas cajas de cartón que
izaban a mano, sujetas por gruesas cuerdas de yute. Enigmáticos arcones
atestados de juguetes, grabadores, relojes y paragüitas que iban desembalando a
medida que invadían cubiertas, pasillos y entrepuentes.
La mala suerte quiso
que Felipe, contra todo esfuerzo de su voluntad, no pudiese permanecer
indiferente a tan renovado bullicio. Tampoco quiso el destino, que fuese capaz
de sobrellevar con el estoicismo deseado, el tan prudente retiro que en su
momento se había impuesto.
Primero fueron unos
golpecitos suaves, un apenas perceptible tan-tan que le hizo desviar la
atención hacia la puerta de su camarote.
Después fue la puerta
que se abrió y la repentina irrupción de una joven de ojos oblicuos que lo
dejaron perplejo, casi sin aliento, justo cuando terminaba de escanciar su
quinta latita de cerveza y se disponía a conciliar el sueño.
—Good afternoom —fue
la presentación.
—Foqui-foqui —la
invitación.
Las palabras sonaron
insinuantes, cadenciosas, casi musicales. Y la mujer se le sentó resuelta en el
sofá; mostrándole unas piernas blancas, sedosas, como transparentes.
Y hay que estar en el
pellejo de un varón que se precie de tal y que lleva vaciadas tantas latitas de
cerveza y como treinta días sin verla. Y no era precisamente un ricto de
santidad el que reflejaba en esos momentos el rostro moreno de Felipe, que, con
todos sus defectos, nadie podía negarle su condición de macho.
Los pasillos
interiores de un buque tienen un olor característico. Se respira en ellos un
aire especial, inconfundiblemente denso, un típico olor a barco que es
totalmente distinto del olor a hospital, del tufo a comisaría, o de aquel otro
que nos regalan las oficinas públicas. También se producen en ellos, ciertos
fenómenos físicos, ligados a la transmisión del sonido, que hacen que el más
ligero murmullo pueda ser escuchado de uno a otro extremo con la más absoluta
nitidez.
El primero que vio la
escena fue un auxiliar de máquinas que se dirigía a su compartimiento ubicado a
escasos metros del que habitaba Felipe. Dijo haber observado a la dama que
salía corriendo, llorando y gritando desaforadamente. La vio muy asustada, con
el rostro descolorido y los ojos enrojecidos por el llanto. También refirió
haberlo visto a Felipe, parado dificultosamente en la puerta de su camarote,
casi desnudo, y gritando:
—¡Putita de mierda!
¡Chinita atorrante!; ¡y todavía me querés cobrar veinte dólares...!
Por lo antes
descripto, el escándalo fue adquiriendo proporciones. Proporciones que se
fueron acrecentando con el transcurrir de los minutos, y con la feroz irrupción
de los chinos rufianes, cuya violenta increpación y agresiva postura, hacían
prever la más terrible de las tormentas.
Parece que la cosa
distó mucho de colmar las aspiraciones sexuales del irascible marino. Quizá
porque lo tomaron de sorpresa y medio tumbado por tanta cerveza. O también, lo
más probable, porque se pretendió hacer un trámite demasiado rápido como para
atenuar tanta calentura acumulada.
Lo cierto que la
oportuna intervención de sus compañeros pudo evitar a tiempo peligrosas
prácticas de artes marciales que los chinos pretendían llevar a cabo para con
el insatisfecho Felipe que seguía gritando:
—¡Putita de mierda!
¡Qué se había creído...! ¡Que era un pendejito! ¡Y todavía me quieren comparar
este bodrio con Puerto Rico...! ¡Con esas sabrosas mulatas que para lo único
que nacieron es para coger!
Había que ver la cara
del capitán cuando los chinos lo amenazaban con pararle el barco si el entuerto
no se arreglaba satisfactoriamente.
—¡No decía yo que
este boludo nos iba a traer problemas! —le espetaba exaltado al jefe de
máquinas—. ¡Para qué carajo se la cogió...!; ¡para qué mierda la dejó hacer ...
si después no le va a pagar, si la va a largar colgada para armarme este
quilombo...!
