25 de octubre de 2014

PESCA. Hundimiento del “Amapola” y del “Angelito”.

Comentarios. El año pasado subimos este dramático relato del naufragio simultáneo de los pesqueros “Amapola” y "Angelito".

En mi caso navegando en el potero “Victoria del Mar” en 2002 escuche parte de esa historia y de cómo se tuvieron que movilizar los familiares para que lo sucedido no quedase en una nota periodística.

El colega Héctor Scaglione autor de este texto, dispone de fotos y otros materiales del diario “El Atlántico” de Mar del Plata, que retratan los titulares y noticias de esos días. Si alguien desea recibirlos se pueden comunicar directamente con él a través de su blog, FRASES DISPERSAS  y el enlace se encuentra al pie de esta página.



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Desde el puerto de Mar del Plata zarpamos un 12 de abril de 1990 en el pesquero de altura “Joluma” rumbo al encuentro de los cardúmenes de merluza, situados a diez horas de navegación. A esta distancia por las noches se percibía el resplandor de las luces de la ciudad, y a los tripulantes nos quedaba la sensación de cercanía de nuestros seres queridos, nuestro hogar.

El día 16, un informe meteorológico a los navegantes dio aviso de temporal, pero mientras las autoridades no tomaran la medida precautoria de cerrar el puerto, los buques de altura continuaban haciéndose a la mar. A la mañana siguiente al iniciar la jornada de trabajo, el barómetro había bajado líneas en forma pronunciada, mostrando una calma chicha absoluta y otras señales del fenómeno climático que se avecinaba. El horizonte no podía distinguirse, el cielo confundido con el mar igualaban tonalidades. El océano semejaba un espejo tridimensional y Los barcos que alcanzábamos a observar en la zona, parecían suspendidos flotando en el espacio en impresionante ilusión óptica. El cielo fulguraba en relámpagos y el olor a ozono descendía nítido desde la alta atmósfera presagiando la dureza climática que se cernía sobre nosotros.



El capitán pegado a la radio escuchaba los partes meteorológicos emitidos en forma continua por “Costera Mar del Plata”. Las autoridades ya habían cerrado el puerto cuando los vientos huracanados comenzaron.

De común acuerdo los capitanes decidieron suspender las tareas de pesca, levantar del agua las artes de pesca y estibarlas. Preparando a los buques ‘a son de mar’ amarrar objetos sueltos y clausurar herméticamente todas las aberturas al exterior, portas y escotillas. Los buques comenzaron a tomar distancia rápidamente para evitar el peligro de colisionar entre sí al ponerse a la capa.

Todos pensábamos que sería una tormenta pasajera con vientos locales de corta duración, estábamos en pleno mes de abril y no se daban fenómenos estacionales de esta naturaleza. Razón por la cuál dos de las embarcaciones de menor porte, el “Angelito” y el “Amapola” que ya estaban en la zona no dieron demasiada importancia al fenómeno en ciernes, y sus capitanes optaron por quedarse y resistir para no perder la cercanía de los cardúmenes cuando la tormenta amaine. El comienzo de los vientos fue repentino desplegando fuerza rápidamente. En un par de horas se generaron olas de más de diez metros de altura que, al romper sobrepasaban las superestructuras de los buques, golpeándolos con violencia. Los tripulantes libres de guardia se refugiaban en sus camarotes, acomodándose trabajosamente en las literas para no salir despedidos, otros (los menos) preferían quedarse en el puente de mando para ver el comportamiento del mar y sentirse acompañados por los que velaban.

Ya nadie pensaba que la tormenta fuera a ser de corta duración, y con el correr de las horas empeoró hasta un punto en que el piloto automático no podía mantener el rumbo y hubo que gobernar manualmente. El capitán decidió, para tal fin, organizar guardias de timoneles entre la marinería.

