Comentarios. El año pasado subimos este dramático
relato del naufragio simultáneo de los pesqueros “Amapola” y
"Angelito".
En mi caso navegando en el potero “Victoria
del Mar” en 2002 escuche parte de esa historia y de cómo se tuvieron que movilizar
los familiares para que lo sucedido no quedase en una nota periodística.
El colega Héctor Scaglione autor de este
texto, dispone de fotos y otros materiales del diario “El Atlántico”
de Mar del Plata, que retratan los titulares y noticias de esos días. Si
alguien desea recibirlos se pueden comunicar directamente con él a través de su
blog, FRASES DISPERSAS y el enlace se encuentra al pie de esta
página.
==============================
Desde el
puerto de Mar del Plata zarpamos un 12 de abril de 1990 en el pesquero
de altura “Joluma” rumbo al encuentro de los cardúmenes de merluza,
situados a diez horas de navegación. A esta distancia por las noches se
percibía el resplandor de las luces de la ciudad, y a los tripulantes nos
quedaba la sensación de cercanía de nuestros seres queridos, nuestro hogar.
El día 16, un informe meteorológico a los navegantes dio
aviso de temporal, pero mientras las autoridades no tomaran la medida
precautoria de cerrar el puerto, los buques de altura continuaban haciéndose a
la mar. A la mañana siguiente al iniciar la jornada de trabajo, el barómetro
había bajado líneas en forma pronunciada, mostrando una calma chicha absoluta y
otras señales del fenómeno climático que se avecinaba. El
horizonte no podía distinguirse, el cielo confundido con el mar igualaban
tonalidades. El océano semejaba un espejo tridimensional y Los barcos que
alcanzábamos a observar en la zona, parecían suspendidos flotando en el espacio
en impresionante ilusión óptica. El cielo fulguraba en relámpagos y el olor a
ozono descendía nítido desde la alta atmósfera presagiando la dureza climática
que se cernía sobre nosotros.
El capitán pegado a la radio escuchaba los partes meteorológicos
emitidos en forma continua por “Costera Mar del Plata”. Las autoridades ya habían
cerrado el puerto cuando los vientos huracanados comenzaron.
De común acuerdo los capitanes decidieron suspender las tareas de
pesca, levantar del agua las artes de pesca y estibarlas. Preparando a los
buques ‘a son de mar’ amarrar objetos sueltos y clausurar herméticamente todas
las aberturas al exterior, portas y escotillas. Los buques comenzaron a tomar
distancia rápidamente para evitar el peligro de colisionar entre sí al ponerse
a la capa.
Todos pensábamos que sería una tormenta pasajera con vientos
locales de corta duración, estábamos en pleno mes de abril y no se daban
fenómenos estacionales de esta naturaleza. Razón por la cuál dos de las
embarcaciones de menor porte, el “Angelito” y el “Amapola” que ya estaban en la
zona no dieron demasiada importancia al fenómeno en ciernes, y sus capitanes
optaron por quedarse y resistir para no perder la cercanía de los cardúmenes
cuando la tormenta amaine. El comienzo de los vientos fue repentino desplegando
fuerza rápidamente. En un par de horas se generaron olas de más de diez metros
de altura que, al romper sobrepasaban las superestructuras de los buques,
golpeándolos con violencia. Los tripulantes libres de guardia se refugiaban en
sus camarotes, acomodándose trabajosamente en las literas para no salir despedidos,
otros (los menos) preferían quedarse en el puente de mando para ver el
comportamiento del mar y sentirse acompañados por los que velaban.
Ya nadie pensaba que la tormenta fuera a ser de corta duración, y
con el correr de las horas empeoró hasta un punto en que el piloto automático
no podía mantener el rumbo y hubo que gobernar manualmente. El capitán decidió,
para tal fin, organizar guardias de timoneles entre la marinería.