Y fueron veinte y
oportunos dólares los que salieron del bolsillo del jefe de máquinas para poner
fin a tan apremiante situación. También fueron gruesos los reproches que
recibió Felipe con la firme amenaza de un desembarco inmediato y por oficio.
III
Imponente el
espectáculo que ofrecía la Bahía esa mañana. Dondequiera que uno observase todo
era febril actividad. Los buques fondeados parecían el punto de convergencia de
infinitas líneas. Los había de todos los tamaños, tipos y banderas. Los
pequeños sampanes, con sus cargas y familias, hormigueaban por el vasto espejo
de agua como harto suficientes y legendarios protagonistas de aquel insólito
paisaje. Dueños de sí mismos y del entorno, parecían como detenidos en el
tiempo: la misma quilla, el mismo casillaje de madera dispuesto en la popa con
su fina arquitectura de templo oriental, los señalaba como mudos testigos de un
glorioso pasado que se resistía al cambio. Porque; mientras los grandes navíos,
a quienes alimentaban o de quienes sé nutrían, cambiaban su proa afilada por el
bulbo redondo de fácil desplazamiento, o trocaban sus abultados mástiles y
cabrestantes por empinados guinches electrónicos; ellos seguían siempre
iguales: con sus mujeres cocinando y lavando cacharros en oscuros rincones
donde el espacio imponía su tiránica limitación, con los hijos pequeños atados
como perros, jugando y gateando sobre la estrecha cubierta donde sus vidas
dependían de esas finas cuerdas capaces de abortar cualquier caída fatal. Y
allí estaban, atestando la Bahía como pléyades de escarabajos color caoba,
transportando en un eterno ir y venir su folklore milenario, sus hijos como
olvidados, y esa sorprendente resignación oriental.
Quizás una mínima
cuota de tal resignación, hubiese necesitado Felipe, para aceptar, con más
calma, su condición de prisionero obligado de sus propios desacuerdos.
Seguramente le hubiese sido de gran utilidad para atemperar su espíritu
exaltado, y rumiar, tranquilamente, su inexplicable bronca hacia oriente.
Porque con el
episodio de la ramera había desatado tal contrariedad en los ánimos del capitán,
que el inapelable castigo a que lo hubo sometido, podría interpretarse como una
preventiva e inteligente medida que sirviese, siquiera, para aventar los
razonables temores de futuras complicaciones.
Apenas veinticuatro
horas faltaban para terminar la descarga, levantar anclas y enfilar la proa
hacia mejor destino. Un confinamiento si se quiere leve y exento de ciertos
rigores, como que no le impedía presentarse por el comedor pasearse por la
cubierta, y putear, deliberadamente, a toda esa manga de atorrantes orientales
que habían hecho del barco una feria y un burdel flotante.
Lo importante era no
meterse con las putas. Por eso, esa mañana se paseaba pensativo por la cubierta
de oficiales, la más apartada. Las loquitas estaban abajo y no había peligro.
Por suerte, en esa cubierta se respiraba una atmósfera tranquila, sin
sobresaltos, un verdadero oasis de sosiego que invitaba a la reflexión.
Quizá sumido en tan
trascendental actitud, fue que se encontraba el chino con quien se topó Felipe.
Seguramente había llegado tarde al concierto de las ventas y no tuvo más
remedio que montar su quiosquito en semejante lugar. De todos modos al hombre
parecía no importarle, y paseaba su mirada aletargada, sobre la incierta
mercancía que exhibía en un improvisado taburete. Tampoco parecía sorprenderlo
la presencia de Felipe que husmeaba y le tocaba todo. El chino seguía
indiferente, como adormecido entre tanta quietud. Hasta que el marino le
propuso Comprarle diez paragüitas.
—¡Eso sí! —le dijo en
un rudo inglés—. ¡Siempre y cuando me los deje a mitad de precio!
Seguramente quiso
tantearlo. O lo más probable, que, de puro aburrido, Felipe, se sintió obligado
a distraerse jugándole una broma al chino, cuya modorra enervante y taciturna
postura, invitaban a la joda.
Y había un marcado
contraste entre la figura alta y atlética de Felipe y la pequeña y desgarbada
silueta del oriental, que, medio despabilado por la insólita oferta, parecía
masticar números. Tan grande era la diferencia, como pretender pagar dos
dólares por algo que se ofrecía a cuatro.
