3 de noviembre de 2012

Aldo Leone. Cuentos de marinos VII. "El naufrago".

Usted se queja del calor, mocito, ¿y sabe porqué?; porque esto del aire acondicionado nos tiene mal acostumbrados. Le aconsejo que no se duerma en cubierta, aunque el aire fresco no llegue al camarote y uno sienta la sensación de que se ahoga. La humedad. ¿Sabe? Usted no se da cuenta y la muy desgraciada se le está metiendo hasta el tuétano de los huesos. ¡Yo sé porqué lo digo...!. No me venga conque en el camarote es imposible respirar, que parece un horno y no se puede estar. Para colmo se vino a descomponer el compresor justo ahora, a esta altura; porque ahí nomás está Recife. ¿Vio?, y no creo que lo puedan arreglar antes de llegar a Venezuela. Así que hay que resignarse, mi viejo, pero no se me duerma en cubierta. ¿Entiende?; es por la humedad, uno no se da cuenta y de a poquito le empieza a pudrir la carne..., es preferible abrir el ojo de buey y dormir en la cucheta.



Cuando empecé a navegar no existía el aire acondicionado. ¡Pucha si había que palearle carbón a la máquina! Se vivía de otra forma. ¿Sabe?; ahora cada uno se acobacha en su camarote: fresquito en el trópico, calentito en invierno. Se ponen a escuchar música, a leer, o a dormir como marmotas. Pero en aquellos tiempos se terminaba de laburar, y, después del baño, nos juntábamos todos en cubierta, como ahora. Era otra vida. ¿Sabes?; más dura pero más amena. Las navegaciones eran largas, a veces, semanas pero había otro espíritu, nos sentíamos más hermanados y nos proponíamos pasarla bien. Entonces organizábamos campeonatos de truco, asado y guitarreadas todos los domingos. Y hasta alguno que otro partidito de fútbol nos jugábamos; con una pelota de cuero llena de municiones, para que no se caiga al agua.  Era otra vida, viejo. ¿Y las estadías...?   ¡Para qué te cuento!: ¡buenas minas!, ¡buena guita! Fíjate que más de una vez, nos dimos el lujo de cerrar algún quilombo.  ¡Sí!, ¡ahí nomás!, en Brasil. ¡Todas las putas para nosotros! ¿Te das cuenta? Guita fresca, "bagayos" que rendían... ¡Y cómo nos los sacaban de las manos!; perfume berreta, bombachitas de nylon, y esos famosos vaqueros. ¡Había que traerlos de Norteamérica! ¿Sabes?; nos juntábamos todos, desde el capitán hasta el último marinero, y hacíamos una vaca. Cada uno ponía lo que podía y comprábamos de a miles.  La lancha bagayera nos esperaba en la bahía de Santos.   Se trabajaba con todo rigor, como verdaderos profesionales; y ahí nomás se hacía el negocio. Guita buena, guita dulce para la joda, y después...   ¡Después a reventarla en la Rúa Cámara! ¡Y qué puta la brasilera!; cariñosa como ninguna. Sentían un afecto especial por los argentinos. Cuando caíamos nosotros; a los noruegos y alemanes los mandaban a la mierda. Y nos dábamos el lujo de cerrar el quilombo; pagar toda la noche para que las putas se divirtiesen nada más que con nosotros...

Pero eran otros tiempos; ahora la gente apenas si baja. Alguna que otra comprita, un paseíto corto por lugares aburridos y baratos, y otra vez al barco; ¡a guardar la divisa!, ¡a llevarse los dólares para casa! ¿Te das cuenta?; esa guita que con tanta lucha logramos que se nos pague para esparcimiento, ahora se convierte en un sueldo más, quizá el más importante, muchas veces el único motivo para que un tipo se meta en estos barcos y se largue para afuera, dejando a la familia, a los hijos, llamando a cada rato por Radio Pacheco para saber cómo están, preguntando desesperados si le escribieron alguna carta.

