Ricardo Garin de su libro: Cuentos y relatos del mar
Aníbal se levantó de la cama despaciosamente, con una pesadez profunda. El reloj despertador había sonado hacía veinte minutos, a las seis y diez, como todos los días. Le dolía la cabeza y tenía ese sabor amargo en la boca, la lengua pastosa; pensó que tendría un aliento terrible. Había bebido un poco más de lo habitual.
Abrió el cajón de la mesa de luz, semi dormido buscó el sobre de aspirinas entre pañuelos, monedas, papeles y algún preservativo. Detuvo la mirada en las fotos que estaban debajo del vidrio de la mesa de luz. Cuando miró la foto de Damián montado en su triciclo, pensó una vez más en lo caprichoso que había sido su destino. Ahora que no navega más desde hace dos años, no puede tener a su hijo cerca, como siempre lo deseó en esas prolongadas ausencias de sus viajes. Desde su tormentoso divorcio con Cristina, sólo lo ve los fines de semana o algún otro día cuando lo va a buscar a la salida de la escuela. La foto que está al lado le provoca, como tantas veces, un escozor que le recorre la columna vertebral y se desgrana en la nuca. Él y Julián abrazados, atrás la pared de ladrillos marrones de la Escuela Náutica. Los uniformes y las gorras radiantes, blancos, como los dientes que se dejaban ver detrás de la sonrisa franca de Julián, esa sonrisa infalible que lo ponía al resguardo de toda tristeza, hasta aquellos días en que ese dolor profundo la fue borrando, desdibujándola para siempre.
Cuando se miró en el espejo del botiquín, inspeccionó su rostro y su cabello compasivamente. Las ojeras levemente abultadas, esas arrugas que se iban profundizando en su frente y a los costados de los ojos. Los reflejos plateados en su barba y bigotes y sus cabellos que cuidaba tanto, ahora parecían estar apenas prendidos de sus raíces dejando entrar dos penínsulas profundas, desde su frente hasta los confines de su cráneo.
Con esa barba y esa calvicie incipiente, pensó, qué diferente de aquella época de la foto, cuando sus músculos estaban fuertes y su piel lozana, alejado de toda penumbra, con un puñado de sueños, horizontes vastos de viajes y aventuras; su amigo del alma Julián y su novia, la hermosa Cristina, siempre esperándolo con sus brazos cálidos y sus pechos diminutos.
Bajó por el ascensor del modesto edificio de la avenida Jujuy, donde alquilaba el departamento de dos ambientes desde hacía más de tres años, cuando había empezado a vivir en la penumbra de la condena de hombre separado . Se dirigía a la estación de servicio de la esquina. Allí lo esperaba su inseparable amigo en esos últimos años: su taxi Peugeot diesel. Al llegar lo miró compasivamente como se miraba a si mismo en el espejo, se dió cuenta de que ya se estaba poniendo viejo y mañero prematuramente, como agotado de su infatigable andar en el océano de kilómetros que había recorrido por las calles de Buenos Aires.
—Le hace falta una buena lavada Aníbal.
—Dejalo ¿para qué? Mientras ande y me dé de morfar… Cada vez que lo lavo, parece como que se enojara y empieza con las mañas. Llename el tanque Pedro.
—Che, ojo, que el patrón está cabrero. Pagale la mensualidad, mirá que se va a rayar y no te lo va a dejar guardar más.
—Si, si, ya lo sé. Lo que pasa es que el laburo está flojo. Vos sabés que tengo que pasarle la guita a mi ex, el alquiler y todo lo demás. Decile que la próxima semana le arrimo unos pesos.
Salió por Jujuy como todos los días y dobló por San Juan. Esa mañana soleada de diciembre, comenzaba una vez más la rutina. Cuando llegara el anochecer, quién sabe en qué confín de la ciudad lo encontraría el destino, en qué bocacalle o avenida lo habría depositado el fin de la trama de la telaraña cotidiana del taxista. Vaya uno a saber desde dónde debería emprender el regreso al bar de Tito, el que como todas las noches lo recibía para matar el hambre con una hamburguesa y el hastío con un café y un whisky.
