16 de enero de 2016

B/M "ESITO" JB Duizeide



Comentario. Nota copiada del muro del escritor y colega J.B. Duizeide.


De noche, la rada parecía un árbol de navidad de tantas luces. Eran los barcos que esperaban su turno para entrar a cargar trigo. Hablo del puerto Quequén. Hablo de los veranos de principios de los 70. Y aquellos barcos a los que me refiero en su mayoría eran del tipo Liberty, construidos en semanas de acuerdo a un plano y un método que inventaron los ingleses pero perfeccionaron los yanquis. La idea era que las botaduras se sucedieran más rápido de lo que se sucedían los hundimientos a causa de los submarinos alemanes. En la construcción participaban enfermeras, peluqueros, taxistas, manicuras, diarieros y cocineros dirigidos por viejos capataces de la industria naval y supervisados, a vuelo de pájaro, por ingenieros navales. También así de rápido se hacían quienes los piloteaban: cursos aceleradísimos y al mar… Cuando terminó la guerra, los cientos de Liberty sobrantes fueron rematados y cimentaron la fortuna de armadores como Onassis o Niarchos. 

Aquellos eran los barcos que iluminaban la rada con sus luces. 



Para muchos, eran decididamente horribles. Para mí, son los barcos de la infancia, los que primero llenaron mis ojos con el desafío de la distancia. Uno, poco antes de que yo naciera, varó a pocas cuadras de nuestra casa y sus restos fueron durante años una de mis escapadas favoritas. Fue durante una sudestada que muchos todavía recuerdan y comentan. Las olas trepaban a toda velocidad cientos de metros playa arriba y morían a centímetros de la avenida costera. Había hileras de autos estacionados con decenas de curiosos que asistían al espectáculo de cinco buques en lucha con el mar. Los vendedores de café y churros que se aventuraron en medio del temporal recaudaron esa tarde, entre agua de lluvia y espuma salada, más que en varios días de verano. El cabeceo violentísimo a causa de un oleaje de pesadilla hizo que rompieran las cadenas de sus anclas el Sainte Bernadette, de bandera francesa, y el Volta Redonda, brasileño. Ambos corrieron el temporal y lograron refugiarse en el puerto de Buenos Aires, aunque no sin averías. Los tres buques restantes, todos brasileños y con menos de cien metros de eslora, tuvieron menos suerte. El Aurea Conde encalló frente a Costa Bonita. Sus diecisiete tripulantes salvaron la vida, pero tanto sufrió la estructura que no se lo pudo rescatar. También tuvo como destino el desguace otro buque de la misma bandera: el Amaragy, encallado a media milla de Punta Negra, al sudoeste del puerto, sin que se perdieran vidas.

La restante víctima de la misma jornada, El Esito, de características similares, los sobreviviría en la leyenda. Quizás a causa de haber varado a metros de la escollera sur, muy cerca de la ciudad, por lo que aparece en miles de fotografías tomadas como recuerdo por veraneantes y lugareños (como ésta que me pasó una familia de pescadores). Tenía además una rica historia previa: construido en 1943 por el astillero Pacific Bridge, de California, revistó durante la guerra bajo pabellón británico. Llevaba entonces el nombre Charles Treadwell. En abril de 1945, con tres barras verticales pintadas sobre sus bandas para que se lo identificara con facilidad, y completamente iluminado durante la noche, navegó por el Mar del Norte hasta Rotterdam. Previamente, en un insólito episodio de colaboración entre enemigos, aliados y nazis habían librado de minas un corredor marítimo para que pasara indemne. Al llegar a puerto, lo escoltó una flotilla de submarinos alemanes. Su carga de alimentos estaba destinada a la población holandesa que se moría de hambre sometida por el régimen de ocupación.

Luego de varios cambios de mano y de nombre se convirtió en el Esito y terminó sus días tan clavado en la arena que fueron inútiles los esfuerzos por hacerlo zafar. Tras sortear la guerra y el naufragio sin muertes que lamentar, lo envolvió la fatalidad. En los años ´70 murieron varios jóvenes que se zambulleron desde sus restos. Ya iniciado el siglo XXI, cuando la arena había cubierto su bodega despanzurrada, y apenas asomaba un metro de sus cuadernas truncas, un motociclista que circulaba de noche a toda velocidad por la playa embistió ese esqueleto de acero oxidado y se mató.


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