Por eso te digo; cuando yo empecé a navegar era más joven que vos, y por cierto que no tenía esta pinta. Los años de mar te van gastando, viejo. Uno se va poniendo duro, como las chapas del barco. Ahora se navega con aire acondicionado y en un buque como éste: rápido, seguro, con tablero electrónico en la sala de máquinas que te va cantando todo. Fíjate vos que ahora el oficial de guardia se puede sentar tranquilo en la consola climatizada y leerse un libro cualquiera mientras relojea, cada tanto, el mamotreto ése lleno de lucecitas. ¡Y así se la pasan...!; cuatro horas al lado del robot, tomando mate, sin ruido, sin transpirar, y sin tener necesidad de ensuciarse. ¡Y qué me decís del puente de mando...!; navegador por satélite, música funcional, poderosos equipos de comunicación que te van informando los meteoros... Fíjate que el capitán se puede permitir el lujo de saber cuándo lo puede agarrar el temporal, y, si quiere, rajarle o esquivarlo a tiempo.

Por eso te digo... en aquellos tiempos gritaban: "Hay plaza únicamente para el sur..." y había que agarrar viaje, mi viejo. ¡Y nada de protestar si querías ganarte el mango!

Yo empecé a navegar en la época en que la marina mercante estaba en crisis, y sobraba la gente, tanto como escaseaba el peso. Por eso tenías que aceptar sin pestañear. ¡Qué barcos aquéllos que iban para el sur. ..! Mejor dicho; si es que podríamos llamar buques a esas frágiles barcazas que habían usado los aliados para el desembarco de Normandía; aquel famoso día D de la Segunda Guerra Mundial. ¿Lo escuchaste alguna vez? Bueno; varios de esos barcos vinieron a parar aquí, se habían planeado para una navegación y después tirarlos. Pero en la Argentina las mejoraron, aprovechando el casco plano que las hacían de inmejorables condiciones para operar en las costas del sur, donde prácticamente no existían puertos.

¡Y qué mar el del sur!; ¡nunca se estaba quieto! ¡Y había que ver cómo rolaban esas barcazas...! ¡Parecían rajarse al menor golpe de ola! Los tripulantes trabajábamos a destajo y vivíamos como perros. Atracábamos sobre la arena, donde nos dejaba la marea.
Y allí operábamos, en la cubierta. A veces, las ráfagas de viento helado eran tan fuertes, que te hacían caer... ¡Y nada de protestar, mijito!; a aguantarse si querías comer. Había momentos en que la nariz parecía que uno no la tuviese; y si te la llegabas a golpear: ¡de seguro que se te caía a pedazos!

Descargábamos víveres, herramientas, y algunos que otros pasajeros. Para las estancias. ¿Sabes? Para los ingleses y esos otros cabrones que eran los dueños de los barcos y de toda la Patagonia.

Después cargábamos lana; ahí nomás, apoyados sobre la arena, con la marea baja. Grandes fardos que venían en carretas, esas carretas inmensas, tiradas por seis, ocho bueyes cansados, resignados como nosotros.

Cuando todo estaba listo, esperábamos la pleamar y arrancábamos mar adentro, otra vez hacia ese océano incansable y amenazante.

¿Ves estas marcas...?; míralas bien, fíjate cómo está la piel. ¡Y eso que fue hace tantos años...!

Temamos que partir de puerto San Julián; allá, en la provincia de Santa Cruz. Todo iba bien, hasta que empezó a soplar un viento fuerte, tan fuerte que ya parecía un huracán. ¡Fíjate cómo sería de violento que hasta los albatros quedaban agotados...!; y mira que te estoy hablando de esas enormes gaviotas del sur, capaces de aguantar cualquier cosa. Pero esa tarde era increíble verlas vencidas, sin fuerzas. Cuando se dieron cuenta que era imposible volar, para buscar refugio en tierra, se empezaron a juntar en grupos, achicharradas, con las alas bien apretadas, y esos picos largos que escondían bajo ellas.
Parecían insignificantes migajas de pan tiradas como desperdicios sobre ese mar implacable. Aparecían y desaparecían de la vista, siempre montadas sobre los picos de las olas.