Había dejado un pasajero en Posadas y Libertad, cerca del centro de jefes y Oficiales Maquinistas Navales, su sindicato de antaño, de cuando navegaba. Hacía muchos años que no entraba allí, y al ver el edificio desde lejos, recordó por un instante las Asambleas extraordinarias y aquella vez que actuó como fiscal de mesa en las elecciones de Comisión Directiva. El bocinazo del ómnibus ubicado detrás de él lo sacó de golpe de su breve letargo, puso primera y aceleró para cruzar Libertad y seguir por Posadas.
Casi llegando al Patio Bullrich vio un brazo que se despegaba de un cuerpo ancho con traje claro. El hombre de cabello colorado le hizo seña para detenerlo. Antes de frenar el auto, Aníbal ya sabía que se trataba de un extranjero. No bien frenó, el hombre abrió la puerta delantera y en un español primario y titubeante le pidió si podía esperar hasta que llegase su esposa. Aníbal asintió con la cabeza sin responder.
Luego de unos minutos se abrió la puerta de cristal del centro comercial y salio una mujer elegante, con un aire muy distinguido y bolsas de papel en ambas manos. La correa de su cartera se hundía en el hombro izquierdo de una camisa de seda blanca, sus pantalones negros le marcaban su cintura diminuta. El cabello de color oro cortado a la “garzón” y unos lentes oscuros y grandes harían pensar a algún incauto que se trataba de Lady Di que caminaba de incógnito por Buenos Aires.
Cuando Aníbal la vio pareció encontrar en ella algo familiar en los pómulos y en la boca . Luego pensó que sería su parecido con la archi-conocida princesa británica lo que generaba la confusión.
Entraron al auto y colocaron las bolsas en el asiento delantero, se podían ver claramente los logos de “Armani” y “Dior” y Aníbal reconoció inmediatamente el aroma del perfume, era Mistere de Rochas, su preferido en otras épocas.
—To Plaza Hotel, please.
Esta vez el hombre habló en un inglés nítido, sin importar si Aníbal entendía o no. Inmediatamente arrancó y siguió por Callao, dobló a la derecha hacia Libertador y cuando miró por el retrovisor, vio a la mujer charlando con una voz casi imperceptible, en ese momento y sin dejar de conversar se sacó los lentes y los apoyó sobre su frente. Cuando sus ojos quedaron al descubierto Aníbal quedó paralizado, sintió una turbación que por poco le hace perder el control del auto. No consiguió, sin embargo, evitar una brusca corrección de la dirección que casi le provoca un roce con otro taxi. Los pasajeros concentrados en su conversación parecieron no notar la maniobra.
Aníbal sentía que el corazón se le salía del pecho. Cuando el transito se lo permitía, miraba escrutadoramente por el espejo, estudiando su perfil, el trazo de su nariz recta, el arco de sus cejas, y sus ojos grises, inconfundibles e inolvidables. Cuando la vio sonreír ya no tuvo más dudas, los pocitos simétricos a ambos lados de la comisura de los labios eran la marca característica de Karen.
Estacionó el taxi en la entrada de huéspedes del Plaza, por la calle San Martín.
—How much, sir? –preguntó el hombre.
—Four and thirty, like it shows – contestó Aníbal señalando el reloj.
—Ohh Do you speak English?
—Yes, a little.
Aníbal respondía pero trataba de no quitar la mirada de la mujer que ya había tomado las bolsas del asiento sin siquiera mirarlo y se alejaba en dirección a la puerta de vidrio tallado y madera lustrada del lobby del hotel.
