18 de enero de 2014

TEMAS DE MAR de JUAN FILLOY de su libro PERIPLO.



Comentario: Lo publicado es un extracto de su Libro PERIPLO de 1930 y cuenta sus impresiones de un viaje por el Mediterráneo hasta Jerusalén, aparentemente como turista.
El libro tiene distintos temas con una escritura exquisita que más de una vez obliga a recurrir al diccionario.

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Temas de mar:
El océano tiene la soberanía moral de un gentil-hombre. Acepta el tránsito del barco como una servidumbre amable. Finge no sentir el escozor de la quilla, que fastidia de constante. Sabe que somos como la hoja en el torrente, y aplana tanto sus aguas que parecen de mercurio. Nos deslizamos así, dulcemente, como se desliza la muerte en el espíritu remansado de serenidad de los viejos...
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Escarnece nuestra pequeñez la unidad enorme del mar. La cápsula personal de nuestro número ocupa un lugar nimio en la escala pitagórica. El mar, en vez, uno de los puestos máximos. Como tal, su misión de símbolo es ingente y se nubla de hoscas preocupaciones. Su soledad es auténtica y única. Por eso gime en las mareas el dolor de la imposibilidad de consuelo... Mas, pronto se tranquiliza: ¡en ese dolor exclusivo está precisamente su orgullo!
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La pugnacidad de la ola ante el peñasco es una actitud que requiere examen. No es un alarde de vehemencia circunstancial. Viene desde lejos y desde hondo: desde la zona en que viven los instintos del agua. Responde a una orden inmanente. La pampa oceánica odia la intromisión de otro elemento que el propio. Y el peñasco es un pesquisa de facción... Por eso se levanta ante él, increpándole. Su protesta le flagela con energía tronitosa. Hasta que, al fin, le rinde su asedio... (Entonces, sin espías, el agua sigue su coloquio eviterno con el cielo).
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¡Quién pudiera, como el océano, nacer en sí, morir en sí, y tener en sí su propia posteridad! ¡Quién pudiera ser como la onda, ser cobertura de fuerzas cósmicas! ¡Quién pudiera ostentar la piel líquida, tostada de sol, curtida de escalofríos, de Poseidón! ¡Quién pudiera, como el agua, escuchar a la luz de las estrellas el diálogo siempre inconcluso de la luna y la brisa!
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Cada buque es el centro de una campana de cristal en la que —como emparedados— se hacinan sentimientos, ideas y designios. En ninguna parte está más cerca el horizonte y la concavidad del cielo. Así impregnamos el aire encerrado con nuestros humores, esperanzas y deseos. Dondequiera que ande un barco, anda esa media esfera de cristal, esa cárcel diáfana, que limita hacia abajo la propensión del esfuerzo y hacia arriba la propensión a volar. Al final del viaje, por tal razón, se llega, saturado de pequeñez, con la pestilencia interior de un ámbito promiscuo, que es necesario lavar y orear, por ejemplo, en lo dilatado de la pampa, del desierto o de la estepa... ¡Oh, cómo envidio a los navegantes de los viejos periplos que creían que el mar era un disco! Ellos, a lo menos, en la realidad del error, transfretaban bajo la gloria de un cielo único y total. Su ámbito no era un ámbito fragmentario, estrecho. Gozaban, anticipadamente, la atmósfera amplia de las almas en la muerte...
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Pleno sol del meridiano. Mar de mercurio, extirpado de ondas. Mar impecable, en donde es un estigma hasta la sombra del albatros. mar puro: cementerio de ángeles.
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El mar está picado. Multa verba collerica et amara... Cada ola se crispa en irisaciones y flecos. Las ondas, antes apacibles, trastabillean con enojo. Por doquiera, como un borracho iracundo, gruñe y fastidia. Hasta el cielo —que es su espíritu— ha bajado al nivel de su rabia con un denso gris uniforme. ¡Paciencia! Ya vendrá el sol a apaciguarlo, palmeando su espalda rodiniana, lo mismo que un gendarme bonachón...
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Como una regla redonda, viene una gran ola rodando. De trecho en trecho, indefectiblemente, traza una línea blanca de espuma. Y prosigue, prosigue, hasta la duna remota. Nadie sabe el secreto que la mueve, ni la pasión geométrica que la dirige. Sólo se percibe, al extinguirse en la arena, un lánguido suspiro tras la fatiga fecunda, por la huella que se borra y el ritmo que se pierde.
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Ilumina los árboles de la costa —verde cornisamento americano— la madrugadora prioridad del sol. Las olas, aun  adormiladas, se yerguen un poco para ver el panorama. Mas, vuelven prontamente a acostarse en el vaivén. No hay duda: prefieren oír las dulces berceuses que modulan las hijas de Amphitrite...
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¡Thalassa, Thalassa: creo en tu humanidad! Reflexionas con éxito imprescriptible sobre la bondad del equilibrio. Muestras un ingenio de imaginero en las creaciones submarinas. Deglutes en la vorágine. Te exaltas como un meridional en los tornados. Y hasta llegas a lamer la playa con la lengua incesante de la marea... ¡Thalassa, Thalassa: eres humano, demasiado humano! ¡Hasta la anomalía te consagra!
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La tormenta tropical resultó una fanfarronada. Enruló de trombas el mar. Insufló la asfixia de los infiernos húmedos. Hizo crujir las almas timoratas, apretándolas al rezo. Pero nada más... En medio de todo, la proa —cuchilla impávida— seccionó la furia del turbión. Y la quilla —cincel oculto— grabó en la estela, como siempre, una cínica frase de heroísmo.
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Las almas tienen su calado. Las pequeñas marchan hasta con gracia en el lago de frivolidades de la vida presente; y, a menudo, recalan sin dificultad en la ordinariez, la estulticia o la bajeza... Las grandes no llegan jamás a puerto. Embicarían en la multitud. Por eso se mantienen en alta y plena mar de soledad, ancladas en la contemplación interior o viendo en el ensueño la ruta imposible que marcan las constelaciones.
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Hoy estás, viejo océano, como nunca: ordenadamente desordenado. Algo solivianta tu profunda vocación rítmica. La regla hasta ayer tranquila del oleaje, se crispa ahora de espumas, y rechina, junto al barco, ásperos insultos. ¿Por qué? ¿Acaso tienes una hipertensión de fuerzas diabólicas? ¿Qué raro frenesí te contagia la tormenta? ¿Qué es ese tic nervioso que levanta la línea del horizonte? ¿Te exacerban, por ventura, las puntas de fuego que pone el rayo?... Vamos, cálmate. Ya reaparece el sol. Y pronto, quizá, el arco iris — brazo de Dios— saldrá entre las nubes a tomarte el pulso.
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Acodo mi espíritu en el agua para olvidar, meditando, los cotidianos episodios del hastío. En ella está toda la sinceridad: la sinceridad brusca que cruje de franqueza en los naufragios, y la sinceridad piadosa que devuelve el ahogado a la playa... Lejos de la yuxtaposición de cosas y sentimientos de la vida de a bordo, el agua expone en lontananza, sin arriére-pensées, la lección eterna de su simplicidad. Acodado en ella, mi espíritu la asimila en silencio. Nunca ha estado más cerca de la elocuencia: del motus ánimi continuus de la definición ciceroniana. ¡Variedad, primor y vehemencia dentro la unidad infinita! 

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