Nosotros habíamos terminado de operar y estábamos listos para zarpar. El informe de Prefectura hablaba de un mar fuerza ocho. ¡Te podes imaginar lo que era eso...! Ya estábamos dispuestos a tirarnos en nuestras cuchetas y tratar de dormir como mejor pudiéramos. Pero vino la orden: "Prepararse para levantar anclas, tripulación lista para maniobra de zarpada". ¿Te das cuenta? ¡Una barbaridad!

Al principio creíamos que se trataba de una joda.... Pero después nos dimos cuenta de que la cosa venía en serio; el capitán se había empecinado en salir, a toda costa, bajo cualquier precio.

Yo te lo cuento ahora, y parece increíble, pero aquéllos eran otros tiempos... En esa época el capitán hacía lo que se le cantaba; se sentía dueño del barco y de toda la tripulación. ¡Otra que sindicato!; ahí no corrían los paros, los delegados, ni un carajo. O te amoldadas... ¡o a la mierda!

Este comandante era un pendejo soberbio; un niñito bien que hacía su primer viaje como capitán. ¿Te das: cuenta del apuro? Se trataba de hacer méritos... O; también, lo más probable que le importara un pito de la vida; aunque...

Bueno, te sigo contando; para los armadores, un día de demora significaba mucha guita. Seguramente el tipo había especulado con que el temporal apretaba para el lado de la costa y una vez rumbo al norte nos podríamos estar zafando. Seguro que especulaba con eso y con que todavía nos ayudaría la popada.

Cosas de esas se decían; porque no vayas a creer que nos quedamos en el molde; ¡se trataba de nuestras vidas!, ¿te das cuenta? El barco se podía ir a pique que no nos importaba un carajo; pero, nosotros...

El contramaestre era un forro del capitán. Hacía añares que estaba en la Empresa y tenía amedrentada a la gente. Por eso no le pudimos ganar; porque, las cosas, como se venía presentando el temporal, pintaban como para cuatro cinco días de espera. ¡Y era demasiado para la Empresa! ¿Te das cuenta? ¡Demasiada guita que se perdían de ganar esos hijos de puta! Además; ¿para qué lo tenían al capitán y al contramaestre ese? Yo creo que el tipo no era ningún boludo, y sabía muy bien, que si el temporal se las tomaba para el norte, nos tragábamos como quince días allí, chupando frío, peinando lana de ovejas.

La cuestión que se largó nomás; a pesar de todas las advertencias, en contra de toda lógica. Éramos cuatro o cinco los que exigimos el desembarco inmediato; aunque después nos quedásemos sin trabajo, aunque fuésemos en cana por amotinamiento.

Pero: ¿adonde íbamos?, ¿quién nos sacaba del barco. . .? Parece increíble. ¿No?; pero fue así. San Julián era casi un barracón. La marea estaba alta y apenas si se veía la costa, donde golpeaban las olas, con tal brutalidad, que parecían arrastrar con todo. Así que nos tuvimos que persignar y que sea lo que fuese.

¿Te acordás el pesto que pasamos hace poco, allí, por Santa Catarina? Bueno; multiplícalo por cinco, por diez. ¡Lo qué era ese mar...! ¡No quiero ni acordarme! A la media hora el agua se colaba por todas partes. ¿Vistes alguna vez a un herrero moldeando una herradura? Bueno; la barcaza parecía eso: una insignificante herradura sacudida por los mazazos del mar.

Era tal la confusión, que tratábamos de adivinar por qué lado se iba a despachar lo peor. En la cubierta no quedó nada; las olas inmensas barrían con todo. En la cubierta de botes se vino una montaña de agua que arrancó a dos de ellos como si fueran cascaras de naranja.

En el puente de mando la confusión era total. Ya nadie escuchaba ni obedecía a nadie y lo único que querían era salir como fuera de semejante tragedia. Porque se veía venir. ¡Se veía a la vista que esa situación no podía durar demasiado!

Los cinco que habíamos protestado desde un principio, nos mantuvimos a la expectativa. Sabíamos que la cosa venía demasiado jodida; por eso nos quedamos en la popa, cerca de los botes salvavidas. No había muchas esperanzas, y todavía corríamos el riesgo de perder los últimos botes.