No pudo calmarse por el resto del día, sus manos temblaban en el volante, no podía concentrarse en el transito ni en los pocos pasajeros que lo habían abordado. Decidió detener el auto por el barrio de Belgrano, en la arbolada avenida Melián. Reclinó el respaldo del asiento apoyó la cabeza y trató de relajarse mirando las copas de los árboles que formaban una inmensa galería encima suyo. Abrió el techo corredizo del Peugeot en un intento de beber un poco de frescura para que esclareciera su mente y le anestesiara esa inquietud que le inundaba el cuerpo marcándole sus vísceras. Encendió el vigésimo cigarrillo del día y cerró los ojos para no olvidar ni un solo detalle de lo ocurrido. Quería recordar paso a paso, detalle por detalle, intentaba encontrar una clave. No le importaba en ese momento la exigua recaudación que había hecho hasta ese momento, ni los viajes que perdería, ni las deudas, ni los problemas domésticos, ni su existencia chata. Se entregaba a sus recuerdos, a la memoria enamorada de las emociones y viajó en el tiempo, veinte años atrás, cuando sus músculos eran fuertes y su piel lozana, cuando Cristina aún lo amaba; cuando Julián, su amigo del alma, su amigo de siempre, le hablaba de beberse el mundo de un trago con su sonrisa imposible de ser resistida.
Recordaba y se veía con uniforme de gala, negro, con sus insignias doradas en sus puños del cuerpo de máquinas, las de segundo año de la Escuela Nacional de Náutica. Estaba parado en firme en la cubierta del buque escuela “Río Corrientes”, a su lado, como no podía ser de otra forma, su inseparable Julián. Abajo en el muelle, una multitud que los despedía con pañuelos. Distinguía los ojos verdes, penetrantes y húmedos de Cristina que lo miraban con desesperación.
—¡¡Te amo Ani!!...
Recordó la sensación de su garganta y las ganas contenidas de gritar lo que la amaba, pero debió aguantarse para no quebrar la marcialidad de la formación. Julián mantenía la sonrisa de siempre.
Era el viaje de entrenamiento de segundo año, se irían a Europa. Era la primera separación, la primera gran ausencia, la primera gran aventura y su amigo del alma siempre con él.
En todos los momentos de su vida Julián estuvo ahí, desde que empezó a tomar consciencia su amigo siempre había estado… en la primaria en la escuela de la Boca, en la secundaria en el Otto Krause, en la escuela de Náutica, en los bailes, en los asaltos, en el fútbol, en los veranos de natación, en los quilombos de la Isla Maciel y hasta en los sueños y planes… Siempre había estado su “alter ego”, incluso cuando conoció a Cristina en aquella boîte llamada “Lagar del Virrey”. Eran leales el uno con el otro, ni él lo había dejado de lado por Cristina ni Julián dejaba de salir con ellos, que a veces lo hacía con alguna amiga que le traían, pero que nunca pasó a mayores por que él no quería compromisos.
Ahí iban los dos a la aventura, a cruzar el océano. Ese día, una mañana de marzo de 1977, el barco zarpaba desde Buenos Aires hacia Europa por un lapso de cien días.
Aníbal empezó a repasar en su memoria esos días de navegación. Las guardias en “Máquinas”, con aquel inmenso Fiat de nueve cilindros. Aquel primer maquinista de movimientos eléctricos que tanto les enseñó los primeros secretos de la profesión. Aquel moreno de Cabo Verde que les enseñaba electrotécnica práctica, armando puestas en marcha con contactores y temporizadores. Al recordar al jefe de Máquinas, un hombre alto de cabello colorado y apellido alemán, le vino a la mente el hombre que estaba con Karen.
Recordó aquellos mediodías en el salón durante los almuerzos, repletos de cadetes y en donde se hablaba de mujeres, de fútbol, se tiraban pan, se armaban carnavales echándose el agua de beber unos a otros. Recordó aquel incidente típico en Julián. Era el “taura” que Dolina relata en su cuentos, solidario, humilde, siempre se sentaba atrás en el aula junto a los “quilomberos” formando parte de ellos, sólo que nunca escondía la mano. Cuando había que dar la cara siempre era el primero. No tenía problemas en asumir su culpa y la de los demás, y por eso aguantaba estoicamente los castigos. Era valiente y sincero, incapaz de delatar a nadie.
Aquel mediodía nadie vio entrar al oficial encargado de los cadetes en el comedor. Volaban pedazos de pan y manzanas por el aire ante la mirada inadvertida por todos del oficial, hasta que se escuchó:
—¡Atención! –gritó uno de los cadetes al verlo.