Para el argentino,
viejo conocedor de una línea donde los negocios se hacían con suma discreción,
y donde el tira y afloje se reducía a un mínimo descuento y siempre a expensas
de comprar grandes cantidades, el patético y casi inmediato "OKEY"
del chino, le sonó a joda con rebote.
Por eso se quedó
perplejo cuando el comerciante metía loe diez paragüitas en una bolsa de nylon
y extendía la mano esperando su paga.
La desconfianza es un
sentimiento natural que en el marino suele desarrollarse, quizá, como una gran
virtud. No pocas sorpresas les deparan el mar y contados serían los navegantes
capaces de negar que en algún puerto no los hayan estafado, o al menos
pretendido hacerlo.
Y Felipe no era una
excepción. Por eso manoteó instintivamente, casi con violencia, un paraguas del
montón. Lo desenfundó, apretó un botoncito, y quedó visiblemente sorprendido
por la perfección de su mecanismo. Estiraba y achicaba el manguito, le hacía
sombra al chino que lo miraba alelado, abría y cerraba el paragüitas,
sonriente, feliz, como un niño con su juguete nuevo.
Entonces calculó,
que, a un chichecito así, en Brasil, lo podría vender por algo más de mil
cruceiros. Por eso peló decidido un verde billete de cien dólares, y se llevó
cincuenta paragüitas.
IV
Cayó la noche sobre
la isla y la bahía mostraba su otro rostro. Un mundo nuevo que surgía de
repente, merced a una fantástica y sutil metamorfosis. Sus peladas y oscuras
colinas parecían haberse recostado a descansar en la insondable profundidad de
ese mar negro, silencioso, apenas perceptible por el ligero rumor de infinitas
ondulaciones que una suave brisa empujaba hacia la playa. Porque ahora los
dueños del paisaje eran los imponentes rascacielos, esa cinta heterogénea de
luces de neón que se proyectaban como fugaces bengalas sobre un firmemente
opaco.
Felipe había
considerado la conveniencia de cenar. Se sentía de buen talante, quizá por
aquello de los paragüitas. Por eso bajó decidido al comedor y se confundió con
el bullicio allí reinante. Había un nutrido grupo de compañeros que se
disponían a matar la noche en el sofisticado bulín de oriente. Esperaban
impacientes la lancha y mataban el tiempo entre bromas, risas y esperanzas, esa
indefinida esperanza de sentirse en la tierra y sepultar en una caricia
comprada, sus eternas soledades. Momentos de confusión y fácil alegría donde
uno se deja arrastrar por esa vorágine de ruido y alcohol, de rostros extraños
y cercanos que lo llevan, inexorablemente, hacia aquellos otros: amados,
distantes, tan distantes, como la vana ilusión de no sentirse solos.
Felipe los miraba con
cierto desdén; pero supo disimular sus ganas de bajar y seguirlos. Después
escuchó decir:
—Che, eléctrico —y le
hablaban al electricista que estaba comiendo a su lado—. Cuando venga el chino
ese de los trajes, decile que me quedo con el marrón. ¡Ah!; y no se te olvide
recalcarle que para mañana al mediodía zarpamos.
A partir de ese
momento escuchó hablar de trajes hasta los postres. Que el carpintero se había
encargado dos. Que el capitán se llevaba tres y un par de pantalones de sarga
inglesa.
Hasta el negro sucio
ese de la cocina, aquél a quien costaba imaginarse con otra ropa que no fuesen
el delantal siempre manchado de grasa, se había encargado un flor de traje, con
chalequito y todo.
Entonces le preguntó
a su compañero:
—Decime, eléctrico,
¿qué es esto de los trajes?
—¿Cómo?, ¿no sabes?;
claro, vos sos nuevo en la línea. ¡Es una tanga, viejo...! ¡Una verdadera
tanga! Te lo hacen a metida. Viene el chinito con un centímetro y un muestrario
de tela; te pasa la cinta por los hombros, te mide la cintura, las piernas...
¡hasta el culo y las pelotas! Después elegís; hay como cien tipos distintos de
telas. ¡Y unos colores...! Tela inglesa. ¿Sabes?; casimires de los más finos. Por
veinte dólares te sacas un traje completo, a medida. ¡No falla nunca! ¿Sabes?
