4 de octubre de 2014

Lo importante es la etiqueta, de Hugo Portillo

               Comentario: bajado del blog del colega Héctor Scaglione, El carancho y el link se encuentra al final del cuento.

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Rogelio Rivarola, Capitán de Ultramar y además, comandante del “Rio de la Plata”, buque insignia de la Flota Mercante del Estado, terminó de abotonarse la chaqueta. Los botones dorados parecían soles que resplandecían sobre el azul marino del uniforme. No pudo menos que sentirse satisfecho de ver la imagen que el espejo le devolvía. Un suspiro de satisfacción escapó de su boca.

Faltaba poco para la cena. Entraría al comedor de primera clase mientras la orquesta ejecutaba los acordes de una marcha irlandesa, por supuesto elegida por él. Cualquiera se preguntaría por qué una marcha irlandesa en un barco argentino. La respuesta la tenían pocos. Uno de ellos era el comisario de abordo que lo esperaba de pie y junto al asiento que ocuparía en la cabecera de la mesa en donde ya aguardaban los pasajeros más notables.




El Capitán tendría, previamente, la gentileza de permitir que las damas, todas de vestido largo, tomaran asiento antes que él. No olvidaba que lo importante era respetar la etiqueta.

Cada pasajero tenía su lugar asignado de acuerdo al nivel social que representaba. De eso se encargaba el Comisario. Éste, después de comprobar que en la otra cabecera estuviera sentado el Jefe de Máquinas procedería a ocupar su asiento en medio de dos damas muy escotadas, lo haría con toda la eficiencia que el protocolo exigía.

La marcha irlandesa iba moderando su volumen y los últimos acordes se oyeron en el instante en que Rogelio Rivarola se sentó.

Como dije, pocos sabían que esa era la marcha que el Almirante Brown ordenaba tocar antes de entrar en combate y que una parte de la tripulación, irlandeses como él, cantaban con una ferocidad digna de la furia con la que combatirían pocos instantes después. Al Capitán Rivarola esa historia lo emocionaba. Sin embargo esta era la primera vez que podía oírla tocar en su honor. No era poco como corolario de una vida profesional tan sacrificada como la que le tocó vivir hasta ese momento.

Después de pasar por casi todos los barcos de carga de la empresa, su mala suerte quiso que, su último barco, naufragara en una playa solitaria de Santa Cruz. Su temple y gran pericia lograron embarrancar la nave sobre un fondo pedregoso en momentos en que comenzaba la bajamar. El barco quedó en seco, asentado sobre el suave declive de la playa. Una vez comprobado que la avería no tenía solución no tuvieron otro recurso que desembarcar y alejarse caminando hacia los acantilados más próximos. Casi se podría decir que no fue una experiencia traumática. Los tripulantes salvaron sus efectos personales y él bajó con el Diario de Navegación bajo el brazo. Luego, al reparo del viento intentó describir lo acaecido dándole un aire heroico pero, por más que se esforzó, el resultado fue frustrante. Y lo fue porque simplemente no hubo nada notable en la pérdida del barco más viejo de la empresa. Esa nave debería haber sido desguazada mucho tiempo antes pero algún funcionario, desde su oficina y a sotavento del escritorio, decidió que podía seguir dando alguna ganancia.

Cuando entró a la oficina del Gerente de Personal, Rivarola tuvo la convicción que saldría de allí despedido. Pero no sin antes, se prometió, haber descargado todas las frustraciones acumuladas en tantos años de comandar chatarras que todavía flotaban gracias a un milagro inexplicable.

No llegó a decir más que:

¡Buenos días, señor gerente!

Éste, un antiguo capitán, le contestó sin levantar la vista de unas planillas que estaba controlando.

Va al “Rio de la Plata” ¿Tiene todos los uniformes en condiciones? Embarca hoy y zarpa pasado mañana. Buenos días.

Se retiró caminando hacia atrás. Cuando se dio cuenta, se volvió y transformó la retirada en una huida. No paró hasta la puerta del ascensor. Recién allí fue consciente de que, al darle el comando del buque insignia, lo habían convertido en el Comodoro de la Flota.

No hizo falta que nadie lo previniera, del resultado de este viaje, dependía su futuro. Algo así como todo o nada.

Cuando llegó al muelle y bajó del taxi, sus ojos al ver esa masa blanca, inmaculada, no pudieron con su asombro. En la proa, con letras doradas se leía: “RIO DE LA PLATA”. Comenzó a subir por la escala real sintiendo que su valijita, que contenía todos sus efectos personales, tenía un tamaño tan pequeño como ridículo.

