Comentario: Suscribimos, porque por supuesto no lo
podemos emular, lo escrito por este brillante español.
En tiempos anteriores, la lectura era uno de los pasatiempos favoritos a bordo de los buques mercantes. Ya
no lo es tanto.
Bajado de la pagina Finanzas.com
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Un velero no siempre deja tiempo
para la lectura. A menudo estás atento a la maniobra, al estado de la mar, a la
recha en el horizonte, al tráfico de los malditos mercantes que te vienen
encima. Pero siempre hay ratos de calma: días tranquilos con marejadilla y
quince nudos de viento, con todo el trapo arriba, o fondeos apacibles en
lugares sin algas, donde cuarenta metros de cadena permiten dormir algo más
tranquilo. Ahí es donde los libros se vuelven compañía perfecta, al sol o a la
sombra en verano, abajo en la camareta en invierno, a veces de noche, a la luz
de una lámpara, mientras arriba, en la bañera, alguien te releva cuatro horas
en la guardia y oyes el vago rumor del canal 16 en la radio.
Durante mucho tiempo, a bordo sólo
llevé libros sobre el mar. Es una vieja costumbre. Quizá porque he leído
demasiados de ellos, hace un par de años empecé a admitir polizones terrícolas
en la biblioteca marinera, donde antes estaban proscritos. Aun así, éstos
siguen siendo pocos, y por lo general se relacionan con la novela que estoy
escribiendo en cada momento. Lo seguro es que vuelvo una y otra vez a los de
siempre, los marinos, releyéndolos a menudo. Hace poco dediqué una temporada a
calzarme por enésima vez todas las novelas de Joseph Conrad que tienen el mar y
a los marinos por protagonistas, empezando por la Línea de sombra y acabando
por el ejemplar de El espejo de mar traducido por Javier Marías que siempre
llevo a bordo. En realidad, la biblioteca del barco se reparte en tres zonas.
Bajo la mesa de la camareta llevo los derroteros y los libros de señales, faros
y mareas, y en las estanterías sobre la entrada al motor van los libros
técnicos e históricos, incluidos los dos derroteros de Tofiño -es asombroso
cómo aún son útiles para un velero, dos siglos y medio después- y también,
lleno de subrayados y notas, el sobado e imprescindible Navegación con mal
tiempo, de Adlard Coles. Con ellos, entre otros, el Diccionario marítimo de
O'Scanlan, dos obras de Fernández de Navarrete en las que me sumerjo gozoso de
vez en cuando (Historia de la Náutica y los cinco magníficos volúmenes de
Viajes y descubrimientos de los españoles) y varios clásicos lomos amarillos de
Editorial Juventud, entre ellos mis dos favoritos, que también lo fueron de mi
padre: Corsarios alemanes en la Primera Guerra Mundial y Corsarios alemanes en
la Segunda Guerra Mundial.
Los libros que más se renuevan a
bordo son los de la tercera zona, correspondiente a novelas y otros libros de
ficción que ocupan estantes y armarios en la camareta. Por ahí han pasado, y
regresan de vez en cuando, los 20 volúmenes de la serie Capitán de mar y
guerra, de Patrick O'Brian, así como los de Alexander Kent y C. S. Forester
-los de la serie Ramage de Dudley Pope, sólo disfrutables por anglosajones
cretinos aficionados al tópico, los arrojé hace años por la borda-. También,
por supuesto, con amarre fijo en un estante, Moby Dick, de Melville, y la
trilogía de Nordhoff y Hall sobre la Bounty. A eso hay que añadir la soberbia
novela El cazador de barcos, de Justin Scott, La Cacería, del gran Alejandro
Paternain, El enigma de las arenas, de R. E. Childers -una de las más hermosas
novelas sobre mar y espionaje que leí nunca-, y la obra maestra sobre la
batalla del Atlántico: Mar Cruel, de Nicholas Monsarrat. Cuya magnífica
película, aunque sólo puede encontrarse en inglés, regalo a mis amigos cada vez
que me la tropiezo.
Libros y mar, en resumen. Memoria,
aventura, navegación. Y la tierra, bien lejos. Les aseguro que no puedo
imaginar combinación más feliz. Situación más perfecta.
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