Anochecía rápidamente y el panorama se mostraba lúgubre, la
oscuridad era una boca de lobo que amedrentaba al marino más veterano. Las
montañas líquidas amenazaban con sepultar la nave y rompían en un tumulto de
espuma sobre la cubierta y costados del buque provocando un ruido atronador.
Las toneladas de agua embarcadas barrían la cubierta y escapaban por las bocas
de tormenta, sabiamente instaladas. En cada arremetida de mar, el buque tremaba
casi sumergido, pero afloraba triunfal demostrando sus cualidades marineras.
Con cada bandazo rogábamos que los parabrisas del puente siguiesen intactos, y
no se dañen los puntos vitales que pudieran comprometer aún más nuestra
relativa seguridad. El tiempo pasaba y las olas aumentadas de tamaño, parecían
inflarse, ya de quince metros. En estas circunstancias los marineros que
empuñaban la rueda de timón comenzaron a bajar los brazos y declararse
incapaces de continuar. No era el momento para cuestionar esta falencia, donde
‘el mal de mar’ causaba estragos. En una reunión de oficiales, el capitán, jefe
de máquinas y el primer oficial decidimos timonear por turnos de dos horas para
seguir manteniéndonos a la capa. Estábamos completamente solos en cada uno de
nuestros turnos. Aferrados a la rueda de cabillas con la vista clavada en el
girocompás y en la pantalla del radar; ésta última inútil, daba falsos ecos que
hacían imposible detectar obstáculos o a otro buque. Teníamos solo la posición
geográfica que nos brindaba el GPS. Las comunicaciones con otras embarcaciones
las hacíamos por VHF, sin soltar la rueda de timón y con el micrófono a la altura
de la mano. Dar unos pasos en esas condiciones equivalía a hacer una caminata
lunar o a terminar estampado contra un mamparo, perder el sentido y dejar al
buque sin gobierno.
El huracán ya generaba olas de más de veinte metros y el viento
superaba los 200 kilómetros por hora. Resonaban en los cables de la arboladura,
mástiles y antenas de radio. Era un lamento enervante que taladraba los oídos y
el chiflete helado se filtraba por todos los resquicios de la estructura
haciéndonos tiritar de frío.
El barco trepaba las gigantescas olas como si escalara montañas,
una vez en la cúspide, quedaba suspendido. De pronto volaba, la proa y la popa
asomaban al vacío. La hélice giraba enloquecida fuera del agua. Luego, en
vertiginoso descenso por el tobogán fantástico y orlado de espuma, se deslizaba
hasta el fondo del seno donde impactaba en tremendo choque contra la masa
líquida, el estruendo hacía retemblar el casco, que descomponía el agua del mar
en millares de gotas que se desparramaban por efecto del viento y golpeaban el
frente del puente de mando como perdigones disparados por un arma descomunal.
El ciclo se repetía sin solución de continuidad. Mareo y vértigo eran nuestros
amos y señores, pero tercamente nos aferrábamos a la rueda de cabillas,
sabiendo que de esa acción dependía la vida de todos, no queríamos pensar que
cada golpe de mar podía ser el último y sobrevenir el desastre. La vista
panorámica desde el puente mostraba un cuadro dantesco; crestas fosforescentes
que por el soplido infernal, desprendían espuma de sus penachos y las
incorporaba a la atmósfera saturada de agua en suspensión, dificultando la poca
visión que teníamos. A nuestro pesar, era un paisaje de rara belleza y con
efecto narcótico que serenaba los espíritus y nos convertía en espectadores
privilegiados de primera fila, más aún cuando percibíamos que la embarcación se
comportaba en forma más deseada que previsible.
En el interior del buque, se sentían los efectos del vendaval.
Rolidos y cabeceos hacían volar objetos mal amarrados que, convertidos en armas
provocaban cortaduras y golpes violentos. Los oficiales con nuestra formación
en primeros auxilios, debíamos suturar o entablillar. Después de bastante
experiencia acumulada, no nos salía tan mal y los pacientes agradecidos.