Por eso nos pusimos a destrincarlos; con el riesgo de vernos arrastrados por las olas. Pero había que hacerlo, la cosa no daba para mucho, y, al menos, lo intentábamos.

Como era de esperar... la tragedia vino. El barco se mandó un cabezazo, tan violento, que la popa quedó suspendida en el aire, en el preciso momento que estábamos desenganchando un bote.

El capitán se cagó en las patas, y mandó la orden de abandono. Pero ya nadie le daba bola. Además; demasiado tarde se acordó.

Cada uno trataba de arreglárselas como mejor podía. Era un caos total.
Después vino un panzazo violento, y lo partió en dos. ¿Vistes cómo se parte un huevo?; bueno, así de esa forma se quebró la barcaza.

Lo único que te puedo decir es, que yo, casi sin darme cuenta, en determinado momento me vi arriba del bote, con mis otros compañeros. Quizá porque estábamos esperando la tragedia. ¡Qué sé yo! La cuestión que empezamos a zarandearnos en la cascarita.

De la gente, lo único que te puedo decir, es, que unos cuantos se fueron a dormir al fondo, y para siempre. La mayoría quedó adentro del barco partido que desapareció de la superficie en menos que canta un gallo. No les dio tiempo a nada.

Recuerdo como una pesadilla que se escuchaban gritos por todos lados. El mar era una oscuridad total.

Cada tanto se veían algunos tripulantes con los chalecos salvavidas flotando quietos, como los albatros. El frío, ¿sabes?. Después, de repente, desaparecían y ya no los veías más.

Al otro bote ni tiempo de arriarlo: se hundió con el barco. Mientras estábamos tratando de controlar el nuestro, se arrimaron dos o tres hombres que todavía tenían aliento para nadar. Los subimos y los tiramos al piso...

La cuestión era mantenerse a flote, como sea, a cualquier precio. Pero; ¿quién podía adivinar por dónde batían las olas...? ¡Si venían de todos lados! Te juro que no daban tregua. Había que agarrarse fuerte y pegarse al piso del bote, apretarse como sanguijuelas contra las maderas para no ser arrastrados.

En una de esas vimos a un tipo, no muy lejos, en la punta de una ola, agitando desesperadamente los brazos y pidiendo auxilio.

¿Sabes quién era... ?: ¡el mismo capitán! Me di cuenta por la gorra y por la barba renegrida, era el único en la tripulación que llevaba semejante barba. Gritaba como un desesperado, y luchaba, con las pocas fuerzas que le quedaban, tratando de arrimarse al bote.
Fijate vos qué ironía...

Mira, pibe; esto que te voy a contar es muy jodido, nunca se lo dije a nadie... pero ya estoy viejo, un año más y me jubilo, y entonces... ¡a la mierda con el mar y con los barcos! Por eso te lo voy a contar; porque siempre me quedó atragantado... Y vos que sos joven, quiero que sepas lo qué es esta vida, o lo que fue en algún momento la lucha del marino.

Por eso no te quejes porque se haya roto el aire acondicionado y en el camarote hace mucho calor. Aprovecha a respirar esta brisa, y después, a dormir, a la cama. ¡Yo sé porque te lo digo...!

Bueno, te sigo contando; la verdad, que, cuando lo vi al capitán pidiendo auxilio, quise manotear el remo, o al menos darle un golpe de timón al bote, para ver si nos podíamos acercar. Estaba como a diez metros... ¡Qué sé yo! A veces venía una ola inmensa y lo levantaba que parecía que nos miraba de arriba, como en el barco, cuando nos verdugueaba desde el puente. Después desaparecía... Y entonces pensaba que era lo mejor que podía pasarle.

Aunque parezca mentira, el tipo aguantaba; ¡parecía increíble! Ya te dije, el bote era ingobernable. Tuve ganas de maniobrar el timón, para probar, para tratar de hacer algo... Pero mi compañero me frenó, me dijo que si lo hacía me tiraba al agua.

De repente lo vimos desaparecer y pensamos que por suerte ya se lo había tragado el mar. ¡También...!; era horrible verlo sufrir de esa forma.

