Comentario:
bajado del blog del colega Héctor Scaglione, El
carancho y el link se encuentra al final del cuento.
Rogelio
Rivarola, Capitán de Ultramar y además, comandante del “Rio de la
Plata”, buque insignia de la Flota Mercante del Estado, terminó de
abotonarse la chaqueta. Los botones dorados parecían soles que
resplandecían sobre el azul marino del uniforme. No pudo menos que
sentirse satisfecho de ver la imagen que el espejo le devolvía. Un
suspiro de satisfacción escapó de su boca.
Faltaba
poco para la cena. Entraría al comedor de primera clase mientras la
orquesta ejecutaba los acordes de una marcha irlandesa, por supuesto
elegida por él. Cualquiera se preguntaría por qué una marcha
irlandesa en un barco argentino. La respuesta la tenían pocos. Uno
de ellos era el comisario de abordo que lo esperaba de pie y junto al
asiento que ocuparía en la cabecera de la mesa en donde ya
aguardaban los pasajeros más notables.
El
Capitán tendría, previamente, la gentileza de permitir que las
damas, todas de vestido largo, tomaran asiento antes que él. No
olvidaba que lo importante era respetar la etiqueta.
Cada
pasajero tenía su lugar asignado de acuerdo al nivel social que
representaba. De eso se encargaba el Comisario. Éste, después de
comprobar que en la otra cabecera estuviera sentado el Jefe de
Máquinas procedería a ocupar su asiento en medio de dos damas muy
escotadas, lo haría con toda la eficiencia que el protocolo exigía.
La
marcha irlandesa iba moderando su volumen y los últimos acordes se
oyeron en el instante en que Rogelio Rivarola se sentó.
Como
dije, pocos sabían que esa era la marcha que el Almirante Brown
ordenaba tocar antes de entrar en combate y que una parte de la
tripulación, irlandeses como él, cantaban con una ferocidad digna
de la furia con la que combatirían pocos instantes después. Al
Capitán Rivarola esa historia lo emocionaba. Sin embargo esta era la
primera vez que podía oírla tocar en su honor. No era poco como
corolario de una vida profesional tan sacrificada como la que le tocó
vivir hasta ese momento.
Después
de pasar por casi todos los barcos de carga de la empresa, su mala
suerte quiso que, su último barco, naufragara en una playa solitaria
de Santa Cruz. Su temple y gran pericia lograron embarrancar la nave
sobre un fondo pedregoso en momentos en que comenzaba la bajamar. El
barco quedó en seco, asentado sobre el suave declive de la playa.
Una vez comprobado que la avería no tenía solución no tuvieron
otro recurso que desembarcar y alejarse caminando hacia los
acantilados más próximos. Casi se podría decir que no fue una
experiencia traumática. Los tripulantes salvaron sus efectos
personales y él bajó con el Diario de Navegación bajo el brazo.
Luego, al reparo del viento intentó describir lo acaecido dándole
un aire heroico pero, por más que se esforzó, el resultado fue
frustrante. Y lo fue porque simplemente no hubo nada notable en la
pérdida del barco más viejo de la empresa. Esa nave debería haber
sido desguazada mucho tiempo antes pero algún funcionario, desde su
oficina y a sotavento del escritorio, decidió que podía seguir
dando alguna ganancia.
Cuando
entró a la oficina del Gerente de Personal, Rivarola tuvo la
convicción que saldría de allí despedido. Pero no sin antes, se
prometió, haber descargado todas las frustraciones acumuladas en
tantos años de comandar chatarras que todavía flotaban gracias a un
milagro inexplicable.
No
llegó a decir más que:
— ¡Buenos
días, señor gerente!
Éste,
un antiguo capitán, le contestó sin levantar la vista de unas
planillas que estaba controlando.
— Va
al “Rio de la Plata” ¿Tiene todos los uniformes en condiciones?
Embarca hoy y zarpa pasado mañana. Buenos días.
Se
retiró caminando hacia atrás. Cuando se dio cuenta, se volvió y
transformó la retirada en una huida. No paró hasta la puerta del
ascensor. Recién allí fue consciente de que, al darle el comando
del buque insignia, lo habían convertido en el Comodoro de la Flota.
No hizo
falta que nadie lo previniera, del resultado de este viaje, dependía
su futuro. Algo así como todo o nada.
Cuando
llegó al muelle y bajó del taxi, sus ojos al ver esa masa blanca,
inmaculada, no pudieron con su asombro. En la proa, con letras
doradas se leía: “RIO DE LA PLATA”. Comenzó a subir por la
escala real sintiendo que su valijita, que contenía todos sus
efectos personales, tenía un tamaño tan pequeño como ridículo.
Dicen
que antes de que embarque un nuevo capitán primero llega su fama.
