6 de abril de 2013

La fiebre amarilla a bordo. Siglo XVIII.



Capítulo 4.

El fantasma del Almirante Hosier

Del Libro de GEOFFREY REGAN “El libro Guinness de lo DESATINOS NAVALES”, publicado por el Instituto de Publicaciones Navales. Traducido por el Capitán de Navío (RE) Benjamín Cosentino.


El Contraalmirante Francis Hosier encabezó en 1726 una expedición al Caribe, para impedir que los buques con tesoros españoles zarparan de Portobelo. A pesar de que en esta época la ciencia médica no había desarrollado un diagnóstico confiable de las enfermedades tropicales, comunes en las Indias Occidentales, sus efectos eran tan bien conocidos que las instrucciones recibidas por Hosier, permanecer en estación y evitar que cualquier buque con tesoros saliera del puerto, sin emplear la fuerza contra los defensores españoles, eran prácticamente una sentencia de muerte. Alrededor de 13 años después el poeta Richard Glover escribió una horrenda balada conocida como "El fantasma del Almirante Hosier", para conmemorar el ataque del Almirante Vernon a Cartagena. Se menciona a continuación un extracto:

Yo, por veinte velas acompañado
esta ciudad de España he aterrado,
nadie podía entonces su riqueza defender,
aunque mis órdenes fueron no pelear,
oh! en este océano ondulante,
con desdén las deseché,
y obedecí la cálida orden de mi corazón:
el orgullo de España someter.

Ante vuestra gloria, sin quejarnos,
vuestro éxito en las armas aclamamos,
pero recuerda nuestra triste historia,
que no se olviden los errores de Hosier:
enviados a este pestilente clima a consumirnos
piensa cuántos miles en vano cayeron,
dilapidados por enfermedad y angustia,
no en gloriosa batalla muertos.

El desastre de Hosier fue tan terrible que, cuando Campbell publicó, en 1744, su famoso libro Vidas de los almirantes, se sintió demasiado trastornado para relatar los detalles. Dijo: "No puedo obligarme a escribir los detalles de un desastre que deseo sinceramente pudiera ser borrado de los anales de esta nación".

Gran Bretaña y España en 1726 no estaban en guerra y ésa fue la raíz del problema. Cuando la flota de Hosier arribó frente a Portobelo, los españoles sencillamente se negaron a enviar al mar sus buques transportando tesoros. En consecuencia los descargaron y dejaron los buques vacíos, que mostraban provocativamente en su fondeadero; Hosier no tuvo otro remedio que esperar. Desde un mal fondeadero, prefirió bloquear el puerto español esperando nuevas ordenes o el día del juicio final. Entre junio y diciembre de 1726, la única actividad a bordo de los buques británicos fue la de dejarse morir. La mayoría murió de fiebre amarilla, llamada "bandera amarilla" o "vómito negro", nombres con los que conocían a la enfermedad los marineros del siglo XVIII. Las tripulaciones disminuyeron tanto que apenas podían operar los buques, por lo que el testarudo Hosier zarpó para Jamaica, embarcó más gente y retornó a su mortífero fondeadero para continuar ejecutando sus órdenes. El número total de tripulantes de la flota al comenzar era de alrededor de 3000 hombres; Hosier llego a perder por enfermedad alrededor de 4.000. Tampoco los oficiales eran inmunes, el mismo Hosier murió en agosto de 1727 y fue reemplazado por su segundo, Comodoro St. Lo, y después de él por el Contraalmirante Hopson. Este horrendo martirio terminó a fines de 1727 y el cuerpo de Hosier retornó a Inglaterra en la sentina del aviso Happy, cosa bastante poco cuerda.

¿Quién era el culpable? ¿El Almirantazgo por mandar a sus hombres a morir en una zona conocida por su insalubridad? ¿O Hosier por mantener obstinadamente su bloqueo mucho tiempo después de haber cesado su propósito? Las mismas preguntas se aplican a las víctimas que murieron de fiebre amarilla, cientos de miles de marineros británicos y franceses, en los siglos XVII y XVIII. Hosier no ignoraba los peligros de la enfermedad. Informó al Almirantazgo que sus hombres habían "contraído escorbuto y otras enfermedades que los hacían débiles e inútiles. Habiendo tantos hombres en cada buque es peligroso que aquellos que están sanos, estén cerca de ellos". Sin embargo perseveró en una acción en la que el sentido común demostraba que en verdad destruiría toda la fuerza. Murió obedeciendo órdenes. Era un buen epitafio para un almirante del siglo XVIII.



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