Estábamos tratando de enderezar el bote que parecía a punto de zozobrar, cuando vimos una mano que asomaba, ahí nomás, buscando aferrarse a la borda. Después apareció la cabeza, ante una imponente ola y esa barba renegrida. Apenas si tenía fuerza como para dejar escapar un gemido apagado, suplicante.

¿Alguna vez te pusiste a pensar en la crueldad del destino. ..? Bueno, los seres humanos somos así; yo lo pienso ahora y me doy cuenta, que, muchas veces, las circunstancias extremas de la vida nos colocan en la misma categoría que los animales.

Te digo todo esto, no porque sienta algún cargo de conciencia. Yo creo que ni aún ahora, a tantos años de aquel desastre, lo hubiese perdonado. Pero... ¡jamás me hubiese imaginado tal cosa!

El que me prohibió que remara, estaba exaltado, decididamente enloquecido. Por eso se incorporó y agarró una de las tablas del bote. Mira que la cosa estaba jodida como para esa maniobra... Pero igual lo hizo. Cuando el hombre, en un último y desesperado intento, estaba manoteando la borda como para subir, con el peligro de darnos vuelta; este otro, que no viene al caso su nombre, ¡le descargó un tremendo planazo, con tal fuerza y desesperación, que si no se va al fondo del mar, seguro que lo sacan con el cráneo partido!

Los tiburones del lugar se habrán encargado de borrar toda huella; porque el mocito desapareció y no lo vimos nunca más.

El viento seguía soplando sin piedad y las olas arrastraban nuestro bote a su antojo, hacia cualquier lado.

No te puedo decir a ciencia cierta cuántos éramos los que allí estábamos. Lo que si te puedo asegurar es que se iban muriendo de a poco.

Nos dábamos cuenta porque quedaban duros, fríos como una barra de hielo.
Y los fuimos tirando al mar, de a uno, para aliviar el peso del bote. ¡No teníamos más remedio! ¿Te das cuenta?

En una de esas, vino una ola inmensa que parecía una montaña, y casi nos da vuelta.

Después no lo vi más al otro compañero, al de la tabla. Desapareció como tragado por el mar.

Entonces perdí el conocimiento; y ya no me acordé de nada.

Cuando desperté estaba amaneciendo. El viento soplaba menos fuerte y el mar se notaba más aplacado. Me llamó la atención verme en esa situación; estaba abrazado a una de las tablas del bote, como agarrado a la vida. Miré a mí alrededor, y no éramos más que dos los que habíamos quedado con vida... ¡Nada más que dos cristianos! ¿Te das cuenta... ? Dos insignificantes criaturas navegando a la deriva entre tanto mar, dentro de un bote cargado de cadáveres.

Eran seis, ¿sabes?; y los fuimos tirando casi sin aliento, con gran esfuerzo, porque nos costaba movernos.

A medida que caían al mar, desaparecían de la superficie como lingotes de acero... ¡Y ese mar hijo de puta que parecía recibirlos con satisfacción, como burlándose!

Uno de ellos, había sido mi compañero de camarote y el padrino de mi hijo. Fue por él que entré en la compañía. Y también gracias a él pude conseguir este barco en un momento en que las tripulaciones estaban todas completas.

Me había dado una mano desinteresadamente, de puro amigo, cuando me vio yirando como un paria por los muelles, sin un mango y sin trabajo.

Lo miraba y no lo podía creer. Estaba duro como una barra de hielo y tenía los ojos grandes, fríos, vacíos de toda vida y de todo sufrimiento. Su rostro mostraba una mueca tal de espanto y de terror, que hasta ahora me persigue, como estas cicatrices.

Con el otro nos pusimos a remar... Pero las manos no respondían. Estaban como quemadas. ¿Ves? ¡Blancas y duras por el frío y el salitre!
¿Y el dolor...? ¡Qué dolor, Dios mío! Era decididamente insoportable, parecía como si te estuviesen clavando un cuchillo, como si viniese desde el fondo de los huesos.