—¡Veo que en vez de cadetes tengo un grupo de inadaptados! Así que como son inadaptados, nadie baja en el primer puerto. No sea que pase vergüenza el barco, la Escuela y hasta la República Argentina, con ustedes. ¡Nadie baja en el primer puerto! Y si siguen estos desmanes, nadie bajará en el próximo y así hasta que se civilicen. ¿¡Entendido!?
—¡Permiso señor! Cadete de segundo año, Cuerpo de máquinas, Julián Álvarez, quiero explicar este incidente.
—Adelante cadete.
—Quién le habla, señor, es el responsable de este desorden. Yo fui quien comenzó todo arrojando la manzana de postre contra otro cadete. Solicito que el señor tenga a bien dispensar a mis compañeros por verse envueltos en esto que yo inicié.
Todos quedamos estupefactos con la seguridad y firmeza de sus palabras, en ningún momento titubeó ni una sílaba de su discurso.
—Muy bien, el cadete hará un parte de castigo “por haber promovido desorden en el comedor” y cumplirá arresto en su camarote durante lo que dure la estadía en Saint Nazaire.
Así fue como Julián pasó una semana a bordo del Río Corrientes sin poder bajar a tierra. Se perdió el partido de fútbol que jugaron los cadetes contra los bomberos de la ciudad, las excursiones a la Boule, La Croissic, Güerande y Nantes, las salidas nocturnas, la boîte y los tragos en los bares.
Luego vendría el otro puerto de Francia, Le Havre en donde él junto a Julián y otro grupo de cadetes conocieron a aquellas chicas en la puerta de un colegio secundario. Allí mismo Julián las había convencido de entrar a la escuela y sentarse todos en el aula a su clase de castellano. Todos los cadetes sentados junto a cada una de las chicas en el aula, mientras Julián daba clases con ayuda de un mapa de la República Argentina que se hallaba colgado en una de las paredes. Hablaba de geografía, de la distribución demográfica, de los cultivos, del ganado. La mayoría lo inventaba, mientras la profesora lo traducía y hacía hincapié en algunas palabras, cuando Julián mechaba algunas expresiones de lunfardo y la profesora dudaba despertando la risa de todas las chicas. Al terminar su exposición entre broma y broma Julián logró sacarle el número de teléfono a la profesora que tenía al menos diez años más de edad, lo que le reportó un par de noches de sexo salvaje con aquella francesa bien dotada. Después de aquel episodio, Julián se había transformado en el personaje del viaje, a quien admiraban y querían todos. Aníbal lejos de envidiarlo, se sentía orgulloso de él y complacido de ser su amigo.
Vinieron entonces los puertos de Inglaterra, Southampton, fue el primero. Luego la excursión a la tumba de Juan Manuel de Rosas, las noches en los pubs y las chicas de aquella boîte.
Julián como siempre en el centro de todo, siempre repartiendo el juego, presentando una niña por aquí, otra por allá. Él siempre se encargaba de las de mayor edad, le gustaban las chicas más grandes, “las mujeres de verdad”, como solía decir.
La excursión a Londres fue inolvidable. Aníbal recordaba aquel inusual día soleado en la ciudad. La gente tomaba sol en el Hyde Park como si fuera la playa, las mujeres y los hombres se quedaban en ropa interior. Recuerda como si fuera hoy, a Trafalgar Square, Picadilly Circus, La Abadía de Westminster, La torre de Londres, los puentes sobre el Támesis… pensaba con asombro cómo quedan bien grabados en la memoria los momentos vividos intensamente . Las imágenes pasaban como postales en su mente y con ellas le vino aquella canción de Serrat, su cantautor preferido: “De vez en cuando la vida, se despliega en colores como un Atlas…”
Aquello duró sólo un día, pero le quedó marcado para siempre. En sus viajes como navegante jamás había regresado a Londres, y como estaban dadas las cosas, pareciera que nunca más volvería.