La solidaridad brotaba siempre entre los hombres de mar como una
necesidad intangible, la mano amiga del compañero extendida para curar o
consolar. En nuestro buque, también nuestro universo, solos de toda soledad,
como una hoja al viento, donde la tecnología puesta al servicio del hombre como
herramienta sometida a la prueba límite, servía de muy poco y los que teníamos
la responsabilidad de mantener la nave a flote, debíamos jugarla como una
partida de ajedrez, estar serenos y no cometer errores.
Las tripulaciones de los demás buques estaban en idénticas
condiciones, con los efectos del ‘mal de mar’ y la sensación de tragedia que se
cernía. Yo, como tantos, estaba decidido a pelear hasta el último esfuerzo, era
la premisa. Nuestras familias en tierra también luchaban, pero con oraciones,
para vernos regresar sanos y salvos. En lo peor de la tormenta la radio salió
de su letargo con los primeros pedidos de auxilio. Eran ocho los buques de
altura con problemas en máquinas que, al embarcar agua por las chimeneas hacían
detener los motores y la estabilidad se comprometía al no poder mantener el
rumbo o quedar atravesados peligrosamente a merced de las olas, la situación de
estas embarcaciones se tornaba delicada. Ningún buque estaba en condiciones de
prestar ayuda a otro. Todos en pugna, no teníamos otra disponibilidad.
El “Amapola” embarcaba agua en forma peligrosa y su capitán
comenzó emitir pedidos de auxilio. Estaba sin máquinas ni energía eléctrica… Se
hundía. El capitán del “Angelito” (del mismo porte) decidió adoptar una
actitud heroica -ayudar al hermano en desgracia- y optó por intentar tomarlo a
remolque, maniobra que implicaría enormes riesgos. Al aproximarse el buque que
tomaría el remolque quedaba en la cúspide y el otro en el seno de la ola.
Subían o bajaban en movimientos constantes e imprevisibles, fuera de control,
hasta que las dos naves se tocaron accidentalmente, provocando un rumbo en la
obra viva del “Amapola” y su situación empeoró. Después de varios peligrosos
intentos, alcanzaron a pasarle el cable de acero para remolcarlos, logro de una
verdadera hazaña. Todos seguimos los detalles de estas maniobras a través de
las radios, alentándolos para que la suerte los ayude y pudieran lograr lo
imposible. A los pocos minutos los del “Amapola” no pudieron controlar la
inundación y comenzó a hundirse. El cable de acero unido al salvador, se
tensaba sobre las cornamusas a las que estaba amarrado, apretándose cada vez
más por efecto de la tensión extrema. Del “Angelito” trataron de cortarlo con
los elementos que tenían, pero no les alcanzó el tiempo. El gran peso del buque
siniestrado, en camino al fondo marino, unido firmemente al que le había
tendido la mano amiga… entre las olas tumultuosas se hundía también.
Después de una eternidad, la gran tensión y el grito desgarrador
del último instante; siguió un prolongado silencio. Las radios enmudecieron,
nadie osaba hablar ni podía salir del estupor. Mutismo general, elevado y
ofrecido como Responso a los que envueltos en las olas partieron rumbo a las
profundidades, y el soplar del viento como música de fondo a manera de saludo
respetuoso, ya no estaban. Su partida dejaba un vacío indescriptible.
Conocíamos a los tripulantes. Eran todos hijos de familias marplatenses que
vivían en el puerto, muchos amigos, la mayoría padres de familia, hijos o
novios a punto de casarse, procedían de la banquina chica, hombres de chacotear
con todo el mundo, de hablar a los gritos, de hacer bromas, de risa fácil.
A los que continuábamos en la lucha por mantenernos a flote, aunque
secos y a resguardo, un sentimiento de culpa nos atenaceaba el pecho. Seguíamos
vivos y con la impotencia de no haber podido ayudarlos; solo manteníamos la
esperanza que el temporal bajara su fuerza y que pudieran haber alcanzado a
abordar las balsas salvavidas. Los que no, seguro habrían tenido una muerte
rápida y misericordiosa.