Anochecía rápidamente y el panorama se mostraba lúgubre, la oscuridad era una boca de lobo que amedrentaba al marino más veterano. Las montañas líquidas amenazaban con sepultar la nave y rompían en un tumulto de espuma sobre la cubierta y costados del buque provocando un ruido atronador. Las toneladas de agua embarcadas barrían la cubierta y escapaban por las bocas de tormenta, sabiamente instaladas. En cada arremetida de mar, el buque tremaba casi sumergido, pero afloraba triunfal demostrando sus cualidades marineras. Con cada bandazo rogábamos que los parabrisas del puente siguiesen intactos, y no se dañen los puntos vitales que pudieran comprometer aún más nuestra relativa seguridad. El tiempo pasaba y las olas aumentadas de tamaño, parecían inflarse, ya de quince metros. En estas circunstancias los marineros que empuñaban la rueda de timón comenzaron a bajar los brazos y declararse incapaces de continuar. No era el momento para cuestionar esta falencia, donde ‘el mal de mar’ causaba estragos. En una reunión de oficiales, el capitán, jefe de máquinas y el primer oficial decidimos timonear por turnos de dos horas para seguir manteniéndonos a la capa. Estábamos completamente solos en cada uno de nuestros turnos. Aferrados a la rueda de cabillas con la vista clavada en el girocompás y en la pantalla del radar; ésta última inútil, daba falsos ecos que hacían imposible detectar obstáculos o a otro buque. Teníamos solo la posición geográfica que nos brindaba el GPS. Las comunicaciones con otras embarcaciones las hacíamos por VHF, sin soltar la rueda de timón y con el micrófono a la altura de la mano. Dar unos pasos en esas condiciones equivalía a hacer una caminata lunar o a terminar estampado contra un mamparo, perder el sentido y dejar al buque sin gobierno.

El huracán ya generaba olas de más de veinte metros y el viento superaba los 200 kilómetros por hora. Resonaban en los cables de la arboladura, mástiles y antenas de radio. Era un lamento enervante que taladraba los oídos y el chiflete helado se filtraba por todos los resquicios de la estructura haciéndonos tiritar de frío.

El barco trepaba las gigantescas olas como si escalara montañas, una vez en la cúspide, quedaba suspendido. De pronto volaba, la proa y la popa asomaban al vacío. La hélice giraba enloquecida fuera del agua. Luego, en vertiginoso descenso por el tobogán fantástico y orlado de espuma, se deslizaba hasta el fondo del seno donde impactaba en tremendo choque contra la masa líquida, el estruendo hacía retemblar el casco, que descomponía el agua del mar en millares de gotas que se desparramaban por efecto del viento y golpeaban el frente del puente de mando como perdigones disparados por un arma descomunal. El ciclo se repetía sin solución de continuidad. Mareo y vértigo eran nuestros amos y señores, pero tercamente nos aferrábamos a la rueda de cabillas, sabiendo que de esa acción dependía la vida de todos, no queríamos pensar que cada golpe de mar podía ser el último y sobrevenir el desastre. La vista panorámica desde el puente mostraba un cuadro dantesco; crestas fosforescentes que por el soplido infernal, desprendían espuma de sus penachos y las incorporaba a la atmósfera saturada de agua en suspensión, dificultando la poca visión que teníamos. A nuestro pesar, era un paisaje de rara belleza y con efecto narcótico que serenaba los espíritus y nos convertía en espectadores privilegiados de primera fila, más aún cuando percibíamos que la embarcación se comportaba en forma más deseada que previsible.

En el interior del buque, se sentían los efectos del vendaval. Rolidos y cabeceos hacían volar objetos mal amarrados que, convertidos en armas provocaban cortaduras y golpes violentos. Los oficiales con nuestra formación en primeros auxilios, debíamos suturar o entablillar. Después de bastante experiencia acumulada, no nos salía tan mal y los pacientes agradecidos.