Parece un mago de la tijera el chino ese, y cuando te lo probas, ¡quedas con la
boca abierta...!, ¡no lo podes creer!
Y mientras Felipe
escuchaba, masticando cabizbajo su tortilla de acelga, se preguntaba para qué
demonios podría servirle un traje. "Si yo siempre ando con vaqueros y
campera" —pensaba—. "Si hasta me tengo olvidado cómo se hace el nudo
de la corbata". Pero después caviló con más detenimiento, y mientras abría
una latita de cerveza, pensó en esa mina de Belgrano. Recordaba sus aires de
bacana; linda hembra que gustaba de la buena vida.
Siempre lo hinchaba
conque quería verlo mejor vestido. Infinidad de veces se lo había escuchado...
¡Y no porque fuese menos puta!, ¡qué va! Tenía debilidad por los teatros de
revistas y los sábados de la calle Corrientes. Se ponía sensual,
inexplicablemente cariñosa entre ese inagotable desfile de hombres
elegantemente vestidos y perfumados.
Y, mientras vaciaba
lentamente su cerveza, recordaba con placer la cara de la mina mostrándolo a
sus amistades. Le gustaba llevarlo a esos country de fin de semana y
presentarlo como la gran adquisición; bicho raro y trotamundos, siempre
tostado, bien fornido; machito envidiable e inconstante que le traía perfume
francés, cigarrillos americanos, y el infaltable whisky escocés. A veces se
sentía cohibido, inevitablemente incómodo entre tanta carroña pequeñoburguesa.
"Pero la mina
está muy bien —pensaba—, y sus satisfacciones me las sabe dar. Entonces... ¡por
qué no sorprenderla con algún trajecito de fina alpaca inglesa!".
A la segunda cerveza
ya había tomado la firme decisión de hacerse un traje. A la cuarta latita,
pensó que con dos trajes podría manejarse mucho mejor. "¡Total, con lo que
salen!".
Cuando llegó el
sastre ya lo estaban sosteniendo entre dos, mientras el chino medía y anotaba
sus grandes dimensiones, en una libretita de tapas gastadas.
V
Esa mañana el barco
parecía una colmena en febril actividad. Los últimos aprestos denunciaban una
inminente partida. Rezagadas lingadas con extracto de carne, se depositaban en
las atestadas bodegas de un par de sampanes que operaban por la banda de
estribor. Sobre la otra banda, la pluma mayor maniobraba los últimos fardos de
algodón que se estibaban, con inquietante malabarismo, sobre una hilera de
pequeñas embarcaciones que danzaban armoniosamente, merced a un persistente y
espumoso oleaje.
El ejército de putas
se había replegado hacia otros buques recién llegados, seguramente mejor
provistos y más necesitados.
Los mercaderes de a
bordo levantaban sus quioscos con la misma impresionante rapidez con que los
habían armado.
Felipe desayunaba con
desgano; los ojos abotagados, la cara hinchada, amarillenta, como si todos los
jugos biliares se le hubiesen desatado de golpe, irremediablemente empujados
por tan copiosa y reciente libación.
Recién pareció
despabilarse cuando escuchó hablar de los trajes. Entonces recordó, vagamente,
que se había encargado un par. Trataba de asociar, pero le costaba discernir el
tipo de tela, o el color que había elegido "Total —pensó—; lo importante
que me calcen bien".
Después escuchó
comentar de los paragüitas. Entonces barruntó, con satisfacción, el gran
negocio que había hecho en la víspera. Se lo tenía callado, no quiso correr la
bola para no tener competencia en Brasil.
—Estos chinos son
unos imbéciles —decía el mecánico—. Te ofrecen la mercadería a tanto, y después
la terminan largando por chaucha y palito.
—Se ve que el negocio
de ellos está en la cantidad —opinó un segundo—. Y, si seguíamos insistiendo,
¡casi seguro que se los sacábamos por medio dólar!
Al oír esto, Felipe
se despabiló del todo. Abrió los ojos grandes, y, con incontenible ansiedad,
preguntó:
—¿A cuánto los
pagaron?
—Un dólar cada uno,
viejo; pero eso sí, se lo ofrecimos ahora, antes de zarpar, que es cuando
rematan todo. Se los sacamos a un dólar por pieza con la única condición de
llevarnos por lo menos veinte.