Dicen que antes de que embarque un nuevo capitán primero llega su fama. Siempre hay alguien que antes oyó hablar de él. Sus antecedentes no lo ayudaban, no tenía idea de cómo llegó allí, pero no estaba dispuesto a perder la oportunidad que el destino le puso por delante.

Todos estos pensamientos llenaban su mente cuando sintió unos golpes discretos en la puerta del camarote. Ésta se abrió tan solo unos centímetros y la voz del camarero le avisó que faltaban cinco minutos para su entrada al salón de primera clase. Desde esa noche en adelante, durante la cena, debía presidir la mesa principal.

Con otro suspiro decidió que su destino estaba jugado Su imagen en el espejo, impecable, llamó su atención. Su uniforme todavía le quedaba bien, pero le asombró el brillo de los botones. Lucían como nuevos. Sin duda, ese fenómeno se debía a la eficiencia del camarero.

Al salir al pasillo, el segundo oficial le entregó una tarjeta con el membrete de la empresa. En ella estaba escrita la posición actual del buque, las millas navegadas en las últimas veinticuatro horas, la velocidad y también la fecha y hora que se estimaba arribar a Nueva York. Leyó esos datos atentamente, sabía que los pasajeros le preguntarían todo lo que figuraba allí. Mientras se dirigía al ascensor no pudo menos que reflexionar que otro de sus sueños más preciados se estaba cumpliendo. Estaba navegando con rumbo a los Estados Unidos, uno de los países que más admiraba.

Cuando se quiso dar cuenta ya estaba sentado en su sillón. Todo se cumplía a la perfección. Tenía la sensación de estar en medio de un ballet. Las mujeres muy elegantes, los hombres de riguroso smoking. Nadie olvidaba lo más importante, respetar la etiqueta.

Pudo apreciar que cada uno de ellos tenía delante de su plato una tarjeta con su nombre. No hicieron falta las presentaciones y directamente comenzó la cena. Las conversaciones se generalizaron aunque poco a poco el tema que se impuso fue el que sostenía el capitán con las dos parejas que tenía a ambos lados.

¿Capitán, que velocidad desarrolló el buque en las últimas veinticuatro horas? — preguntó el señor Rossembaun, conocido joyero de Buenos Aires.

Veinticinco nudos de promedio. Podemos decir que es una velocidad excelente— respondió el Capitán.

¡Qué bien, no veo la hora de llegar a Nueva York! ¡Adoro Nueva York!— afirmó la Sra. Rossenbaum

Sin duda, es uno de los puertos más atractivos— acotó Rivarola

¡Por fin llegaremos a un país como la gente, no veía la hora de hacer este viaje!— la mujer no podía con su entusiasmo.

El mejor país del mundo— comentó su esposo.

El Capitán, tratando de incluir en la conversación a la pareja que estaba al otro lado, se dirigió al hombre preguntando:

¿Su destino también es Nueva York, señor Pickempack?

No, descendemos allí pero continuamos viaje en avión hacia Alemania.

Otro país ejemplar— afirmó el capitán creyendo estar cumpliendo con eficiencia sus funciones de anfitrión.

No se pueden comparar— intercedió la Sra. Rossenbaum.

Yo creo que sí. — Contestó Rivarola tratando, al mismo tiempo, de entender el mensaje de alerta que le enviaban los ojos del Comisario— En pocos años Alemania estará entre los primeros países del mundo

La mujer no se detuvo allí sino que comenzó a degradar cada opinión favorable a Alemania que exponía cualquiera de los demás pasajeros. Intervino el Sr. Pickempack, que no podía ocultar su ascendencia germana. Lo hizo con mucho tacto pero la guerra estaba desatada y el Capitán no sabía cómo detenerla. Como solución se le ocurrió alabar la eficiencia de las autoridades migratorias de ambos países y, sobre lo bien que recibían a los pasajeros. En especial a los de primera clase.

Fue como echar nafta al fuego. Recién en ese momento el Capitán comprendió la mirada del Comisario. La mujer, en su brazo derecho llevaba un apósito color piel, creyó, con ingenuidad, que tal vez cubría una afección cutánea. Pero fuera de sí, la Sra. Rossenbaum se arrancó el apósito y allí, algo borrosos, aparecieron tatuados una serie de números.

Al mostrárselos le dijo: —Esto me lo hicieron en Alemania ¿Qué opina de algo así?

El Capitán Rivarola, acorralado sólo atinó a contestar…

Bueno, ya ve de qué forma eficiente y práctica eliminaron los pasaportes, los documentos de identidad y todos esos papeles inútiles que piden los funcionarios de migración ¿no le parece?

Hugo Portillo

Link al blog: El carancho


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