La solidaridad brotaba siempre entre los hombres de mar como una necesidad intangible, la mano amiga del compañero extendida para curar o consolar. En nuestro buque, también nuestro universo, solos de toda soledad, como una hoja al viento, donde la tecnología puesta al servicio del hombre como herramienta sometida a la prueba límite, servía de muy poco y los que teníamos la responsabilidad de mantener la nave a flote, debíamos jugarla como una partida de ajedrez, estar serenos y no cometer errores.

Las tripulaciones de los demás buques estaban en idénticas condiciones, con los efectos del ‘mal de mar’ y la sensación de tragedia que se cernía. Yo, como tantos, estaba decidido a pelear hasta el último esfuerzo, era la premisa. Nuestras familias en tierra también luchaban, pero con oraciones, para vernos regresar sanos y salvos. En lo peor de la tormenta la radio salió de su letargo con los primeros pedidos de auxilio. Eran ocho los buques de altura con problemas en máquinas que, al embarcar agua por las chimeneas hacían detener los motores y la estabilidad se comprometía al no poder mantener el rumbo o quedar atravesados peligrosamente a merced de las olas, la situación de estas embarcaciones se tornaba delicada. Ningún buque estaba en condiciones de prestar ayuda a otro. Todos en pugna, no teníamos otra disponibilidad.

El “Amapola” embarcaba agua en forma peligrosa y su capitán comenzó emitir pedidos de auxilio. Estaba sin máquinas ni energía eléctrica… Se hundía. El capitán del “Angelito” (del mismo porte) decidió adoptar una actitud heroica -ayudar al hermano en desgracia- y optó por intentar tomarlo a remolque, maniobra que implicaría enormes riesgos. Al aproximarse el buque que tomaría el remolque quedaba en la cúspide y el otro en el seno de la ola. Subían o bajaban en movimientos constantes e imprevisibles, fuera de control, hasta que las dos naves se tocaron accidentalmente, provocando un rumbo en la obra viva del “Amapola” y su situación empeoró. Después de varios peligrosos intentos, alcanzaron a pasarle el cable de acero para remolcarlos, logro de una verdadera hazaña. Todos seguimos los detalles de estas maniobras a través de las radios, alentándolos para que la suerte los ayude y pudieran lograr lo imposible. A los pocos minutos los del “Amapola” no pudieron controlar la inundación y comenzó a hundirse. El cable de acero unido al salvador, se tensaba sobre las cornamusas a las que estaba amarrado, apretándose cada vez más por efecto de la tensión extrema. Del “Angelito” trataron de cortarlo con los elementos que tenían, pero no les alcanzó el tiempo. El gran peso del buque siniestrado, en camino al fondo marino, unido firmemente al que le había tendido la mano amiga… entre las olas tumultuosas se hundía también.

Después de una eternidad, la gran tensión y el grito desgarrador del último instante; siguió un prolongado silencio. Las radios enmudecieron, nadie osaba hablar ni podía salir del estupor. Mutismo general, elevado y ofrecido como Responso a los que envueltos en las olas partieron rumbo a las profundidades, y el soplar del viento como música de fondo a manera de saludo respetuoso, ya no estaban. Su partida dejaba un vacío indescriptible. Conocíamos a los tripulantes. Eran todos hijos de familias marplatenses que vivían en el puerto, muchos amigos, la mayoría padres de familia, hijos o novios a punto de casarse, procedían de la banquina chica, hombres de chacotear con todo el mundo, de hablar a los gritos, de hacer bromas, de risa fácil.

A los que continuábamos en la lucha por mantenernos a flote, aunque secos y a resguardo, un sentimiento de culpa nos atenaceaba el pecho. Seguíamos vivos y con la impotencia de no haber podido ayudarlos; solo manteníamos la esperanza que el temporal bajara su fuerza y que pudieran haber alcanzado a abordar las balsas salvavidas. Los que no, seguro habrían tenido una muerte rápida y misericordiosa.