Siempre hay alguien que antes oyó hablar de él. Sus antecedentes no
lo ayudaban, no tenía idea de cómo llegó allí, pero no estaba
dispuesto a perder la oportunidad que el destino le puso por delante.
Todos
estos pensamientos llenaban su mente cuando sintió unos golpes
discretos en la puerta del camarote. Ésta se abrió tan solo unos
centímetros y la voz del camarero le avisó que faltaban cinco
minutos para su entrada al salón de primera clase. Desde esa noche
en adelante, durante la cena, debía presidir la mesa principal.
Con
otro suspiro decidió que su destino estaba jugado Su imagen en el
espejo, impecable, llamó su atención. Su uniforme todavía le
quedaba bien, pero le asombró el brillo de los botones. Lucían como
nuevos. Sin duda, ese fenómeno se debía a la eficiencia del
camarero.
Al
salir al pasillo, el segundo oficial le entregó una tarjeta con el
membrete de la empresa. En ella estaba escrita la posición actual
del buque, las millas navegadas en las últimas veinticuatro horas,
la velocidad y también la fecha y hora que se estimaba arribar a
Nueva York. Leyó esos datos atentamente, sabía que los pasajeros le
preguntarían todo lo que figuraba allí. Mientras se dirigía al
ascensor no pudo menos que reflexionar que otro de sus sueños más
preciados se estaba cumpliendo. Estaba navegando con rumbo a los
Estados Unidos, uno de los países que más admiraba.
Cuando
se quiso dar cuenta ya estaba sentado en su sillón. Todo se cumplía
a la perfección. Tenía la sensación de estar en medio de un
ballet. Las mujeres muy elegantes, los hombres de riguroso smoking.
Nadie olvidaba lo más importante, respetar la etiqueta.
Pudo
apreciar que cada uno de ellos tenía delante de su plato una tarjeta
con su nombre. No hicieron falta las presentaciones y directamente
comenzó la cena. Las conversaciones se generalizaron aunque poco a
poco el tema que se impuso fue el que sostenía el capitán con las
dos parejas que tenía a ambos lados.
— ¿Capitán,
que velocidad desarrolló el buque en las últimas veinticuatro
horas? — preguntó el señor Rossembaun, conocido joyero de Buenos
Aires.
— Veinticinco
nudos de promedio. Podemos decir que es una velocidad excelente—
respondió el Capitán.
— ¡Qué
bien, no veo la hora de llegar a Nueva York! ¡Adoro Nueva York!—
afirmó la Sra. Rossenbaum
— Sin
duda, es uno de los puertos más atractivos— acotó Rivarola
— ¡Por
fin llegaremos a un país como la gente, no veía la hora de hacer
este viaje!— la mujer no podía con su entusiasmo.
— El
mejor país del mundo— comentó su esposo.
El
Capitán, tratando de incluir en la conversación a la pareja que
estaba al otro lado, se dirigió al hombre preguntando:
— ¿Su
destino también es Nueva York, señor Pickempack?
— No,
descendemos allí pero continuamos viaje en avión hacia Alemania.
— Otro
país ejemplar— afirmó el capitán creyendo estar cumpliendo con
eficiencia sus funciones de anfitrión.
— No
se pueden comparar— intercedió la Sra. Rossenbaum.
— Yo
creo que sí. — Contestó Rivarola tratando, al mismo tiempo, de
entender el mensaje de alerta que le enviaban los ojos del Comisario—
En pocos años Alemania estará entre los primeros países del mundo
La
mujer no se detuvo allí sino que comenzó a degradar cada opinión
favorable a Alemania que exponía cualquiera de los demás pasajeros.
Intervino el Sr. Pickempack, que no podía ocultar su ascendencia
germana. Lo hizo con mucho tacto pero la guerra estaba desatada y el
Capitán no sabía cómo detenerla. Como solución se le ocurrió
alabar la eficiencia de las autoridades migratorias de ambos países
y, sobre lo bien que recibían a los pasajeros. En especial a los de
primera clase.
Fue
como echar nafta al fuego. Recién en ese momento el Capitán
comprendió la mirada del Comisario. La mujer, en su brazo derecho
llevaba un apósito color piel, creyó, con ingenuidad, que tal vez
cubría una afección cutánea. Pero fuera de sí, la Sra. Rossenbaum
se arrancó el apósito y allí, algo borrosos, aparecieron tatuados
una serie de números.
Al
mostrárselos le dijo: —Esto me lo hicieron en Alemania ¿Qué
opina de algo así?
El
Capitán Rivarola, acorralado sólo atinó a contestar…
— Bueno,
ya ve de qué forma eficiente y práctica eliminaron los pasaportes,
los documentos de identidad y todos esos papeles inútiles que piden
los funcionarios de migración ¿no le parece?
Hugo Portillo
Link al blog: El carancho
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