Una tarde fría llegaron a Liverpool. En realidad era una pequeña localidad cercana de la que no recordaba el nombre, creía que era Seafort o algo parecido. Julián estaba excitado porque cumpliría con su sueño de estar en la ciudad natal de los Beatles. Es así que fueron lo antes posible a conocer el reducto donde ellos tocaban en sus inicios: “The Cavern”. Allí funcionaba como una especie de museo donde compraron souvenirs y aquel póster que Aníbal hizo enmarcar y que aún hoy conserva en un lugar privilegiado de su departamento de separado.
Para ir a Liverpool había que tomar un tren en una pequeña estación cercana al puerto. Todavía tenía en su paladar el sabor de las papas fritas que se comían al volver y que había comprado en un puestito de la estación, el famoso cono de chips que se vendían por doquier. No estaba seguro si había sido por una huelga de estibadores o por que otro motivo, pero recuerda bien que estuvieron dos semanas.
Un día, Julián y dos cadetes amigos, decidieron tomar el tren para el lado opuesto a Liverpool, les habían dicho que ese ramal terminaba en una estación importante de una ciudad turística; es así que quisieron averiguarlo por sus medios y allá fueron todos.
A esta altura de los recuerdos Aníbal repensaba cómo a veces las decisiones banales e intranscendentes, pueden modificar o marcar para siempre las vidas de las personas. ¿Estaría como está ahora, después de veinte años, si no hubiesen tomado ese tren? Frente al interrogante se sintió sorprendido y lleno de dudas. Encontraba, dentro de ese desconcierto y pesadumbre, una sensación que le producía un alivio inédito. Era como encontrar una clave en esta encrucijada. Tenía algo esclarecedor esa futilidad que resulta de querer perseverar en trazarse un destino. Sintió alivio porque entendió que muchas veces no se es culpable del presente. Pensó en aquella sentencia de Borges: “lo impredecible del destino de los hombres, por estar sometidos a ese juego complejo de causas y efectos que es la vida”
El tren a Southport era un punto de inflexión. Las historias suya y de Julián encontraron un ángulo donde quebrarse. Aníbal creyó entender todo más claramente. Se habían tomado decisiones pensadas y evaluadas, y realizado esfuerzos para alcanzar objetivos. Les habían enseñado que la vida se trataba de eso. Pero inexorablemente, también tuvo que entregarse a la idea de que la vida está formada por materiales extraños. Halló gran sentido en esto, pensó que era la razón de ser o la gran aventura de vivir. Cuando tomaron la decisión de seguir la carrera de los barcos, en sus mentes adolescentes, no comprendían muy bien esto, eran puros, no especulaban, no medían riesgos. Ahora que era adulto, ya golpeado, contaminado, comprendió que era su condición un poco el efecto de las causas extrañas, impensadas, incomprensibles. El tren a Southport era una impureza, una de las tantas que tiene la aleación metálica de la existencia. Una impureza insignificante que puede dar las características finales del material. Cuando aquel viejo tren eléctrico llegó al andén de Seafort, como en la metalúrgica, se reacomodó la estructura cristalina de la existencia de Julián y también la de él mismo.
Después de medía hora de viaje entre pueblos y campiñas, esa tarde de sábado llegaron a Southport. Efectivamente era una ciudad turística como habían dicho, una especie de centro de diversiones, sólo que estaba casi desierto. Había una peatonal, negocios, un parque de diversiones inmenso en la playa ventosa bañada por las frías aguas del Mar del Norte. Aníbal recuerda vagamente todo aquello, no eran las postales de Londres, esto era verdaderamente nebuloso en su mente. No recordaba que habían hecho esa tarde, no tenia el brillo necesario para que se grabe en la mente.
Cuando recordó la noche de Southport, todo cambió en la mente de Aníbal y ahora había nitidez en su memoria. El cartel de neón en rojo y azul que decía “The follies” los había atraído y se metieron por una puerta sin cuestionarse demasiado. Era una boîte espaciosa y en su pista de baile había un puñado de chicas bailando entre si. Aníbal recordó lo descabellado que le pareció eso en aquella época, que ya era usual en Europa, pero impensado en Buenos Aires.