El sol andaba queriendo salir por entre unas nubes negras que me alcahuetearon el oriente. Queríamos remar, pero no dábamos más. Estábamos agotados, completamente molidos. Además, las manos... ¡Daban ganas de cortárselas!

La cara también dolía y los ojos que se me nublaban de a ratos; y, entonces... ¡Qué querés que te diga! ¡Maldije a la suerte y a ese mar hijo de puta por no habernos tragado como a los otros!

Después perdí el sentido y no me acordé más de nada.

Cuando desperté; vi a mi compañero tirado sobre la popa, mojado y quieto como las tablas del bote. Pensé que estaba muerto; pero después noté que respiraba y lo dejé estar.

El mar tenía un color verde claro y la brisa soplaba fresca, reanimante. Además empecé a sentir algo raro, como un olor a arena, a árboles. Eso me dio un poco de fuerzas y empecé a buscar, como pude, con lo poco que me respondían las manos.

Y entonces encontré el agua potable; había una lata debajo de un asiento. La sed era tremenda, la boca parecía un fuego. Le eché un poco de agua en los labios a mi compañero..., pero seguía inconsciente, respirando trabajosamente.

Después vi como una línea blanca, medio borrosa; algo así como una cinta tapada de nubes que concentraban la luz.

Y entonces sentí, con desesperación, cómo me ardían los ojos y empezaban a nublarse hasta quedarme ciego.

Me di cuenta que por aquel lado debía pasar algo, y eso me dio fuerzas para intentar remar. La desesperación me llevaba a agarrar los remos. ¿Sabes lo que significa estar en esa situación y darte cuenta de que sos impotente... ? Eso me sentía yo: imposibilitado de conducir el bote hacia la salvación, que la veía ahí nomás, al alcance de mis manos, y tan lejos. Te juro que putié y reputié contra el destino... Y estas manos, ¡estas hijas de puta que no me respondían!
Entonces me volví a desmayar...

El viento y las olas que habían desatado la tragedia, esta vez se pusieron de nuestro lado, acercando el bote hacia la playa. Me desperté cuando habíamos encallado en la arena.
Después nos recogieron unos paisanos, de esos gauchos que llevan a refrescar sus tropillas a orillas del mar. Me imagino la cara que habrán puesto cuando nos vieron.

Casi tres meses me comí en el hospital. Tres largos meses alimentado únicamente por una sonda que me enchufaron de prepo en el estómago cerrado.

Mi compañero también se salvó. Casi pierdo la vista y estas manos, así como las ves, quemadas. Mi mujer se la pasó constantemente a mi lado; al hijo lo cuidaba una vecina.
¿Seguro?, ¡no, mi viejo...! ¡ma que seguro ni ocho cuartos!; a contarle a Montoto te decían cuando querías reclamar alguna indemnización.

Al cabo de un mes, ya estábamos sin un mango. Y cuando me dieron el alta, mi señora cosía día y noche. Yo me sentía un inútil; estaba imposibilitado de hacer un carajo.

Tuvimos que vender lo poco que teníamos. Me acuerdo de esa heladera que habíamos comprado con tanto esfuerzo y que se la llevaron por dos pesos.

Me pasé casi un año convaleciente. Después vino lo otro, lo peor: conseguir otra vez trabajo.

Mi mujer no quería que volviese a los barcos; les había tomado un odio espantoso. Pero... ¿De qué podía laburar yo?; ¿te das cuenta?, con lo jodido que estaba todo. Y, además: ¿qué otra cosa sabía hacer? Tampoco podía desaprovechar la libreta de embarque que no era ni es una pavada conseguir. Así que cerré los ojos y otra vez a los barcos.

Y aquí me tenes, mi viejo; tomando fresco en cubierta, charlando con vos y recordando aquella época en que no existía el aire acondicionado.

Por eso te vuelvo a insistir: ¡nada de dormir al aire libre! La humedad, ¿sabes?; es muy jodida...

¡Ah!; y otra cosa: Que esto que te conté quede entre nosotros... como un secreto,

¿entendés? No sea cuestión que por ahí, a alguien se le ocurra pensar que el del tablazo fui yo.


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