Comentario. Nota copiada del muro del
escritor y colega J.B. Duizeide.
De noche, la rada parecía un árbol de navidad de tantas luces. Eran los
barcos que esperaban su turno para entrar a cargar trigo. Hablo del puerto
Quequén. Hablo de los veranos de principios de los 70. Y aquellos barcos a los
que me refiero en su mayoría eran del tipo Liberty, construidos en semanas de
acuerdo a un plano y un método que inventaron los ingleses pero perfeccionaron
los yanquis. La idea era que las botaduras se sucedieran más rápido de lo que
se sucedían los hundimientos a causa de los submarinos alemanes. En la
construcción participaban enfermeras, peluqueros, taxistas, manicuras,
diarieros y cocineros dirigidos por viejos capataces de la industria naval y
supervisados, a vuelo de pájaro, por ingenieros navales. También así de rápido
se hacían quienes los piloteaban: cursos aceleradísimos y al mar… Cuando
terminó la guerra, los cientos de Liberty sobrantes fueron rematados y
cimentaron la fortuna de armadores como Onassis o Niarchos.
Aquellos eran los barcos que iluminaban la rada con sus luces.
Para muchos, eran decididamente horribles. Para mí, son los barcos de la
infancia, los que primero llenaron mis ojos con el desafío de la distancia. Uno,
poco antes de que yo naciera, varó a pocas cuadras de nuestra casa y sus restos
fueron durante años una de mis escapadas favoritas. Fue durante una sudestada
que muchos todavía recuerdan y comentan. Las olas trepaban a toda velocidad
cientos de metros playa arriba y morían a centímetros de la avenida costera.
Había hileras de autos estacionados con decenas de curiosos que asistían al
espectáculo de cinco buques en lucha con el mar. Los vendedores de café y
churros que se aventuraron en medio del temporal recaudaron esa tarde, entre
agua de lluvia y espuma salada, más que en varios días de verano. El cabeceo
violentísimo a causa de un oleaje de pesadilla hizo que rompieran las cadenas
de sus anclas el Sainte Bernadette,
de bandera francesa, y el Volta Redonda,
brasileño. Ambos corrieron el temporal y lograron refugiarse en el puerto de
Buenos Aires, aunque no sin averías. Los tres buques restantes, todos
brasileños y con menos de cien metros de eslora, tuvieron menos suerte. El Aurea Conde encalló frente a Costa
Bonita. Sus diecisiete tripulantes salvaron la vida, pero tanto sufrió la
estructura que no se lo pudo rescatar. También tuvo como destino el desguace
otro buque de la misma bandera: el Amaragy,
encallado a media milla de Punta Negra, al sudoeste del puerto, sin que se
perdieran vidas.
La restante víctima de la misma jornada, El Esito, de características similares, los sobreviviría en la
leyenda. Quizás a causa de haber varado a metros de la escollera sur, muy cerca
de la ciudad, por lo que aparece en miles de fotografías tomadas como recuerdo
por veraneantes y lugareños (como ésta que me pasó una familia de pescadores).
Tenía además una rica historia previa: construido en 1943 por el astillero Pacific Bridge, de California, revistó
durante la guerra bajo pabellón británico. Llevaba entonces el nombre Charles Treadwell. En abril de 1945, con
tres barras verticales pintadas sobre sus bandas para que se lo identificara
con facilidad, y completamente iluminado durante la noche, navegó por el Mar
del Norte hasta Rotterdam. Previamente, en un insólito episodio de colaboración
entre enemigos, aliados y nazis habían librado de minas un corredor marítimo
para que pasara indemne. Al llegar a puerto, lo escoltó una flotilla de
submarinos alemanes. Su carga de alimentos estaba destinada a la población
holandesa que se moría de hambre sometida por el régimen de ocupación.
Luego de varios cambios de mano y de nombre se convirtió en el Esito y
terminó sus días tan clavado en la arena que fueron inútiles los esfuerzos por
hacerlo zafar. Tras sortear la guerra y el naufragio sin muertes que lamentar,
lo envolvió la fatalidad. En los años ´70 murieron varios jóvenes que se
zambulleron desde sus restos. Ya iniciado el siglo XXI, cuando la arena había
cubierto su bodega despanzurrada, y apenas asomaba un metro de sus cuadernas
truncas, un motociclista que circulaba de noche a toda velocidad por la playa
embistió ese esqueleto de acero oxidado y se mató.
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