Se sentaron en unos bancos que le hizo recordar a los del antiguo tren que va de Constitución a Témperley, con los respaldos compartidos para los asientos de un lado y del otro. Pidieron cerveza y comenzaron a reconocer el ambiente. Les llamó la atención un muchacho que estaba apoyado en la barra del bar y que tenía puesta la camiseta de la selección argentina de fútbol con el logo de la AFA y el del mundial ’78.
No recordaba bien el momento exacto en que aparecieron las chicas caminando, pero si en su memoria había quedado grabado el brillo en los ojos de Julián que estaba frente a él. Increíblemente Julián no atinó a esbozar la sonrisa que lo caracterizaba, sólo tenía cara de deslumbramiento , poco común en él.
Su sentimiento en ese momento era de desconcierto, no comprendía la cara de Julián, hasta que comenzaron a aparecer por su espalda las cuatro criaturas a las que su amigo miraba de frente y sin pausa. La primera de ellas era Karen. Aníbal la vio por primera vez de espalda, era espectacular. El pelo hasta la cintura de color trigo, caía lacio a plomo. Llevaba un jean ajustado que le marcaba unos glúteos perfectos que desembocaban en dos muslos tallados de contornos suavemente curvos. De los costados de sus cabellos dorados, asomaban dos hombros puntiagudos, que remataban un torso de cintura diminuta y espalda triangular, vestido con una prenda brillante , color negro. Caminaba como acariciando la alfombra del piso, pasó como una exhalación, casi irreal y leve. Las tres que venían atrás de ella eran bonitas también, pero parecían no existir. Julián comenzó a inquietarse, tomaba cerveza y giraba la cabeza buscándola ansiosamente.
—¿Viste lo que era eso? –preguntó Julián
—Es una pantera, sólo la vi de atrás… pero es una bestia.
—¡Sabés cómo me marcó! Tiene unos ojos de gata, impresionantes. ¡Yo me vuelvo loco! ¿Dónde está? –Mientras hablaba seguía buscándola con la mirada.
—No sé, creo que se sentaron por allá. Nosotros te hacemos la gamba con las otras.
Aníbal recordaba la ansiedad que tenía por verla de frente, había sido el primero en levantarse y acercarse a la mesa. Cuando se aproximó, Karen lo miró vagamente, con esos ojos, que no eran de gata, eran grises, de cielo, de mar, de lluvia. Cuando asomó Julián por detrás de él, comprendió que estaba frente a un caso de amor a primera vista, frente a la atracción primaria entre un hombre y una mujer.
Cuando Karen prendió con sus ojos la mirada de Julián, ya no lo soltó más. Lo atrajo como a una hoja con una succión que se podía ver en el aire. Julián pasó sin decir una palabra, se abrió paso entre las otras chicas que estaban sentadas y ella le seguía los movimientos con la mirada, apuntándolo con la nariz recta, casi perfecta. Julián por poco toma de los hombros a una de las chicas para que le hiciera lugar junto a Karen, en el intento voltea un vaso de gaseosa que se derrama en la mesa. En ese momento Karen explotó de la carcajada y Aníbal descubre los pocitos que se le formaban en las mejillas, primorosos, únicos, inexplicables.
Aníbal seguía recordando y se vio sentado con sus amigos en la mesa de las chicas balbuceando inglés. No podía dejar de mirar a Karen y ella ya estaba en otro mundo, enredada en un diálogo de miradas y susurros con Julián. Por primera vez en la vida sentía envidia de su amigo. Pensó en su Cristina y no se permitió nada más. Comenzó a charlar con Evelyn, una de las otras chicas. Notaba que ella estaba interesada en él, era bonita, pero no había nada de especial. Los otros dos cadetes hacían lo mismo con el resto de las chicas. Se divertían, se escuchaban carcajadas hasta que decidieron ir a bailar mientras Julián y Karen estaban ajenos a todo. En ese momento Julián le tomó una mano a Karen y se la beso, ella parecía estar volando en la estratósfera y con los ojos le pedía más hasta que terminaron fundiéndose en un beso de ensueño, interminable.