Felipe tragó saliva,
se puso pálido como el mantel, y salió disparado hacia la cubierta de
oficiales.
Ni rastros del chino
aquel de los paragüitas.
—¡Hijo de puta!
¡Estafador! —gritaba desaforado—. ¡Ya te voy a agarrar, guacho de mierda...!
¡Ya vas a saber quién soy yo! —y lo buscó por todos los rincones..
Cuando al fin
comprendió que todo reclamo era inútil, y que de los mercaderes no quedaba ni
el olor; se fue abatido hacia el camarote y cerró la puerta con violencia,
puteando y reputeando contra toda esa manga de chinos malditos.
—Seguramente que los
ingleses les enseñaron a afanar —decía enojado—. Son rápidos para aprender los
vicios de los patrones... —y se dejó caer pesadamente sobre la cama.
Estaba contemplando
los cincuenta paragüitas cuando llamaron.| Los tenía apilados en el cajón
inferior de la cómoda y los miraba con bronca, casi con ganas de tirarlos por
la borda.
—Che, Felipe —le
dijeron—. Está el chino ese de los trajes y anda como desesperado preguntando
por vos.
Imposible describir
la transmutación que reflejaba en ese momento el rostro de Felipe. Baste decir
que quien traía el mensaje se quedó mudo, inmóvil, en un lamentable estado de
total perplejidad, mientras el otro se ponía a gritar:
—¡Qué se vaya a la
puta que los parió...! ¡Qué se los meta en el culo...! ¡No quiero nada...!; ¡no
quiero saber más nada con estos chinos de mierda!
El compañero llevaba
sobradas muestras del mal carácter de Felipe, pero esto sobrepasaba todos los
límites. Por eso, apenas se hubo repuesto, le dijo:
—Con eso no se jode,
viejo. No lo podes clavar al pobre chino, porque en ésta estamos metidos todos.
Así que pensalo bien, no jodás y dale bola que son los últimos que le falta
entregar.
El sastre estaba
desesperado; recorría como loco los pasillos y a quien quiera que veía
preguntaba por míster Felipe.
Por desgracia, las
atinadas palabras de quien lo advertía, sonaron en el vacío, porque Felipe
seguía gritando, desaforado, fuera de sí:
—¡Haceme el favor...!
¡Decile que me perdí en tierra, que me caí al agua! ¡Cualquier cosa decile...!;
¡pero que no me rompan más las pelotas! ¿Entendistes? ¡No quiero saber más nada
con ningún chino...! ¡Que se meta los trajes en el culo!
El otro se fue
enfadado, conteniendo a duras penas las ganas de trompearlo. Felipe se quedó un
buen rato pensativo. Después tomó la firme determinación de bajar a la sala de
máquinas y encerrarse en el tambucho que está detrás de la sentina, mientras
decía:
—¡De aquí no me muevo
hasta que no nos hayamos marchado de este puerto de mierda!
Aquellos tripulantes
que tuvieron oportunidad de presenciar la escena, contaron que el chino no lo
podía creer. Dicen que corría como loco con la pilcha de Felipe. Se metía por
todos los rincones, escrutaba perplejo cada rostro que encontraba, y preguntaba
en perfecto inglés:
—Míster Felipe...
¿dónde estar míster Felipe?; tengo dos trajes para él.
Dicen que iba con los
hombros torcidos y el brazo agarrotado de tanto sostener dos trajes: uno azul
eléctrico, y el otro color café.
Se fue con la lancha
de las autoridades que dieron salida al buque. Llevaba sus dos trajes de fina
alpaca inglesa, la mirada estupefacta, y una siniestra expresión en su rostro
enjuto y aturdido.
Cuentan aquellos
tripulantes que siguieron en la línea, que toda vez que llegaba un barco
argentino, se aparecía el mismo sastre, con su muestrario de tela, su libreta
de tapas gastadas y un centímetro. Dicen, que, cuando anotaba las medidas,
vacilaba un instante, apenas unos segundos, y luego preguntaba:
—Míster Felipe...
¿Está aquí? ¿Cuándo venir, míster Felipe?; tengo dos trajes para él.
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