Enlace al reportaje
El veterano marinero que deambulaba por los muelles, se detuvo
a dialogar con un viejo buque amarrado. Tocó el casco como si lo acariciara. Al
achicar los ojos de mirar lejanías encendió una pipa que parecía formar parte
del rostro y comenzó a desmenuzar recuerdos de cuando batallaran aventuras y el
mar los abrigara juntos. Al terminar el
soliloquio, bajó la mirada, giró su cansino cuerpo y dándole la espalda se fue
alejando. El buque que fuera hogar, lugar de trabajo y trajinante de vida,
ahora cubierto de óxido y radiado de
servicio, quedaba solo, acompañado tal vez por los viejos fantasmas que se
negaban a abandonarlo.
Sobre la platea del astillero había comenzado a
“ser”. Al principio era un hierro del
largo de su eslora. Después le nacieron costillas que apuntaban al cielo, y
sobre éstas se le fue adhiriendo la piel de acero. Los hombres trabajaban día y
noche. Lo maleaban dándole forma. Curvaban sus planchas continuación del
pantoque. Envuelto en chispas aquí y allá se parecía a lo que pronto iba a ser.
Terminado y con su nombre estampado a proa, según la tradición una madrina
brindó con él una botella de champaña que al arrojarla sobre su roda estalló en
mil pedazos de vidrio y espuma de buen
augurio. En medio de aclamaciones, se fue deslizando suavemente por la platea
hasta el agua. Recién nacido pusieron a
punto su razón de ser. Olía a nuevo y una hélice brillante enroscaba el agua empujándolo.
¡Podía navegar! Era su primera singladura e iniciaba la historia que se
volcaría día a día al libro de bitácora.
Los tripulantes se encomendaban a él como si fuese un
dios pagano; otros dialogaban con el corazón ruidoso en sus entrañas para
descifrar los misterios. Entre esos primeros hombres, sin saberlo, estaba quien
lo acompañaría a lo largo de su extensa vida.
Texto completo: El barco fantasma de Mar del Plata
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