A partir de ahí nada fue igual para Julián. Aníbal tuvo que reconocer que para él tampoco. Indirectamente empezó a cambiar su vida, porque se había acostumbrado a vivir con Julián de una determinada manera, a compartir según una forma , como un acuerdo tácito . Ahora Julián tenía otra preocupación y debía dividirse, algo que Aníbal desconocía.
Aníbal recuerda en aquella corta estadía, el tren a Southport que tomaban todos los días, a las cinco de la tarde, luego de arreglárselas para terminar siempre las actividades del barco con anticipación. En la terminal de Southport, hacían trasbordo a otro tren, más pequeño, que los internaba en la verde e inmaculada campiña inglesa , como si fuera una maqueta. A veinte minutos de Southport quedaba Brighton Bridge, un pueblito muy pintoresco de casas de dos pisos con ladrillos a la vista y techos de tejas a dos aguas, todas iguales, con esa ineludible tradición inglesa de conservar la uniformidad en la arquitectura. Allí siempre los esperaban las chicas. Al principio iban los cuatro; luego sólo él y Julián.
Aníbal reconoce que iba, no para verla a Evelyn, ni para no dejar solo a Julián, sino que principalmente lo hacía para ver a Karen. Estaba fascinado con ella, no era amor lo que sentía, sino fascinación. Por su cuerpo, por su cara, por su pelo, por sus ojos, pero fundamentalmente por su “no se qué”. Ahora, después de tantos años, le puso palabras a eso: por su naturaleza etérea, casi irreal.
Recuerda nítidamente de esos días, un episodio casi gracioso. Estaban los cuatro solos en la casa de Karen, habían cenado pollo que las chicas habían cocinado y tomaban cerveza. Escuchaban un disco de Electric Light Orchestra. Él se había enredado con Evelyn en el sofá, mientras Karen y Julián estaban en lo mismo pero sobre la alfombra, hasta que ella se incorpora y lo toma de la mano a Julián conduciéndolo con urgencia a las habitaciones de arriba, recuerda haberlos visto pasar rápido y sigilosamente hacia la escalera. Recuerda como si fuese hoy, revive los suspiros, las caricias, hasta las erecciones. De pronto el ruido en la puerta del garaje y su desesperación para acomodarse la camisa y la corrida veloz hacia la escalera.
—Julián viene alguien. –dijo fuerte.
El salto de Julián de la cama, mientras su miembro latiente se sacudía al correr hacia el baño. No puede sacarse de la cabeza la cara de desesperación de Karen, con sus pechos erguidos al aire y su imagen semidesnuda acomodando la cama.
Cuando los padres de Karen entraron a la casa, todo parecía normal. Algunas mejillas coloradas, cabellos desalineados, pero nada fuera de lo normal. Sólo que pasaba el tiempo y Julián no salía del baño, las miradas de interrogación se cruzaban entre las chicas y Aníbal. La madre de Karen subió y ella salió corriendo atrás… luego de unos minutos baja Julián con cara de “acá no ha pasado nada”
—¿Qué pasó boludo? ¿Te pescaron? –recuerda haberle susurrado.
—No papá, la vieja se fue a otra habitación y la flaca me alcanzó los lienzos y los zolcilloncas que quedaron en la pieza.
—¿Y qué carajo hiciste?
—Nada, me vestí y salí como si nada. La saludé a mamá que estaba en el pasillo y... buenas noches.
—¿Y ahora qué pasa? ¿Se avivó?
—Que sé yo. Sigamos la flecha, si nos rajan, nos vamos y listo.
Cuando bajaron Karen y la madre, todo parecía estar bien.
Al salir de Liverpool, Julián estaba inquieto, Karen y Evelyn están en el muelle despidiéndolos, las recordaba recortándose entre galpones y grúas. Por esos días Julián estaba extraño, no compartía cosas con él. Apenas llegaron a Glasgow se fue a hablar por teléfono, sin avisar. Al otro día estaban Karen y Evelyn en la planchada del Río Corrientes.