El viento furioso siguió bramando como si el Hacedor quisiera demostrarnos quién mandaba y que él podía hacer su voluntad como con todas las criaturas. Nos dejaba un gusto amargo y la pregunta sin respuesta: ¿Dios es omnipotente, justo o compasivo? Es solamente Dios y debíamos acatar su voluntad.

Al término de mi turno de guardia antes de retirarme a descansar, quise hacer un repaso del buque para inspeccionar los compartimientos. Comencé por el extremo de popa. Al llegar a la zona del cuarto de máquinas del timón, me costaba trabajo abrir la porta estanca, presagio que me encontraría con una sorpresa desagradable. Al lograrlo, lo confirmó la catarata de agua que estalló con fuerza sobre mí persona e hizo que cayera y fuera rebotando contra los mamparos del pasillo. Me incorporé como pude, sobreponiéndome de golpes y cortaduras, mientras el agua helada se escurría entre mis ropas y tomándome de lo que tenía a mano para restaurar el equilibrio, acudí a buscar ayuda entre la marinería.

—¡Muchachos, tenemos un compartimiento inundado! Y una vía de agua, levántense a ayudar…Por favor…

Nada ni siquiera se movieron. Victimas de desazón y del ‘mal de mar’ muchos con los ojos enrojecidos por el llanto contenido a duras penas. Estaban en un sopor, shockeados por la reciente desgracia, tumbados y vestidos en sus literas, alguno con el chaleco salvavidas colocado, parecía no importarles que el buque siguiera a flote o no.

Me enfurecí para movilizarlos y darme mis propios ánimos:
—¡Levántense carajo, maricones de mierda!

Los hombres curtidos por las penosas tareas de la intemperie, se fueron levantando para incorporarse a un pasamanos de baldes y poder achicar el compartimiento inundado. Lo que al principio comenzó con un poco de vergüenza y miradas torvas, de soslayo, culminó con un abrazo solidario. A más de uno se nos escapó una lágrima silenciosa, sin pudor o en la soledad de los camarotes. Amaneció y la tormenta comenzó lentamente a ceder. Quedaba la resaca y el mar de fondo que se fue serenando cerca del mediodía.

Dejaba atrás la noche más larga y triste de mi vida. Todas las embarcaciones nos abocamos a las tareas de búsqueda de náufragos, sumándose buques patrulleros y aviones de La Armada y Prefectura. Al paso de las horas se perdieron las esperanzas de encontrar sobrevivientes. Solo aparecieron las balsas, una bien armada y sin ocupantes, otra, que no alcanzó a inflarse, algunos chalecos salvavidas y otros despojos. Recién el día 20 apareció el único cuerpo de los dieciséis tripulantes, el del marinero Vicente Di Yorio.

Otra vez el puerto de Mar del Plata amaneció de luto, y siguió por muchos días. Los familiares de los náufragos se resistían a aceptar el fin de la búsqueda y deambulaban lastimosamente por los muelles en busca de alguna esperanza, que alguien les diera una explicación y ellos poder entenderla. Solo obtuvieron miradas de conmiseración y un nudo en la garganta como muda respuesta. Están ahí a pocas horas de navegación de Mar del Plata el desmesurado Atlántico los cobijó.

Quedaron para siempre en el inmenso sepulcro marino -¿Solos?-…¡No!…Acompañados por el ulular del viento y el recuerdo respetuoso de los que los conocimos… En el corazón de sus familias y en la memoria colectiva de nuestra querida ciudad.

Héctor Scaglione
Enlace relacionado: El Loco Pata




1 comentario:

  1. Que terribles momentos de, angustiante, zozobra has descripto con respecto a los, tristes, acaecimientos ocurridos, Héctor! Te agradezco, como gente de mar, por el, prolijo, relato (al mejor estilo Joseph Conrad) que me ha pintado una tragedia real por uno de sus protagonistas.

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