El viento furioso siguió bramando como si el Hacedor quisiera
demostrarnos quién mandaba y que él podía hacer su voluntad como con todas las
criaturas. Nos dejaba un gusto amargo y la pregunta sin respuesta: ¿Dios es
omnipotente, justo o compasivo? Es solamente Dios y debíamos acatar su
voluntad.
Al término de mi turno de guardia antes de retirarme a descansar,
quise hacer un repaso del buque para inspeccionar los compartimientos. Comencé
por el extremo de popa. Al llegar a la zona del cuarto de máquinas del timón,
me costaba trabajo abrir la porta estanca, presagio que me encontraría con una
sorpresa desagradable. Al lograrlo, lo confirmó la catarata de agua que estalló
con fuerza sobre mí persona e hizo que cayera y fuera rebotando contra los
mamparos del pasillo. Me incorporé como pude, sobreponiéndome de golpes y
cortaduras, mientras el agua helada se escurría entre mis ropas y tomándome de
lo que tenía a mano para restaurar el equilibrio, acudí a buscar ayuda entre la
marinería.
—¡Muchachos, tenemos un compartimiento inundado! Y una vía de agua,
levántense a ayudar…Por favor…
Nada ni siquiera se movieron. Victimas de desazón y del ‘mal de
mar’ muchos con los ojos enrojecidos por el llanto contenido a duras penas.
Estaban en un sopor, shockeados por la reciente desgracia, tumbados y vestidos
en sus literas, alguno con el chaleco salvavidas colocado, parecía no
importarles que el buque siguiera a flote o no.
Me enfurecí para movilizarlos y darme mis propios ánimos:
—¡Levántense carajo, maricones de mierda!
Los hombres curtidos por las penosas tareas de la intemperie, se
fueron levantando para incorporarse a un pasamanos de baldes y poder achicar el
compartimiento inundado. Lo que al principio comenzó con un poco de vergüenza y
miradas torvas, de soslayo, culminó con un abrazo solidario. A más de uno se
nos escapó una lágrima silenciosa, sin pudor o en la soledad de los camarotes.
Amaneció y la tormenta comenzó lentamente a ceder. Quedaba la resaca y el mar
de fondo que se fue serenando cerca del mediodía.
Dejaba atrás la noche más larga y triste de mi vida. Todas las
embarcaciones nos abocamos a las tareas de búsqueda de náufragos, sumándose
buques patrulleros y aviones de La Armada y Prefectura. Al paso de las horas se
perdieron las esperanzas de encontrar sobrevivientes. Solo aparecieron las
balsas, una bien armada y sin ocupantes, otra, que no alcanzó a inflarse,
algunos chalecos salvavidas y otros despojos. Recién el día 20 apareció el
único cuerpo de los dieciséis tripulantes, el del marinero Vicente Di Yorio.
Otra vez el puerto de Mar del Plata amaneció de luto, y siguió por
muchos días. Los familiares de los náufragos se resistían a aceptar el fin de
la búsqueda y deambulaban lastimosamente por los muelles en busca de alguna
esperanza, que alguien les diera una explicación y ellos poder entenderla. Solo
obtuvieron miradas de conmiseración y un nudo en la garganta como muda
respuesta. Están ahí a pocas horas de navegación de Mar del Plata el
desmesurado Atlántico los cobijó.
Quedaron para siempre en el inmenso sepulcro marino
-¿Solos?-…¡No!…Acompañados por el ulular del viento y el recuerdo respetuoso de
los que los conocimos… En el corazón de sus familias y en la memoria colectiva
de nuestra querida ciudad.
Héctor
Scaglione
Enlace relacionado: El Loco Pata
Que terribles momentos de, angustiante, zozobra has descripto con respecto a los, tristes, acaecimientos ocurridos, Héctor! Te agradezco, como gente de mar, por el, prolijo, relato (al mejor estilo Joseph Conrad) que me ha pintado una tragedia real por uno de sus protagonistas.
ResponderEliminar