Los recuerdos no cesaban, el paseo de los cuatro por las calles de la ciudad, en esos atardeceres fríos, el ingreso al hotel donde se hospedaban las chicas, las horas de hacer el amor hasta las once de la noche, hora en que tenían que regresar al barco. Imágenes frescas y vivas, como la de la noche que tuvo que cubrir a Julián que no aguantó la tentación y se quedó a compartir el amanecer con Karen. Organizando la subida de Julián al barco de manera sigilosa y a escondidas.
Llegaría el viaje en tren a Edimburgo. La magia de aquella ciudad…, el castillo…, la imagen de Julián caminando abrazado a Karen… Parecían en el paraíso, volando en una nube. Estaban apasionados y se notaba, otra vez recordó que sentía una dulce envidia por su amigo que creyó que era sana.
Luego de eso dejaron Gran Bretaña y el buque volvió al continente, de nuevo a Le Havre. Era el último puerto antes del regreso a Buenos Aires. Aníbal recuerda su sentimiento de culpa hacia Cristina, y el haberse negado a la insistencia de Julián de hacer venir a Evelyn a Francia.
—Dale che, No me cagués. ¿No ves que si no vienen juntas, la flaca no viene?
No había caso, él no quería ver más a Evelyn, no quería alimentar un fuego que se encendía en ella y que a él le era imposible .Fue una de las pocas veces que Julián se había enojado con él de esa manera, lo insultó, le reprochó muchas cosas y casi dejan de hablarse.
Cuando Julián logró hacer venir a Karen con ellos a París, Aníbal recuerda que no queria acompañarlos, hasta que lo convencieron y de nuevo otro tren, otra campiña, y París
Otra vez el Atlas de Serrat que suena en su cabeza y las postales inolvidables en la mente. Montmartre, La Madelaine, el Hotel de los Inválidos, el Arco de Triunfo, Las tullerías, el Louvre, la Torre Eiffel, los campos de Marte y tantas otras cosas… Esta vez , a diferencia de Londres, con otros ingredientes, Karen y Julián enamorados. A veces abrazados, a veces de la mano. Irradiaban felicidad y dicha por los poros, no recuerda haber visto a dos personas así, en el estado ideal del ser humano: la exaltación.
Cuando Aníbal volvió a París años después, recuerda que esos lugares mágicos le traían una nostalgia especial, inédita; era como sentir emociones y recuerdos ajenos, los de Julián.
En ese momento pensó en las dos caras de la moneda, como a un momento de felicidad le sigue uno de sufrimiento, como una siniestra ley de compensación . Esto lo comprobó en carne propia mucho tiempo después de aquel primer viaje , cuando su mundo empezó a transitar por la penumbra. Ahora sabe que en la vida se muere y se nace muchas veces. Sólo que él no murió aún y por eso no puede renacer. Vaga como un alma errante, a medio camino entre la luz y la sombra, sin solución de continuidad. Recuerda cuando dejaron Europa. El llanto desgarrador de Karen. No la podía descolgar del cuello de Julián. El barco estaba de salida, práctico a bordo y la planchada lista para subir, el marinero esperaba para replegarla y el oficial de guardia miraba impaciente.
—Vamos, cadetes. Esto se va.
Aníbal recuerda bien el rostro de Julián cuando lo miró, sin hablar. Sus ojos decían todo, Karen seguía prendida a su cuello.
—No boludo. ¿Qué vas a hacer? ¿Estás Loco? Yo te voy a ayudar. Vení subí al barco. Ya la vas a volver a ver. Te lo prometo.
Recordaba que luego de lograr despegarlos, arrastró a Julián a la planchada para iniciar la navegación de regreso.
La memoria de Aníbal era errática en ese pasaje de su historia. Sólo recordaba la profunda depresión de Julián, su desinterés por todo y que si no fuese por él, que lo empujaba, le hubiesen dado de baja de la Escuela de Náutica. Algo que recordaba nítidamente eran las emociones, no los hechos. Aquella emoción y excitación del regreso, del reencuentro. Volvió a sentir aquello en otros regresos de sus viajes, pero no como aquella vez…, como esa primera nunca más.
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